• Autobiografía
  • Conferencias
  • Cursos
  • Del «Trocadero»
  • Del oficio
  • Galería
  • Juegos de lenguaje
  • Lecturas
  • Libros

Fernando Vásquez Rodríguez

~ Escribir y pensar

Fernando Vásquez Rodríguez

Archivos mensuales: septiembre 2012

La voz de la radio

26 miércoles Sep 2012

Posted by fernandovasquezrodriguez in Ensayos

≈ 8 comentarios

Hablar de la radio es, desde luego, decir oralidad. La radio y la voz se juntan, se conjugan. Y decir oralidad, hoy sobre todo, significa instaurar o reconquistar el espacio del diálogo, de la charla, del coloquio. La radio, a diferencia de la escritura, rescata para nosotros el calor de la voz, la certeza de la palabra que se vuelve compañía.

         Podríamos decir que la radio, por lo mismo, cumple un papel eminentemente antropológico. La radió reúne, aglutina. La radio se asemeja al antiguo fuego tutelar, a la taza de café o al vaso de cerveza. La radio es un lugar donde la charla y la tertulia hallan su ámbito o, por lo menos, se inician. La radio es una ausencia que se hace presencia. Una voz que encarna cuando la escuchamos. Un aire que nos refresca o nos recuerda el vaivén, el movimiento de lo vivo. La radio, como la voz, y a diferencia de la letra, siempre es una forma viva, sensitiva. Una forma para el sentimiento.

         Y a la par de esta función antropológica de la radio, una segunda utilidad, un segundo propósito: la radio conserva el tono oral de la épica. La radio nos instruye. Su labor pedagógica, entendida como un relatar, como un volver a contar toda la historia, el viejo mito, el infinito cuento, su papel, decimos, es el de romper las fronteras del aula, del salón de clase. La radio educa sin fronteras. Acá es donde la radio adquiere un compromiso, una ética. Y más en un continente como el nuestro, donde sigue siendo la voz gestora y ordenadora de los hombres. Somos un continente preferencialmente oral, un territorio abierto y dispuesto hacia la radio.

         Sin contar que la radio es el lugar adecuado para que la música, esa otras voz, despliegue su fascinación, su encantamiento. La radio y la música se juntan, se comprenden; ellas, a la manera de una yunta, labran adentro de nuestro ser, hunden sus ritmos, sus acentos, en cada pedazo de nuestra geografía corporal. Música y radio. Poesía y palabra. El hombre siempre ha sido un esclavo del sonido hecho compás, de la palabra vuelta canto.

         Oralidad, melodía, voz. La radio busca nuestro oído, reclama ese sentido un tanto descuidado. La radio quiere que nuestro oído, vea. Aspira a hacernos más aptos para otro tipo de visión. La radio nos invita a ahondar en nuestro imaginario, nos avienta al mundo de la ensoñación. Cuando escuchamos radio, los símbolos que perviven en alguna parte de nuestra memoria se desatan, se levantan, estallan como luces de colores. Al afirmar el oído, al tener fineza para escuchar la radio, nos volvemos eminentemente fantasiosos. Entramos al mundo de la infancia.

         Hablar de la radio hoy, cuando la imagen y la letra parecen entronizadas para siempre, no deja de ser un acto irreverente. Sin embargo, hay algo en la oralidad, en su viveza, que aún nos asombra. La radio parece ser, quiere ser, una evidencia de nuestra condición de hombres. Antes de ser escritores, fuimos habladores. La voz viene a nosotros como un don o como una conquista; la voz es y seguirá siendo la primera creación. El verbo es gestor del mundo. La palabra, la oralidad, la radio, siguen siendo la voz que anima cualquier génesis.

«Dolor de muela»

25 martes Sep 2012

Posted by fernandovasquezrodriguez in Cuentos

≈ 14 comentarios

Desde ese lunes festivo, desde esa comida exquisita que le habían traído sus padres de las montañas del Tolima, el profesor tenía un dolor leve y continuo en uno de los molares inferiores. Justo en aquella muela donde, quince días atrás, Manuel –su odontólogo– había hecho un tratamiento de conductos.  

El profesor trataba de ignorar el dolor pero, a su pesar, se hacía cada vez más incisivo, más agudo. «Bien miradas las cosas, pensaba, un dolor de muelas es como una basura en un ojo». Era un dolor como de corrientazos eléctricos, como de ebullición de la sangre. Un dolor persistente y molesto. «Como los cobradores, como los acreedores de nuestra misma familia». El profesor intentó, por todos los medios, relegar ese dolor a un plano menor, a una dolencia insignificante, pero –a medida que pasaban las horas– el malestar, la desazón se hacía más evidente, más perfecta.  

Afortunadamente, esa noche, pudo dormir.  

Bien entrada la mañana, se levantó repleto de optimismo. Era su primer día de trabajo, después de vacaciones de fin de año. Se preparó un desayuno “Bruce Lee”: en una licuadora juntó el jugo de varias naranjas, un huevo, un banano, varias clases de cereal y miel. Dos vasos. Los ingirió unos minutos antes de que el pito del taxi, 2256666, lo pusiera en camino hacia el enorme edificio de la Universidad.  

Saludó a todo el mundo. Volvió a encontrarse con los sitios y objetos familiares, con su escritorio lleno de papeles, con los dos grabados de Doré (“Don Quijote” y “Dante”) que adornaban una de las paredes de su oficina. Estuvo por más de dos hora reunido con las dos compañeras de equipo, Sandra y Fanny, hablando de las actividades de ese año, de ese primer semestre. Después, salió de la oficina, de ese cuarto pequeño, y fue directo hasta la biblioteca. Quería oler a su Universidad, verla otra vez, sentirla como un campesino reconoce su pedazo de parcela.  

Bajó las múltiples escaleras, detuvo un taxi y fue directo hasta el centro de la ciudad. Compró dos revistas, sacó algunas cuentas de cobro de su apartado aéreo y tomó rumbo a su casa. Justo cuando el automóvil enfiló sus láminas amarillas hacia la avenida 26, volvió a sentir ese dolor, esa angustia ya vuelta familiar. Sacó de su maletín una de las revistas y empezó a hojearla; leyó con detenimiento una de las columnas habituales de la publicación, tuvo presente varios de los titulares, miró con deleite prospectivo un calendario de la Copa Mundo USA 1995. Cerró momentáneamente la revista. El malestar de su muela se hizo más vivo. Las manos y los ojos del profesor volvieron a navegar en ese cuerpo de papel de 82 páginas. Ahora la mirada se clavó en una fotografía brutal, demoledora. En blanco y negro: un hombre lleva entre sus brazos, como si fuera otra Pietá, el cuerpo exánime de su mujer. El hombre viste una camiseta sucia, ceñida al cuerpo, mojada, sudorosa. La mujer, tiene el torso desnudo –apenas una prenda le sirve de bufanda macabra–; la cabeza echada hacia atrás y los brazos como puestos en cruz. La mirada de odio y resignación del hombre, los ojos cerrados de la mujer; las manos del hombre como soportando una novia en el día de su matrimonio; los brazos delgados de la mujer, con una pulsera reluciente hacia el final de una de sus manos. Acaba de llover o está lloviendo. Atrás de ellos dos, como sirviendo de escenario, los rostros de algunos jóvenes. Las costillas de la mujer, su flaqueza; los senos y los pezones de la mujer –vivos aún, hermosos–… El cabello desordenado del hombre, los labios ligeramente abiertos, como si hubiera corrido a cuestas con el dolor durante muchos kilómetros; su mirada… El profesor leyó el pie de foto: Calcuta. Un hombre lleva a su mujer enferma de cólera. El taxi se detuvo.  

—»No tengo nada»—dijo para sí el profesor—, metiendo la llave en la cerradura de la puerta.

«Esa tarde»

25 martes Sep 2012

Posted by fernandovasquezrodriguez in Del diario

≈ 10 comentarios

Los urapanes de La inmaculada.

Los urapanes de La inmaculada.

Esa tarde, a eso de las cuatro, le pidió a su amiga que lo acompañara al cementerio. No sabía bien por qué sentía esa necesidad. Quizá por ser un treinta de diciembre, o por ser las primeras fiestas navideñas sin la presencia de su padre. Sea por la razón que fuese atendió bien las voces de su corazón y las convirtió en un acto. Ya en el carro de su amiga, pasó a recoger a su mujer. Y los tres tomaron el camino de la autopista rumbo al norte, bien al norte de la ciudad. Un trancón puso su corazón al acecho. Más después de padecer una larga cola de automóviles pudieron llegar a las cuatro y media. A la entrada del cementerio compró flores moradas y de colores. Con ese regalo entre sus manos buscó la tumba correspondiente. A la vera del camino, debajo de los urapanes, se encontró con su viejo. Quitó las flores marchitas y trajo agua fresca. Con devoción armó el florero. Las lágrimas se le vinieron encima, como un alud repleto de imágenes y palabras. Con la voz entrecortada les pidió a las dos mujeres que fueran a buscar un ramo más de siemprevivas. Se quedó sólo con su dolor, desyerbando la pérdida, limpiando con sus manos aquella huerta de la hojarasca y los chamizos. Por primera vez le habló a aquella ausencia. Le pidió en voz queda por la salud de su madre, enferma en esos días; y le susurró una vez más su amor, su gran amor de hijo. Ahora las lágrimas parecían fardos que le doblaban la espalda. Cuando las dos mujeres llegaron él ya había limpiado la tumba. Levantó sus ojos llorosos y pudo ver los de su mujer, igualmente húmedos. Volvió a acariciar el florero con la misma ternura con que le acariciaba la cabeza y el cabello a su padre. Luego se metió en el carro azul navajo y cerró la puerta. Minutos después entraron las dos acompañantes. Un silencio fraterno y respetuoso también tomó asiento. Las manos del hombre esculcaron en la guantera buscando un pañuelo desechable. Le reiteró a su amiga las gracias por haberlo acompañado. Respiró profundo. En su mente seguía presente el pasado diciembre cuando el viejo, haciendo un esfuerzo descomunal, los había acompañado al ritual del abrazo, los besos, los parabienes y las recomendaciones para el año reciente. Y sabía que al otro día, en la siguiente noche, en esa otra noche de Walpurgis, tendría que encontrarse con esa evidencia de no verlo, ni oírlo, ni poder estrecharlo fuerte contra su pecho. Quizás por eso fue al cementerio, tal vez por eso sintió tal llamado. Como una manera de preparación, de ensayo para la función del otro día. Con la mano izquierda acarició la pantorrilla de su mujer. La apretó tiernamente, pero con firmeza. Ella le tomó el lóbulo de su oreja con gran cariño, como si supiera del dolor que en esos momentos transitaba por su corazón, similar a una recua de mulas por un camino de herradura.

         —¿Tienes mucha hambre?— le preguntó el hombre a su mujer, haciendo trizas el silencio.

         —Un poquito.

El primer narrador

22 sábado Sep 2012

Posted by fernandovasquezrodriguez in Ensayos

≈ 12 comentarios

«El contador de historias» de Howard Terpning

La narrativa es consustancial al ser humano. El gestar la tribu y el relatar van de la mano. Al hombre le gusta oír y contar historias. Siempre me ha gustado especular sobre la figura del primer narrador. Alguien que sale de lo conocido, traspasa lo desconocido y vuelve a lo conocido, para hacer lo desconocido familiar. Subrayo de una vez, la última parte: hacer lo desconocido familiar. No se trata sólo de salir, sino de retornar. La narración es, en esencia, el viaje recordado. O si se quiere, un seguir viajando pero en la memoria, en la recordación. La narración comienza con el sedentarismo: y el hecho de salir de un lugar familiar, ese evento de romper las propias fronteras es el que motiva la emergencia del relato. Cuando se retorna, cuando se vuelve a la patria, los que se han quedado en casa, los que no han traspasado el umbral de lo conocido, le reclaman al viajero, al comerciante, que les cuente qué había en esos lugares, cómo eran sus gentes, qué se comía, cómo eran sus atuendos…, y el primer narrador, al lado del fuego tribal, viendo a su alrededor a la tribu en círculo reunida, se pone de pie y empieza a relatar. Pero no son suficientes sus palabras, acude a sus manos, a sus gestos, a un repertorio de sonidos, para acercar aquellas tierras, aquellos hombres, aquellas acciones suyas tan lejanas, para hacer visible lo que en principio es desconocido para sus oyentes. La gente de la tribu lo sigue embebida. El narrador, agiganta algunos rasgos, subsana con su imaginación ciertos vados de la memoria, se anima a multiplicar los hechos, a dotarlos de esa aura particular que tienen los acontecimientos. La tribu sigue expectante. El narrador cambia las tonalidades de su voz para tratar de reproducir la voz genuina con la que estuvo dialogando en esas tierras, allá, mucho más allá de los mares. Los oyentes ríen, se deleitan. Los más chiquillos, adormilados entre los brazos de sus padres, continúan el hilo de la historia, dejándose atrapar por esos mundos, por esos monstruos, por esas palabras vueltas más fascinantes con el crujir de las chispas de la hoguera y el frío de la noche. Una vez más el narrador prosigue con sus relatos. Ahora dibuja en la arena, en la tierra, un mapa rústico para darle una ambientación a sus palabras. Las gentes se inclinan ligeramente para ver cómo una rama seca sirve de punzón para producir aquellas líneas. El narrador se pone de pie. «Allí, dice, en medio de esas montañas, sucedió mi encuentro con la fiera más rara, más peligrosa y más grande que ustedes se puedan imaginar»… El narrador hace una pausa. Un silencio tan denso como la oscuridad que le sirve de telón. Luego agrega: «mañana continuaremos». Y aunque algunos de los miembros de la tribu alegan o piden continuar con el relato, el narrador se niega a proseguir con su historia. El círculo de personas empieza a disolverse. Varios niños siguen alrededor del narrador, implorándole que les adelante algo de aquellas fieras. «Eso será mañana, mañana seguimos con la historia», dice el narrador, empezando a caminar hacia el discreto lugar en donde duerme.

20 consejos para hacer un ensayo

22 sábado Sep 2012

Posted by fernandovasquezrodriguez in Ensayos

≈ 32 comentarios

Ilustración de James Fryer.

Ilustración de James Fryer.

He aquí una veintena de pistas para ir, poco a poco, escribiendo un ensayo. Si quiere profundizar en varios de los aspectos mencionados en el texto, consulte mi libro Pregúntele al ensayista.

20 Consejos para hacer un ensayo

Microanálisis de dos cuadros

22 sábado Sep 2012

Posted by fernandovasquezrodriguez in Semiótica

≈ 8 comentarios

Rafael y Dorronsoro

Rafael y Dorronsoro

Miremos, a la vez, dos cuadros. «La Virgen de la Silla» de Rafael, y el retrato de María, dibujado al carbón por el pintor bugueño Alejandro Dorronsoro, en 1879.

Observemos los dos cuadros y dejémonos llevar, para empezar, por las miradas de las dos mujeres. La madonna de Rafael nos mira incitándonos; la mujer de Dorronsoro casi ni nos mira, o si ve algo, ese algo no somos nosotros mismos. Los ojos de la madonna de Rafael son vivos, alegres si se quiere; los ojos de la dama de Dorronsoro son tristes, perdidos ente el espacio de las cuencas. La mirada captada por Rafael es mediterránea: amplia hasta el infinito, larga y sin obstáculos, marina; la mirada captada por Dorronsoro es montañosa: limitada por la abertura de los párpados, lenta y progresiva al ir chocando con toda suerte de obstáculos, terrígena.

Vayamos ahora a los labios. La Virgen de la silla: labios pequeños pero carnosos: sonrisa; el retrato de María: labios largos, delgados: gesto. Los primeros, los de Rafael, provocativos, no tan virginales como frescos; los segundos, los de Dorronsoro, compasivos, virginales, sujetos al silencio.

Cambiemos de foco y entretengámonos en la contemplación de las orejas. Rafael, oreja limpia, abierta a la voz o a la proposición, limitada por el margen de un turbante oriental; Dorronosoro, oreja adornada con un crucifijo, el arete como interferencia a la palabra, la cruz como cadena que sostiene hacia abajo la libertad de la oreja, y aunque no hay turbante, una flor cubre el cabello de María.

Fijémonos ahora en el cabello. En María la gran moña, seguramente terminada en trenza, recogimiento, orden, cuidado visible: imperturbabilidad; en la Virgen de la Silla, moña también, pero disimulada, confundida con el cuello, ligero desorden, mínimo descuido, posibilidad del viento que agita: turbabilidad. He aquí que podemos decir de una vez un contraste: para Rafael contaba la fugacidad, la Virgen de la silla es la plasmación de un instante cautivador, de un tiempo que seduce; para Dorronsoro cuenta la eternidad, su retrato de María es la plasmación de un siempre esperar o de un tiempo irremediablemente perdido. Rafael: el movimiento; Dorronsoro: la fijeza.

Volvamos a los dos cuadros y detengámonos en el cuello de cada una de las mujeres. La Virgen de la silla nos muestra su cuello, nos lo exhibe como semejando la cerviz de una gacela: tenemos de ella una lateralidad que empalma con su rostro; la María de Dorronsoro no nos muestra del todo su cuello, apenas tenemos la idea de una medialuna creada entre la quijada y la arandela superior de la blusa; tenemos entonces de ella una frontalidad imposible de descubrir, la sombra nos lo impide, el rostro nos lo impide, la seda nos lo impide como un velo, como la caparazón de las tortugas.

Y ya que hemos visto las ropas de cada una de ellas, mirémoslas con más detalle. Rafael viste a su virgen pesadamente: terciopelo, poco importa el realce de las formas: ocultación total; Dorronsoro viste a su María livianamente: seda, importa mucho el realce de las formas: develación parcial. En tanto la Virgen de la silla retiene todo su encanto en lo visible, en lo observable, el retrato de María fija toda su seducción en lo no visible, en lo no observable…

Concluyamos nuestro análisis diciendo que estas diferencias entre los dos cuadros bien pueden sintetizar el cambio o la manera como el colombiano Jorge Isaacs reinterpretó un sentido del romanticismo europeo. Dorronsoro es a Rafael, lo que Isaacs es a Chateaubriand.

Carlos Fuentes

22 sábado Sep 2012

Posted by fernandovasquezrodriguez in Homenajes

≈ 6 comentarios

Carlos Fuentes homenaje

Mi maestro Alfonso Reyes

21 viernes Sep 2012

Posted by fernandovasquezrodriguez in Del diario

≈ 8 comentarios

El maestro en su Capilla…

Se lo ve tan pequeño en medio de su casa de libros. De pie, sobre la baranda del segundo piso, está Alfonso Reyes; mi maestro Alfonso Reyes. Las paredes están tapizadas de volúmenes. No queda ni un solo espacio para nada que no sean libros y más libros. Es la “capilla Alfonsina”; el lugar sagrado del maestro. Abajo, en el primer piso, las bibliotecas siguen multiplicándose. Y en los pocos lugares libres, en esos intersticios salvados de tener encima un volumen, nacen floreros enormes y flores descomunales. Hasta parece que las flores son más grandes que el maestro. Está de pie. Se lo ve orgulloso de su casa taller, de su mesa de trabajo de dos pisos y muchas habitaciones. Tal vez por el ángulo en que fue tomada la fotografía el maestro se pierde entre tanta hoja, entre tanto libro. Sin embargo, puedo entrever su sonrisa. Esa sonrisa que cautivó a Germán Arciniegas. Mi maestro, es un hombre pequeño, rollizo. Tiene bigote y barba. Su cabeza reluce. La frente hace juego con una enorme lámpara. Mi maestro, con el que nunca hablé, el que siempre me ha dado sus lecciones desde el silencio de la hoja impresa, me dice: “!Entra!”. Y yo sé que esa invitación es familiar. Porque de tanto leerlo, de tanto releer sus libros, me he vuelto como amigo de su casa. “¡Sigue!”, vuelve a decirme, desde arriba. Y aunque lo vea tan pequeño, en medio de su inmensa biblioteca, siento que es un gigante, un coloso que me ha enseñado a amar la literatura, a saborear las palabras en sus ritmos, y a buscar por todos los medios, cuando escribo, la claridad del pensamiento.

«Olor de mar»

21 viernes Sep 2012

Posted by fernandovasquezrodriguez in Poemas

≈ 9 comentarios

Ilustración de la alemana Silja Goetz

Ilustración de la alemana Silja Goetz

Olor de mar

La tarea del escritor y la «Creación de las aves»

21 viernes Sep 2012

Posted by fernandovasquezrodriguez in Ensayos

≈ 14 comentarios

«Creación de las aves» de Remedios Varo

Por una ventana lateral entra un rayo de luz que, al ser pasado por un prisma, permite iluminar o poder ver mejor la figura de una mujer lechuza que pinta aves con colores provenientes de una retorta, la cual toma sus pigmentos de otra ventana que está a la espalda de esa artista alada. Las creaciones salen del papel y comienzan a volar; emprenden su huída hacia otra ventana. Vuelven transformadas a su lugar de inicio. La mirada del ave creadora es de absoluta felicidad. Cabe decir también que el pincel que usa está conectado a un violín que le sirve de collar.  

En ese cuadro de Remedios Varo está simbolizada la tarea del escritor: retomar algo de la exterioridad para someterlo a un prisma, para reconfigurarlo o darle otra forma; las herramientas que emplea tienen una doble característica; de un lado, son materias que partiendo de un afuera, han sido transformadas o transmutadas también por el lento paso de la sedimentación, la decantación o el tamizaje. Antes de convertirse en un color, sufren varias mutaciones, sendos cambios. La materia misma con la que trabaja el escritor, las palabras, son de por sí un sustancia transformada, destilada o sometida a diversas fuerzas y diferentes temperaturas. De otro lado, el otro útil del escritor es su pluma; pero ésta debe estar conectada a un pecho, a una sensibilidad de cuerdas; el que escribe debe estar atento a las sutilezas o los acordes de su propio corazón. Con esas dos herramientas el artista, que algo debe tener de ave para soñar o poder volar, y de búho o lechuza para estar vigilante o al acecho, puede crear sus obras. Esas criaturas van saliendo de sus páginas con ánimos de volar, de buscar el espacio primero o su ambiente original. Esas aves van en busca de un lector. Otras de las creaciones, pocas, prefieren quedarse a acompañar al ave creadora; son esas historias o esas obras que siguen en remojo, que aún esperan algún aire propicio, algún retoque, para emprender el vuelo. No sobra advertir que el escritor alado está descalzo. Como quien dice, nada de simulaciones o ropajes; ante todo, la autenticidad. Porque de eso se trata en últimas, cuando se es escritor, de decirse sin ambages, sin afeites o falsificaciones.  

Cabría agregar, por último, que dicha tarea se hace en soledad. Tal vez la lechuza creadora conoce el riesgo de mover el prisma o desenfocar la luz; de pronto la lechuza escritora sabe del riesgo de mutilar o gestar la vida; es posible que los búhos escritores comprendan que su labor es un oficio alado, una tarea de vértigos y abismos, de vientos y gravedades. Entonces, ese acto de escribir o de delinear nuevos seres, demanda a los escritores una atención y un cuidado supremos; los invita a encerrarse en ese estudio alquímico para que las experiencias o los eventos pasajeros de la vida, hechos con sudor y sangre, sean transformados en relatos o cuentos, en historias elaboradas con colores y plumas. Sólo así la pesadez de la existencia puede ser comprendida y soliviada por la levedad del arte.

← Entradas anteriores

Entradas recientes

  • Las homófonas y los parónimos en tono narrativo
  • Las guacharacas incendiarias
  • Fábulas para reflexionar
  • Nuevos relatos cortos
  • Relatos cortos

Archivos

  • febrero 2023
  • enero 2023
  • diciembre 2022
  • noviembre 2022
  • octubre 2022
  • septiembre 2022
  • agosto 2022
  • julio 2022
  • junio 2022
  • mayo 2022
  • abril 2022
  • marzo 2022
  • febrero 2022
  • enero 2022
  • diciembre 2021
  • noviembre 2021
  • octubre 2021
  • septiembre 2021
  • agosto 2021
  • julio 2021
  • junio 2021
  • mayo 2021
  • abril 2021
  • marzo 2021
  • febrero 2021
  • enero 2021
  • diciembre 2020
  • noviembre 2020
  • octubre 2020
  • septiembre 2020
  • agosto 2020
  • julio 2020
  • junio 2020
  • mayo 2020
  • abril 2020
  • marzo 2020
  • febrero 2020
  • enero 2020
  • diciembre 2019
  • noviembre 2019
  • octubre 2019
  • septiembre 2019
  • agosto 2019
  • julio 2019
  • junio 2019
  • mayo 2019
  • abril 2019
  • marzo 2019
  • febrero 2019
  • enero 2019
  • diciembre 2018
  • noviembre 2018
  • octubre 2018
  • septiembre 2018
  • agosto 2018
  • julio 2018
  • junio 2018
  • mayo 2018
  • abril 2018
  • marzo 2018
  • febrero 2018
  • enero 2018
  • diciembre 2017
  • noviembre 2017
  • octubre 2017
  • septiembre 2017
  • agosto 2017
  • julio 2017
  • junio 2017
  • mayo 2017
  • abril 2017
  • marzo 2017
  • febrero 2017
  • enero 2017
  • diciembre 2016
  • noviembre 2016
  • octubre 2016
  • septiembre 2016
  • agosto 2016
  • julio 2016
  • junio 2016
  • mayo 2016
  • abril 2016
  • marzo 2016
  • febrero 2016
  • enero 2016
  • diciembre 2015
  • noviembre 2015
  • octubre 2015
  • septiembre 2015
  • agosto 2015
  • julio 2015
  • junio 2015
  • mayo 2015
  • abril 2015
  • marzo 2015
  • febrero 2015
  • enero 2015
  • diciembre 2014
  • noviembre 2014
  • octubre 2014
  • septiembre 2014
  • agosto 2014
  • julio 2014
  • junio 2014
  • mayo 2014
  • abril 2014
  • marzo 2014
  • febrero 2014
  • enero 2014
  • diciembre 2013
  • noviembre 2013
  • octubre 2013
  • septiembre 2013
  • agosto 2013
  • julio 2013
  • junio 2013
  • mayo 2013
  • abril 2013
  • marzo 2013
  • febrero 2013
  • enero 2013
  • diciembre 2012
  • noviembre 2012
  • octubre 2012
  • septiembre 2012

Categorías

  • Aforismos
  • Alegorías
  • Apólogos
  • Cartas
  • Comentarios
  • Conferencias
  • Crónicas
  • Cuentos
  • Del diario
  • Del Nivelatorio
  • Diálogos
  • Ensayos
  • Entrevistas
  • Fábulas
  • Homenajes
  • Investigaciones
  • Libretos
  • Libros
  • Novelas
  • Pasatiempos
  • Poemas
  • Reseñas
  • Semiótica
  • Soliloquios

Enlaces

  • "Citizen semiotic: aproximaciones a una poética del espacio"
  • "Navegar en el río con saber de marinero"
  • "El significado preciso"
  • "Didáctica del ensayo"
  • "Modos de leer literatura: el cuento".
  • "Tensiones en el cuidado de la palabra"
  • "La escritura y su utilidad en la docencia"
  • "Avatares. Analogías en búsqueda de la comprensión del ser maestro"
  • ADQUIRIR MIS LIBROS
  • "!El lobo!, !viene el lobo!: alcances de la narrativa en la educación"
  • "Elementos para una lectura del libro álbum"
  • "La didáctica de la oralidad"
  • "El oficio de escribir visto desde adentro"

Suscríbete al blog por correo electrónico

Introduce tu correo electrónico para suscribirte a este blog y recibir avisos de nuevas entradas.

Únete a otros 951 suscriptores

Tema: Chateau por Ignacio Ricci.

Ir a la versión móvil
 

Cargando comentarios...