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Fernando Vásquez Rodríguez

~ Escribir y pensar

Fernando Vásquez Rodríguez

Archivos mensuales: febrero 2013

El ensayo: un género de la tensión

27 miércoles Feb 2013

Posted by fernandovasquezrodriguez in Ensayos

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Centauro

De las variadas definiciones propuestas para el ensayo, me llama la atención el hecho de que en la mayoría de ellas se eche mano de dos conceptos o dos términos para dar razón de su ser. O bien son la didáctica y la poesía, o la literatura y la filosofía, o la imagen y el concepto. En todo caso, cuando se busca definir al ensayo, se llega a la conclusión que es un género híbrido, una mezcla de fuerzas. Un centauro, según el pensar de Alfonso Reyes.

Por supuesto, definir el ensayo como un género híbrido puede permitirnos explorar en una idea derivada: la escritura en tensión. Tensión porque al poner en relación dos fuerzas, con igualdad de intensidad, la vida misma del ensayo es compleja. No es una entidad fácilmente definible y, en esa misma proporción, no fácilmente gobernable. Su resistencia es doble: a ser definido y a ser elaborado. La tensión propia del ensayo es su vitalidad, su dificultad, su fascinación y su potencia para el pensamiento. Ahondemos, entonces, en cómo se muestra ese cimbreante ser de escritura que es el ensayo.

Una consideración inicial: si bien es cierto que el fin mismo de este género está en probar, en “ensayar”, es igualmente verdadero que en un ensayo debe haber una propuesta. No sólo tanteos y escarceos con las ideas, sino también formulaciones argumentadas y sustentadas. He ahí la presencia de la tensión: sea porque prevalece una marca exploratoria, típica del ensayo; sea porque prima el anhelo de colonizar, de detener la búsqueda para construir un mundo propio. En esa tensión entre el nomadismo y el sedentarismo de las ideas halla el ensayista su ambiente más idóneo: un impulso centrífugo, lo lanza a la divagación y a la aventura; otro impulso centrípeto, lo insta a recogerse sobre sí y concentrarse en una tesis.

Y ni qué decir de la tensión entre la libertad expresiva y el rigor en la expresión. Una tensión que es, por lo demás, tanto más fuerte cuanto que el ensayo permite una “flexibilidad efusiva”, al decir de José Luis Martínez. Al ser un género en donde pueden intercambiarse diversos tipos de disciplinas con la misma literatura, el ensayo lleva la tensión del pensamiento hasta puntos supremos. Tan grande es la fuerza de la lógica en el desarrollo de las ideas, en el hilo argumental, como la fuerza particular de un ritmo, de una palabra precisa, de una imagen convocadora y persuasiva. La tensión se mueve entre la búsqueda estética y el cuidado lógico.

Penetremos un poco más en nuestro asunto. Aunque Ortega y Gasset afirmó que “el ensayo es la ciencia, menos la prueba explícita”, pienso que una mejor idea para esto de entender el ensayo desde el punto de vista de la tensión, es aquella según la cual, el arte y la ciencia en el ensayo son como “hermanos enemigos”. Son dos fuerzas que se necesitan; dos hermandades en continua lucha pero, a la vez, sabedoras de su amor mutuo. La tensión consiste en mantener ese equilibrio, o en no dejar ladear la balanza hacia ninguno de los dos extremos. Tan importante es el peso de lo artístico en un ensayo como los otros quilates de lo científico; no es lo uno por lo otro, sino lo uno con lo otro. Soportándose, discutiendo, pero siempre como hermanos que no pueden vivir el uno sin el otro.

Esa tensión también abarca a la densidad de los temas con los cuales trabaja el ensayista. Me gusta la idea de Octavio Paz en donde pone al ensayo cerca de los puntos suspensivos, de la duda, de la idea inconclusa pero, aunque no lo dijera él explícitamente, creo que también al borde de la idea cerrada, de la tesis “redonda” o al menos consistente. Otra vez la tensión: de un lado, el no pretender agotar todo un tema; pero, a la vez, presentar una tesis argumentada, sólidamente estructurada. Esa tensión, y vuelvo a citar a Paz, se mueve entre “el tratado y el aforismo”; entre la densidad expansiva del compendio o la monografía, y la concreción máxima del precepto o la sentencia. Un profuso dudar diluye al ensayo; una exagerada certeza, también. Ahí, en la tensión entre una y otra fuerza, halla su justa medida. Su justo valor.

Precisamente, aunque desde otro lugar, Fernando Savater ha insistido en que al ensayo le va bien ser escéptico; el no pretender ser dogmático. Sin embargo, cuando en un ensayo se presenta una tesis, por pequeña o sutil que parezca, es tanto como enarbolar un optimismo, así sea provisional. Esa pequeña verdad, propuesta por el ensayista, pone en jaque al mismo escepticismo. Observemos cómo el juego de la tensión se da acá entre el deseo de crítica, y el deseo de propuesta. Otra vez la oscilación: demoler, hallar las fisuras, aguijonear lo sistemático; reconstruir, suturar las partes, consolidar un pequeño orden con sentido. Otra vez la tensión: tomar el ensayo como arma para la sospecha; usar el ensayo como remedio para volver a creer.

Es que en el ensayo deben vivir, como Jano, la “apariencia convencional y la renovación de las ideas”, según pensaba Jaime Alberto Vélez. Una cara nos remite a la tradición, a lo ya sabido, a las voces de otros; el otro rostro mira hacia lo nuevo, hacia la voz personal. La tensión se presenta, como sucede en cualquier escenario de la cultura, entre lo dado y lo creado, entre aquello que nos antecede y de los cual somos fruto; y eso otro, que aportamos nosotros, eso que damos al mundo y que es apenas semilla. Semilla reciente. Al poner en la balanza estos dos impulsos gestores de cultura, el ensayo asume libremente el pasado y, a la vez, anuncia o señala un futuro. Parafraseando a Liliana Weinberg el ensayo es, al mismo tiempo, “ejercicio de memoria y de imaginación”.        

Volvamos al comienzo, a la imagen feliz del maestro Alfonso Reyes para definir al ensayo. Retornemos al centauro. El mito puede ayudarnos ahora para acabar de perfilar ese ser de tensión que es el ensayo. Apenas, de manera rápida, refresquemos nuestra memoria: un centauro es un ser con cabeza, brazos y busto de hombre, y el resto del cuerpo y las patas de caballo. Para nuestro propósito, el centauro simboliza la tensión entre el subjetivismo a ultranza y la racionalidad más cuidadosa. Arriba, la cabeza que gobierna; abajo, la pulsión que invita al desahogo, a la expresión libre de riendas. Allá el deseo por salir corriendo monte adentro; allí, las manos que exhiben las bridas y la fusta. Tensión mítica que es también un símbolo profundo de nuestro psiquismo: fusión de lo consciente y lo inconsciente; lucha. Interdependencia entre el cuerpo que clama y el espíritu que armoniza el grito.

* Tomado de mi libro Pregúntele al ensayista, Editorial Kimpres, Bogotá, 2007, pp. 13-16.

Perseverar sin impacientarse

24 domingo Feb 2013

Posted by fernandovasquezrodriguez in Ensayos

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A un impaciente

El poema “A un impaciente” del español Manuel Sandoval, es uno de esos textos inspiradores, repleto de optimismo y de fe en la vida. Seguramente, buena parte de los lectores, aquellos que tengan más de cincuenta años, lo sabrán de memoria y hasta es posible que lo hayan enseñado a sus hijos. Es un poema de esos que se encontraban en los textos de lectura cuando cursábamos los primeros años de escuela y que, sin perder un tono edificante, abre nuestro espíritu a un horizonte de posibilidades.

El poema a lo primero que nos invita es a tener paciencia, a no desesperarnos cuando las cosas no se dan tan rápidamente como uno quisiera o cuando a un gran esfuerzo no hay correspondencia con los nimios resultados. Y el poeta nos invita a aprender de la naturaleza; a mirar que cada fruto, cada cosecha, lleva su tiempo. Que no podemos llenarnos de impaciencia o de intranquilidad cuando los ritmos propios de una planta o de una persona no avanzan o “maduran” según nuestro capricho. La lección mayor es esa: existen procesos, transformaciones que, al no dejarles continuar su evolución, podemos abortarlas o arrancarlas a destiempo.

Podría creerse, entonces, que los esfuerzos de nada sirven si no podemos intervenir en la rápida consecución de los fines. Pero no es así. Manuel Sandoval nos advierte que no es inútil el empeño y la porfía; que después de persistir con bastante fe y altísima confianza, los seres humanos alcanzamos, por lo general, las metas que soñamos. La reflexión más bien va por otro camino: entre el esfuerzo y el logro debe tenerse presente el papel del tiempo, la presencia inevitable de las etapas, de las metamorfosis. Va mucho de gusano a mariposa. A veces, olvidamos que en el ciclo de la vida cada peldaño es soporte e impulso para el siguiente. Y aunque en la cáscara no podamos apreciar cómo va acaeciendo o prosperando un sueño o un proyecto, lo cierto es que bien adentro va poco a poco conquistándose un nuevo estadio, otra forma, un avance silencioso pero inevitable.

No hay que cansarse o claudicar cuando las cosas no resultan inmediatamente. Es el trabajo perseverante, la insistencia, el que hace fecunda la tierra estéril y prolíficos los vientres secos. El machacar, el reiterar, el proseguir en una tarea, más que tiempo perdido es el secreto para obtener lo inalcanzable. Los dos ejemplos de la última estrofa refuerzan este planteamiento: de un lado, Moisés, uno de los símbolos de la fe suprema, de la fe con esperanza, un personaje que convirtió su errante viaje y el de un pueblo, en ejemplo de persistencia, de obstinada búsqueda de una tierra idílica. El otro emblema es el de Fidias, el escultor famoso por dotar al mármol de levedad; el griego que podía entrever en la piedra, con infinitos golpes de cincel, pliegues de telas, vestidos vaporosos. En esos dos ejemplos se evidencia el fruto de la constancia; los beneficios insospechados de la asiduidad.

Es posible que en una época como la nuestra, tan dada a la rapidez, a la velocidad, al consumo inmediato, la invitación de Manuel Sandoval pueda parecer idealista o de cierta candidez. Sin embargo, lo que el poeta sugiere es precisamente un contrapeso a esos valores actuales del “todo ya y de una vez”, o de aquellos otros centrados en el “dinero fácil”, o el “no se complique demasiado”. Es un llamado a no engañarnos con todos esos paraísos sacados de la manga o con esa dejadez perezosa y suplicante por un golpe de suerte. Querámoslo o no, es el trabajo honesto, la perseverancia, la lucha cotidiana, todas estas “porfías”, las que mejor construyen casas sólidas, las que dan felicidades con raíces, las que podemos dejar como una heredad segura a nuestros descendientes.

Me gusta repetirme muchas veces esas dos primeras líneas: “Lo que no puedas hoy quizá mañana / lo lograrás, no es tiempo todavía”. Las reitero cuando algo se interpone en mis proyectos o cuando después de mucho trabajo no hay una respuesta positiva; me las digo también cuando en las relaciones humanas, los amigos o los compañeros de trabajo nos decepcionan, cuando fallan o no nos acompañan cuando más los necesitábamos. Entonces, me armo de paciencia. Pero al otro día, vuelvo y comienzo, renuevo mis bríos y saco de bien adentro de mi corazón la suficiente energía para no abandonarlo todo. Y vuelvo a confiar en los demás, repitiendo en mi memoria esos otros versos: “Trabaja y persevera, que en el mundo no hay nada que sea estéril ni infecundo / para el poder de Dios o de la idea”. 

(De mi libro Vivir de poesía. Poemas para iluminar nuestra existencia, Kimpres, Bogotá, 2012, pp. 149-154)

«Proteger sin cortar las alas»

21 jueves Feb 2013

Posted by fernandovasquezrodriguez in Ensayos

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Maestro tutor

Permítanme, para empezar, recordar el sentido original de lo que es un tutor: aquel que mira, observa, contempla, y al mismo tiempo vigila, cuida, defiende y protege. La raíz indoeuropea tu-e, significa proteger, «prestar atención», y es también la fuente de términos como intuición, toldo o tutela. En todo caso, y es lo que me interesa subrayar, el término tutor apunta a una tarea de protección brotada de un cuidadoso trabajo de prestar atención, de mirada acuciosa sobre alguien.

Desde luego, este origen del tutor, estaba en sus orígenes muy asociado al cuidado o la protección del incapaz bien sea a nivel personal o legal; como quien dice, existía tal calidad de tutor porque un otro era menor de edad, huérfano, incapacitado o pródigo. Piénsese no más en la vieja máxima «Haber menester tutor», para referirse al cuidado que merecía el manirroto o malgastador de sus bienes. A esta tendencia de entender la tutoría, me gustaría resaltar otra no menos importante; me refiero al rodrigón, a ese «palo o caña que se pone al lado de una planta para sujetar a él su tallo mientras es tierno a fin de que no se tuerza o rompa». En este caso, el tutor sirve de puntal, de apoyo o soporte provisional, de sostén de algo o de alguien. Y cabría mencionar una tercera posibilidad de lectura, el tutor como orientador o consejero, como aquella persona capaz de guiar a otro, de ayudarlo en sus problemas de aprendizaje o en sus dificultades de desarrollo. 

Hechas estas primeras distinciones, aventurémonos a delinear algunos rasgos del tutor y sus respectivos riesgos, teniendo como telón de fondo los procesos de formación humana.

Primer rasgo: un tutor debe proteger pero sin ahogar el propio desarrollo de aquel a quien salvaguarda. Desde luego hay que servir de escudo, de sombra, de abrigo, pero cuidándonos de convertir nuestros brazos en un muro, en una cárcel. Proteger no es sinónimo de sobreprotección. Sombrear sí, pero respetando las leyes del propio crecimiento, de la propia particularidad de aquellos a quienes tutoriamos. Dicho de otra manera, que nuestro exceso de tolda no termine por secar la planta, que nuestra exceso de cuidado no le quite al joven ser su propio espacio de sol. O dicho a la manera de un proverbio poético: que en nuestro afán por podar la planta, no terminemos por cortar la rosa.

Segundo rasgo: un tutor debe aconsejar, disuadir, prevenir, pero sin erigirse como juez o regla única de moral. Sin lugar a dudas, gran parte del discurso de un tutor se basa en la advertencia, en el cuidado, en la prevención; quizá por estar un paso más adelante del tutoriado, de pronto por haber trasegado anteriormente los mismos caminos, el tutor puede señalar o indicar ciertos desvíos, ciertas pistas para lograr exitosamente salir de la aventura sin daños o perjuicios. Sin embargo, y esto quiero subrayarlo, el tutor no puede convertir su discurso en un parámetro de única verdad o canon indiscutible de moral. A veces los caminos que para uno fueron propicios no siempre son los mejores para sus tutoriados. Digamos, entonces, que los consejos del tutor son apenas indicaciones, puntos de referencia, hitos, mojones de comportamiento, que le pueden servir al novel caminante como faro o estrella polar en su propio viaje.

Tercer rasgo: un tutor debe servir de mediador pero sin convertirse en la voz del otro. Si bien es cierto que un tutor puede y debe, en mucho casos, intervenir, prestar su palabra para abrir ciertos espacios o facilitar ciertas relaciones a su pupilo, no debe olvidar que parte de su trabajo consiste en propiciar la palabra del que tutela, en incentivarla, en crearle escenarios para que el otro diga su palabra. Luego el proceso comunicativo que se sigue en una tutoría no es sólo el de escucha por parte del pupilo sobre lo que dice el tutor, sino un campo de conversación, en donde se favorezca el debate, el disenso, la discusión, para lograr en el pupilo la confianza y la fuerza suficientes para empuñar su propia voz.

Cuarto rasgo: un tutor debe convertirse en cómplice de su pupilo pero sin llegar a ser un alcahuete.  La relación de tutoría no es vertical, no es directiva; más bien, aspira a ser horizontal, fraterna, cercana. Precisamente, al romper con una proxémica lejana, el vínculo entre el tutor y su pupilo merece establecerse con cuidado. Hay que tener tacto para no distanciar tanto la relación sin que se logre la confianza o la intimidad, y al mismo tiempo hay que tener cuidado para no diluir la relación y convertirla en otra cosa. Entonces, un tutor no dice a todo sí; cuestiona, confronta, pone reparos; y, a la vez, refuerza, da ánimos, apoya proyectos. Cabe decir otra cosa: el tutor debe tener el sigilo y la discreción suficientes como para no traicionar la confianza de su tutoriado. Porque, y eso no debemos olvidarlo, es sobre esa fina tela de la confianza que se establece la relación tutor-turoriado. Hay en ese pacto de la mutua confianza elementos que se relacionan con el secreto de confesión o el sigilo profesional.

Quinto rasgo: un tutor debe ser zona de desarrollo para el otro pero sin descuidar el nivel particular de su tutoriado .  Es tarea del tutor llevar a su tutoriado a territorios lejanos, ultramarinos. El tutor vislumbra un horizonte de formación e invita a su pupilo a ir es pos de dicha tierra. El tutor se muestra, da fe, se erige a veces como ejemplo. Toma la delantera, apresura el paso, invita al pupilo a no desfallecer… Repitámoslo: el buen tutor es zona de desarrollo próximo para su tutoriado; le exige ir un poco más allá, tensa el desarrollo de su pupilo, pero sin quebrar el arco de su espíritu. De allí que sea tan importante en los procesos de tutoría tener diagnósticos finos de aquellos a quienes se pretende tutoriar; o la necesidad de ir estableciendo con nuestros pupilos un cuadro o un mapa de sus niveles de desarrollo, de sus puntos débiles y fuertes, de su historia personal. La tutoría siempre es particularizada, siempre se da a partir de la específica geografía de una persona. Con dicho soporte, el tutor ya puede tensar el arco y lanzar a su pupilo a inéditos escenarios para su desarrollo humano.

Sexto rasgo: un tutor es alguien que, aunque se sabe necesario, reconoce cuando debe desaparecer. Recordemos que toda tutoría es provisional. Ningún pupilo puede quedarse siempre en esa condición. Mejor aún, un mal tutor es el que crea absoluta dependencia, el que no propicia la salida, el crecimiento, la manumisión. Tutoriar, en últimas, es acompañar ese proceso de cómo alguien logra encontrarse consigo mismo. La tutoría es la protección que favorece el crecimiento de las alas de nuestros pupilos. Una hermosa tarea de  preparar a otros para su propia libertad.

(De mi libro Educar con maestría, Ediciones Unisalle, Bogotá, 2011, pp. 61-63)

 

Volver a estudiar

17 domingo Feb 2013

Posted by fernandovasquezrodriguez in Ensayos

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Primera cohorte Maestría en Docencia - El Yopal (Casanare)

Primera cohorte Maestría en Docencia – El Yopal (Casanare)

No deja de ser emocionante, así sea en los más altos niveles educativos, el volver a estudiar. La sensación de convertirnos en alumnos pone a nuestra mente y a nuestro corazón en una tensión entre lo estimulante de lo nuevo y la desazón propia de lo desconocido.

Asumir otra vez el papel de ser estudiante, con sus angustias, sus logros y sus preocupaciones, hace que renazcan habilidades olvidadas, que se manifiesten miedos insepultos y que nuestra cotidianidad sufra –como debe ser– cambios o ajustes de toda índole. El sentarnos de nuevo en un pupitre y mostrarnos atentos a las enseñanzas de un maestro es, a todas luces, un tiempo de renovación. Cambian las rutinas a las que veníamos acostumbrados; cambian las prioridades; cambian los planes familiares; cambia el horizonte de nuestro futuro.

Y, sustancialmente, varían nuestros hábitos. Si no logramos que nuestra voluntad ordene nuestras aspiraciones, el impulso de estudiar se hará trizas a nuestros pies. Ir otra vez a la escuela nos demanda encontrar horas para leer, para escribir, para discutir con los colegas de grupo; y, de igual modo, disponer de un lugar y de tiempos para cumplir con las tareas. Entonces, si no logramos imponernos un orden o darle a la vida cotidiana una planeación adecuada, lo más seguro es que vengan los malos resultados escolares y, con ellos, la desmotivación o la renuncia. Insistamos: son los hábitos, los otros útiles que el estudiante debe llevar en su maleta.

Ya que hablé de útiles, digamos algo sobre ese otro asunto vital cuando retornamos a las aulas. El útil, lo sabemos, es una mediación de primer orden para facilitar el aprendizaje. Por ende, seleccionar los libros apropiados, contar con fuentes adicionales de referencia, conocer ciertas bases de datos y determinados recursos tecnológicos de hoy, además de un repertorio de útiles de registro, todo ello contribuye a mantener el ánimo y las ganas de estudiar. Si no tenemos esas herramientas –en las que desde el primer día insisten los maestros– perderemos fuerzas y tiempo tratando de desentrañar un término o buscando las relaciones entre uno y otro tema. De allí que el estudiar nos vuelva a llevar al uso de nuestra biblioteca o a la que la institución educativa tiene prevista para sus estudiantes. La biblioteca es el otro grupo de maestros, silenciosos y solícitos, que los centros educativos tienen dispuestos para aclarar nuestras inquietudes o ampliar nuestra necesidad de conocimiento.

Es evidente que asumirse como estudiante es aceptar responsablemente hacer las tareas. Si no se asume ese requisito será muy difícil, por no decir desagradable, el retornar a las aulas. La tarea es el yunque que nos permite saber la dureza de nuestros propósitos, la consistencia de nuestras metas. Dejar de hacerlas o hacerlas a medias es un indicador de que deseamos pasar por la institución educativa pero sin que ella pase por nosotros. Las tareas, su cumplimiento, es la mejor aduana cuando queremos ir de un estado a otra condición, hacer un cambio de nivel o grado de escolaridad. Las tareas son el trabajo propio del que se asume como estudiante, son la prueba permanente de sus aprendizajes. En consecuencia, lo fundamental es dedicarse a elaborarlas, poniéndoles todo el empeño y estando atentos para descubrir talentos de nosotros mismos que, si no fuera por las tareas, permanecerían ocultos o imposibilitados de dar sus mejores frutos.

Por supuesto, el regresar a la condición de aprendiz hace que aparezcan o resuciten determinados temores. Los más comunes son el miedo a no poder alcanzar las metas, el miedo a fracasar; y el temor al error, a equivocarnos o caer en el ridículo. Estos dos miedos se retroalimentan y crecen al juntar sus aguas. Pero, y eso es bueno saberlo, gran parte de esos miedos son infundados o magnificados por la edad o la ausencia de años de las academias. Hasta pueden ser “excusas” de nuestro psiquismo para permanecer en el mismo sitio y no salir a explorar lo desconocido. Lo mejor, entonces, es convencernos de que los errores hacen parte del aprendizaje; que es con nuestras fallas que los maestros preparan su mejor obra; que no es bueno inocularse el pesimismo sin darse la oportunidad de empezar el camino; que es deseable henchirse de cierta fe y una dosis alta de confianza para alcanzar nuestros objetivos. Al miedo, a los miedos tenemos que enfrentarlos con el escudo brillante de la entereza y la dedicación.

Retornar a estudiar es, de igual modo, adentrarse en el ambiente del diálogo y el trabajo en equipo. No se vive completamente esta vuelta a la escuela, si uno no se toma en serio el valor de hacerse a un grupo de estudio o de investigación. Ese parece ser otro beneficio de estar de vuelta a la academia. Los compañeros son parte constitutiva del ámbito escolar. Con ellos vivimos fraternalmente la experiencia de aprender, son la ayuda inmediata cuando tenemos dificultades, el paño de lágrimas al momento de equivocarnos, el abrazo solidario para vencer los obstáculos. Los compañeros de clase o de salón, esos amigos que iremos descubriendo, son otra de las claves inherentes al trabajo educativo y un beneficio adicional de convertirnos en genuinos estudiantes.

Pero lo más importante de volver a estudiar es esa alegría que se posa en nuestro espíritu; ese entusiasmo que invade todo nuestro ser. Tal vez esto se deba a que el sentirnos una vez más estudiantes es un anuncio de renovación, de resurgimiento. Al reavivar nuestros votos de estudiantes hacemos que lo esencial de nuestra condición humana recupere su ruta de desarrollo. Ese júbilo es la proclama de que renunciamos a estancarnos, a conformarnos con lo ya sabido. Volver a estudiar, por lo mismo, es una oportunidad para refrescar las semillas de nuestro proyecto de vida intelectual, una forma de refrendar nuestra vocación de descubrimiento y mantener indeclinable en la mente una utopía.

Carta a mi profesor de primaria

12 martes Feb 2013

Posted by fernandovasquezrodriguez in Cartas

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Libreta primaria cuarto

Apreciado maestro,

Aunque quizá no recuerde mi rostro, seguramente sí se acordará de Vásquez, su alumno de 4 y 5 de primaria, en el Colegio San Gregorio Magno. Yo era, según usted, el mejor dibujante del curso, y el que, para una semana cultural del colegio, dibujó y presentó una exposición sobre los volcanes más importantes del mundo. Tal vez eso le ayude a recordar mi rostro. Mas no es por eso que le escribo esta carta, sino por otra razón.

Pero antes de hablarle de eso, le cuento que después de dejar la institución donde nos conocimos, terminé mi bachillerato en el colegio Carrasquilla. Al año siguiente me presenté a la Universidad Nacional a estudiar diseño gráfico; pero allí me entusiasmé con la política y decidí entrar a estudiar derecho en el Externado de Colombia. Varios años estuve en aquel claustro hasta que la literatura me hizo renunciar a tal carrera. Busqué entonces las aulas de la Javeriana y allí hice también un posgrado en educación. En esa universidad empecé mi labor como docente en la Facultad de Comunicación Social. Como puede ver, ha sido variada mi búsqueda profesional y sinuoso el trasegar por las academias universitarias. Actualmente dirijo un posgrado en educación, asesoro instituciones educativas y me he convertido en un capacitador en temas como la comunicación empresarial y en campos relacionados con la formación de maestros.

Durante toda esa travesía no he dejado de enseñar, y es por ello, precisamente, que he sentido la necesidad de escribirle esta carta. Es que no sé cómo acabar de agradecerle su pasión por enseñar, su dedicación a este oficio. Lo recuerdo de pie, frente a nosotros, hablándonos de temas que aún hoy me resultan interesantes. Tengo en mi memoria su puntualidad, la organización de las actividades, su manera particularísima de calificar y revisar los cuadernos −¿se acuerda que usted usaba una estilográfica de tinta verde? – y ese trato cordial con nosotros que nos hacía sentir importantes para su clase.

Yo creo que me convertí en maestro por su ejemplo. Usted sembró en mí la importancia de esta profesión. Lo recuerdo impecablemente vestido, con una gabardina beige, esperándonos a la entrada del salón con un gesto de acogida y una invitación a entrar cuanto antes al salón del curso. Todas sus clases me gustaban, su forma de propiciar en el aula la discusión, sus regaños cuando alguno de nosotros se burlaba de un compañero por una intervención desafortunada o cuando nos sorprendía en juegos violentos. Tengo en mi memoria aquellas palabras de que «los puños eran las muecas del que no ha aprendido a hablar», o su consejo que también le escuché a mi padre de que «lo cortés no quita lo valiente».

De igual forma rememoro la manera como usted explicaba. Yo creo que nadie se quedaba sin entender. Sarmiento, Ayala, Mejía, Baena…, todos salíamos de sus clases convencidos de lo que habíamos escuchado. Además, hacerle sus tareas era algo apasionante. Tal vez sea porque a mí me ha gustado desde pequeñito el estudio. Sin embargo, cada tarea que hacía para usted era una forma de sentirme digno de sus comentarios, de esas pequeñas anotaciones que usted colocaba debajo de la calificación. No sé si usted lo supo, pero entre nosotros nos mostrábamos esas anotaciones, y cada uno se sentía orgulloso de tener en su cuaderno más de uno de esos elogios. Otra cosa que me gustaba mucho, era la última parte de sus clases en las cuales usted pedía sintetizar lo visto o lo que usted llamaba “el momento de la recapitulación”. Esos diez minutos me encantaban y ponían al salón en un frenesí de manos levantadas que rara vez he vuelto a ver.

De otra parte, y eso se lo agradezco de verdad, me entusiasmaba cuando usted me ponía a exponer frente al grupo porque, según me decía, “yo tenía talento para eso”. Me acuerdo, entre otras, de la exposición que hice sobre el ciclo del agua y otra sobre los dioses de la mitología griega. Usted se quedaba de pie, recostado en una de las paredes laterales del salón, mirándome fraternalmente y cuidando que los demás compañeros –especialmente Tibocha– se mantuvieran atentos. Después, como si yo fuera uno de sus colegas, retomaba palabras mías en su exposición. Yo me sentía muy orgulloso. Y aunque eso no tuviera ninguna nota, para mí era suficiente estar al lado suyo sintiéndome un pequeño profesor.

Es una lástima que la vida no nos haya permitido reencontrarnos. Creo que tendríamos muchas cosas sobre qué conversar. Según supe, usted dejó el colegio y se fue a vivir a Neiva. Al menos eso fue lo que me contó Murillo, un compañero con el que  coincidencialmente nos encontramos en la pasada Feria del Libro de Bogotá. Él también se acordaba de usted, y de su gabardina color beige. En todo caso, así no nos veamos de nuevo, quiero comunicarle con esta carta todo lo que poco a poco he ido descubriendo que le debo. Su herencia de docente es para mí un legado invaluable.

Y sabe qué, maestro, lo más importante es que usted me mostró, con su alegría, con su pasión por enseñar, que a pesar de los escasos salarios, de las condiciones adversas, esto de educar era  un oficio gratificante. Que bien vale la pena asumir esta labor de tallar espíritus, formar personas y contagiar a otros el deseo de aprender y conocer. Usted es un vivo testimonio de la dignidad de esta profesión. Por sus consejos, por su cordialidad, por los retos que me propuso, por el libro que me regaló al final del año, ese libro de tapa dura de El Quijote de la mancha, por todas esas cosas y otras que seguramente siguen creciendo en mí y que más tarde descubriré, quiero decirle muchísimas gracias.

Espero que cada clase que imparta o cada acción de mi trabajo como docente no sean menores al ejemplo que recibí de usted durante esos dos años de primaria.

Con mi aprecio y admiración,

Fernando

Atreverse a presentar una ponencia

07 jueves Feb 2013

Posted by fernandovasquezrodriguez in Ensayos

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Ponente y auditorio

La ponencia es un tipo de texto en el que se combina la fuerza persuasiva del ensayo y el tono didáctico de los documentos expositivos. Además de ello, la ponencia reclama para sí ciertas técnicas de comunicación oral a partir de las cuales se logre interpelar a un auditorio.

Del poder persuasivo del ensayo, la ponencia subraya el deseo de presentar una tesis, una propuesta, un asunto específico. Tal apuesta debe ser lo suficientemente clara como para invitar a los oyentes a tomar partido o al menos interesarse motivados por la curiosidad. Este asunto amerita pensarse con detenimiento. ¿Qué es lo que deseamos compartir o exponer en la ponencia? ¿Cuál es el asunto puntual que garantiza la atención de la audiencia? Ni los temas generales, ni las divagaciones atropelladas, llevan a feliz término una ponencia. Lo mejor, entonces, es –así como lo hace el ensayista– tomar una postura, asumir una elección, casarse con determinada propuesta. Sin esa tarea reflexiva y profundamente crítica de saber si en verdad “tenemos algo interesante que decir” lo ponencia queda huérfana de argumentos y raquítica en sus alcances comunicativos.

De los textos expositivos la ponencia asume su voluntad de ir paso a paso, de proceder parte por parte al dar cuenta de un asunto. Aquí es importante resaltar el tener una estructura de base, un camino que facilite la coherencia y articulación entre el todo y sus elementos. Al mantener esta vía expositiva la ponencia selecciona los contenidos, se centra en lo esencial, elimina datos innecesarios, saca partido de lo fundamental o de aquellos aspectos que pueden ser relevantes para el auditorio. La ponencia no opera por acumulación de datos, sino por selección; su mayor efecto se logra concentrando la información, jugando estratégicamente sus mejores cartas.

Hay que insistir en esto: el ponente no cuenta con demasiado tiempo para compartir un hallazgo investigativo, una propuesta de intervención, un modo innovador de proceder o una técnica específica. A veces dispone de 20 minutos o, de manera excepcional, de una hora. Por tal motivo, el material que elija el ponente debe seleccionarse con mucho cuidado, y al escribir la ponencia debe privarse de incluir párrafos de relleno, hacer largas disquisiciones que pueden ser ingeniosas al leerlas pero tediosas al escucharlas, o presentar saltos bruscos en el discurso que conlleven a la desatención y la confusión del público. Por lo demás, y esa ya es una práctica habitual en las ponencias, siempre queda un tiempo al final para las preguntas del auditorio en el que el ponente puede ampliar, completar o precisar determinados aspectos de su ponencia.

El otro punto a tener en cuenta al presentar una ponencia es el relacionado con la puesta en escena. Recordemos que la ponencia se lee frente a un público. Es un acto en el que el expositor debe involucrar técnicas de comunicación oral, como el manejo de su voz, el uso de la mirada y algunas ayudas audiovisuales si la concurrencia es voluminosa o el espacio así lo requiere. La variedad en la entonación es clave. Al leer la ponencia se necesita transmitir al auditorio una emoción o un ritmo que provoque su interés, su atención vigilante. Las pausas y los silencios contribuyen a darle mayor efecto a lo que dice el ponente. De otra parte, mirar al auditorio, hacer como si le habláramos a determinada persona, contribuye a lograr nuestro objetivo comunicativo. Los buenos ponentes no se quedan atrapados en las hojas de su ponencia; más bien van del texto al auditorio y del auditorio a su texto. Y si el ponente requiere el apoyo de una imagen o el recurso tecnológico de un programa de presentaciones, sabe que dichos útiles son medios que no pueden suplantar su voz. Es riesgoso confiarse demasiado en dichas ayudas y perder el contacto y la interacción con el público. Hay que recalcarlo: lo esencial de la ponencia es el vínculo que establece un ponente con su auditorio.

Cabría en este momento agregar dos características más de este tipo de texto. La ponencia necesita incluir párrafos de amarre. Dichos párrafos sirven para que el público no se pierda en el desarrollo de la exposición. De allí por qué algunos ponentes entreguen al auditorio una página que hace las veces de ruta de viaje o que se sirvan de alguna imagen (un esquema, un grafismo) para ir mostrando al auditorio los hitos de su itinerario expositivo. Los párrafos de amarre al igual que esos otros de encuadre o de síntesis son fundamentales para que el escucha se sienta seguro del mensaje recibido. El otro aspecto que no debe olvidarse es el del título que ponemos a la ponencia. A veces se deja para último momento o se opta por algo tan general que no dice nada a los demás. Aquí vale la pena decir que en los foros, congresos o seminarios, los asistentes eligen ir a una u otra ponencia dependiendo en gran medida del título que aparece en la programación del evento. En este sentido, el título es un llamado, una convocatoria, una invitación. Lo mejor, por lo mismo, es que el título esté en directa relación con lo vertebral o esencial de la ponencia. Y debe ser expresado en términos de las necesidades o intereses de los asistentes más que en el capricho del ponente. Ese mismo criterio debe seguirse si se desean emplear subtítulos o si la estructura prevista requiere de establecer varios apartados. Lo importante es no perder de vista que todos los elementos de la ponencia deben estar imantados por las demandas de una audiencia particular.

Los otros detalles, como son el nerviosismo y la falta de seguridad frente a un público, sólo pueden mejorarse con la práctica y sacándole partido a los posibles errores dados en cada acto expositivo. Un ponente no debe olvidar que su discurso estará sujeto a la adhesión o a la repulsa del público; que para unos oyentes su texto será objeto de interés y, para otros, motivo de comentarios ácidos o irresponsables. Nada de eso debe intimidar al ponente, porque si por algo es valiosa una ponencia es por su empeño en mostrar cómo alguien se atreve a poner sus ideas, sus descubrimientos, sus propuestas al debate de lo público. Allí está su dificultad y su mayor ganancia.

Escribir cartas

01 viernes Feb 2013

Posted by fernandovasquezrodriguez in Ensayos

≈ 55 comentarios

Ilsutración de Leszek Zebrowskis

Ilsutración de Leszek Zebrowskis

Escribir cartas, que parece ser una práctica escritural de las pasadas generaciones, sigue siendo un buen medio de comunicación para expresar sentimientos y emociones, además de relatar o contarle a un destinatario determinados acontecimientos de la vida cotidiana.

La carta se propone esencialmente refrendar o restaurar un vínculo afectivo. Es una comunicación anclada en las ligaduras sensibles, en los nexos sentimentales. La carta, por lo mismo, puede nacer del deseo de querer establecer ese vínculo, o de mantenerlo a pesar de la distancia, o de recuperar dicho lazo cuando el pasar del tiempo parece ya haberlo deshecho en el olvido. En todo caso, la carta es un testimonio escrito de los lazos que los seres humanos vamos construyendo a lo largo de nuestra vida.

Bien pensadas las cosas, la carta pretende mantener el diálogo de viva voz, el contacto cuerpo a cuerpo. Las letras intentan convertir la ausencia en una presencia. La carta, en este sentido, es un recurso para convocar o evocar a aquellas personas de las que no queremos separarnos. Y entre más difícil sea mantener vivo ese contacto, tanto más necesario es escribir cartas. Por eso ahora, cuando las nuevas tecnologías nos crean la ilusión de la presencia inmediata, pareciera innecesario retornar a esta forma de comunicación.

Sin embargo, en ciertas circunstancias, la carta recupera su valor comunicativo. No todo cabe o puede reducirse a un escueto mensaje de chat. A no ser que consideremos estos mensajes como fragmentos de un diálogo interrumpido o una comunicación a cuenta gotas de algo que no acaba de decirse. Pero la carta reclama para sí el tiempo largo; no le es suficiente la lógica de la prisa o las escuetas reglas de los mensajes funcionales, y menos los esquemáticos formatos establecidos por el mundo comercial. Por el contrario, la carta desea relatar con detalles, describir situaciones, compartirle a otro ser humano la compleja geografía de los sentimientos. En esta perspectiva, la carta se asemeja a un monólogo, a un soliloquio que tiene como destinatario a una persona específica. La idea es dejar fluir las emociones. Y esto sólo es posible si hay un ambiente de confianza que lo permita. De allí el tono íntimo de las cartas, su sabor a conversación fraterna o amorosa.

Es indudable que la carta es un medio ideal para expresar lo íntimo. Al escribir una carta entramos en la dimensión de las confesiones o participamos del campo de radiación de lo secreto. La carta habla en susurros, o por lo menos en voz baja; la carta permite que aflore lo que en otros ambientes merece ser callado o simulado; la carta es una escritura desnuda, sin los ropajes del protocolo o las impostaciones de lo dicho correctamente. Eso le da a la carta un aire informal, con esa frescura de lo que puede ser dicho en la apacible confianza o desde la tranquilidad de no ser juzgados o malentendidos. Por la cercanía con la intimidad es que abundan o siguen escribiéndose cartas de amor.

También puede suceder que la demasiada cercanía con alguien bloquee la expresión más íntima y, entonces, la carta se convierte en un medio perfecto para manifestar lo que de manera presencial no logra decirse. A veces el miedo, la timidez o la culpa, convierten a la carta en una aliada del afecto inconfesable, de la pasión tormentosa soportada en silencio. Y si frente a la persona objeto de nuestro interés temblaba la voz o el tartamudeo iba en aumento, con la carta lo dicho parece más seguro, y el discurso más locuaz y atinado.

Es importante subrayar la dinámica de la confesión inherente al escribir cartas. El destinatario se convierte en un depositario de nuestras cuitas, de nuestras dudas o nuestros sueños. Y aunque actúe como un oráculo, su verdadero valor es el de servir de refugio, de sitial sagrado, de “nicho” privilegiado para deposita en él las más recónditas angustias o los más profundos anhelos. Hay culpas que se expían en una carta, como pecados de nuestra abisal personalidad que salen a flote. Mediante las cartas pueden respirar nuestras heridas del alma, especialmente aquellas que nunca sanan o esas otras para las que los medicamentos convencionales resultan ineficaces. Hay cartas que son llamados de auxilio y cartas que son gritos desesperados.

La carta alberga dentro de sí el deseo de una respuesta. El remitente confía en que el destinatario haga el relevo y tome la palabra para contestar su llamado. Al menos es una esperanza, una ilusión o un consuelo. El emisor de la carta se solaza con esta expectativa. Pero no es la respuesta efectiva la que valida el impulso de escribir cartas. La réplica es más bien una gracia o un accidente. Lo fundamental de este medio expresivo es que puede darse sin que haya contestación. Por ser la ausencia su causa vertebral, la carta se emancipa de una respuesta. Dicha ausencia la hace libre y soberana. Baste recordar las cartas apasionadas de la monja portuguesa Mariana Alcoforado al capitán Chamilly.

Retomemos nuestra idea inicial. Escribir cartas continúa siendo un medio estupendo de expresar las peripecias de nuestra emocionalidad. Más que una vetusta práctica de escritura, la carta es un flujo comunicativo para que las pulsiones de lo íntimo logren su mejor cauce. Y de igual modo, la carta es un elogio a la vida privada, a esa dimensión de la existencia que debe seguir siendo inalienable y particularmente secreta.

 

 

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