Los cierres de época o los inicios de un nuevo tiempo son ocasiones para celebrar o estar de fiesta. Tal es el caso de las festividades de fin de año, con sus rituales, sus agüeros y su ambiente de renovación.
Pero esta celebración se mueve en una doble lógica. De un lado, se desea “sacar” o lanzar afuera lo que dejó el año que termina. En una especie de purga, se bota la ropa usada, se hace aseo en toda la casa o se realizan baños con diversas hierbas para sacar “las malas energías”. De otra parte, nos vestimos con ropa nueva –“estrenamos” –, hacemos proyectos de toda índole, contamos dinero para llamar a la prosperidad o la buena fortuna, y asumimos un espíritu positivo o de optimismo a toda prueba.
Piénsese, como ejemplo de ese primer movimiento de lo que vengo diciendo, la quema del “año viejo”, una costumbre anclada en algunos pueblos latinoamericanos. Al prender fuego a tal monigote lo que se desea incinerar es lo negativo, lo que deseamos olvidar o aquellas cosas adversas que nos afectaron física o psicológicamente. Ese muñeco hace las veces de chivo expiatorio; con él, con su incendio, suponemos que también se extinguen los males o las enfermedades que nos atenazaron el alma o habían hecho posada en nuestro hogar. Esta quema, por lo mismo, es un rito de purificación, un preparar el terreno para una nueva siembra.
Y al mismo tiempo, en el otro lado de dichas festividades, está toda esa parafernalia mágica de los agüeros, en la que confluyen ponerse una ropa interior de un especial color, consumir determinados alimentos a determinada hora, hacer particulares acciones con el fin de orientar el variable caminar del destino o fijarle alguna ruta al futuro o al incierto año que comienza. Detrás de cada uno de estos signos lo que hay es un afán de las personas por deletrear el futuro, por adivinar o prefigurar un rostro que siempre será desconocido. O de pronto es la manera como los animales de costumbres hacemos un espacio mágico para que pueda entrar lo nuevo, lo impredecible a nuestras vidas.
Sabemos que estas fiestas hunden su raíces en antiquísimas costumbres agrícolas de cambios de estación y en una voluntad de los seres humanos para renovarse o domeñar el tiempo. Tal vez la misma naturaleza, con sus ciclos de finitud y renacimiento, nos dio luces para aprender a despojarnos de lo perjudicial y malsano y acoger lo beneficioso y fructífero. Sea como fuere, el cierre de un año es también el inicio de un nuevo tiempo, de otra etapa de nuestra vida.
Por tal motivo, a la par de los augurios, de la cena y la fiesta, y de todas esas prácticas caseras de premonición, bien vale la pena en el cierre de un año disponer de unos minutos para hacer un balance de lo vivido y disponer los puntos de orientación de algunos proyectos. El balance es fundamental si tenemos la costumbre de discernir sobre lo que hemos hecho o dejado de hacer, si en verdad hay un propósito de vida al cual nos sentimos comprometidos o tratamos de cumplir; y fijarse algunos proyectos resulta imprescindible, si es que anhelamos ir más allá de la sobrevivencia y mantener en alto algunas utopías. Son los proyectos los que en verdad nos impulsan a innovar o nos despiertan de la infértil modorra o la imperturbable comodidad. Si no fuera por ellos, permaneceríamos apocados y pasivos ante el porvenir.
Así que, en las festividades de fin de año, a la par que nos regocijamos por la tarea cumplida o por la enfermedad superada, al mismo tiempo que damos gracias por algún beneficio recibido o nos abrazamos y enviamos mensajes de salud y prosperidad, es conveniente también disponer nuestra mente y nuestro corazón para que aniden incipientes sueños o empiecen a tomar forma ideales insospechados. Es esencial, entonces, mantener una mirada retrospectiva para ser agradecidos, pero de igual modo es útil hacer que todo nuestro ser avizore el porvenir con el ánimo repleto de nuevas metas por alcanzar y recupere su vocación de aventurero para adentrarnos en esas tierras inexploradas que abren sus fronteras con el año que comienza.