(Motivado por el Concierto para guitarra N° 1, en La mayor, Opus 30 de Mauro Giuliani. Academy of St. Martin in the Fields Sir Neville Marriner; Guitarra: Pepe Romero)
Arriba el sol y las nubes abriéndose. Amplias. Gruesas. Densas. Un rayo de luz metiéndose entre ellas, como apartando el gris blanco algodón. Un rayo diminuto, festivo, juguetón; un rayo victorioso y libre. Un rayo de sol… Abajo, la hierba y el agua corriendo, saltando entre las piedras; y un árbol gigantesco, repleto de hojarasca… Hay silencio. Amanece… Amanece… Varias flores hasta ahora se ponen su cabello de olor y sus manos blancas. Amanece… Y de pronto, súbitamente, un rayo de sol. Nuestro rayo de sol recorriendo todo el paisaje, todo ese verde de montaña… “Más luz grita una sombra”. Y el rayo se dedica a acariciar cada hoja, cada intersticio de rama, cada partícula de tronco… Luz, luz, de abajo hacia arriba… Subiendo o bajando la luz baña al árbol de color… Hay danza de amanecer. Una hoja se esconde, otra apenas aparece… El rayo de luz la busca, la busca. Hay danza de color… verde, ocre, marrón… amarillo resplandor, amarillo limón… más verde, más sol… Un rayo de luz pleno, redondo. Del cielo a la tierra como un rayo perfecto, como una línea iridiscente de color… Lentitud y fijeza… Amanecer lento y suave. Colores de un día brumoso… Y el viento, el viento aprendiendo a abrirse paso entre ese baile de color. Viento, arpa en el aire; viento… caricia justa en cada cosa y en cada hoja; caricia limpia entre el paisaje de reciente vida nueva… El rayo de luz, el sol jugando a reconocer todas sus criaturas… Amanece… Tiernos son los colores a las cinco de la mañana. Hay ternura en la tierra cuando ha dormido tanto tiempo entre la noche… Anunciación. Luz, más luz; luz, más luz… Ya todo brilla. Hay plenitud. Y el viento ansioso por ser como ese sol. Poderoso e invisible. Piel de dios perfecta… Piel solamente y nada más…
(Comentario a La obra maestra desconocida de Balzac)
Sinopsis:
Esta pequeña novela de Balzac cuenta la historia de Frenhofer, un viejo pintor discípulo de Mabuse que, en el afán por buscar la perfección en su obra, y debido a sus dudas frecuentes por encontrar el secreto para insuflarle vida, termina por emborronarla de tachones y convertirla en cenizas. La novela, dividida en dos capítulos, se inicia con la visita de un neófito artista, Nicolás Poussin, a un experimentado pintor, Porbus, y cuenta la súbita aparición del anciano Frenhofer que, tras ver un cuadro de Porbus, convierte sus críticas en lecciones sobre pintura. Después de haber corregido con sus propias manos la obra de Porbus, Frenhofer invita a los dos artistas a su estudio para compartirles alimento y seguir hablando de pintura. En la segunda parte, Balzac presenta los conflictos de Frenhofer por concluir su obra maestra.
Comentario
La nouvelle de Balzac es uno de esos textos capaces de penetrar hasta la médula de un genuino artista. Primero, porque evidencia las diferentes luchas por las que pasa alguien que desee dedicarse a las artes; y, segundo, porque ahonda en las constantes dudas que lo asedian frente a esa vocación no fácilmente gobernable o previsible. La obra maestra desconocida nos muestra, además, el afán del novato artista por conocer y acceder a los misterios de un artista consagrado o alguien al cual podemos considerarlo como un maestro.
Si uno analiza el caso de Frenofer, ese demonio, ese genio de la pintura, se da cuenta de que él personifica al artista consagrado, a ese ser que por más de diez años se centra en buscar la perfección. Un pintor que ha sido depositario del secreto de otro gran maestro, Mabuse, pero que, a su vez, vive esa lucha con la conquista de la belleza, de la vida capturada en un lienzo. Frenhofer es alguien que se sabe conocedor de los secretos del arte pero que duda permanentemente de ese mismo talento. Y no es porque desconozca las técnicas propias de su arte, sino porque sabe que “para ser poeta no basta conocer a fondo la sintaxis”; siempre se necesita algo más, una especie de alma capaz de “captar el espíritu”, una chispa parecida al fuego de Prometeo, un celo para “acechar y sorprender a la vida”. Frenofer es un símbolo del artista como buscador de una verdad que va más allá de la superficie, de la apariencia de las cosas. Sin embargo, esa misma búsqueda, cuando se vuelve una obsesión por la perfección, trae consigo una fuerza contraria que termina por consumirlo a él y a su obra. Todo artista, nos advierte Balzac, debe saber que “el exceso de conocimientos, al igual que la ignorancia, acaba en una negación”.
De otra parte está el novel pintor Nicolás Poussin. Un muchacho que sueña con ser un gran pintor. A lo largo del texto es testigo de las charlas y los consejos de un gran maestro; accede a los talleres y a los lienzos de personajes consagrados al oficio. Balzac nos lo muestra como un “pintamonas instintivo” que tiene destreza para la pintura. Al igual que Frenhofer este artista vive una lucha: quiere conocer la gran obra, el secreto mayor, pero para ello tiene que mostrar a su amante, a Giselle, una hermosa mujer, una obra de la naturaleza. Y aunque en un momento duda y prefiere ser más amante que pintor, lo cierto es que al final, entrega su amada a los ojos avezados de Frenhofer. El resultado es previsible: Poussin puede ver la obra del gran maestro pero pierde a su Giselle de carne y hueso.
Porbus, Francois Porbus, sirve como mediador o piedra de toque para las luchas interiores de estos dos personajes. Es en su taller en donde se presentan las primeras lecciones de Frenhofer cuando critica y mejora su cuadro de la María Egipcíaca; es con él que Poussin asiste al estudio donde Frenhofer comparte la lucha por alcanzar “la flor de la vida”, y es él, precisamente, el que anima a Poussin a ofrecer su amada al consagrado maestro de la luz y la sombra. La mediación de Porbus es evidente: ofrece su obra para que se luzca y se vea la experticia de Frenhofer; funge como celestino, al hablarle a Frenhofer de la bella mujer guardada por Poussin; participa de la intriga de Poussin por descubrir el gran secreto, la obra maestra de Frenhofer.
Pero lo que más llama la atención de esta pequeña novela, un texto que impactó profundamente a artistas como Piccaso o como Rilke, un relato que según cuentan, hizo llorar a Marx, es la lucha entre el arte y la vida. Balzac pone ante nuestros ojos esa doble mirada, esa tensión. Por un lado el afán del artista por atrapar lo milagroso y perfecto de la naturaleza; por el otro, las indomables formas de la sangre, las libérrimas figuras de la luz, ajenas o esquivas ante el verso o la pincelada que intente dominarlas. En La obra maestra desconocida se puede percibir esa fascinación del misterio de la vida que nos desborda pero que al mismo tiempo intentamos retener o guardar. Afuera está “la sangre que corre”; adentro, el artista que con sus limitados medios intenta no copiar la vida sino “recuperarla” o “insuflar una pequeña parte de su alma a su querida obra”. Ese esfuerzo es a todas luces Prometeico. Se trata de dar luz, de hacer que brote una chispa de sol de una superficie plana y opaca. Ahí está la lucha del artista. Ahí su tenacidad; una tenacidad convertida en perseverancia: ya lo decía Frenhofer: hay que “perseverar hasta constreñir a la naturaleza a mostrarse totalmente desnuda y en su verdadero significado”.
El artista verdadero habita esa lucha permanentemente. Y las formas de que se vale, los instrumentos que emplea son apenas medios para comunicar tal conflicto. Por eso, y la idea es profundamente balzaciana, el artista cuando se enfrenta a la vida debe “esperar su momento, espiarla, cortejarla con insistencia, abrazarla estrechamente para obligarla a entregarse”. No hay otra manera para lograr expresar “la desbordante plenitud de la vida”. Desde luego, este esfuerzo, esta labor de espionaje y cacería vital, no siempre llega a feliz término. Puede suceder que al final, no tengamos más que una tela emborronada y llena de tachones. Frenhofer conocía ese veredicto maldito: “sólo importa la última pincelada… Nadie sabe lo que hay debajo”. Pero lo valioso de este esfuerzo del artista es ese pie que sobresale en una esquina del lienzo, un pie perfecto en medio de una “bruma sin forma”, un pie en el que, a pesar del “caos de colores, de tonalidades y de matices indecisos”, se respira la vida perseguida. Un pie desnudo que, en últimas, testimonia el sentido de la búsqueda profunda del artista.
El artista y la búsqueda. Esa parece ser su condición esencial. Aunque la meta se asemeje a alcanzar una obra maestra, lo que cuenta es el intento, la persistencia, la vocación en este propósito. Hay que “gastar muchos lápices y embadurnar muchas telas”. No hay que contentarse “con la primera apariencia que nos entrega, o, a lo sumo, con la segunda o la tercera”. No. El artista debe tener presente que “sólo después de combates prolongados con la obra se la puede obligar a presentarse en su aspecto verdadero”. De eso se trata. De no sucumbir al intento de “captar el alma, el espíritu, la fisonomía de las cosas y los seres”. Por eso mismo, Frenhofer insistió diez años; claro, qué importan diez años, cundo “los frutos del arte son eternos”. Y la enseñanza del relato de Balzac es precisamente esa: lo que importa es la búsqueda, no la duda. Lo mejor, entonces, es ponerse a trabajar “con amor y perseverancia”. Más que intenciones o nostálgicos pensamientos, lo que el artista necesita es tomar los pinceles y continuar su lucha o su camino de buscador de la belleza, de cazador de formas, de perseguidor incesante de la vida. No es la fama, ni los honores los que deben atormentar su destino. Es la necesidad y la alegría de estar laborando en un proyecto lo que debe iluminar su tarea cotidiana. Tal vez así encuentre la “obra maestra”; de pronto de esa manera conquiste la odalisca perfecta, la vida resplandeciente salida de un lienzo humilde y unos oscuros pigmentos.
Y aunque “la antorcha de Prometeo se nos haya extinguido muchas veces en nuestras manos”, lo importante en esa búsqueda es “no dejarse engañar por los fuegos fatuos”, no cansarse demasiado pronto. En consecuencia, como lo advertía Frenhofer, para salir de la “desgraciada indecisión”, de la duda que inmoviliza, lo mejor es trabajar con “apasionado ardor”, consagrarse al arte con fe y, fundamentalmente, “convivir durante mucho tiempo con la obra para producir una genuina creación”. Sólo así no dejaremos perder esa llama de la que hablaba Balzac, refiriéndose a los jóvenes artistas, “esa llama encendida por un noble entusiasmo”, esa vocación de capturar la vida con colores, palabras o sonidos.
“Basta un poco de valor”: Cesare Pavese. “¿Es la vida muy fija o muy cambiante?”: Virginia Woolf
He aquí el dilema del diarista: acatar la necesidad de escribir o ceder al pudor para no revelar su intimidad.
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Al diarista le importa la vida vivida, sí; pero mucho más la vida recordada.
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Las páginas en las que se escribe el diario están hechas de la misma materia con que se hacen los espejos.
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De todo lo vivido el diarista selecciona o elimina algunos hechos. En este sentido, su labor es de criba de la propia existencia.
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En un primer movimiento el diario ayuda a recordar; en un segundo tiempo, es genuino reconocimiento.
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Los diversos registros en el diario van forjando, sin saberlo, lo hitos de un itinerario vital.
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Ciertas abreviaturas que el diarista emplea, aunque parecen estar allí para proteger la identidad de determinadas personas, lo que en realidad protegen son los sentimientos de los implicados.
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La espada de Damocles del diarista es la escurridiza y cortante verdad.
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El diarista advierte que, como el corazón, debe bombear escritura todos los días para irrigar de vida toda su existencia.
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El lector de diarios es un biógrafo de indicios.
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Todo autor de diarios –y Tolstoi es un ejemplo perfecto– lleva en la práctica por lo menos dos textos: aquel que está visible o disponible a los ojos del público, y otro al que sólo él puede tener acceso. Este último diario pertenece a los textos apócrifos.
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El diario pertenece a la escritura confesional. Por eso es el lector quien absuelve o pone la penitencia.
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La exigencia moral del diarista es no mentir. Pero cuenta con la licencia de no decirlo todo.
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El escritor de diarios siente que cada día marca el fin de su vida. Cada registro, entonces, se asemeja a un testamento.
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Al volver a mirar lo escrito en el diario propio se descubren obsesiones, preocupaciones, monotemas. Esto prueba que toda existencia es la persistencia de unos cuantos motivos.
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Leyendo algunos diarios se descubre que lo más significativo para alguien puede ser lo menos importante para otro. Sin embargo, la forma como se cuenta la vivencia de cada hecho es lo que provoca un interés universal.
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El diarista actúa como un notario de lo pasajero.
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Cuando en un diario nos encontramos con tres asteriscos reconocemos un ejemplo del alfabeto con que escribe la privacidad.
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Hay diarios tan escuetos en sus registros que parecen mensajes criptográficos.
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El lector de diarios –especialmente de artistas y literatos– conoce que detrás de las obras terminadas se esconde un ser humano acosado y atormentado por los procesos de la creación. Ese es el objetivo fundamental que lo anima a hojear o leer aquellas páginas.
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Para algunos escritores el diario es un coto de caza o una red de pesca para atrapar ideas o argumentos literarios.
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El diarista sabe que es en la labranza habitual de su parcela como en verdad descubre si es tierra fértil o un suelo yermo e inhóspito.
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Así como el investigador tiene su laboratorio, el escritor posee su diario. Ambos necesitan experimentar, cotidianamente, las posibilidades de su materia.
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Si muchos diarios nacieron en los campos de concentración es porque el encierro nos obliga a tener que conversar largamente con nosotros mismos.
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El que lleva un diario está en la perspectiva de convertir hechos en acontecimientos. Por ello, es un cronista de su propia vida.
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Megalomanía y narcisismo: esos son los dos vicios frecuentes del escritor de diarios; autoestima y autocrítica; éstas, dos de sus virtudes necesarias.
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El diarista, el genuino, pasa del deseo de escribir a la necesidad de la escritura.
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Hay diaristas que viven la escritura como un vicio: es su cuerpo –más que su mente– el que reclama la dosis diaria.
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El diarista sabe que el envés de la sinceridad no es la mentira, sino la prudencia.
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Hay registros de diarios que por más que intentamos comprenderlos siguen siendo absolutamente secretos. Esto prueba que la intimidad escribe en oráculos.
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El diario escrito en papel confiaba en la posteridad para tener lectores; los diarios virtuales esperan que los internautas conviertan el porvenir en un presente.
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El lector de diarios es un fisgón erótico: su voyerismo consiste en contemplar el desnudarse de las almas ajenas.
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El diarista es un perfecto amante: todos los días tiene una cita de amor con su escritura.
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Se olvida que llevar, en su origen, significaba “levantar” o “aliviar”. Así que, cuando se lleva un diario, se le quita sobrepeso a la carga existencial de cada día.
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El diarista, como todos los hombres, anda paso a paso cada día. Pero cuando escribe sus registros lo hace desandando lo vivido.
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Apeles, el pintor griego de la antigüedad, fue un diarista consagrado. De allí su consigna: “Nulla dies sine línea”.
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El diario tiene menos de acta que de sumario. Privilegia la remembranza sobre la exactitud.
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Algunos diarios hacen las veces de objetos sagrados sobre los cuales los diaristas –Cesare Pavese, por ejemplo– toman juramentos o decisiones irrevocables sobre su vida.
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Lo mejor de llevar un diario e dejarse llevar por la escritura.
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Vistos en conjunto los diferentes registros de un diario se asemejan a los cuadros de una galería. Con una diferencia: los primeros se saben “esbozos” frente a los segundos que se consideran “obras terminadas”.
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Los registros de los diarios ocultan, tras su impacto superficial, las marcas del golpe de la experiencia en el subsuelo de una conciencia.
Con mis manos tomo el diccionario, un diccionario etimológico. Mis manos discriminan, seleccionan las hojas, buscando la palabra mano. Me sorprende, ahora que las observo con cuidado, ese gesto tan preciso con que pasan las hojas, la manera como se combinan la velocidad, la presión y cierta sutileza. Coloco el libro entre las piernas, a la par que mis manos abren sus hojas como preparándolo para mi lectura. Leo: “en latín manus: mano; del indoeuropeo man, mano. De la misma familia: amanuense, comandante, demandar, emancipar, encomendar, mampostería, manada, mancebo, mandar, manejar, manera, manifestar, maniobra, manipular, manso, manual, manufactura, manuscrito, recomendar…” Mis manos toman el libro, lo cierran y lo vuelven a colocar en uno de los anaqueles de mi biblioteca.
Vuelvo a mi escritorio; me siento. Fijo mis ojos en la pantalla y mis manos empiezan a danzar sobre el teclado. Hago un alto para que mi pensamiento repase lo que he escrito; mis manos se detienen en actitud de acecho. Ellas también esperan. Reviso todos los verbos relacionados con mano. Noto como hay varios de ellos asociados con el poder o con la autoridad, como si en la mano se pudiera sintetizar el dominio, el dominus. Quizá porque la misma mano representa la fuerza, el puño, la agresión, la violencia; quizá porque la mano colocada encima de la cabeza del esclavo señalaba su libertad. Hago otra pausa y me dejo atrapar por el juego de las correspondencias de mi pensamiento. Recuerdo a Elías Canetti, Masa y poder. No resisto la tentación. Vuelvo a levantarme. Mis manos me siguen; las siento como guardianas de mi equilibrio, como finas herramientas de mi corporalidad…
Retorno a mi estudio. Mis manos vuelven a ofrecerme otra lectura. Página 207, dentro del capítulo dedicado a “Las entrañas del poder”, selecciono, “La mano”: “la mano debe su nacimiento al vivir de los árboles. Su primera característica es la separación del pulgar: su vigoroso perfeccionamiento y el mayor espacio que media entre él y los otros dedos permite la utilización de aquello que alguna vez fue garra para asir bien las ramas. Desplazarse sobre los árboles en todas direcciones se hace fácil y natural; en los monos se ve el valor de las manos. Esta función más remota de la mano es conocida por todos y apenas podría ser puesta en duda.
Pero lo que no se considera suficientemente es la función diversa de las manos al trepar. Las dos manos no hacen, de ningún modo, lo mismo a un tiempo. Mientras una procura alcanzar una nueva rama, la otra sujeta la anterior. Este sujetar es de importancia cardinal; durante un desplazamiento rápido es lo único que impide caer. La mano, de la que pende todo el peso corporal, no debe bajo ninguna circunstancia soltar lo que sujeta. En ello manifiesta una gran tenacidad que, sin embargo, debe distinguirse bien del antiguo sujetar la presa. Porque apenas el otro brazo ha alcanzado la nueva rama, la anterior ha de ser soltada. Si esto no sucede de prisa, la criatura no puede, al trepar, avanzar mucho. Es, pues, el soltar como un relámpago, la nueva aptitud que se agrega a la mano; antes la presa nunca era soltada, sino bajo extrema coerción y muy en contra de toda costumbre y voluntad…”
Dejo por un momento la lectura de Canetti. Prosa precisa y sugerente. Durante el tiempo en que he transcrito el texto mis manos han seguido un libreto: después de mucho ejercitarse ellas no necesitan de mis ojos para localizar una tecla, una letra. Digamos que mis manos, de tanto transitar sobre este plástico camino gris, han logrado la manumisión de mis ojos. En todo caso, la digresión por Canetti me ha servido como un refuerzo a esa primera relación de las manos con el poder. Quiero seguir desarrollando otra idea, pero las manos invisibles del texto de Canetti me han atrapado. Avanzo a la página 213: “La mano que recoge agua es el primer recipiente. Los dedos de ambas manos que se trenzan entre sí, forman la primera canasta. Aquí creo que nace la rica evolución de toda clase de trenzados, de juegos de hilos, hasta llegar al tejido…”
Una de mis manos se aleja del teclado, corre la manga de la camisa y con un dedo deja libre el tablero de mi reloj. Las doce de la noche. Mañana tengo que estar a las cinco de la mañana en el Puente aéreo. Hago cálculos: al menos podré dormir unas cuatro horas. La mano derecha se aparta un poco del teclado y busca el mouse. Un ratón especialmente diseñado para ella. El índice hace sintonía con el cursor (ese otro dedo) y busca arriba, en archivo, el comando guardar. Hago otro gesto, doy un nuevo click y reconozco que esta tarea de escritura está medularmente soportada en los variados y finos gestos de mis manos. Manuscrito, manifiesto…amanuense.
¿Qué ha pasado con la devoción y el gusto por la poesía, tan habitual y cotidiana en tiempos pasados? ¿Dónde están aquellos poemas que nuestros mayores guardaban en la memoria como si fueran talismanes o consignas para su vida? ¿Por qué esta despreocupación o alejamiento de las aguas siempre frescas de la poesía?
Pueden ser muchas las respuestas. Me aventuro a decir que una de ellas es el descuido de los padres al no inculcar o sembrar en sus hijos más pequeños una semilla de este fruto lírico. También es posible que los maestros y maestras ya no tengan entre sus objetivos prioritarios la educación de la sensibilidad y el acercamiento a este nombrar hecho de metáforas y ritmos concentrados. O puede ser que la razón mayor sea esta misma época en la que vivimos, tanto más acelerada y consumista como superficial y deshumanizada. Quizá sean estos tiempos tan obnubilados por el fetichismo de la televisión y los mensajes liliputienses, los que hayan puesto a la poesía en la picota de las cosas complicadas y difíciles o en la buhardilla de los artefactos inútiles.
Precisamente y como una alternativa a dicho vacío poético es que me he animado a escribir Vivir de poesía. He intentado construir una obra que pueda tener diversos usos: en principio, que pueda leerse como una antología poética, como un abanico de 40 poemas dignos de retener en nuestra mente, o al menos de frecuentar en nuestros ratos de solaz o soledad. La selección de esos 40 poemas ha sido el resultado de una labor investigativa concienzuda y de varios años de lecturas y relecturas de poemas. Porque lo más difícil fue encontrar aquellos poemas que se adecuaran al objetivo central de mi pesquisa: tener como motivo el ser faros o guías para iluminar nuestra existencia; poemas que sirvieran de orientación vital o que albergaran en sus versos una lección profunda para el difícil arte de aprender a vivir o convivir. En consecuencia, utilizar este libro como una antología poética es una primera clave de acceder a sus páginas.
La segunda forma de abordar esta obra es la de considerarla como un repertorio de ejemplos de comentarios a textos poéticos. Un ejercicio de comprensión y análisis de poemas. He pensado que podría ser interesante, no sólo seleccionar los poemas, sino además compartirles a los lectores algunas pistas de entrada o al menos unos subrayados para hacer más legible y rica la textura comunicativa de los versos. En este caso, el comentario sirve de caja de resonancia al poema y, a la vez, de guía de lectura o aproximación a su sentido profundo.
La tercera entrada al libro es la de retomar los 40 ensayos, con sus respectivos títulos, como una guía del saber vivir, o como unas reflexiones sobre la vida buena de la que hablaba Aristóteles y los filósofos contemporáneos de las éticas del cuidado y la virtud. Ensayos enfocados en determinadas situaciones o experiencias por las que todo ser humano debe pasar: las pérdidas amorosas, la vejez, el desánimo, las dudas existenciales, los pequeños vicios, los remordimientos y la culpa, el egoísmo, la tentación del dinero fácil… O asuntos relacionados con esa tarea permanente de forjar nuestro espíritu o afinar el temperamento y el carácter: la impaciencia, el estudio, la bondad, la esperanza, la trascendencia, la verdad, la alegría… Si es ésta la vía elegida por los lectores, el libro puede servir de motivación y consejo ante eventos problemáticos o circunstancias propias del difícil arte de aprender a vivir.
Sea como fuere, me gustaría que esta obra contribuya en algo a acercar la poesía a las nuevas generaciones, o para recordarles a los más adultos la existencia del manantial revelador de la palabra lírica. Esa es la mayor aspiración que tuve al escribir Vivir de poesía. Y esa es también la invitación que les deseo hacer a los lectores: a llevar en su mente y en sus corazones la reserva de algunos versos, a frecuentar la vía poética, a propiciar la lectura de poemas en sus hijos o alumnos, a izar la bandera de la palabra íntima, a descubrir la cifrada sabiduría del canto vuelto verso. Porque la poesía, y eso no sobra repetirlo, es más que palabras bonitas o rimadas, mucho más que los mensajes provocados por los amores adolescentes. La poesía es otra forma de conocimiento. Otra manera de entender y comprender lo que somos.
Llevo ya dos meses escribiendo en este blog. Bien vale la pena, por lo mismo, hacer un balance y, a la vez, reflexionar sobre las características y el sentido de una bitácora virtual.
En principio, he sido fiel a uno de los principios del diario, es decir, el de consignar regularmente las opiniones, reflexiones, comentarios y producciones escritas que van emergiendo en el transcurso de la propia vida. A veces he “subido” más de cuatro escritos en una semana mezclando ensayos, cuentos, análisis o compartiendo relatos e imágenes relacionadas o bien con dimensiones autobiográficas, con mi gusto por la docencia o con mi pasión indeclinable por la literatura.
Dadas las distintas preocupaciones o intereses me vi en la necesidad de diversificar el blog en varias páginas, cada una de las cuales con un propósito determinado. Así, por ejemplo, la página titulada “Autobiografía” además de ser una carta de presentación a los lectores busca hacer un homenaje a las personas, situaciones o ambientes claves en mi itinerario existencial. Otras páginas, como “Del Trocadero”, tienen el propósito de recobrar algunos de los textos publicados en aquella revista que fue el sueño de un grupo de amigos por allá en los años 80. “Juegos del lenguaje” recupera una afición personal por las palabras cruzadas o –como le gustaba creer a Georges Perec y su grupo Oulipo– por las potencialidades creativas del lenguaje. La página de “Cursos” es una bitácora de algunos de los cursos que imparto o de mi tarea como formador de maestros. Otra de las entradas es la de “Lecturas” en la que tengo como objetivo participar a otros de mis lecturas, del plan lector que me he impuesto diariamente, para ello me he valido de mis propios subrayados. Está de igual modo la página “Libros” en la que muestro un ejemplo de mi producción intelectual; y la página “Galería” en la que recojo mis predilecciones por obras y autores del mundo de la imagen, la fotografía y la plástica. De igual modo, he dejado un lugar a otra página que he denominado “Del oficio” para mostrar ciertas experiencias de escritura en las que se dan indicios de mis propias búsquedas con la ficción o comparto carpetas de mi mesa de trabajo literaria.
Esta variedad de páginas –y otras que tengo en mente– además de diversificar los contenidos, es una manera de jugar con el lector para que descubra qué hay de nuevo en el blog o en cuál de los cajones de la bitácora puede haber alguna sorpresa escritural.
He de confesar que mantener tal regularidad en la escritura no me ha sido difícil puesto que ya desde hace muchos años he llevado un diario. Lo que ha cambiado es el formato y, desde luego, la interacción inmediata con los lectores. Este cuaderno de a bordo –a diferencia del anterior que muy excepcionalmente compartía– está puesto a los ojos de todos. Y aunque muchos no realizan los comentarios en el blog, o prefieren hacerlo más privadamente en mi correo, sé por las estadísticas que la herramienta me ofrece que hay lectores en México, España, Estados Unidos, Argentina, Canadá, Honduras, El Salvador, Bolivia, Chile, Guatemala, Venezuela, Ecuador y Perú, para mencionar algunos de los países que recuerdo en este momento. Creo que para llevar dos meses de existencia el contar con cerca de cinco mil visitas, parece un buen indicador de lo útil o interesantes que han resultado las diferentes entradas de este espacio virtual.
También he sido fiel a uno de los mandatos de tener un blog: el de responder a los comentarios de los lectores. No he dejado ninguno de ellos sin respuesta. Tal tarea no ha sido sólo un gesto de educación sino una forma de continuar el flujo de la propia escritura. En cada comentario he podido apreciar las ramificaciones de mis ideas en los lectores y, así sea sucintamente, hacerles el contrapunto o las resonancias a esas voces. Dada la dificultad en responder con perspicacia y sentido cada mensaje, he llegado a pensar que escribir esos comentarios constituye un género especial muy cercano al aforismo, el apotegma o el epigrama.
Pero volvamos al ser mismo del blog, a su apariencia y propiedades. Es sabido que un blog guarda relación con la escritura de diarios y con los cuadernos de bitácora de los marineros en los que debían anotarse “los cambios de rumbo, las distancias navegadas, los cambios de tiempo” y otros detalles de la travesía a medida que iban sucediendo. Esta evocación a los diarios de a bordo pone en evidencia que el blog da cuenta de las peripecias y las situaciones por las que transcurre el viaje de nuestra vida. Es un testimonio de lo que nos acaece o de la manera como narramos todo lo que nos sucede en cada singladura o, lo que es lo mismo, desde un mediodía al día siguiente.
Cada entrada del blog, para seguir con la analogía, hace las veces del mensaje resguardado en una botella que los náufragos tiraban al mar para ver quién la recogía y daba alguna respuesta a tal llamado. Por supuesto, el mar en este caso corresponde al mar de la información y, a diferencia de los abandonados en esas islas desiertas, hay más probabilidades de recibir a vuelta de correo una frase o una contestación. Considero que el blog, desde esta perspectiva, es una especie de petición de diálogo a la siempre monologante labor de la escritura. Escribimos, esa es nuestra necesidad, pero anhelantes de tener en el presente o el inmediato futuro un alguien con el que sea posible –así sea con contadas palabras– hacer vívida la función conativa o apelativa del lenguaje. Cada entrada entonces, le dice al posible receptor: “esto es lo que yo pienso”, y “¿tú?, ¿compartes lo que digo?, ¿agregarías algo a lo expuesto?, ¿qué resonancia ha tenido esto en tu mente o en tu espíritu?”.
Pienso, de otra parte, que el blog en su conjunto se construye a la manera de teselas que van conformando una unidad. Las diversas entradas, los comentarios, las páginas, los enlaces, son fragmentos de un mosaico. Y al igual que lo propio de este arte pictórico, las piezas pueden ser regulares o irregulares, dejando eso sí pocos intersticios para que se aprecie mejor la figura o para que el color de las idea tengan mayor brillantez. Aunque el blog está hecho de partes o fragmentos aspira, poco a poco, a lograr armar una composición interesante o útil. Para decirlo de manera sentenciosa: en el blog las partes obedecen a una perspectiva de totalidad.
Cabe agregar que la manera como se escriba en un blog, el estilo o el tono empleados, va prefigurando un tipo de lector. Aquí se cumple la idea del lector modelo propuesto por Umberto Eco. Si el blog se elabora muy desde el comentario burdo o una escritura descomedida, lo más seguro es encontrar lectores que nos insulten o conviertan ese pequeño espacio virtual en un escenario para la ofensa y el escarnio. Si se usa el blog sólo para copiar y compartir páginas ajenas, pues el lector apenas si dejará oír su voz. Pero si el deseo es exponer las propias reflexiones o creaciones escriturales, el bloguero podrá aspirar a encontrar lectores que no sólo degusten sino que ansíen dejar consignado en dicho cuaderno de visitas lo que les produjo dicho bocado escritural. Desde luego –y eso es natural en las prácticas de lectura–, es probable que el lector del blog tome caminos diferentes a los previstos por el autor. Digamos que no sea un lector macho, sino un lector hembra de los que hablaba Cortázar; o que sea tan audaz como para asumir el rol de un lector de indicios y logre descubrir asuntos que ni el mismo bloguero podría imaginar.
Quisiera cerrar este primer balance de mi blog agradeciendo a los lectores que se han tomado un tiempo para dejar consignadas sus opiniones o apreciaciones; algunos los conozco y otros, la mayoría, han dejado su impronta a la manera de un regalo anónimo. Deseo agradecer además a los colegas y amigos que me han ayudado a ir afinando esta herramienta tecnológica, ofreciéndome un consejo, una clave o un procedimiento que potencia las posibilidades de este cuaderno de a bordo, de este diario abierto al cambiante rumbo de los vientos… Sea como fuere, el viaje continúa.
Es conocida la afirmación de Chéjov, el médico y cuentista ruso, según la cual, él podía escribir un cuento de cualquier cosa. Un cenicero, por ejemplo. Y que podía hacerlo en menos de un día. Muy seguramente eso fuera cierto. Sobre todo después de manejar el oficio, de haberse enfrentado a muchas faenas con tantas personas y situaciones cotidianas. Pero más allá de la anécdota, lo que vale la pena resaltar es esa invitación de Chéjov a atreverse a escribir sobre asuntos u objetos relativamente poco importantes.
Retomemos el motivo en cuestión; un cenicero. Sabemos que es un objeto dependiente, subsidiario de otro: el cigarrillo o el tabaco. Tal vez podríamos lanzarnos a mirar en esa dependencia un símbolo de alguna persona o la manera particular de una relación. Qué tal si el personaje, que debía ser un fumador consumado −por supuesto−, cuando hablaba del amor que sentía por su pareja, cuando reflexionaba sobre sus sentimientos, veía cómo la mujer le ofrecía “amablemente” un cenicero. El hombre pensaba que era por la obsesión de ella por la limpieza del apartamento. Pero el cuento podía cifrar en el cenicero una relación de dependencia… Aunque cabría otra manera de enfrentar el asunto: que el dicho cenicero fuera un objeto herencia, de esos que se traen como obsequio cuando se visita a un país extranjero y su funcionalidad es desplazada por el escudo de un país, el distintivo de un museo o la marca especial de una empresa… Que ese cenicero tuviera un valor sentimental para la mujer… algo así como una joya de pocos quilates, pero valiosa al fin de cuentas. Aunque cabría otra aproximación: preguntarnos en la importancia de los ceniceros cuando discutimos con alguien que amamos, especialmente de los que están en las barras de los bares o en las mesas de ciertos restaurantes. El objeto, entonces, se convierte en un amuleto, una especie de talismán para afrontar la recriminación, el llanto o el afilado estoque de la culpabilidad. A veces el cenicero haría las veces de escudo; en otras oportunidades, se convertiría en excusa, en una extensión del silencio. Un silencio redondo y transparente. Un silencio en el que vamos guardando las palabras no dichas: las cenizas de nuestra desconfianza o las verdaderas razones de nuestro miedo. Podríamos ir más allá: contar la historia de un cenicero de plata, su pérdida misteriosa y cómo el protagonista lo encuentra después por casualidad en una tienda de antigüedades; o las cenefas extrañas de un cenicero de barro, comprado en un mercado de las pulgas, que dependiendo de la persona que lo usara, asumían diferentes tonalidades… O la historia del vicioso fumador que un día, recibió por internet, una imagen preventiva del consumo de cigarrillo: un cenicero con forma de pulmones. El impacto fue tan fuerte que deseó conocer al creador de esa campaña. Descubrió que era una mujer, una mujer que él había olvidado pero ella seguía amándolo…
Ahora bien, como de lo que se trata es de atreverse a escribir sobre objetos aparentemente sin importancia, bien valdría la pena ahora −y es un ejercicio que uso en los seminarios de investigación− hacerle una “analítica al concepto”. Exploremos, entonces, en una analítica al cenicero. Lo primero que se me ocurre es que es un tipo de recipiente; un receptáculo para recoger excedentes… Un objeto para “echar las cenizas del cigarro y las colillas”. Este punto, ahora que lo escribo, me parece relevante: en el cenicero queda una parte del cigarrillo, es como el cementerio del tabaco. Y la manera como se apilan las colillas se asemeja mucho a las fotografías de los judíos muertos en los campos de concentración. El cenicero, a pesar de ser tan diminuto, también es una fosa. “En un cenicero también reposan las cenizas”. Otro camino de pensamiento analítico es el de centrarnos en la forma del cenicero: una pequeña bandeja, un platillo, una fuente. Desde este ángulo, el cenicero guarda una relación inversa con esos objetos utilizados para ofrecer o servir alimentos o bebidas; el cenicero participa de la lógica del menú, del coctel, de las pequeñas viandas que se brindan como aperitivo, pero no desde el envite sino desde la recolección. El cenicero forma parte del menú o el banquete pero desde la perspectiva del acopio, el amontonamiento, el recaudo de pavesas o residuos. Y mientras escribo estas cosas pienso en el tipo de envase que es el cenicero; en su encierro de poco calado, en esas ondulaciones huecas que sirven de descansadero al cigarrillo. El cenicero es una reducida muralla, una fortaleza diseñada para que sea fácil entrar o caer, pero una vez adentro, sea difícil salir. Las cenizas y las colillas de los cigarros son presos grises, son escoria condenada a su mazmorra diminuta.
Por supuesto, la deriva de esta analítica puede seguir explayándose. Hasta podríamos lanzarnos en clave analógica y llegar a la conclusión de que nuestra frente, especialmente en época de Cuaresma, sirve o se convierte en otro tipo de cenicero. Es un receptáculo de fe pero, además, de humildad frente a nuestra condición finita. De alguna forma también somos un rollo de tabaco y el tiempo es el fuego que nos va consumiendo. “Recuerda que polvo eres y en polvo te convertirás”, dice la mano del tiempo, mientras impone o deja caer en forma de cruz la ceniza sobre nuestra frente. “Pulvis es et in pulverem reverteris”.
Comentario a Los diez mandamientos de Moisés, de Thomas Mann (Editorial Leviatán, Buenos Aires, 1985).
Sinopsis
El relato da cuenta de la historia de Moisés: desde su nacimiento irregular hasta sus peripecias como líder del pueblo de Israel para llevarlo a la Tierra Prometida. Además de dedicar una buena parte del texto a recrear diversos episodios bíblicos relacionados con la obstinación del faraón para dejar libre al pueblo hebreo y salir de Egipto, el relato se centra en el peregrinaje por hallar un territorio en medio del desierto y en la dura tarea de educar a este mismo pueblo en una ley. Es una constante en el texto, la forma como Thomas Mann presenta los conflictos por los que pasa un gobernante frente a la variable opinión de una masa que trata de gobernar.
Comentario
Dos fuerzas mueven a Moisés: la ira y un sentimiento religioso que, por momentos, se vuelve obcecación. Estas dos fuerzas lo acompañan durante toda la obra. Y cada una de ellas lo impulsa o lo desvía de su meta final. Es la ira la que lleva a Moisés a matar, y la que lo hace romper las primeras tablas de la ley; ira expresada en sus palabras o ira contenida en sus acciones. Y de otro parte, es ese sentimiento religioso de aspirar a lo puro el que lo pone en situaciones no comprendidas o fácilmente aceptables por su familia o por el pueblo mismo. Un sentimiento que lo gobierna y, al mismo tiempo, lo torna implacable, indolente.
Y lo interesante del texto de Thomas Mann es poner a este hombre, con esas características, a liderar o llevar hacia una tierra prometida a una comunidad iletrada y fácilmente dada a los arrebatos de las pasiones más primarias. Allí, está el conflicto. Ese hombre que en sí mismo es una tensión y una angustia, debe crear y educar a sus semejantes en una ley. Moisés, en este sentido, representa la promulgación y la interiorización de una serie de normas. Con todo lo que conlleva de enfrentamientos, cuestionamientos y emergencia de atavismos o tradiciones inveteradas. Hasta podríamos decir que el relato nos muestra, a partir de una diáspora, cómo una comunidad pasa de la barbarie a ser regulada por un decálogo.
Por supuesto, lo que a primera vista parece una tarea sencilla, se torna poco a poco en un escenario de lucha ideológica, religiosa, política. Allí se ve cómo no es posible socializar unas normas si no se tiene el apoyo estratégico militar, representado en un personaje como Josué; también la importancia que tiene para el funcionamiento de una comunidad la organización de la justicia y, finalmente, la consecución o elaboración de un código que, en esencia, no es otra cosa que el vínculo entre los que conforman un pueblo. Ya con esa carta de mandamientos, con esa ley inspirada en una dimensión trascendente, es posible entrar a la tierra prometida.
Claro está que la observancia de la ley, especialmente en aquellos que la elaboran o dictaminan, no es infalible o de perfecto cumplimiento. Thoman Mann nos muestra los vaivenes del pueblo y las contradicciones que sufre Moisés, especialmente por su sensualidad, por esa otra manifestación de su sangre caliente. Es fácil predicar la pureza, parece advertirnos Mann, pero es difícil no sucumbir a los labios sensuales de una negra etíope. Y por más que demos explicaciones a nuestras “licencias” siempre estaremos predispuestos a caer en la tentación, a olvidar las normas, a odiar al que nos liberó de nuestra esclavitud animal, a volver a lo más inmediato de nuestros apetitos o a nuestra impronta de manada, a ese cierto anonimato muy cercano al gregarismo.
Porque eso también trae o conlleva la aceptación de una ley: diferenciación cultural. Cuando un pueblo establece ese vínculo legal, inmediatamente se distingue de otras comunidades. El decálogo o el código son representaciones de algo más profundo que las meras reglamentaciones o las escuetas normas; son, en verdad, un conjunto de principios que unifican y dan identidad a una comunidad específica. Por eso, en el relato, se insiste tanto en llegar a esa tierra prometida; porque esa ley, esos mandatos, son legibles dentro de ese territorio. Y por eso también, Moisés necesita por lo menos cuarenta días para elegir una escritura que esté acorde a sus necesidades de moralista. Cabe decir, además, que la ley le impone otra tarea: enseñar al pueblo esa lengua capaz de descifrarla.
Concluyamos señalando otro asunto: aunque el texto describe las situaciones externas que sufre una comunidad al verse sujetada a un código nuevo, a una ley desconocida hasta entonces, el verdadero afán de Moisés ‒o la sutileza de Thomas Mann‒ es mostrarnos cómo la interiorización de una ley es el objetivo último de este líder preocupado por lo puro y lo santo. El decálogo adquiere su asidero raizal cuando su infracción provoca “hielo en el corazón” del que lo transgrede; cuando trae consigo la culpa. La clave de asumir una normatividad o de no traspasar los límites de una ley es que logre inscribirse también en la sangre y en la carne de las personas que vincula.
En la amplia autobiografía de Doris Lessing, hacia el inicio del primero de sus volúmenes, la escritora británica advierte que dicho ejercicio de escritura es una tarea de “creación de su propia vida”. Una labor de “crear el recuerdo”. En este sentido, cuando relatamos la propia vida, lo que hacemos en verdad es una reconstrucción de nuestra identidad; una identidad que, entre otras cosas, no necesariamente empieza con nuestro nacimiento. Dicho de otra manera, el relato nos permite refigurar lo que nos fue dado como herencia o determinación y, mediante la alquimia de la escritura, lograr transformar nuestra vida en un campo que es toma de posesión de la subjetividad y emergencia de la autonomía.
El relato o, para ponerlo en un espectro más amplio, la narrativa es un útil potente de nuestra mente para dotar de sentido el tiempo. Al narrarnos le aplicamos a la cronología genérica e impersonal el matiz de la duración, tanto más particular cuanto impregnada de marcas personales. La narración humaniza la biología; le da rostro al cuerpo. Cuando acudimos a la narración lo que hacemos es apropiarnos de un útil capaz de darnos distancia comprensiva, perspectiva sobre nuestro propio acontecer. Ahora las acciones y las circunstancias, las personas y las peripecias cotidianas comienzan a tomar forma dentro de ese paisaje que cuando lo recorríamos no podíamos apreciar en su totalidad. Al llevar nuestra vida hasta el yunque del relato lo que hacemos es crear las condiciones para forjar una historia, para sabernos dueños de la elección de un pasado y la prefiguración de un porvenir. El que se relata se singulariza, se apropia de la tradición en la misma medida que la dota de sentido. Y lo que en su momento parecía una anécdota intrascendente o un hecho sin importancia, cuando lo volvemos a mirar con el lente de la narrativa, descubrimos con asombro que fue un incidente determinante a la hora elegir un camino o afirmarnos en una vocación. El relato jerarquiza lo vivido; le da a la inmaterialidad del tiempo, peso. Aquilatamiento.
Precisamente, cuando se trabaja en el aula o se miran en detalle relatos de maestros es donde puede evidenciarse este poder reconfigurador de la narrativa. En esas historias, por ejemplo, podemos leer historias de vida centradas en algún hecho o acontecimiento de la escuela en las que después de relatada la anécdota, emergen espontáneamente las reflexiones profundas sobre la propia práctica, los descubrimientos de fondo sobre la condición humana, las preguntas que movilizan un cambio de actitud o de ser. Leyendo esos relatos se logra aprender, entre otras cosas, cómo ciertas palabras de los maestros “pueden hacer tanto daño en un chiquito que apenas comienza vivir”; o dar cuenta de cómo un gesto puede ayudar a otro; darle valor, transformarlo o posibilitarle un cambio positivo en su vida. De igual modo se puede evidenciar que hay que aprender “a escuchar lo inaudible” de los más pequeños, “a ir a más allá de lo que vemos”; o a tener presente que muchas veces se castiga de manera rápida e injusta a un alumno porque se desconoce que su silencio, su agresión con los compañeros o su bajo rendimiento escolar, es fruto de un encierro familiar continuo y una falta mayúscula de cariño por parte de sus padres. Esas historias de vida, en últimas, pueden ayudar a entender mejor el oficio de ser maestro. A subrayar cuánto marca positiva o negativamente un profesor; a mostrarnos que siempre se sigue aprendiendo de la tarea de enseñar; a recalcar que los docentes trabajan con una materia sensible y frágil, una argamasa no siempre maleable a sus intenciones o a los intereses de la escuela.
De otra parte, la escritura de anécdotas, experiencias, situaciones difíciles, imágenes fundacionales, pueden ser un dispositivo interesante para provocar o explorar en las clases el contacto con la narrativa. Estrategias que buscan, ante todo, indagar en un comportamiento de un pequeño alumno que no se logra comprender o que sufre una reacción inexplicable. Porque la narrativa permite poner afuera el corazón de los estudiantes; porque les habilita desahogarse para contar o decir esos secretos relacionados con el padre que está preso, con ese intento de violación por parte de un familiar, con aquel temor a un retraso mental o compartir una genialidad extraordinaria que tiene que ocultarse hasta el mutismo absoluto. La narrativa permite o posibilita que el cuerpo, los afectos y los sentimientos entren también al aula. Digamos que es una vigorosa herramienta de trabajo para que el pedagogo ajuste su función de impartir conocimientos con aquella otra tarea ineludible de colaborar en la formación de un carácter o el desarrollo personal.
Empecé citando a Doris Lessing, permítanme cerrar este ensayo con un apartado de la conferencia preparada por la novelista inglesa para la ceremonia de entrega del premio nobel. Dice la escritora hacia el final del discurso: “el narrador vive dentro de todos nosotros. El creador de historias va con nosotros. Supongamos que nuestro mundo padeciera una guerra, los horrores que todos podemos imaginar con facilidad. Supongamos que las inundaciones anegaran nuestras ciudades, que el nivel de los mares se elevara…, el narrador sobrevivirá, porque nuestra imaginación nos determina, nos sustenta, nos crea: para bien o para mal y para siempre. Nuestros cuentos, el narrador, nos recrearán cuando estemos desgarrados, heridos, e incluso destruidos. El narrador, el creador de sueños, el inventor de mitos es nuestro fénix, nuestra mejor expresión, cuando nuestra creatividad alcanza su punto máximo”. Eso parece ser un aspecto medular de la narrativa: el de servirnos de apoyo para recrearnos, para hacernos dueños de nuestro proyecto vital. Con el relato podemos reconducir nuestra existencia, volver nuestros errores nuevos adoquines para una futura torre, resignificar lo que parecía un saber absoluto o definitivo.
Las ropas secándose al vaivén del viento. El sol cayendo despacio sobre las paredes a manera de estuco brillante y un contraste de sombras, hecho de postes, árboles, cuerdas y personas, daban a la casa un porte majestuoso, imperial.Arriba en la azotea vigilante los colores de las prendas seguramente húmedas se movían con ritmo intermitente, dejando ver por momentos las montañas que, al fondo, seguían volviéndose más y más azules. Junto a la cuerda de ropas, pero un poco más alta, una antena de televisión apuntaba a un norte impreciso; el sol le daba de frente y, al hacerlo, la convertía en un haz de luz aluminada. Mucho más arriba, en un cuartito hecho precisamente para sostenerlo, un balde cisterna mantenía su postura estática y confiada mientras dejaba salir de él, como fingiéndose algún inmenso corazón, tubos y más tubos que se despeñaban por las laderas adoquinadas de las paredes…
De pronto, como interrumpiendo la construcción visual, como imponiéndose al diseño urbano de un paisaje de tarde, apareció la figura de una mujer anciana vestida de inmensos y largos delantales negros, con cabellos grises; un perro lanudo la seguía de cerca, saltando alrededor, invitándola a un juego que la vieja no podía ni quería aceptar. Deteniéndose cerca a la baranda, casi sin apoyarse en la figura de arabescos blancos, la mujer empezó a escudriñar las tres esquinas del vecindario; después, sin mover el cuerpo, girando ligeramente la cabeza, se detuvo en un inmenso árbol que estaba justo en la mitad de la avenida y duró así, en una contemplación solitaria, largos minutos mirándolo. La brisa movía sus cabellos y, el perro, como sabedor de su juego solitario, alzaba sus patas traseras, se echaba sobre su propia espalda, levantándose luego para empezar una frenética carrera en pos de su cola…
Alguien desde abajo de la casa gritó un nombre y la vieja, sin poder evitar un gesto de asombro, se retiró de inmediato de la baranda, yendo despacio a meterse nuevamente por donde había salido.
—Mi mamá no hace sino salir a resfriarse —comentó Jorge.
—El problema de mamá es que se está enloqueciendo.
Marta, la hermana de Jorge, cortaba con una tijera un corte de tela burda para una señora que, recostada sobre el mostrador, trataba de crear un diálogo fingido.
—Está muy mal, Jorge, muy mal.
La señora cogió el paquete, entregó un billete enrollado y como queriendo no interrumpir el diálogo entre los dos hermanos comentó que lo mismo le sucedía a su mamá.
—Cuando les entran los años ya no sirven sino para causar molestias.
Otra vecina, más joven, y que por cierto estaba embarazada, asintió con la cabeza, agachándose con dificultad a una de las vitrinas para ver más de cerca un nuevo juego de esmaltes, removedor de uñas y crema para las manos.
—Don Jorge —dijo—, ¿cuánto vale este jueguito de belleza?
—Sí, eso también le pasó a papá; ya nadie se lo aguantaba… Nueve mil quinientos. Son importados… Uno termina soportándolos por lo que hicieron con uno, pero en realidad son como niños.
Marta le dio las vueltas a la señora y después, enfrentándose a la vecina embarazada, reiteró el hecho de tener en su negocio productos de importación.
—Son mejores. Paga un poquito más pero son para toda la vida.
—Bueno —replicó la cliente—, extendiendo dos billetes de a cinco mil, a la par que formaba con su rostro la expresión justa del que pide rebaja.
—Déjeselos en nueve mil pesos —interrumpió Jorge a su hermana— hablándole desde la esquina del almacén.
La tarde había caído totalmente y la noche empezaba a mostrar sus primeras sombras. El viento estaba ahora inmóvil y el frío imponía su fijeza citadina. Un grupo de niños pasó cerca de la puerta del negocio de los Martínez; Marta se despidió de una niñita, y otros miembros del grupo levantaron las manos en señal de saludo.
—Mamá es una terca —dijo Marta a la señora embarazada—, dándole una disculpa que la cliente no le había pedido.
—Es una terca —volvió a decirle—, devolviéndole un billete de mil como vueltas. —Y que vuelva.
Al salir del negocio la mujer agregó algún comentario de rutina, pero antes de tomar la acera norte fue atropellada por el correr acezante de un pequeñín.
—¡Mamá! —le dijo el niño— sin poder contener algunas lágrimas. —¡Mamá!
La mujer embarazada una vez más volvió a despedirse de la señora Martica, una vez más volvió a sonreírle a Don Jorge y tomando a su hijo de la mano le dijo a manera de reprensión:
—Has debido quedarte en la casa. Ya te he dicho que no salgas.
La noche era dueña ahora de la azotea, las paredes de la casa esquinera estaban oscuras como el hollín. Las luces de las farolas de las busetas contrastaban con las otras luces blancas, las fluorescentes, del almacén de los Martínez. Y el árbol, el árbol que había embebido la atención de la anciana, de la anciana de delantales negros y cabellos grises, había desaparecido entre la oscuridad.
—Ve y busca a mamá, Marta —dijo Jorge. —Ve y búscala, no sea que se haya quedado dormida en el patio trasero contemplando las estrellas.