Quizá no fue por casualidad aquel encuentro.
Subía yo camino a mi trabajo cuando lo vi parado cerca a de una de las escaleras de cemento, situadas a lado y lado de la entrada a la universidad. Apenas me divisó dio unos pasos en la dirección que yo venía y fue a encontrarme.
—Juan Felipe —me dijo—, estrechándome fuerte.
—Hermano, querido —le contesté—, correspondiéndole aquel gesto de amistad.
Después del efusivo saludo nos sentamos en un pequeño descanso de una de las escaleras.
—¿Qué anda haciendo por aquí? —le pregunté.
—No, aquí esperándolo —me contestó—, jugando con las palabras, inventándose una respuesta.
Su broma me sirvió para mirarlo. Traía una chaqueta de pana violeta claro, un blue jean y una camisa fucsia o de un azul muy tenue. Los lentes de montura redonda hacían que sus ojos verdes tuvieran más viveza. Por unos momentos mi memoria confundió su rostro con una fotografía de Beckett, el Samuel Beckett que tanto escribió sobre hombros solos, vagabundos, desconfiados de la utilidad de las palabras para poder comunicarse.
—¿Y para dónde va? —me preguntó.
—Para una reunión que tengo con unos estudiantes —le contesté.
Un muchacho con un cigarrillo y una chivera incipiente interrumpió nuestra conversación. Había sido un alumno común. Después de un corto saludo, interrogó a mi amigo:
—¿Qué sabe de Utrera? —dijo.
—Nada —contestó Daniel.
—Si lo ve, dígale que lo estoy necesitando.
—Vale…
El muchacho se despidió de los dos. Dio una larga chupada a su cigarrillo y con largos pasos se alejó de nuestro frío sitio de reunión.
—Cuente, compañero —le dije a Daniel, como una manera de continuar el diálogo.
—Pues, ahí, hermano. Sin ganas de escribir.
—¿Y eso?
—No sé —me respondió—. Antes, cuando tenía tantas clases y vivía lleno de cosas, luchaba por tener un tiempo libre para hacerlo y, ahora que lo tengo, no tengo ganas de escribir.
—Eso pasa. Hay etapas como de infertilidad…
—Sí. Es como una sensación de decepción de la escritura.
Miré las manos de mi amigo manotearle al aire. Ese parece ser un hábito de los santandereanos. Observé también cómo agarraba celosamente su maletín, al igual que un escolar cuida sus útiles más queridos.
—No, hermano, tenemos que conversar. Debemos recuperar aquellas tertulias del “Trocadero”.
—Pero como usted no se ha dignado ir al apartamento.
—No —le dije—, lo que pasa es que hasta ahora me estoy recuperando de la bendita bacteria que me apabulló el año pasado,
—Ese día que lo invité, me dejó esperándolo con el almuerzo hecho.
—Pero no podía comer cualquier cosa. Y aunque mi estómago ya tolera algunos alimentos, aún sigo con dieta.
—¿Por qué no almorzamos hoy? —me interrumpió Daniel— agarrando con más fuerza su maletín negro.
—Pues yo termino a eso de las doce y media.
—Listo, yo vengo a buscarlo a esa hora.
—O si no deme la dirección, que yo le llego después del mediodía.
—No, hermano, mejor yo vengo por usted. No sea que de aquí al mediodía se arrepienta…
—De acuerdo.
Nos volvimos a dar un abrazo. Enseguida compartimos un tramo de camino, como lo habíamos hecho tantas veces en el pasado, cuando él había sido mi profesor de lingüística y yo su alumno atravesado por la pasión de los signos y la literatura.
***
El sonido del celular me hizo tomar conciencia de la hora. Eran justo las doce y media del día.
—Compañero, ya bajo —dije al contestar— dando por descontado que era él.
—Listo, hermano, lo espero aquí donde nos encontramos esta mañana.
Apagué el computador, metí algunos de los papeles en que estaba trabajando esa mañana en una bolsa de papel y salí de la oficina. Bajé los cuatro pisos, pasé por entre estudiantes que iban y venían en una procesión interminable, hasta encontrarme con Daniel. Lo observé ansioso.
Nos dimos otra vez la mano en señal de saludo y bajamos aún más buscando la avenida séptima.
—Si quiere caminamos 17 minutos, que es lo que nos gastamos de aquí hasta el apartamento.
—No, mejor tomemos un taxi —le contesté—. Así ganamos tiempo.
Caminamos un poco más hacia el norte, traspasamos la avenida por un túnel peatonal y nos dispusimos a esperar uno de aquellos vehículos amarillos.
Daniel fue el que hizo la parada. Era uno de esos taxis pequeños, los que mi madre llama “Zapaticos”. Aunque mi amigo interceptó al taxi, un enorme bus, por dejar unos pasajeros, se interpuso entre el vehículo amarillo y nosotros. Más atrás, un camión de mensajería no hacía sino pitar insistentemente al chofer del bus, como si con ese repiqueteo pudiera adelantar al enorme vehículo. Yo me mantuve quieto. Daniel corrió hacia delante del bus, pendiente de que el taxi no fuera a perdérsele. Finalmente nos instalamos dentro del automotor.
—Baje por la treinta y nueve—le dijo Daniel al taxista.
Así, sentados uno al lado del otro, recordé las veces en que años atrás, en un ambiente similar, habíamos compartido sueños y aventuras, inquietudes sobre el mundo de los signos y la construcción de un proyecto académico alrededor de las ciencias del lenguaje. Recordé, también, las largas noches que pasamos conversando sobre nuestro gusto común por Borges, el Borges de los laberintos y los senderos que se bifurcan.
—Qué bueno que haya decidido venir a conocer mi apartamento —dijo Daniel, después de indicarle al conductor el sitio exacto hacia donde nos dirigíamos.
—Hay que hacerle caso al azar —le dije—, tocándole el hombro izquierdo en señal de hermandad.
Yendo hacia el occidente, nos detuvimos al llegar a una amplia avenida. Daniel pagó el transporte. Bajamos del vehículo y, antes de cualquier pregunta mía, mi amigo se adelantó unos pasos hasta ubicarse al frente de un edificio de cinco pisos situado en una esquina.
—Venga lo conoce primero desde afuera.
Alcancé a Daniel que, con las llaves del apartamento ya en sus manos, me indicaba con la cabeza uno de los apartamentos.
—Es el primero —me dijo.
Pude ver varias rejas blancas, guardianas o carceleras de los ventanales.
Dejamos la calle, subimos unas pequeñas escaleras hasta quedar frente a una puerta de vidrio. Un pequeño portero de vestido azul nos dejó entrar a un amplio hall interior.
—Hola, Vicente —saludó mi amigo.
—Buenas —contestó el pequeño hombre.
Avancé y miré una amplia luz que entraba por una claraboya. También pude apreciar dos corredores que daban acceso a dos series de apartamentos. Seguí a Daniel hasta una puerta de color café oscuro. Dos chapas, una tras otra, fueron abiertas por las manos nerviosas de mi amigo.
—Siga, hermano —dijo Daniel.
Entré al apartamento. Un tanto a tientas me encaminé hasta lo que parecía una sala.
—Qué alegría, Daniel —le dije—, cuánta luz.
Antes de que tomara asiento, al mismo tiempo que mi amigo ponía las llaves y el maletín sobre una pequeña mesa de comedor, me invitó a seguirlo.
—Venga le hago el tour.
Daniel me mostró cada una de las dos alcobas. Dos baños y un cuarto de servicio en donde vi arrumados varios libros. Aunque el apartamento no estaba desordenado, se notaba la ausencia o el toque de una mano de mujer.
—No sabe lo feliz que estoy por lo de su apartamento —le dije a Daniel, mientras retornaba a la sala.
—Era de unos viejitos solitarios. Y lo pagué de contado con las cesantías y la liquidación que me dio la Universidad cuando me despidieron.
Me acomodé en un sofá de color ocre. Daniel, después de colocar un disco de música clásica en el equipo de sonido, dejó el comedor y fue a sentarse diagonal a mí, en una banca de madera estilo colonial.
—Qué bueno que esté aquí —me dijo, mostrándome una rápida sonrisa.
—Pues ganas tenía, pero no se habían dado las cosas.
Daniel se levantó para cambiar la música. Ahora fueron los aires de un bolero los que llenaron el ambiente.
—Y qué, hermano, ¿cómo andan las cosas con su mujer?
La pregunta agarró a mi amigo cual si fuera una coyunda. Así, como un buey, retornó al sitio donde antes estaba. Daniel se acomodó en la banca, abrió una pequeña ventana y como quien erupciona algo que lo está rompiendo por dentro me hizo una confesión.
—Pues, como en crisis, hermano.
—¿Y por qué?
—Pues, hace tres meses, le descubrí otra relación, por Internet.
Guardé silencio. Miré a Daniel en esa actitud de ave prisionera, lanzando su mirada hacia la calle.
—Después de once años, ha sido duro, muy duro para mí —siguió hablándome—. Con decirle que tuve que buscar psicólogo porque empecé a perder sentido de la realidad.
—¿Cómo así?
—Pues, después del incidente, me levantaba y sentía que este apartamento era otra habitación, que yo como que flotaba, y que este sitio me era totalmente desconocido… Yo creo que era una negación, una forma de no aceptar el hecho.
Daniel cerró la pequeña ventana. Cambió de postura. Me miró de frente con sus ojos verdes.
—Imagínese, hermano, once años perdidos. Todo esto que construimos, para nada…
—Increíble. Y más conociendo un poco a Verónica.
—Sí, yo mismo no lo entendía o no lo acabo de entender. Y eso que con ella hemos hablado y hablado mucho sobre el asunto. Apenas descubrí el hecho, yo no me aguanté y esa misma noche se lo dije. Hablamos como unas cinco horas y, al otro día, como dos horas más antes de irnos a trabajar. Y así continuamos como quince días. Ella lamentándose y arrepentida y yo sin saber bien por qué había hecho eso.
Daniel se detuvo. Volvió a abrir la ventana. La música cobró más bríos.
—Eso debió ser con algún español, cuando estuvo esos cinco meses en Madrid.
—Y ella, ¿qué dice?
—No. No dice nada. El psicólogo me dijo que ella no sabía muy bien por qué lo había hecho, pero lo más seguro era que apenas fuera una cosa eventual. Algo sin importancia.
—Lo que pasa, hermano, es que así uno viva muchos años con una mujer, ella sigue siendo absolutamente desconocida para uno.
—Sí, eso me dijo Hernando, un amigo del trabajo, que las mujeres viven en varias dimensiones a la vez, que las mujeres… es que a él le sucedió algo similar a lo mío.
—¿Cómo así?
—No, pues que invitó a su maestro, un español, el mejor medievalista, el que tiene la mejor biblioteca sobre el Quijote en España, y que lo invitó a Colombia, porque el profesor, además de haber sido su maestro y de haberle ayudado con su tesis de doctorado, pues era en verdad un amigo. Y el hombre, ya cincuentón, vino a Bogotá, y él entusiasmado con tener en su casa a su maestro. Un fin de semana, como quería agasajarlo, y debido a que él estaba ocupado en el trabajo, le pidió a su esposa que llevara al profesor a conocer algunas partes de Boyacá. Y claro, hermano, ese que era su mejor amigo, terminó acostándose con su mujer.
Daniel se levantó de su puesto. Dio unos pocos pasos y se volvió a sentar.
—El hombre lo supo al igual que yo, por pura casualidad, al leer semanas después un correo electrónico. Entonces, la echó. La insultó y le dio doce horas para que sacara su ropa y sus pertenencias. Ahora se odian, a muerte.
—Pero, ¿qué fue lo que te dijo Hernando sobre las mujeres?
—Ah, pues que ellas manejan diferentes niveles de realidad. Que son distintas a nosotros en este aspecto.
Las manos de Daniel crearon un terraplén imaginario.
—Que uno de hombre, es más de una sola dimensión. De un solo nivel.
—Interesante —dije yo—. Después agregué: —Lo que pasa es que están hechas de un vacío que nadie puede completamente llenar. Yo conozco a alguien que, siendo feliz con su marido, se las ingenia para desaparecérsele de vez en cuando. Y no es porque no lo quiera, sino porque hay un espacio que el marido no puede colmar.
—Eso, sí…
—Tal vez ese vacío no sea llenado sino con los hijos…
Daniel volvió a levantarse. Se lo notaba nervioso. A veces dejaba escapar algunas risas pero cortas y sin continuidad.
—Yo he pensado tanto en separarme. O al menos eso pensé recién me sorprendió la noticia.
—Una cosa es separarse y otra alejarse.
—Sí, sí… Eso me dijo otro amigo, Eduardo, que también vivió un episodio semejante. Lo que pasa es que él no lo pensó dos veces y rompió de una con su mujer. Pero, luego de dos años y medio, resultó llamándola de nuevo, y la mujer le dijo que no, que ya no lo quería.
—A mí me parece que lo que hay que revisar es si el vínculo que había entre ustedes dos se rompió.
Daniel levantó los ojos hasta ubicarlos al nivel de los míos.
—Si uno identifica qué es lo que lo vincula a una mujer, pues queda más fácil comprenderla.
—Yo sé —me replicó Daniel— que si algo me pasara Verónica estaría conmigo, pero sigo dolido.
—Lo que sucede es que, como decía nuestro amigo Goethe, o no recuerdo bien quién, lo que a uno le duele no es que le hayan mentido, sino que en lo sucesivo ya no puede volver a creer…
—Claro, hermano. Y a uno como que lo corroe la desconfianza. Aunque lo que en verdad siento por ella es compasión.
Bajé la mirada. Observé la alfombra blanca ya raída y sucia por el uso. Con cuidado elegí mis palabras.
—Yo creo, Daniel, que esa compasión lo que en verdad muestra es que usted no la ha podido perdonar. Y para perdonar —agregué— hay que comprender al otro. Saber en verdad quién es, qué es en cuanto ser humano.
Daniel volvió a abrir la ventana. A pesar de querer controlar sus ademanes, no podía estarse quieto en su sitio.
—No lo que uno quiere que esa persona sea, sino lo que en verdad es. Que no es lo mismo.
El timbre de un celular fracturó la conversación. Daniel contestó el teléfono. Por sus monosílabos y el cambio de entonación intuí que era ella. La llamada no duró mucho tiempo, mi amigo la cortó con un “luego te llamo”.
—Yo sé, hermano, que ella está arrepentida —me dijo Daniel para continuar el diálogo
—Mi papá decía —le repliqué— que si te la hacen una vez, lo más seguro es que te la vuelven a hacer.
—Eso también decía el mío, pero yo no concibo este lugar sin ella. Además, después de tantos años juntos…
—Sabe que eso es lo más duro. Es que cuando un hombre, después de cierta edad, hace una elección por una mujer, lo hace de manera definitiva. Como que uno se despreocupa, porque ya confía definitivamente en tal opción.
—Es como si todo lo construido se viniera abajo. Y uno ya no está para volver a comenzar como si fuera un adolescente.
—Y esa seguridad que uno busca toda la vida —agregué—, es como un detonante negativo para las mujeres. Pareciera que esa tranquilidad masculina las llevara a recuperar su verdadera esencia…
Por un momento Daniel pareció desconectarse o confundirse con aquello que observaba allá afuera, entre la fachada de los edificios y el verde de algunos árboles corpulentos. Después de un largo silencio, de esos silencios cómplices de los que están hechas las conversaciones entre hombres, me atreví a hacerle una pregunta, para hacerlo reaccionar.
—¿Y cómo anda ella en el trabajo?
—Bien. Aburrida, pero bien. Está manejando la oficina de prensa de un Instituto.
Ahora fui yo quien me levanté del sofá. Ya llevábamos más de media hora de conversación.
—Hay que comprender al otro para poderlo perdonar. Y el perdón nos hace más livianos…
—Lo sé. De eso también hemos hablado. Nosotros hemos hablado mucho, aunque según el psicólogo ya tenemos que parar o si no ella se enloquece. Porque se ha dado durísimo…
Tomé asiento. Vi a mi amigo indeciso. Era de nuevo Edipo frente a la Esfinge.
—Yo creo, hermano, que usted debe decidir si quiere permanecer con ella o si definitivamente lo que los vinculaba se rompió.
—Sí, yo ando en eso. Pero sé que hay separaciones que, para lograrse, necesitan meditarse durante mucho tiempo. Eso también me aconsejó Hernando, después que le conté el asunto… Para no andar uno, después de tomada la decisión, llamándola todo desesperado a la una o las dos de la madrugada.
—Y si en verdad ya no hay un vínculo, pues lo mejor es intentar reconstruir su vida, y dejar que ella reorganice su propio mundo.
Los árboles que se veían a través de la ventana se movían con agitación. El cielo oscuro anunciaba que estaba por empezar a llover.
—Bueno, hermano, ya van a ser las dos y tengo que irme.
Daniel se levantó y fue hasta uno de los cuartos. Volvió con un libro de pastas color hueso.
—Antes de irse, por qué no se lee unas paginitas…
Era su último libro, el que había escrito el año pasado; un libro sobre crónicas de su ciudad natal. Tomé el libró y empecé a leer en voz alta la página que Daniel me había indicado. Mi amigo se mantenía en silencio, observando por la ventana. Terminada esa página, Daniel me señaló otra que leí de la misma manera. Concluida la lectura, hice un silencio. Daniel no apartaba su vista de la ventana.
—Me gusta el ritmo de la prosa…
Sí, eso lo escribí antes del incidente. Porque después de eso, he estado como desganado por escribir. Con decirle que los primeros meses no tenía deseos de nada, ni siquiera de escuchar música. Apenas me dedicaba a caminar de un lado para otro, como un sonámbulo. Aunque ya me está pasando…
—Pero esta joya no vale nada sin una dedicatoria —le dije.
Daniel retomó el libro y de pie escribió algo en las primeras páginas. Después me lo entregó. Nos dimos un abrazo en señal de gratitud y mutua felicidad.
—Espere le traigo otra cosa que le va a interesar.
Daniel volvió a desaparecer de mi vista. Al rato apareció con una revista.
—Es monográfica y trimestral. Todo sobre la ciudad. El número pasado fue sobre la ciudad escrita y ahí reproducimos algunos apartados de uno de sus artículos…
Tomé la publicación y la hojeé con cuidado. Daniel permanecía a mi lado expectante, como un padre celoso de su hijo recién nacido.
—Yo le hago llegar toda la colección —me dijo.
—Listo. Cosa que se le agradecerá.
Guardé la revista y el libro entre mi bolsa de papel. Buscamos la puerta no sin antes prometernos un próximo encuentro para esa vez sí almorzar juntos. Daniel me acompañó hasta la salida del edificio y aún más allá, a la avenida donde esperé un taxi. Luego de varios minutos otro “zapatico” se detuvo frente a nosotros.
Entré al vehículo. Antes de cerrar la puerta, intercambiamos unas últimas palabras.
—Qué golpe, mi hermano —le dije.
—Mi 11 de septiembre —me replicó Daniel—, acompañando su respuesta con una sonrisa corta y un gesto de fugaz alegría.
***
La lluvia arreció. Las calles se empezaron a llenar de pequeños riachuelos. La congestión de busetas y automóviles iba en aumento.
—Qué historia tan verraca —dije en voz alta—, traicionando un tanto a mis pensamientos.
El taxista, por el retrovisor, sin decir nada mostró interés por lo que acababa de exclamar.
—Que tal, un amigo, que después de seis meses, se da cuenta de que su mujer se acostó con otro tipo y todo por una casualidad. Estaba metido en el computador y descubrió un mensaje que evidenciaba el asunto.
—Eso es lo común en las mujeres —respondió el conductor, mirándome por el pequeño espejo.
Mi vista se detuvo en el cuerpo de la voz que me hablaba. Era un hombre mayor, de unos sesenta años o más. Tenía bigote, como de charro mexicano. Los brazos bien velludos. Traía, entre su boca, un palillo. Seguramente recién había terminado de almorzar.
—Mire, aunque usted no me lo está preguntando, eso ahora es lo más común. No como antes, cuando en verdad el amor era para toda la vida.
El taxista seguía hablándome a través del retrovisor. Me fijé en un pequeño zapato de bebé que colgaba del espejo, justo al lado de un escapulario con un crucifijo de bronce.
—Por eso yo le pido a mi Diosito que nunca mi mujer me vaya a salir con una de esas, porque yo me conozco y no sé la locura que podría cometer…
Ahora los vidrios del pequeño automóvil comenzaron a empañarse. Afuera apenas se podían ver las personas y los vehículos que parecían andar muy cerca de nosotros. El chofer del taxi aminoró la velocidad.
—Yo he conocido varios casos. Pero el que más impactó fue el de un compadre, por allá en el llano, que un domingo por esas cosas que uno no sabe por qué, se arrepintió de viajar a Bogotá, y volvió a la finca y se encontró con que su mujer estaba encamada con el capataz, con el peón que era responsable del ganado. Entonces, sin pensarlo dos veces, sacó su revólver y los mató. Después de eso se salió al patio de la casa, se tumbó en una mecedora y así estuvo hasta el lunes cuando los trabajadores y la servidumbre lo encontraron.
El taxista relataba la historia con mucho ahínco. Era una especie de solidaridad oral, de fraternidad de género con su compadre.
—Yo he ido a visitarlo de vez en cuando a La Picota, pero él ya no es el mismo. Pareciera que se le hubiera roto algo por dentro. Y aunque le habla a uno y no ha perdido la conciencia, lo cierto es que anda como por otro mundo.
El comentario del hombre de brazos velludos me hizo recordar el apunte de Daniel sobre el comentario de Hernando, su otro amigo. Eso de que las mujeres vivían en varias dimensiones. A lo mejor los hombres también, pero sólo después de que una de ellas, a la que amamos, nos traiciona o nos deja con el amor aún caliente entre nuestras manos.
—Yo creo, señor, —volvió a decirme el taxista— que eso es cuestión de oportunidad. Si a la mujer se le da una oportunidad, ahí mismito se la toma… Por eso hay que andar pilas: vigilando y no dando papaya.
El palillo que traía en su boca iba de un lado a otro como una canoa en medio de una tormenta. Y tormenta era la que ese viernes de septiembre estaba cayendo sobre Bogotá. Aunque ya eran pasadas las dos de la tarde, parecía que fueran las seis.
—Mi papá decía que las mujeres son como niños…
—Sí, señor, eso también decía mi viejo, que Dios lo tenga en su reino —me interrumpió el taxista—, como si hubiera pinchado una fibra de su memoria más querida. Frenó el taxi, dio la vuelta a su cara, y con un gesto de absoluta certeza me soltó una de esas frases que se quedan para siempre en nuestra memoria:
—Unos niños que siempre envidian el juguete del vecino pero no por maldad sino porque piensan que es más bonito o más grande.
La luz borrosa de un semáforo me anunció que estaba llegando a mi destino.
—Después del semáforo me deja, por favor.
—Como usted diga —respondió el hombre.
Pasados unos minutos, el taxista orilló su vehículo atrás de una buseta. La lluvia seguía igual de intensa. Recordé en ese momento que no había traído el paraguas. Pagué la carrera y, antes de abandonar el vehículo, el conductor, con un tono paterno o de viejo sabio, me dijo:
—Mire, señor, si usted está casado, reciba este consejo. A las mujeres no hay que descuidarlas porque tienen más imaginación que nosotros los hombres.
—Debe ser —le respondí— por eso también tienen más sueños en la cabeza.
—Eso parece —contestó el hombre— haciendo con su mano derecha el gesto de saludo militar.
Juan David López. dijo:
¿Qué tendrán las mujeres que hacen que los hombres perdamos nuestro sentido de realidad? Las mujeres nos vuelven locos, y aun así, no podemos vivir sin ellas.
Son nuestros abuelos, padres, hermanos y amigos los que (por medio de sus cuentos y dichos) intentan explicar a las mujeres: “Mi papá decía.. El mío decía lo mismo” Pero cada caso tiene su particularidad, es imposible generalizarlas, incluso el intento lo termina a perjudicando personal y laboralmente.
Interesante la aproximación que se hace sobre el vínculo de una relación entre el hombre y la mujer – que es el motivo principal de un enamoramiento – pero ¿no es lo mismo que la confianza que debe existir entre la pareja? Confiar en el otro enamora, saber que está a su lado es a veces suficiente para querer a alguien.
Deja mucho que pensar. Y que escribir.
Un saludo.
fernandovasquezrodriguez dijo:
Juan David, gracias por tu comentario. De acuerdo: es muy difícil mantener en el tiempo una pareja si no existe la confianza… Tal vez la confianza sea la forma como la zozobrante e incierta búsqueda del amor se deja habitar por la tranquila ternura de una certeza.
Jorge Coronado dijo:
El mundo cambia pero las mujeres siguen siendo las mismas. Creo que somos muchos hombres que hemos sido víctimas de situaciones semejantes. Aunque mi caso no fue de infidelidad, su impacto fue como si lo hubiera sido. Todavía trato de entender el porqué y lo único que logro es incomodarme. Tal vez por eso ahora vivo felíz solo. Creo que es mejor libre y no presa de ese “amor” que desconcierta y destruye.
fernandovasquezrodriguez dijo:
Jorge, gracias por tu comentario. El amor tiene la fuerza suficiente para vivificarnos o llevarnos a la agonía. En algunos casos nos sirve de aliciente y vigor para lanzarnos hacia lo desconocido; en otros, se convierte en un lastre que no nos deja saborear nuevos horizontes. Hay algo en él de inexplicable y maravilloso. Por eso algunos consideran que el amor es una especie de de milagro.
Lady Perea dijo:
Simplemente el amor es algo tan íntimo, tan propio, que ni siquiera nosotros mismos lo entendemos. Veronica se dejo guiar por sus deseos, porque simplemente encontró algo que necesitaba, que le faltaba para ser feliz. No siempre las infidelidades significan una falla de la pareja, simplemente el amor se acaba, los detalles terminan y la rutina llega. Es inevitable no sentir desconfianza, siempre la habrá en la pareja; sin embargo las mujeres somos cultivables y de esa noble tarea esta encargado el hombre. Las mujeres entregamos todo y del hombre depende que sea así… porque son ellos quienes pueden llegar a liberar ese amor hacia otro
fernandovasquezrodriguez dijo:
Lady, gracias por tu comentario. Leyendo el relato no acabamos de saber qué era lo que buscaba Verónica. Yo, como lector, creo que Daniel sí ha cultivado a Verónica, lo que sucede es que hay zona de lo femenino absolutamente inentendibles
Beatriz Martha dijo:
Esta no es más que una de esas historias que permite cierta catarsis, temor, rabia, insatisfacción… Mejor leer Lilith para entender lo femenino sin necesidad de llegar al castigo.
Beatriz Martha.
fernandovasquezrodriguez dijo:
Beatriz Marha, gracias por tu comentario. Adán y Daniel sufren dos dramas semejantes: ambos son sometidos a “perder” su paraíso. En el primer caso, la mano de Eva es compasiva, solidaria en el éxodo; en el segundo, Verónica no sabe qué decir o qué ofrecerle a Daniel ante ese nuevo escenario. Eva está convencida de su libertad; Verónica, está explorando en esos dominios. Los dos personajes femeninos pueden cambiar de nivel; los dos masculinos, les cuesta demasiado desprenderse de una dimensión. Adán, acepta ir de la mano de Eva hacia ese otro plano; Daniel, no sabe si entrar en ese espacio implica perder a Verónica.
nicolas jaimes castellanos dijo:
profesor, pero el discurso sobre la desconfianza no solo puede ser de la mujer, por ejemplo, por que Ulises en la odisea podía estar sufriendo (o gozando mas bien) noches enteras con muchas mujeres, brujas, amazonas, diosas, y llega a Itaca como un héroe, y Penelope le espera sin ningún rasguño de infidelidad, guardando su cuerpo para el hombre; el encuentro de la infidelidad es un encuentro del cuerpo sobre el goce, cuando la mujer descubre el goce encontrará razones para sentirse mujer deseada, aun si su pareja esta vigilante.
y es que la infidelidad femenina atenta contra el poder patriarcal del hombre, con su virilidad simbolizada en el domino del cuerpo femenino. es por esta razón que el hombre vive una psicosis en su lenguaje, cuando sabe que ha sido vencido por un Ulises femenino y su realidad se altera. la mujer se convierte en héroe y el hombre digno falo heroico, caerá al abismo de la identidad desconocida, donde se cuestionará, por que le dio algo que no tenia a alguien que no lo merecía?.
fernandovasquezrodriguez dijo:
Nicolás, gracias por tu comentario. Te recuerdo que este es un cuento; no mi postura personal frente al asunto. Pero ya que me invitas a cambiar de foco para comprender el lado femenino de este mismo tópico, te invito a leer mi cuento “Lilith” del libro Venir con cuentos. Precisamente ahora acabo de subirlo al blog, por si acaso no te queda fácil conseguir el libro.
Adriana dijo:
¿Qué es la desconfianza?
Es vivir con la incertidumbre del tiempo…
Es lo que le pasa a una flor que no se riega…
Es una persona desesperada corriendo sin rumbo alguno…
Es la angustiosa y agonizante espera de una llamada…
Es el que llama sabiendo que nadie le va a contestar…
Es el que contesta y no sabe qué decir…
Es el que deja lágrimas en la habitación del que no llegará…
Es el temor de perder para siempre a un ser amado…
Es el dolor de suponer y luego descubrir que en realidad no eres importante…
Es encontrarse con migrañas y secuelas de enfermedades…
Es cuando el corazón se infarta…
Es cuando te dejan solo sangrando llanto…
fernandovasquezrodriguez dijo:
Adriana, gracias por tu comentario. La desconfianza es un exceso de luz de la inteligencia sobre el claroscuro de las pasiones y los sentimientos.
Casijess dijo:
Lo cierto es que el “amor” es un eterno deseo insatisfecho.
fernandovasquezrodriguez dijo:
Casijess, gracias por tu comentario. Cupido, el dios mitológico, era representando como un niño, con los ojos vendados y con un arco en sus manos. Ovidio relata que de su aljaba sacaba dos dardos diferentes: “el uno hace huir al amor, el otro lo produce; el que lo produce, es de oro y brilla en su afilada punta, el que lo hace huir es romo y tiene plomo bajo la caña…”