Ilsutración de Leszek Zebrowskis

Escribir cartas, que parece ser una práctica escritural de las pasadas generaciones, sigue siendo un buen medio de comunicación para expresar sentimientos y emociones, además de relatar o contarle a un destinatario determinados acontecimientos de la vida cotidiana.

La carta se propone esencialmente refrendar o restaurar un vínculo afectivo. Es una comunicación anclada en las ligaduras sensibles, en los nexos sentimentales. La carta, por lo mismo, puede nacer del deseo de querer establecer ese vínculo, o de mantenerlo a pesar de la distancia, o de recuperar dicho lazo cuando el pasar del tiempo parece ya haberlo deshecho en el olvido. En todo caso, la carta es un testimonio escrito de los lazos que los seres humanos vamos construyendo a lo largo de nuestra vida.

Bien pensadas las cosas, la carta pretende mantener el diálogo de viva voz, el contacto cuerpo a cuerpo. Las letras intentan convertir la ausencia en una presencia. La carta, en este sentido, es un recurso para convocar o evocar a aquellas personas de las que no queremos separarnos. Y entre más difícil sea mantener vivo ese contacto, tanto más necesario es escribir cartas. Por eso ahora, cuando las nuevas tecnologías nos crean la ilusión de la presencia inmediata, pareciera innecesario retornar a esta forma de comunicación.

Sin embargo, en ciertas circunstancias, la carta recupera su valor comunicativo. No todo cabe o puede reducirse a un escueto mensaje de chat. A no ser que consideremos estos mensajes como fragmentos de un diálogo interrumpido o una comunicación a cuenta gotas de algo que no acaba de decirse. Pero la carta reclama para sí el tiempo largo; no le es suficiente la lógica de la prisa o las escuetas reglas de los mensajes funcionales, y menos los esquemáticos formatos establecidos por el mundo comercial. Por el contrario, la carta desea relatar con detalles, describir situaciones, compartirle a otro ser humano la compleja geografía de los sentimientos. En esta perspectiva, la carta se asemeja a un monólogo, a un soliloquio que tiene como destinatario a una persona específica. La idea es dejar fluir las emociones. Y esto sólo es posible si hay un ambiente de confianza que lo permita. De allí el tono íntimo de las cartas, su sabor a conversación fraterna o amorosa.

Es indudable que la carta es un medio ideal para expresar lo íntimo. Al escribir una carta entramos en la dimensión de las confesiones o participamos del campo de radiación de lo secreto. La carta habla en susurros, o por lo menos en voz baja; la carta permite que aflore lo que en otros ambientes merece ser callado o simulado; la carta es una escritura desnuda, sin los ropajes del protocolo o las impostaciones de lo dicho correctamente. Eso le da a la carta un aire informal, con esa frescura de lo que puede ser dicho en la apacible confianza o desde la tranquilidad de no ser juzgados o malentendidos. Por la cercanía con la intimidad es que abundan o siguen escribiéndose cartas de amor.

También puede suceder que la demasiada cercanía con alguien bloquee la expresión más íntima y, entonces, la carta se convierte en un medio perfecto para manifestar lo que de manera presencial no logra decirse. A veces el miedo, la timidez o la culpa, convierten a la carta en una aliada del afecto inconfesable, de la pasión tormentosa soportada en silencio. Y si frente a la persona objeto de nuestro interés temblaba la voz o el tartamudeo iba en aumento, con la carta lo dicho parece más seguro, y el discurso más locuaz y atinado.

Es importante subrayar la dinámica de la confesión inherente al escribir cartas. El destinatario se convierte en un depositario de nuestras cuitas, de nuestras dudas o nuestros sueños. Y aunque actúe como un oráculo, su verdadero valor es el de servir de refugio, de sitial sagrado, de “nicho” privilegiado para deposita en él las más recónditas angustias o los más profundos anhelos. Hay culpas que se expían en una carta, como pecados de nuestra abisal personalidad que salen a flote. Mediante las cartas pueden respirar nuestras heridas del alma, especialmente aquellas que nunca sanan o esas otras para las que los medicamentos convencionales resultan ineficaces. Hay cartas que son llamados de auxilio y cartas que son gritos desesperados.

La carta alberga dentro de sí el deseo de una respuesta. El remitente confía en que el destinatario haga el relevo y tome la palabra para contestar su llamado. Al menos es una esperanza, una ilusión o un consuelo. El emisor de la carta se solaza con esta expectativa. Pero no es la respuesta efectiva la que valida el impulso de escribir cartas. La réplica es más bien una gracia o un accidente. Lo fundamental de este medio expresivo es que puede darse sin que haya contestación. Por ser la ausencia su causa vertebral, la carta se emancipa de una respuesta. Dicha ausencia la hace libre y soberana. Baste recordar las cartas apasionadas de la monja portuguesa Mariana Alcoforado al capitán Chamilly.

Retomemos nuestra idea inicial. Escribir cartas continúa siendo un medio estupendo de expresar las peripecias de nuestra emocionalidad. Más que una vetusta práctica de escritura, la carta es un flujo comunicativo para que las pulsiones de lo íntimo logren su mejor cauce. Y de igual modo, la carta es un elogio a la vida privada, a esa dimensión de la existencia que debe seguir siendo inalienable y particularmente secreta.