Hablar de la radio es, desde luego, decir oralidad. La radio y la voz se juntan, se conjugan. Y decir oralidad, hoy sobre todo, significa instaurar o reconquistar el espacio del diálogo, de la charla, del coloquio. La radio, a diferencia de la escritura, rescata para nosotros el calor de la voz, la certeza de la palabra que se vuelve compañía.
Podríamos decir que la radio, por lo mismo, cumple un papel eminentemente antropológico. La radió reúne, aglutina. La radio se asemeja al antiguo fuego tutelar, a la taza de café o al vaso de cerveza. La radio es un lugar donde la charla y la tertulia hallan su ámbito o, por lo menos, se inician. La radio es una ausencia que se hace presencia. Una voz que encarna cuando la escuchamos. Un aire que nos refresca o nos recuerda el vaivén, el movimiento de lo vivo. La radio, como la voz, y a diferencia de la letra, siempre es una forma viva, sensitiva. Una forma para el sentimiento.
Y a la par de esta función antropológica de la radio, una segunda utilidad, un segundo propósito: la radio conserva el tono oral de la épica. La radio nos instruye. Su labor pedagógica, entendida como un relatar, como un volver a contar toda la historia, el viejo mito, el infinito cuento, su papel, decimos, es el de romper las fronteras del aula, del salón de clase. La radio educa sin fronteras. Acá es donde la radio adquiere un compromiso, una ética. Y más en un continente como el nuestro, donde sigue siendo la voz gestora y ordenadora de los hombres. Somos un continente preferencialmente oral, un territorio abierto y dispuesto hacia la radio.
Sin contar que la radio es el lugar adecuado para que la música, esa otras voz, despliegue su fascinación, su encantamiento. La radio y la música se juntan, se comprenden; ellas, a la manera de una yunta, labran adentro de nuestro ser, hunden sus ritmos, sus acentos, en cada pedazo de nuestra geografía corporal. Música y radio. Poesía y palabra. El hombre siempre ha sido un esclavo del sonido hecho compás, de la palabra vuelta canto.
Oralidad, melodía, voz. La radio busca nuestro oído, reclama ese sentido un tanto descuidado. La radio quiere que nuestro oído, vea. Aspira a hacernos más aptos para otro tipo de visión. La radio nos invita a ahondar en nuestro imaginario, nos avienta al mundo de la ensoñación. Cuando escuchamos radio, los símbolos que perviven en alguna parte de nuestra memoria se desatan, se levantan, estallan como luces de colores. Al afirmar el oído, al tener fineza para escuchar la radio, nos volvemos eminentemente fantasiosos. Entramos al mundo de la infancia.
Hablar de la radio hoy, cuando la imagen y la letra parecen entronizadas para siempre, no deja de ser un acto irreverente. Sin embargo, hay algo en la oralidad, en su viveza, que aún nos asombra. La radio parece ser, quiere ser, una evidencia de nuestra condición de hombres. Antes de ser escritores, fuimos habladores. La voz viene a nosotros como un don o como una conquista; la voz es y seguirá siendo la primera creación. El verbo es gestor del mundo. La palabra, la oralidad, la radio, siguen siendo la voz que anima cualquier génesis.