Montaigne y Bacon, maestros del ensayo.

Montaigne y Bacon, maestros del ensayo.

El ensayista, fiel a su origen, aquilata en la balanza de su escritura lo ajeno con lo propio.

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Del prensado fuerte del tema, sale el mosto de la tesis.

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El ensayista tiene alma de franciscano. Sus preocupaciones están por los temas humildes o los asuntos sencillos.

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No se puede ser ensayista sin un poco de valor. El valor de poner lo propio por encima de lo foráneo.

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El ensayo siendo masculino tiene cuerpo de mujer. Es un género esencialmente seductor.

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Los argumentos de autoridad utilizados por el ensayista deben cumplir los requisitos de los fiadores de finca raíz: tener buena solvencia y suficientes haberes como garantía.

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Las analogías le sirven al ensayista para comprobar cómo entre seres o cosas muy diferentes es posible encontrar alguna semejanza.

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El ensayista trabaja con ideas. Su labor es análoga a la del constructor de antiguas vías férreas: ir riel a riel apuntalando con pernos una ruta argumentativa.

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Los conectores son como un repertorio de articulaciones para el ensayista. Por ellos, lo estático adquiere movimiento y las partes se transforman en un todo.

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El ensayo nació en el momento en que un yo particular se negó a aceptar sumisamente la autoridad de la mayoría.

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El ensayo no puede ser sistemático porque acepta para sí lo inacabado.

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El ensayista intenta por todos los modos suturar lo que su propia pluma va horadando.

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Si la tesis es demasiado simple, el lector la desprecia o la ignora; si es muy compleja, puede confundirlo o impacientarlo. Lo ideal, entonces, es que la tesis sea tan clara como para que lo más profundo parezca bien sencillo.

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El buen ensayista va a la caza de citas pero sin olvidar el compromiso permanente e inseparable con sus tesis.

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El ensayo no concluye; su último párrafo es apenas el germen de una nueva tesis.

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El ensayista va armando su texto como el abogado organiza su defensa: seleccionando testigos, buscando pruebas, presentando evidencias.

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Aunque el ensayista vaya como Teseo por el laberinto de sus argumentaciones, no puede perder el hilo de Ariadna de su tesis.

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Los malos ensayistas y los demagogos prometen más de lo que pueden cumplir.

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Los argumentos empleados por el ensayista participan de las funciones de las columnas arquitectónicas: sirven de sostén y soportan el peso de la tesis. En un ensayo no hay columnas conmemorativas.

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El ensayista es un estratega del discurso: su jugada maestra es lograr convencer al lector de sus tesis.

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Por usar un ropaje persuasivo el ensayista se cuida de no vestir su escrito de ideas gratuitas o frases irrelevantes.

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La puntuación empleada por el ensayista nos recuerda las técnicas del maquillaje femenino: un toque allí, para resaltar un detalle; otro, más allá, para delinear algo impreciso.

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Una vez el ensayista se casa con su tesis, a ella le debe fidelidad eterna.

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El ensayista manipula las ideas como el polvorero su bengala: dosificando, pesando, distinguiendo. En todo caso, cuidándose de juntar de cualquier manera los materiales o las palabras.

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El pensar continuo y dedicado es la primera cartilla en la que aprenden a escribir los buenos ensayistas.

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El ensayo divaga pero manteniéndose fiel a una hoja de ruta oculta: la tesis.

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El esbozo, que el ensayista traza física o mentalmente en su cabeza, es la garantía de que el viaje propuesto llegue a feliz término.

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Los ejemplos empleados por el ensayista tienen la forma de un dibujo. Son ilustraciones de la tesis propuesta.

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Al ensayista le gusta poner a girar –en rotación y traslación– las ideas. Pero siempre, desde el centro solar de su tesis.

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Es el movimiento de las ideas el que crea la fascinación en el ensayo. Los argumentos estáticos frenan el mecanismo de su estructura. 

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Dice el ensayista en clase de música: no es suficiente con buscar buenos argumentos, lo definitivo es hacerlos sonar armónicamente con la tesis.

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Las notas a pie de página que el ensayista pone en su texto son vestigios de caminos ya recorridos, un testimonio del viajero frecuente de las ideas.

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Dos son las tentaciones del ensayista: la digresión y la síntesis excesiva.

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Cuando el ensayista cita a otras voces lo que busca en ellas no es tanto su venerada autoridad como un acto de solidaridad con su tesis.

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La tesis que el ensayista presenta en su ensayo debe tener la frescura de lo novedoso y el sabor añejo de las cosas bien pensadas.

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El ensayista piensa y pesa las ideas. Su oficio, y eso se olvida con frecuencia, guarda semejanza con la del filósofo genuino.

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De nada sirve tensar la urdimbre de las voces ajenas si el ensayista no las trama con los hilos de sus propias ideas.

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Las deducciones o inducciones que el ensayista va sacando cuando escribe son el lubricante que facilita el movimiento de su argumentación.

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Si en un primer momento el ensayista privilegia el preguntar y preguntarse, en el segundo, debe comprometerse con alguna respuesta.

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El oficio del ensayista pertenece a las artes de la pesca: ofrecerle al lector una tesis es tanto como prepararle una carnada.

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Si el paso del ensayista cuando escribe es demasiado lento, parecerá un tratado; si es muy rápido, se confundirá con el comentario. El trote, parece ser, el ritmo adecuado para un jinete del ensayo.