Hola, viejo querido,
Durante todo este día te he tenido atravesado en mi pensamiento y en mi corazón. Y aunque siempre estás presente, bien sea por una forma de decir tuya o por alguna anécdota en particular, hoy ha pesado más tu recuerdo. De pronto es porque el miércoles estuvo aquí don Miguel, el maestro que el año antepasado arregló nuestra casa; y al volver a pensar en ciertas mejoras de este espacio como que se removieron tus gestos, tus indicaciones, todas tus palabras de arquitecto campesino. Hasta mi mamá intervino en la conversación para derramar algunas lágrimas y recordarnos a todos tus indicaciones de la manera correcta en caso de cambiar el tablado del primer piso. O, a lo mejor, fue por una visita de Héctor, para contarnos a empellones la tristeza que lo embargaba porque su hijo, de sólo 24 años, se iba a casar. O quizás, sea por el hecho de haber dictado una charla muy exitosa el jueves pasado, a unos ochenta comunicadores organizacionales de varias partes del país, y sentir la alegría y el aplauso y no tener tu voz y tu presencia para hacerte partícipe de esos triunfos que eran también los tuyos.
No sé bien o no puedo definir con exactitud la sensación de tristeza que ha marcado este día. Con decirte, viejo mío, que por esas lógicas extrañas del azar, hacia el cierre de la tarde, mi vieja me llamó a tu cuarto para mostrarme un programa que estaban presentando en la televisión. Se trataba de una entrevista homenaje a Leandro Díaz, a ese ciego que tú tanto admirabas. Cómo te añoraba mi vieja, cómo suspiraba en cada historia de ese trovador, en especial cuando rememoraba su niñez pobre y desolada. Y ahí, en silencio, con mi vieja compartimos esta misma pena. A lo mejor ella también haya estado habitada por esa desazón de tu ausencia.
Después busqué el casete que había grabado, justo en la semana siguiente a tu muerte. Y lo hice sonar bien alto, como para que aquellas melodías inundaran todos los cuartos de nuestra casa, como una manera de espantar con la memoria de un dolor más fuerte, esta incierta pesadumbre. «Ya se murió me viejo»… Entonces, vine acá a mi estudio, prendí el computador, busqué mi diario de escritura y empecé a escribirte.
«Amigos de Colombia, buen viento y buena mar»… Me veo de niño, en las mañanas, sentado al lado tuyo escuchando Radio Santa Fe. La pequeña mesa de comedor, el radio Sanyo, las manos de mamá sirviendo el desayuno. Tú y tu blusa beige, tú y tu devoción por el trabajo, tú y esas largas horas nocturnas empacando bolsas y bolsas con jabón… Me detengo y escucho con atención, ahora es una cumbia: «Marbella». Sé que compré el disco en el aeropuerto de Rionegro para traértelo de regalo, y de inmediato al escucharlo se te alegró el corazón. Creo entender que con esa música bailaste tu juventud en las montañas de Capira, o en el Cerro o en Lomalarga. Allá, de pared a pared, como tú mismo lo decías, estabas hasta la madrugada tejiendo amores, soñando amaneceres… «Hay cosas bellas que nunca se olvidan y sólo con la muerte pueden acabar, como la herencia que le puede dar un padre a un hijo para toda la vida…» El casete sigue su curso y yo me dejo llevar por él, me abandono a tu memoria, a tus palabras, a mis lágrimas… La música y la escritura intentando descifrar mi tristeza: eso pienso ahora mientras mis manos avanzan por este teclado gris.
¿Qué es lo que se pierde cuando se muere un padre?, me he preguntado en estos meses… En mi caso, un lugar, un mirador, desde donde se puede avizorar el horizonte. Muerto tú, viejo mío, se han perdido los hombros que me permitieron de niño poder ver, en medio de la multitud, a «Cochise» o al «Ñato Suárez», cuando la vuelta a Colombia entró por la carrera 30. Se perdieron los hombros para ver de lejos… La música vuelve a interrumpir mis reflexiones, la voz de Jorge Veloza. Música alegre esa, merengues fiesteros, melodías que en tus últimos meses, tendido en la cama, te hacían sonreír, o al menos le provocaban algo de liviandad a esos huesos tuyos repletos ya de tanta muerte. «Que no falte nunca la alegría, la parranda, la vida, el amor… Para que el campo se vuelva bonito, para que el campo se vuelva mejor…».
¿Qué es lo que he perdido con tu muerte? Tal vez al artesano capaz de convertir lo cotidiano en extraordinario. Porque un padre es un alquimista de los actos de su hijo, porque logra transformar lo más banal en una hazaña o algo memorable. Un padre transmuta los hechos en acontecimientos: cuando fui acólito y abría, con un estandarte, la procesión en el día de Ramos; los primeros pasatiempos que me publicaron en el periódico El Vespertino; la compra de «Sancho», el primer computador; el día en que conseguí mi empleo en la Universidad Javeriana… Y sé que de tanto celebrar esos pequeños logros con mi vieja, tu familia o tus amigos, los fuiste convirtiendo en leyendas, en la saga de «El nené» o «El niño».
«Hijo de tigre, tigrito… Eso le digo a papá…» Otro de los discos que te encantaban. Dejo de escribir por un momento para recibir un agua aromática que me ha traído tu vieja. Tomo el primer sorbo. Releo lo escrito. Siento mi corazón menos pesado. Levanto el pocillo y bebo un segundo sorbo. Ahora es el tiple y las guitarras, «Garzón y Collazos» los que entran cantando «La sombrerera». El río. El Magdalena, los anzuelos, las atarrayas, el nicuro, el bocachico… y te vuelvo a ver sentado en el comedor narrando, una y otra vez, tus historias de boga… «Morenita de mi alma, vente conmigo, yo te convido, a la choza que tengo cerca del río, junto a la playa…». Y sigue el bunde, el bunde tolimense. Y te veo feliz en tu tierra de niño y te veo correr por esos playones y te imagino orgulloso de poder llevar a la abuela Clara al menos algunos plátanos, de esos que quedaban como hijos abandonados en el piso de las canoas…
¿Y si esta tristeza la hubiera ocasionado la lectura que hice de Los argonautas del Pacífico Occidental? Porque allí hay muchas páginas dedicadas a la construcción de la canoa, al ritual de darle un nombre, a la botadura, a los conjuros… Y sé, que durante toda esa lectura, te vi a ti, barquero mítico, padre mío. ¿Acaso estas ayudándole a Caronte, ese otro boga de los ríos inferiores? ¿Sigues remando acaso? ¿Hay también, en ese tu reino de ahora, subiendas de pescado? ¿Te encontraste con tu mentor, Don Bonifacio Guerra? Ay, mi viejo, se me han venido encima tantas obras y palabras tuyas que debe ser por eso que amanecí con una tortícolis insoportable. ¿Y si fuera esa tu manera de agarrarte a alguna rama de la memoria para no caer en el remolino del olvido?
El casete ya terminó su repertorio. Son las nueve y media de la noche. Voy a llamar a Mauricio, un amigo taxista, para decirle que nos recoja a las ocho de la mañana. No sabes las ganas que tengo, viejo mío, de seguir conversando contigo, en silencio. Aunque ya lo sabes, quiero anunciarte que mañana vamos a visitarte, a llevarte flores. Y mi vieja, como fue su promesa, te llevará agua, agua fresca de tu casa.
No sé por qué, pero después de escribir esta carta, tengo la sensación de estar otra vez sobre tus hombros y puedo ver de nuevo el paso de los ciclistas… «Cochise… Cochise».