Según la leyenda, fue la hija del alfarero Butades la que inventó el arte del retrato. La razón, contar con un perfil para recordar el amor ausente. Aquella silueta, resaltada en arcilla por el padre, pone de evidente que retratar es conservar lo ya perdido.
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El retratista lucha contra dos exigencias: el parecido y el carácter de su modelo. La primera fuerza le exige fidelidad; la segunda, adivinación.
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El retratista no copia caras; devela rostros.
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Los buenos retratistas entrevén en el liso cutis de su modelo una rica orografía.
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El retrato es, en su esencia, el resultado de la disección detallada de una cara.
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Las caras sometidas al análisis de un retratista muestran rasgos inéditos; eso muestra que el rostro que vemos todos los días en el espejo es una ilusión o un engaño de nuestros ojos.
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Hay caras que gritan, con sus ceños fruncidos y sus gestos circunspectos: ¡por favor, un retrato!
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El fotógrafo quiere la identidad perfecta; el retratista, la identidad recreada.
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Fotógrafo y retratista son buscadores del gesto perdido; un momento fugaz donde la cara muestre su verdadero rostro.
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Leonardo da Vinci tuvo la paciencia para acechar durante días la cara de La Gioconda hasta que, súbitamente, atrapó el gesto de su sonrisa.
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El lente de aumento que usa el caricaturista permite descubrir que la fealdad hace parte de la belleza.
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Si la cara es como un lienzo, el primer retratista, entonces, es el tiempo.
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Aunque el espejo trate de retratarnos, no puede reflejar nuestra alma. La razón: el espíritu es un vampiro invisible a los vidrios azogados.
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El retratista le pide a su modelo que se esté quieto para captar mejor el movimiento de su cara.
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Los múltiples autorretratos de Rembrandt o Van Gogh son un testimonio de la obsesión del pintor por fijar el cambio imperceptible del tiempo.
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Observando algunos retratos fotográficos descubrimos que hay rasgos de nuestra cara que permanecen inmunes al corroer del tiempo; un ejemplo, la mirada.
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Algunos retratos –los más genuinos– duran un buen tiempo para que los hagamos parte de nuestro rostro.
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Un retratista es un funcionario plástico de nuevas identidades.
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La cara necesita a veces de la voz del modelo para tornarse interesante. La palabra otorga otros rasgos a la fisonomía.
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La cara es para el retratista una isla; pero una isla en la que cabe todo un continente.
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El retratista de palabras sabe que un adjetivo impreciso convierte al “muy parecido” en un “total desconocido”.
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Los objetos que el retratista agrega a su retrato se vuelven una extensión de los rasgos de la cara del retratado.
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Debajo de la cara está, agazapado, el rostro.
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La cara del retratado despliega ante el retratista una obra dramática. Pero con esta particularidad: cada rasgo fisiognómico es un personaje que cambia de papel según las pasiones y los sentimientos del modelo.
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La “pose” es la máscara de la cara cuando desea esconder su verdadero rostro.
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Hay rasgos de fisonomía que por su disposición parecen los hitos de un territorio inexplorado o los escombros de un campo de batalla.
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Una modelo de farándula o de modas, al posar, ya tiene prefigurados una variedad de retratos para el fotógrafo.
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El secreto del retratista se asemeja al del pintor de desnudos: algo debe omitir para que realcen otras formas.
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Un retratista describe detalladamente las particularidades de una cara; entonces, tiene más de biólogo que de sociólogo.
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Cuando de una cara se dice que tiene “presencia” es porque en ella el carácter se sobrepone a la fisonomía.
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Guardamos los retratos porque a través de ellos conservamos intactos los sentimientos por el retratado. Las billeteras no preservan fotos; atesoran afectos.
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Algo nos presenta un retrato, pero lo más importante es aquello que representa.
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Los adjetivos empleados por el retratista de palabras se mueven entre dos bandos contrarios: o defienden lo aproximado, superficial, vago y alusivo, o están a favor de lo ajustado, fidedigno, minucioso y detallado. Esos dos bandos miden sus fuerzas en el reducido campo de batalla de una cara.
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Cuando el retratista de palabras penetra en el envés de la cara, necesita de términos acordes a su tarea de cirujano: descarnado, entrañable, penetrante.
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Los retratos “vívidos” son aquellos que logran devolverle a la modelo el tiempo perdido en la quietud de su pose.
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El retrato no es suma de rasgos; más bien es eliminación de aquéllos menos relevantes.
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Si se es demasiado fiel a los rasgos físicos de una persona, no obtendremos un retrato sino una mascarilla.
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Cada trazo del retratista que creemos superpuesto a un lienzo o un papel, lo que en verdad hace es desbastar o vaciar dicha materia.
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El gesto es, en su aparecer, salvaje. Por eso el retratista ilustra o escribe como si fuera de cacería.
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La cámara fotográfica acabó con los malos retratistas; los buenos, ese mismo día comenzaron su tarea.
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Cada retratista le confiere a su modelo un número de rasgos que sólo el conoce. El retrato, en este sentido, es la donación de otro semblante.
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La silueta obsesionada por su deseo de reproducir fielmente el perfil de una persona lo condena a ser una sombra.
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Los brujos ponen alfileres en los retratos porque están convencidos de que el alma del modelo fue atrapada definitivamente por el retratista.
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Mandarse a hacer un retrato es un acto narcisista: es decir, buscar a través de un reflejo que la cara se transforme en flor.
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El inicio de la historia del retrato está vinculado a las estatuas funerarias. Obvio: el retrato lucha contra la muerte eternizando lo pasajero.
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Los retratos hechos con mascarillas de cera dan cuenta perfecta de lo sutil de este oficio: con lo efímero atrapar lo fugaz.
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Si el retratista es demasiado fiel a los rasgos físicos terminará convirtiendo la viveza de una cara en una naturaleza muerta.
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El retrato puesto encima del féretro en las funerarias está allí para que los visitantes truequen la cara del muerto por el rostro del vivo.