De las variadas definiciones propuestas para el ensayo, me llama la atención el hecho de que en la mayoría de ellas se eche mano de dos conceptos o dos términos para dar razón de su ser. O bien son la didáctica y la poesía, o la literatura y la filosofía, o la imagen y el concepto. En todo caso, cuando se busca definir al ensayo, se llega a la conclusión que es un género híbrido, una mezcla de fuerzas. Un centauro, según el pensar de Alfonso Reyes.
Por supuesto, definir el ensayo como un género híbrido puede permitirnos explorar en una idea derivada: la escritura en tensión. Tensión porque al poner en relación dos fuerzas, con igualdad de intensidad, la vida misma del ensayo es compleja. No es una entidad fácilmente definible y, en esa misma proporción, no fácilmente gobernable. Su resistencia es doble: a ser definido y a ser elaborado. La tensión propia del ensayo es su vitalidad, su dificultad, su fascinación y su potencia para el pensamiento. Ahondemos, entonces, en cómo se muestra ese cimbreante ser de escritura que es el ensayo.
Una consideración inicial: si bien es cierto que el fin mismo de este género está en probar, en “ensayar”, es igualmente verdadero que en un ensayo debe haber una propuesta. No sólo tanteos y escarceos con las ideas, sino también formulaciones argumentadas y sustentadas. He ahí la presencia de la tensión: sea porque prevalece una marca exploratoria, típica del ensayo; sea porque prima el anhelo de colonizar, de detener la búsqueda para construir un mundo propio. En esa tensión entre el nomadismo y el sedentarismo de las ideas halla el ensayista su ambiente más idóneo: un impulso centrífugo, lo lanza a la divagación y a la aventura; otro impulso centrípeto, lo insta a recogerse sobre sí y concentrarse en una tesis.
Y ni qué decir de la tensión entre la libertad expresiva y el rigor en la expresión. Una tensión que es, por lo demás, tanto más fuerte cuanto que el ensayo permite una “flexibilidad efusiva”, al decir de José Luis Martínez. Al ser un género en donde pueden intercambiarse diversos tipos de disciplinas con la misma literatura, el ensayo lleva la tensión del pensamiento hasta puntos supremos. Tan grande es la fuerza de la lógica en el desarrollo de las ideas, en el hilo argumental, como la fuerza particular de un ritmo, de una palabra precisa, de una imagen convocadora y persuasiva. La tensión se mueve entre la búsqueda estética y el cuidado lógico.
Penetremos un poco más en nuestro asunto. Aunque Ortega y Gasset afirmó que “el ensayo es la ciencia, menos la prueba explícita”, pienso que una mejor idea para esto de entender el ensayo desde el punto de vista de la tensión, es aquella según la cual, el arte y la ciencia en el ensayo son como “hermanos enemigos”. Son dos fuerzas que se necesitan; dos hermandades en continua lucha pero, a la vez, sabedoras de su amor mutuo. La tensión consiste en mantener ese equilibrio, o en no dejar ladear la balanza hacia ninguno de los dos extremos. Tan importante es el peso de lo artístico en un ensayo como los otros quilates de lo científico; no es lo uno por lo otro, sino lo uno con lo otro. Soportándose, discutiendo, pero siempre como hermanos que no pueden vivir el uno sin el otro.
Esa tensión también abarca a la densidad de los temas con los cuales trabaja el ensayista. Me gusta la idea de Octavio Paz en donde pone al ensayo cerca de los puntos suspensivos, de la duda, de la idea inconclusa pero, aunque no lo dijera él explícitamente, creo que también al borde de la idea cerrada, de la tesis “redonda” o al menos consistente. Otra vez la tensión: de un lado, el no pretender agotar todo un tema; pero, a la vez, presentar una tesis argumentada, sólidamente estructurada. Esa tensión, y vuelvo a citar a Paz, se mueve entre “el tratado y el aforismo”; entre la densidad expansiva del compendio o la monografía, y la concreción máxima del precepto o la sentencia. Un profuso dudar diluye al ensayo; una exagerada certeza, también. Ahí, en la tensión entre una y otra fuerza, halla su justa medida. Su justo valor.
Precisamente, aunque desde otro lugar, Fernando Savater ha insistido en que al ensayo le va bien ser escéptico; el no pretender ser dogmático. Sin embargo, cuando en un ensayo se presenta una tesis, por pequeña o sutil que parezca, es tanto como enarbolar un optimismo, así sea provisional. Esa pequeña verdad, propuesta por el ensayista, pone en jaque al mismo escepticismo. Observemos cómo el juego de la tensión se da acá entre el deseo de crítica, y el deseo de propuesta. Otra vez la oscilación: demoler, hallar las fisuras, aguijonear lo sistemático; reconstruir, suturar las partes, consolidar un pequeño orden con sentido. Otra vez la tensión: tomar el ensayo como arma para la sospecha; usar el ensayo como remedio para volver a creer.
Es que en el ensayo deben vivir, como Jano, la “apariencia convencional y la renovación de las ideas”, según pensaba Jaime Alberto Vélez. Una cara nos remite a la tradición, a lo ya sabido, a las voces de otros; el otro rostro mira hacia lo nuevo, hacia la voz personal. La tensión se presenta, como sucede en cualquier escenario de la cultura, entre lo dado y lo creado, entre aquello que nos antecede y de los cual somos fruto; y eso otro, que aportamos nosotros, eso que damos al mundo y que es apenas semilla. Semilla reciente. Al poner en la balanza estos dos impulsos gestores de cultura, el ensayo asume libremente el pasado y, a la vez, anuncia o señala un futuro. Parafraseando a Liliana Weinberg el ensayo es, al mismo tiempo, “ejercicio de memoria y de imaginación”.
Volvamos al comienzo, a la imagen feliz del maestro Alfonso Reyes para definir al ensayo. Retornemos al centauro. El mito puede ayudarnos ahora para acabar de perfilar ese ser de tensión que es el ensayo. Apenas, de manera rápida, refresquemos nuestra memoria: un centauro es un ser con cabeza, brazos y busto de hombre, y el resto del cuerpo y las patas de caballo. Para nuestro propósito, el centauro simboliza la tensión entre el subjetivismo a ultranza y la racionalidad más cuidadosa. Arriba, la cabeza que gobierna; abajo, la pulsión que invita al desahogo, a la expresión libre de riendas. Allá el deseo por salir corriendo monte adentro; allí, las manos que exhiben las bridas y la fusta. Tensión mítica que es también un símbolo profundo de nuestro psiquismo: fusión de lo consciente y lo inconsciente; lucha. Interdependencia entre el cuerpo que clama y el espíritu que armoniza el grito.
* Tomado de mi libro Pregúntele al ensayista, Editorial Kimpres, Bogotá, 2007, pp. 13-16.