De todas las circunstancias y anécdotas relacionadas con la elección del nuevo Papa Francisco lo que más me ha llamado la atención es la fuerza del ritual, la atracción y fascinación que genera.
Desde luego, la religión y, especialmente la iglesia, ha sido celosa guardiana de los rituales. Buena parte del acceso a la trascendencia está en este cuidadoso ir paso a paso, en estar atento a los tiempos, en darle valor a un color, un objeto, un gesto. Eso acaece no sólo en el cristianismo sino en otras tantas prácticas religiosas del orbe. Nada queda por fuera del ritual: ni el tipo de discurso, ni la manera de interactuar, ni el ambiente, que ya de por sí invita a disponerse o entrar en un espacio distinto, en un lugar “sagrado”.
Sabemos que “el rito actualiza el mito”; al menos eso es lo que nos han enseñado etnólogos, antropólogos e historiadores de las religiones. El rito vuelve a recordarnos lo que de tanto decirse o hacerse comienza a perder su genuino significado. El rito hace que el presente mire hacia el pasado en pos de un origen, una causa, un motivo esencial. El rito es el lubricante de los vínculos con un relato fundacional o con aquellas raíces de un credo, una ideología o un comportamiento colectivo. Si no fuera por los ritos viviríamos fracturados en nuestra herencia cultural; andaríamos iniciando siempre o improvisando permanentemente los escenarios de la socialización. Los rituales, en suma, nos ponen en sintonía con los fundamentos de un comportamiento, una costumbre, o los basamentos de una institución.
Piénsese, a partir de la elección del Papa, en todas esas cosas que convierten este hecho en algo de excepcional importancia. Está, por ejemplo, la forma como se elige al sumo pontífice –toda la gravedad del secreto−, o aquella clausura de los cardenales mientras se llega a la elección; o esas otras particularidades de las papeletas, su cosido y destrucción. Y ni qué decir del humo blanco o negro como índice de haber llegado o no a un consenso sobre el sucesor de Pedro, el apóstol milenario. Por lo demás, hay una serie de personas especialmente designadas para contar las papeletas, para anunciar el nuevo pontífice y, de igual modo, un sitio determinado para presentar al pueblo el primer saludo y dar la primera bendición. Nada queda por fuera del ritual: las campanas, la guardia, el hecho de no saber hasta dentro de cincuenta años cómo quedaron las cuentas de los comicios. Y, claro está, a eso también contribuye la lengua en la cual se dice o se anuncia tal rito, el latín. Esa lengua “muerta”, recobra toda su fuerza cuando el ritual la toca con sus cantos y sus protocolos solemnes.
Bien pensadas las cosas, en el rito se juega la sacralización de lo cotidiano. El ritual dota a las acciones rutinarias de una pátina o una luz que les confiere una nueva identidad o, al menos, les devuelve una frescura o un valor desapercibido. Esto lo sabemos o los hemos experimentado cuando, dada una ocasión especial, preparamos de otra forma la mesa del comedor o nos vestimos de una manera especial para agradar a un invitado; o cuando organizamos y aseamos con tanto esmero un sitio para una celebración que resulta irreconocible para aquellos que allí viven. Ritualizamos un encuentro amoroso, un onomástico, un logro académico, una actividad dentro de una profesión. Cuando esto acontece, los mismos alimentos que comemos regularmente saben distinto, la misma piel que amamos la sentimos más exquisita; la indumentaria habitual nos parece más elegante o vistosa. El ritual permite que lo común ocupe por un momento un sitio de privilegio, un lugar muy cercano a lo extraordinario. Son los ritos los que nos ponen en comunión con el misterio o la maravilla.
Pero no sólo eso. Entrar en un ritual es asumir un rol, una actitud y una disposición específicas. El rito nos invita a hacer conscientes una forma de comportarnos, a atender el sentido de las reglas y las normas sociales; el rito necesita para su justa escenificación que los actores regulen su voluntad o su capricho. Por lo mismo, los rituales nos exigen estar atentos, vigilantes de un cambio de postura o de saber responder a una solicitud lingüística. No se puede participar de un ritual sin estar despiertos e interesados. El rito pide vigilancia y compostura. Tales demandas traen consigo que los asistentes, además de compartir o acceder a dicha ceremonia, logren una dignificación o un enaltecimiento singular. Los rituales le otorgan a los seres humanos honra, valía, prestigio, respeto.
No deberíamos perder de vista estos asuntos, especialmente en esta época en la que todo parece informalmente masificado, en que se van olvidando o desconociendo las ceremonias, en que el estrés y la comida rápida y el tener todo a la mano, parece condenarnos a estar privados de trascendencia y, por el contrario, sometidos a una bruma consumista de lo profano. La reciente elección del Papa Francisco puede servirnos de ejemplo para observar cómo en medio del escepticismo y la incredulidad actuales un ritual puede renovar cierta voluntad de creer y, especialmente, conferirle a un cargo la majestuosidad y la relevancia que merecen.
“La caída del hombre” del pintor flamenco Hugo van der Goes
Cuando Adán salió de “El Paraíso”, lo primero que pensó fue en encontrar a Eva, su costilla de cabellos largos. Y duró un largo rato buscándola porque aunque los dos fueron expulsados por el mismo querubín, por la misma espada encendida, cada uno al salir tomó un rumbo diferente. Así que, luego de caminar y pegar algunos gritos, por fin divisó a Eva sentada sobre una laja de piedra enorme, desenredándose el cabello y mirando hacia el fondo del valle, ensimismada en pensamientos posedénicos.
—Bonito lo que hiciste…
—Bonito ¿qué? —contestó Eva—, sin darle la cara a Adán.
—Esto, lo de perder “El Paraíso”.
Eva volteó la cabeza. Vio a Adán desnudo, sin la hoja de parra, sin el aura protectora de la inocencia; lo vio flaco, inerme, humanamente solo. Lo vio asustado, con esa mirada como de niño que acaba de perder su alimento predilecto.
Adán volvió a llenar su boca de reclamos.
—¿Qué fue lo que te dijo la serpiente?
—No era una serpiente…
Adán guardó silencio por un momento. Miró las pequeñas manos de Eva desenredándose el cabello, un cabello larguísimo, un cabello que le servía de vestido. Luego, volvió al ataque.
—Bueno, lo que fuera. ¿Qué fue lo que te prometió para que hubieras comido la manzana?
—Libertad —contestó enfáticamente Eva—. Libertad.
Eva se mantenía altiva. No había en ella ningún indicio de culpabilidad. A lo mejor era por causa de la manzana. En fin, mantuvo su porte digno, y empezó a jugar con una hoja, desprendida de un arbusto cercano. La voz de Adán se hizo más clara…
—Y luego, viniste tú a provocarme, a llenarme de ideas, a cambiarme las cosas.
—No te obligué —contestó Eva—, casi susurrando.
—Sí, pero tú y tus cosas, que yo no sé qué, que ya no seríamos esclavos del temor, que podíamos ser libres, que ese “Paraíso” no era sino otro nombre para designar la suma ignorancia… tú, y tus palabras…
Eva agarró la hoja y empezó a doblarla mitad por mitad, como haciendo el primer origami del Génesis. Despacio, muy despacio, levantó la cara y miró a Adán directo a los ojos. La mirada de Eva traslucía más nubes que tierra, más cielo que barro.
—Estábamos contentos y felices porque no sabíamos nada. Éramos ignorantes totales, Adán. Y en eso consistía “El Paraíso”.
—¿Quién te enseñó esas cosas?
—Ya sabes quién…
—Sí, yo sé que todas las tardes, al lado del manzano, te reunías con ella. Y yo te oía hablar y escuchaba otra voz, aunque por lo tupido del follaje donde me ocultaba, apenas sí podía ver una forma que se resbalaba entre el vergel…
—Era yo, que me movía alrededor suyo.
—Sí, pero al final de tus diálogos vespertinos, cuando ya te habías marchado, yo llegaba hasta el árbol para inspeccionarlo y sólo veía una serpiente desenroscándose del manzano con lentitud…
—Adán, no era una serpiente…
Adán volvió a padecer ese desconcierto, típico de las pláticas con Eva. Después de hablar con ella se sentía “otro”, como que todo cambiaba de lugar y daba vueltas a su alrededor. Hablar con Eva era como emborracharse con humo. Pero a la par que le producía tal rechazo, también le atraían las ideas, las cosas dichas por Eva. Era como salir de lo familiar para indagar en algo extraño. Recordó que Eva le había dicho eso, precisamente, “se trata de dejar lo conocido, para adentrarnos en lo desconocido”.
Adán se alejó algunos pasos de Eva. Además de tener rabia, sentía nostalgia. Miró hacia atrás y ya no vio por ningún lado “El Paraíso”. Tampoco vio el querubín de la espada remolinante. Contempló tan solo una gran arboleda y unas rocas gigantescas. Observó algunas aves planeando en la distancia y sintió una especie de remordimiento muy cercano a la melancolía. Sin voltearse, habló en voz alta, para que Eva lo escuchara.
—¿Y qué necesidad teníamos de salir de “El Paraíso”?, si allí estábamos tan bien, tan seguros…
—La ignorancia duerme sobre nuestras seguridades —balbuceó Eva.
Adán sintió que las palabras de Eva iban directo, como piedras, al cascarón de barro de su orgullo. Se vio derrotado. Volviendo sobre sus pasos, prefirió cambiar de estrategia. Se sentó al lado de Eva y se mostró frágil, fingió ser más débil de lo que era en ese momento.
—Debe ser porque no comí sino un bocado de la manzana, por lo que no te entiendo. A lo mejor es porque no asistí, como tú, a todas esas charlas vespertinas…
—Conversatorios —interrumpió Eva.
—Por esas benditas charlas interminables, debe ser por eso. Yo no sé. Pero, ¿qué encontrabas tú o qué te daba ella..?
Eva se compadeció. Por un instante sintió que Adán era como su hijo. Hasta lo vio bello en medio de su raquítico desamparo, y pensó que podría llegar a ser un buen padre del hijo que ya era germen dentro de su vientre… Porque de eso igualmente le había hablado su amiga la de las tardes del Edén, su amiga de voz seductora y ojos profundos…
—Yo también como tú, Adán, sentí un miedo inicial. Tuve pánico a las palabras de mi amiga, pero ella me ayudó a nacer otra vez. ¿Sabes qué?, Adán. Mi verdadero nacimiento no fue de una de tus costillas, no fue de la arcilla roja, sino cuando comí la manzana… Pero te decía que ella fue dándome alientos, para dar ese paso, para poder morder ese fruto. Adán, el árbol que da ese fruto, según ella me contó, se llama el árbol del conocimiento… Bueno, y entre charla y charla, ella me fue dando el valor necesario para comer, para atreverme a saborear el fruto de lo nuevo, de lo inédito… Y comí…
Adán miraba a Eva sin pestañear. Estaba embelesado, seducido por las palabras de ella.
—Y cuando comí la manzana, lo que en verdad pasó es que tuve, por primera vez, conciencia de mí, de lo que era, de dónde estaba. Esa manzana fue como un espejo. Yo no me comí la manzana, yo verdaderamente me vi en ella. Y el alimento, esa blanca masa porosa, fue como una revelación, y por primera vez tuve conciencia de mi rostro, y reconocí mi cuello, mis brazos, mis senos… Adán, por primera vez supe que tenía un cuerpo…
—¿Y todo eso por culpa de la serpiente? —interrumpió involuntariamente Adán.
—No, no era una serpiente Adán. Era Lilith, así me dijo que se llamaba. Lilith, mi primera maestra.
Adán guardó silencio. Se puso de pie, y como impulsado por una fuerza extraña, tomó de la mano a Eva. El mundo le pareció ahora menos inhóspito. Sin mirar hacia atrás, comenzó a caminar con la mujer hacia el horizonte. El sol de esa tarde era en verdad hermoso.
(De mi libro Venir con cuentos, editorial Kimpres, Bogotá, 2005, pp. 63-67)
Subía yo camino a mi trabajo cuando lo vi parado cerca a de una de las escaleras de cemento, situadas a lado y lado de la entrada a la universidad. Apenas me divisó dio unos pasos en la dirección que yo venía y fue a encontrarme.
—Juan Felipe —me dijo—, estrechándome fuerte.
—Hermano, querido —le contesté—, correspondiéndole aquel gesto de amistad.
Después del efusivo saludo nos sentamos en un pequeño descanso de una de las escaleras.
—¿Qué anda haciendo por aquí? —le pregunté.
—No, aquí esperándolo —me contestó—, jugando con las palabras, inventándose una respuesta.
Su broma me sirvió para mirarlo. Traía una chaqueta de pana violeta claro, un blue jean y una camisa fucsia o de un azul muy tenue. Los lentes de montura redonda hacían que sus ojos verdes tuvieran más viveza. Por unos momentos mi memoria confundió su rostro con una fotografía de Beckett, el Samuel Beckett que tanto escribió sobre hombros solos, vagabundos, desconfiados de la utilidad de las palabras para poder comunicarse.
—¿Y para dónde va? —me preguntó.
—Para una reunión que tengo con unos estudiantes —le contesté.
Un muchacho con un cigarrillo y una chivera incipiente interrumpió nuestra conversación. Había sido un alumno común. Después de un corto saludo, interrogó a mi amigo:
—¿Qué sabe de Utrera? —dijo.
—Nada —contestó Daniel.
—Si lo ve, dígale que lo estoy necesitando.
—Vale…
El muchacho se despidió de los dos. Dio una larga chupada a su cigarrillo y con largos pasos se alejó de nuestro frío sitio de reunión.
—Cuente, compañero —le dije a Daniel, como una manera de continuar el diálogo.
—Pues, ahí, hermano. Sin ganas de escribir.
—¿Y eso?
—No sé —me respondió—. Antes, cuando tenía tantas clases y vivía lleno de cosas, luchaba por tener un tiempo libre para hacerlo y, ahora que lo tengo, no tengo ganas de escribir.
—Eso pasa. Hay etapas como de infertilidad…
—Sí. Es como una sensación de decepción de la escritura.
Miré las manos de mi amigo manotearle al aire. Ese parece ser un hábito de los santandereanos. Observé también cómo agarraba celosamente su maletín, al igual que un escolar cuida sus útiles más queridos.
—No, hermano, tenemos que conversar. Debemos recuperar aquellas tertulias del “Trocadero”.
—Pero como usted no se ha dignado ir al apartamento.
—No —le dije—, lo que pasa es que hasta ahora me estoy recuperando de la bendita bacteria que me apabulló el año pasado,
—Ese día que lo invité, me dejó esperándolo con el almuerzo hecho.
—Pero no podía comer cualquier cosa. Y aunque mi estómago ya tolera algunos alimentos, aún sigo con dieta.
—¿Por qué no almorzamos hoy? —me interrumpió Daniel— agarrando con más fuerza su maletín negro.
—Pues yo termino a eso de las doce y media.
—Listo, yo vengo a buscarlo a esa hora.
—O si no deme la dirección, que yo le llego después del mediodía.
—No, hermano, mejor yo vengo por usted. No sea que de aquí al mediodía se arrepienta…
—De acuerdo.
Nos volvimos a dar un abrazo. Enseguida compartimos un tramo de camino, como lo habíamos hecho tantas veces en el pasado, cuando él había sido mi profesor de lingüística y yo su alumno atravesado por la pasión de los signos y la literatura.
***
El sonido del celular me hizo tomar conciencia de la hora. Eran justo las doce y media del día.
—Compañero, ya bajo —dije al contestar— dando por descontado que era él.
—Listo, hermano, lo espero aquí donde nos encontramos esta mañana.
Apagué el computador, metí algunos de los papeles en que estaba trabajando esa mañana en una bolsa de papel y salí de la oficina. Bajé los cuatro pisos, pasé por entre estudiantes que iban y venían en una procesión interminable, hasta encontrarme con Daniel. Lo observé ansioso.
Nos dimos otra vez la mano en señal de saludo y bajamos aún más buscando la avenida séptima.
—Si quiere caminamos 17 minutos, que es lo que nos gastamos de aquí hasta el apartamento.
—No, mejor tomemos un taxi —le contesté—. Así ganamos tiempo.
Caminamos un poco más hacia el norte, traspasamos la avenida por un túnel peatonal y nos dispusimos a esperar uno de aquellos vehículos amarillos.
Daniel fue el que hizo la parada. Era uno de esos taxis pequeños, los que mi madre llama “Zapaticos”. Aunque mi amigo interceptó al taxi, un enorme bus, por dejar unos pasajeros, se interpuso entre el vehículo amarillo y nosotros. Más atrás, un camión de mensajería no hacía sino pitar insistentemente al chofer del bus, como si con ese repiqueteo pudiera adelantar al enorme vehículo. Yo me mantuve quieto. Daniel corrió hacia delante del bus, pendiente de que el taxi no fuera a perdérsele. Finalmente nos instalamos dentro del automotor.
—Baje por la treinta y nueve—le dijo Daniel al taxista.
Así, sentados uno al lado del otro, recordé las veces en que años atrás, en un ambiente similar, habíamos compartido sueños y aventuras, inquietudes sobre el mundo de los signos y la construcción de un proyecto académico alrededor de las ciencias del lenguaje. Recordé, también, las largas noches que pasamos conversando sobre nuestro gusto común por Borges, el Borges de los laberintos y los senderos que se bifurcan.
—Qué bueno que haya decidido venir a conocer mi apartamento —dijo Daniel, después de indicarle al conductor el sitio exacto hacia donde nos dirigíamos.
—Hay que hacerle caso al azar —le dije—, tocándole el hombro izquierdo en señal de hermandad.
Yendo hacia el occidente, nos detuvimos al llegar a una amplia avenida. Daniel pagó el transporte. Bajamos del vehículo y, antes de cualquier pregunta mía, mi amigo se adelantó unos pasos hasta ubicarse al frente de un edificio de cinco pisos situado en una esquina.
—Venga lo conoce primero desde afuera.
Alcancé a Daniel que, con las llaves del apartamento ya en sus manos, me indicaba con la cabeza uno de los apartamentos.
—Es el primero —me dijo.
Pude ver varias rejas blancas, guardianas o carceleras de los ventanales.
Dejamos la calle, subimos unas pequeñas escaleras hasta quedar frente a una puerta de vidrio. Un pequeño portero de vestido azul nos dejó entrar a un amplio hall interior.
—Hola, Vicente —saludó mi amigo.
—Buenas —contestó el pequeño hombre.
Avancé y miré una amplia luz que entraba por una claraboya. También pude apreciar dos corredores que daban acceso a dos series de apartamentos. Seguí a Daniel hasta una puerta de color café oscuro. Dos chapas, una tras otra, fueron abiertas por las manos nerviosas de mi amigo.
—Siga, hermano —dijo Daniel.
Entré al apartamento. Un tanto a tientas me encaminé hasta lo que parecía una sala.
—Qué alegría, Daniel —le dije—, cuánta luz.
Antes de que tomara asiento, al mismo tiempo que mi amigo ponía las llaves y el maletín sobre una pequeña mesa de comedor, me invitó a seguirlo.
—Venga le hago el tour.
Daniel me mostró cada una de las dos alcobas. Dos baños y un cuarto de servicio en donde vi arrumados varios libros. Aunque el apartamento no estaba desordenado, se notaba la ausencia o el toque de una mano de mujer.
—No sabe lo feliz que estoy por lo de su apartamento —le dije a Daniel, mientras retornaba a la sala.
—Era de unos viejitos solitarios. Y lo pagué de contado con las cesantías y la liquidación que me dio la Universidad cuando me despidieron.
Me acomodé en un sofá de color ocre. Daniel, después de colocar un disco de música clásica en el equipo de sonido, dejó el comedor y fue a sentarse diagonal a mí, en una banca de madera estilo colonial.
—Qué bueno que esté aquí —me dijo, mostrándome una rápida sonrisa.
—Pues ganas tenía, pero no se habían dado las cosas.
Daniel se levantó para cambiar la música. Ahora fueron los aires de un bolero los que llenaron el ambiente.
—Y qué, hermano, ¿cómo andan las cosas con su mujer?
La pregunta agarró a mi amigo cual si fuera una coyunda. Así, como un buey, retornó al sitio donde antes estaba. Daniel se acomodó en la banca, abrió una pequeña ventana y como quien erupciona algo que lo está rompiendo por dentro me hizo una confesión.
—Pues, como en crisis, hermano.
—¿Y por qué?
—Pues, hace tres meses, le descubrí otra relación, por Internet.
Guardé silencio. Miré a Daniel en esa actitud de ave prisionera, lanzando su mirada hacia la calle.
—Después de once años, ha sido duro, muy duro para mí —siguió hablándome—. Con decirle que tuve que buscar psicólogo porque empecé a perder sentido de la realidad.
—¿Cómo así?
—Pues, después del incidente, me levantaba y sentía que este apartamento era otra habitación, que yo como que flotaba, y que este sitio me era totalmente desconocido… Yo creo que era una negación, una forma de no aceptar el hecho.
Daniel cerró la pequeña ventana. Cambió de postura. Me miró de frente con sus ojos verdes.
—Imagínese, hermano, once años perdidos. Todo esto que construimos, para nada…
—Increíble. Y más conociendo un poco a Verónica.
—Sí, yo mismo no lo entendía o no lo acabo de entender. Y eso que con ella hemos hablado y hablado mucho sobre el asunto. Apenas descubrí el hecho, yo no me aguanté y esa misma noche se lo dije. Hablamos como unas cinco horas y, al otro día, como dos horas más antes de irnos a trabajar. Y así continuamos como quince días. Ella lamentándose y arrepentida y yo sin saber bien por qué había hecho eso.
Daniel se detuvo. Volvió a abrir la ventana. La música cobró más bríos.
—Eso debió ser con algún español, cuando estuvo esos cinco meses en Madrid.
—Y ella, ¿qué dice?
—No. No dice nada. El psicólogo me dijo que ella no sabía muy bien por qué lo había hecho, pero lo más seguro era que apenas fuera una cosa eventual. Algo sin importancia.
—Lo que pasa, hermano, es que así uno viva muchos años con una mujer, ella sigue siendo absolutamente desconocida para uno.
—Sí, eso me dijo Hernando, un amigo del trabajo, que las mujeres viven en varias dimensiones a la vez, que las mujeres… es que a él le sucedió algo similar a lo mío.
—¿Cómo así?
—No, pues que invitó a su maestro, un español, el mejor medievalista, el que tiene la mejor biblioteca sobre el Quijote en España, y que lo invitó a Colombia, porque el profesor, además de haber sido su maestro y de haberle ayudado con su tesis de doctorado, pues era en verdad un amigo. Y el hombre, ya cincuentón, vino a Bogotá, y él entusiasmado con tener en su casa a su maestro. Un fin de semana, como quería agasajarlo, y debido a que él estaba ocupado en el trabajo, le pidió a su esposa que llevara al profesor a conocer algunas partes de Boyacá. Y claro, hermano, ese que era su mejor amigo, terminó acostándose con su mujer.
Daniel se levantó de su puesto. Dio unos pocos pasos y se volvió a sentar.
—El hombre lo supo al igual que yo, por pura casualidad, al leer semanas después un correo electrónico. Entonces, la echó. La insultó y le dio doce horas para que sacara su ropa y sus pertenencias. Ahora se odian, a muerte.
—Pero, ¿qué fue lo que te dijo Hernando sobre las mujeres?
—Ah, pues que ellas manejan diferentes niveles de realidad. Que son distintas a nosotros en este aspecto.
Las manos de Daniel crearon un terraplén imaginario.
—Que uno de hombre, es más de una sola dimensión. De un solo nivel.
—Interesante —dije yo—. Después agregué: —Lo que pasa es que están hechas de un vacío que nadie puede completamente llenar. Yo conozco a alguien que, siendo feliz con su marido, se las ingenia para desaparecérsele de vez en cuando. Y no es porque no lo quiera, sino porque hay un espacio que el marido no puede colmar.
—Eso, sí…
—Tal vez ese vacío no sea llenado sino con los hijos…
Daniel volvió a levantarse. Se lo notaba nervioso. A veces dejaba escapar algunas risas pero cortas y sin continuidad.
—Yo he pensado tanto en separarme. O al menos eso pensé recién me sorprendió la noticia.
—Una cosa es separarse y otra alejarse.
—Sí, sí… Eso me dijo otro amigo, Eduardo, que también vivió un episodio semejante. Lo que pasa es que él no lo pensó dos veces y rompió de una con su mujer. Pero, luego de dos años y medio, resultó llamándola de nuevo, y la mujer le dijo que no, que ya no lo quería.
—A mí me parece que lo que hay que revisar es si el vínculo que había entre ustedes dos se rompió.
Daniel levantó los ojos hasta ubicarlos al nivel de los míos.
—Si uno identifica qué es lo que lo vincula a una mujer, pues queda más fácil comprenderla.
—Yo sé —me replicó Daniel— que si algo me pasara Verónica estaría conmigo, pero sigo dolido.
—Lo que sucede es que, como decía nuestro amigo Goethe, o no recuerdo bien quién, lo que a uno le duele no es que le hayan mentido, sino que en lo sucesivo ya no puede volver a creer…
—Claro, hermano. Y a uno como que lo corroe la desconfianza. Aunque lo que en verdad siento por ella es compasión.
Bajé la mirada. Observé la alfombra blanca ya raída y sucia por el uso. Con cuidado elegí mis palabras.
—Yo creo, Daniel, que esa compasión lo que en verdad muestra es que usted no la ha podido perdonar. Y para perdonar —agregué— hay que comprender al otro. Saber en verdad quién es, qué es en cuanto ser humano.
Daniel volvió a abrir la ventana. A pesar de querer controlar sus ademanes, no podía estarse quieto en su sitio.
—No lo que uno quiere que esa persona sea, sino lo que en verdad es. Que no es lo mismo.
El timbre de un celular fracturó la conversación. Daniel contestó el teléfono. Por sus monosílabos y el cambio de entonación intuí que era ella. La llamada no duró mucho tiempo, mi amigo la cortó con un “luego te llamo”.
—Yo sé, hermano, que ella está arrepentida —me dijo Daniel para continuar el diálogo
—Mi papá decía —le repliqué— que si te la hacen una vez, lo más seguro es que te la vuelven a hacer.
—Eso también decía el mío, pero yo no concibo este lugar sin ella. Además, después de tantos años juntos…
—Sabe que eso es lo más duro. Es que cuando un hombre, después de cierta edad, hace una elección por una mujer, lo hace de manera definitiva. Como que uno se despreocupa, porque ya confía definitivamente en tal opción.
—Es como si todo lo construido se viniera abajo. Y uno ya no está para volver a comenzar como si fuera un adolescente.
—Y esa seguridad que uno busca toda la vida —agregué—, es como un detonante negativo para las mujeres. Pareciera que esa tranquilidad masculina las llevara a recuperar su verdadera esencia…
Por un momento Daniel pareció desconectarse o confundirse con aquello que observaba allá afuera, entre la fachada de los edificios y el verde de algunos árboles corpulentos. Después de un largo silencio, de esos silencios cómplices de los que están hechas las conversaciones entre hombres, me atreví a hacerle una pregunta, para hacerlo reaccionar.
—¿Y cómo anda ella en el trabajo?
—Bien. Aburrida, pero bien. Está manejando la oficina de prensa de un Instituto.
Ahora fui yo quien me levanté del sofá. Ya llevábamos más de media hora de conversación.
—Hay que comprender al otro para poderlo perdonar. Y el perdón nos hace más livianos…
—Lo sé. De eso también hemos hablado. Nosotros hemos hablado mucho, aunque según el psicólogo ya tenemos que parar o si no ella se enloquece. Porque se ha dado durísimo…
Tomé asiento. Vi a mi amigo indeciso. Era de nuevo Edipo frente a la Esfinge.
—Yo creo, hermano, que usted debe decidir si quiere permanecer con ella o si definitivamente lo que los vinculaba se rompió.
—Sí, yo ando en eso. Pero sé que hay separaciones que, para lograrse, necesitan meditarse durante mucho tiempo. Eso también me aconsejó Hernando, después que le conté el asunto… Para no andar uno, después de tomada la decisión, llamándola todo desesperado a la una o las dos de la madrugada.
—Y si en verdad ya no hay un vínculo, pues lo mejor es intentar reconstruir su vida, y dejar que ella reorganice su propio mundo.
Los árboles que se veían a través de la ventana se movían con agitación. El cielo oscuro anunciaba que estaba por empezar a llover.
—Bueno, hermano, ya van a ser las dos y tengo que irme.
Daniel se levantó y fue hasta uno de los cuartos. Volvió con un libro de pastas color hueso.
—Antes de irse, por qué no se lee unas paginitas…
Era su último libro, el que había escrito el año pasado; un libro sobre crónicas de su ciudad natal. Tomé el libró y empecé a leer en voz alta la página que Daniel me había indicado. Mi amigo se mantenía en silencio, observando por la ventana. Terminada esa página, Daniel me señaló otra que leí de la misma manera. Concluida la lectura, hice un silencio. Daniel no apartaba su vista de la ventana.
—Me gusta el ritmo de la prosa…
Sí, eso lo escribí antes del incidente. Porque después de eso, he estado como desganado por escribir. Con decirle que los primeros meses no tenía deseos de nada, ni siquiera de escuchar música. Apenas me dedicaba a caminar de un lado para otro, como un sonámbulo. Aunque ya me está pasando…
—Pero esta joya no vale nada sin una dedicatoria —le dije.
Daniel retomó el libro y de pie escribió algo en las primeras páginas. Después me lo entregó. Nos dimos un abrazo en señal de gratitud y mutua felicidad.
—Espere le traigo otra cosa que le va a interesar.
Daniel volvió a desaparecer de mi vista. Al rato apareció con una revista.
—Es monográfica y trimestral. Todo sobre la ciudad. El número pasado fue sobre la ciudad escrita y ahí reproducimos algunos apartados de uno de sus artículos…
Tomé la publicación y la hojeé con cuidado. Daniel permanecía a mi lado expectante, como un padre celoso de su hijo recién nacido.
—Yo le hago llegar toda la colección —me dijo.
—Listo. Cosa que se le agradecerá.
Guardé la revista y el libro entre mi bolsa de papel. Buscamos la puerta no sin antes prometernos un próximo encuentro para esa vez sí almorzar juntos. Daniel me acompañó hasta la salida del edificio y aún más allá, a la avenida donde esperé un taxi. Luego de varios minutos otro “zapatico” se detuvo frente a nosotros.
Entré al vehículo. Antes de cerrar la puerta, intercambiamos unas últimas palabras.
—Qué golpe, mi hermano —le dije.
—Mi 11 de septiembre —me replicó Daniel—, acompañando su respuesta con una sonrisa corta y un gesto de fugaz alegría.
***
La lluvia arreció. Las calles se empezaron a llenar de pequeños riachuelos. La congestión de busetas y automóviles iba en aumento.
—Qué historia tan verraca —dije en voz alta—, traicionando un tanto a mis pensamientos.
El taxista, por el retrovisor, sin decir nada mostró interés por lo que acababa de exclamar.
—Que tal, un amigo, que después de seis meses, se da cuenta de que su mujer se acostó con otro tipo y todo por una casualidad. Estaba metido en el computador y descubrió un mensaje que evidenciaba el asunto.
—Eso es lo común en las mujeres —respondió el conductor, mirándome por el pequeño espejo.
Mi vista se detuvo en el cuerpo de la voz que me hablaba. Era un hombre mayor, de unos sesenta años o más. Tenía bigote, como de charro mexicano. Los brazos bien velludos. Traía, entre su boca, un palillo. Seguramente recién había terminado de almorzar.
—Mire, aunque usted no me lo está preguntando, eso ahora es lo más común. No como antes, cuando en verdad el amor era para toda la vida.
El taxista seguía hablándome a través del retrovisor. Me fijé en un pequeño zapato de bebé que colgaba del espejo, justo al lado de un escapulario con un crucifijo de bronce.
—Por eso yo le pido a mi Diosito que nunca mi mujer me vaya a salir con una de esas, porque yo me conozco y no sé la locura que podría cometer…
Ahora los vidrios del pequeño automóvil comenzaron a empañarse. Afuera apenas se podían ver las personas y los vehículos que parecían andar muy cerca de nosotros. El chofer del taxi aminoró la velocidad.
—Yo he conocido varios casos. Pero el que más impactó fue el de un compadre, por allá en el llano, que un domingo por esas cosas que uno no sabe por qué, se arrepintió de viajar a Bogotá, y volvió a la finca y se encontró con que su mujer estaba encamada con el capataz, con el peón que era responsable del ganado. Entonces, sin pensarlo dos veces, sacó su revólver y los mató. Después de eso se salió al patio de la casa, se tumbó en una mecedora y así estuvo hasta el lunes cuando los trabajadores y la servidumbre lo encontraron.
El taxista relataba la historia con mucho ahínco. Era una especie de solidaridad oral, de fraternidad de género con su compadre.
—Yo he ido a visitarlo de vez en cuando a La Picota, pero él ya no es el mismo. Pareciera que se le hubiera roto algo por dentro. Y aunque le habla a uno y no ha perdido la conciencia, lo cierto es que anda como por otro mundo.
El comentario del hombre de brazos velludos me hizo recordar el apunte de Daniel sobre el comentario de Hernando, su otro amigo. Eso de que las mujeres vivían en varias dimensiones. A lo mejor los hombres también, pero sólo después de que una de ellas, a la que amamos, nos traiciona o nos deja con el amor aún caliente entre nuestras manos.
—Yo creo, señor, —volvió a decirme el taxista— que eso es cuestión de oportunidad. Si a la mujer se le da una oportunidad, ahí mismito se la toma… Por eso hay que andar pilas: vigilando y no dando papaya.
El palillo que traía en su boca iba de un lado a otro como una canoa en medio de una tormenta. Y tormenta era la que ese viernes de septiembre estaba cayendo sobre Bogotá. Aunque ya eran pasadas las dos de la tarde, parecía que fueran las seis.
—Mi papá decía que las mujeres son como niños…
—Sí, señor, eso también decía mi viejo, que Dios lo tenga en su reino —me interrumpió el taxista—, como si hubiera pinchado una fibra de su memoria más querida. Frenó el taxi, dio la vuelta a su cara, y con un gesto de absoluta certeza me soltó una de esas frases que se quedan para siempre en nuestra memoria:
—Unos niños que siempre envidian el juguete del vecino pero no por maldad sino porque piensan que es más bonito o más grande.
La luz borrosa de un semáforo me anunció que estaba llegando a mi destino.
—Después del semáforo me deja, por favor.
—Como usted diga —respondió el hombre.
Pasados unos minutos, el taxista orilló su vehículo atrás de una buseta. La lluvia seguía igual de intensa. Recordé en ese momento que no había traído el paraguas. Pagué la carrera y, antes de abandonar el vehículo, el conductor, con un tono paterno o de viejo sabio, me dijo:
—Mire, señor, si usted está casado, reciba este consejo. A las mujeres no hay que descuidarlas porque tienen más imaginación que nosotros los hombres.
—Debe ser —le respondí— por eso también tienen más sueños en la cabeza.
—Eso parece —contestó el hombre— haciendo con su mano derecha el gesto de saludo militar.
Ahora, debido a la facilidad y el avance de las tecnologías, lo más sencillo es tomar una fotografía. Cualquier persona y en cualquier situación, puede sacar su teléfono móvil y registrar un hecho o “retratar” a una persona. De alguna forma, el ritual de tomar una fotografía se ha banalizado.
Vale la pena recordar –especialmente para los más jóvenes– que hace unos años no era así. Entre otras cosas porque no todos tenían a la mano una cámara fotográfica y, si la tenían, era para usarla en eventos excepcionales como las vacaciones, los cumpleaños, los matrimonios o algo semejante. Además, el proceso de revelado implicaba una serie de operaciones que demandaban un buen tiempo entre el momento de tomar las fotografías y aquel otro en que nos las entregaban en un local especializado.
Tal vez por eso mismo, esas fotografías estaban cargadas de un aura que traía consigo la necesidad de conservarlas. El álbum se convertía en un guardián celoso de aquellos rectángulos en blanco y negro o en color. Dicho objeto era considerado no sólo un útil valioso sino, además, una carta de presentación cuando llegaban las visitas o en ocasiones de reencuentro familiar. El álbum iba envejeciendo con los hijos y se iba enriqueciendo a medida que crecía la familia.
Mi madre y el primo Eduardín, dándose un septimazo
Es probable que hoy suceda algo semejante con los archivos de fotos que tenemos en el ordenador o en un celular. Pero es más un artículo personal que un objeto valioso de familia. Y si a eso le sumamos la cantidad de fotografías circulantes, más esas otras que cada quien sube a una red social virtual, pues queda muy difícil elegir una carpeta en la que se reúna o se agrupe la familia. Y del vetusto objeto convocante –plastificado y de alta significación– lo que nos queda son retazos de archivos o colecciones individuales.
Por lo demás, la inmediatez con que accedemos a las fotografías conduce a que ya no sea una práctica dotada de misterio. Así que, con la misma facilidad con que se van subiendo fotos a una Red, con esa misma rapidez van siendo borradas para que entren otras más recientes. Poca o ninguna tristeza genera el perder una de estas fotografías; en especial porque ha cambiado sustancialmente nuestra relación con el pasado. En lugar de conservar, preservar o enorgullecernos del ayer, lo que prevalece en nuestros días es el apetito o la sumisión al presente, a lo que está de moda. El pasado, que antes era una especie de legado, ahora parece más un lastre o algo de lo que hay que desembarazarse cuanto antes.
Pero volvamos a una de esas prácticas relacionadas con el álbum familiar: aquella de servir de dispositivo de rememoración. Casi siempre esto acontecía cuando, por una ocasión específica −demos por caso la visita de una persona importante o la reunión de familiares distanciados por diversas circunstancias−, y justo después de compartir una comida, lo que seguía era traer el álbum para, desde allí, mostrarle a ese invitado un panorama del núcleo familiar, o repasar historias ya contadas, o compartir eventos dignos de recordación. El álbum permitía que los ausentes participaran de un relato familiar, que estuvieran al día de los asuntos propios de un clan y que los allegados no fueran perdiendo los datos claves de una genealogía.
Por eso también, y dependiendo de lo importante del hecho, se producía otra práctica: la de hurtar alguna de esas fotografías, como una manera de conservar o participar de tal acontecimiento. La idea era poder incluir esa fotografía “robada” en otro álbum y así obtener el reconocimiento de tener “el álbum más completo” de toda la familia. Se hurtaban determinadas imágenes para mantener vivo el vínculo afectivo, para ratificar la certeza de un origen y, a la vez, subsanar la inasistencia a un paseo memorable o a una fiesta espectacular de fin de año. Tener esas fotografías era una forma de apropiarse de las escenas de un tiempo en diferido.
Ni qué decir del papel que tenían las abuelas y los mayores en este ritual de compartir esas imágenes. Ellos le agregaban a cada fotografía un relato o una anécdota de base a partir de la cual los diversos familiares la ramificaban hasta la burla o la carcajada. Bastaba una sola de esas imágenes para desatar toda una historia novelesca, a veces fidedigna y, en la mayoría de los casos, amplificada por la fuerza imaginativa del recuerdo. Los contertulios, reunidos alrededor de ese objeto, veían cómo de él los mayores extraían hilos invisibles con los cuales tejían cuentos y más cuentos hasta el punto de ir volviendo un acontecimiento o un suceso familiar en toda una leyenda. En consecuencia, no se trataba sólo de ver fotografías, sino de escuchar el relato que estaba debajo de esas imágenes esperando una voz que lo resucitara.
Mis padres, el día de su matrimonio.
Y si las fotografías aumentaban, el álbum familiar se diversificaba como si fueran las ramas de un tronco gigantesco. Había un álbum grande y abultado −de pastas duras y recuadros dorados− del matrimonio de los padres; otro, dedicado al viaje a un país lejano; y uno más consagrado específicamente a la reunión y fiesta de año nuevo realizada en la finca de los abuelos. Esos álbumes se guardaban en un closet o en algún lugar de la alcoba principal. Allí permanecían, lejos de las manos destructoras de los más pequeños, contagiándose del aroma de los perfumes femeninos y de esa magia misteriosa propia de los objetos sagrados.
Lo hasta aquí dicho, más allá de ser un culto a la nostalgia, quiere ser un homenaje a un objeto que, seguramente hoy, se halle abandonado o refundido en alguna caja de los trastos viejos; y de igual modo, desea convertirse en una invitación para repasar aquellas fotografías del viejo álbum familiar y permitir que afloren las remembranzas sepultadas en sus imágenes.
Decepcionada del cariño tranquilo de su esposo, Josefina decidió ofrecer su corazón a aquel hombre que le dijera la declaración de amor más hermosa. Así que, disimulando un tanto sus verdaderas intenciones, empezó a aceptar citas de amigos y conocidos, con el único fin de escuchar posibles elogios.
Joaquín, un compañero de estudios, fue el primero en confesarle, junto a un café, su amor inconfeso de tantos años. Mirándola con pudor, le dijo:
Mi amor por ti aumenta cuanto más lo callo, así que al confesártelo te estoy amando menos…
La mujer lo escuchó con atención. Y aunque se mostró cordial, supo en su interior que no eran esas palabras las que en verdad esperaba. Después se despidió de Joaquín, argumentándole un extenso viaje que tenía preparado desde hacía tiempo.
El segundo pretendiente, si es que así podría llamársele, lo descubrió Josefina en la misma oficina donde trabajaba. Fue una noche de viernes lluvioso cuando Daniel se ofreció para acercarla hasta su apartamento. En el automóvil, mientras amainaba la lluvia, el hombre de manos pequeñas le hizo una confesión:
Lo mejor de no poder tenerte es que disfruto tu ausencia todo el tiempo…
A Josefina le parecieron hermosas esas palabras pero no lograron conmoverla. Y aunque seguía lloviznando, se despidió de Daniel con un beso en la mejilla. El se ofreció para recogerla al otro día, y ella le contesto que sí, a sabiendas de que no iba a cumplir dicha promesa.
Otros hombres que desfilaron ante el oído de Josefina sufrieron la misma suerte de los anteriores enamorados. La mujer llegó a pensar que su búsqueda era inútil. Pero, una mañana de julio, cuando abrió como de costumbre su correo electrónico, halló un mensaje que la emocionó hasta las lágrimas:
Eres tan bella que cuando te miras en el espejo, él no sabe si reflejar la hermosura de tu cuerpo o las formas esbeltas de tu alma.
La mujer releyó varias veces el mensaje y cada vez que lo hacía aumentaban las palpitaciones de su corazón. Intrigada miró quién era el remitente; sin embargo, ninguna de las personas de su lista de correo se ajustaba a aquella clave. Confundida y ansiosa decidió contestar el mensaje. Escribió:
—¿Quién eres?
Pero no hubo respuesta. Y por más que insistió, no fue posible establecer contacto. Para consolarse, Josefina imprimió el mensaje y lo guardó en su billetera, detrás de la foto de su padre.
Después de este suceso, y como fruto de un presentimiento, la mujer decidió tener el hijo que tantos años le había negado a su marido.