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Fernando Vásquez Rodríguez

~ Escribir y pensar

Fernando Vásquez Rodríguez

Archivos mensuales: mayo 2013

Mancillar la hoja en blanco

31 viernes May 2013

Posted by fernandovasquezrodriguez in Ensayos

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Ilustración de Marcin Bondarowicz

Ilustración del polaco Marcin Bondarowicz

Ya Eliseo Diego nos había dicho del terror de ese papel tendido ante nosotros, de ese abismo. La hoja en blanco. Semejante a una venus esperando las caricias de su amante. Total invitación y absoluto desdén. Atracción que nos invita a poner  nuestra escritura en su piel; desprecio, por la torpeza de nuestras inexpertas palabras. Desnudez que nos enceguece, divinidad que no podemos mirar de frente. Sin embargo, algo aprendimos de Tiresias.

Se trata de comenzar por cualquier lado, de emborronar esas cuartillas, de mancillarlas. Hay que tener cierta actitud de “violador” cuando nos encontramos con la seductora página en blanco. Se trata de no huir de sus hechizos, de aceptarlos como Ulises recibió los filtros de Circe. Puede que la mejor manera sea destrozando sus vestidos con algún dibujo o algunas frases sueltas. No importa. Se trata de perder el miedo, de pasar ese vado, de tener el suficiente vigor para tocarle algunos de sus miembros. Así era como trataba a la hoja en blanco Juan Rulfo: se ponía a escribir y a escribir, en su máquina, hasta que de pronto, de entre ese reguero de letras emergía la sonrisa o el gesto delicado de algún cuento. Tenía que ir hasta el fondo de aquel abismo –porque la página en blanco, a pesar de no tener aparentemente sino dos dimensiones, en verdad tiene tres: la página en blanco tiene fondo–, zambullirse, fondear, bucear en esas aguas blanquísimas, y traer a la superficie una frase, algunas líneas, algún tesoro. 

En mi caso, a veces me gusta empezar ese diálogo con el papel mediante un dibujo. El dibujo es más hábil que yo para establecer relaciones; debe ser porque es más espontáneo, más juguetón. Además, el dibujo puede llegar a ser irresponsable; hay un rasgo de abstracción que sólo él puede permitirse. Bueno, eso hago a veces. Otras, me lanzo como un kamikase a escribir la primera línea; aunque reconozco que este bombardeo no es azaroso; ha sido pacientemente planeado, meditado. Ya con esa primera línea, con ese primer boquete en la hoja en blanco, puedo seguir rompiendo con otras palabras, un tanto más abajo o hacia los lados de su cuerpo. Empiezo a horadar la página, a dinamitarle su celeste y virginal forma. No digo con esto que ya el trabajo escritural quede listo; apenas insinúo que para empezar a escribir hay que atreverse a mancillar la hoja en blanco. Detrás de toda esa pureza, lo que en verdad espera la hoja en blanco es que el escritor se le arroje encima con la pasión propia de los raptores o los sátiros.

Otra estrategia que también yo practico –aunque he leído que es empleada por muchos escritores de oficio– es manchar la hoja con algunas líneas y dejarla abandonada por algún tiempo. Luego, en esas esporádicas revisiones de papeles, volver a retomarla, para así –con la perspectiva del tiempo–, poder completarla, afinarla o cambiarle radicalmente su fisonomía. Yo diría que esta actitud con la página en blanco es muy donjuanesca. Si la página en blanco nos seduce, la mejor manera de estar con ella, es acercándosele un tiempo, flirteando con ella, llenándola de halagos, para luego, abandonarla. Ignorarla por un tiempo. No sobra recordar que grandes obras de escritura se compusieron así. Sometiéndolas a la prueba aparente del olvido, prodigándoles añejamiento. Escritura curada, deberíamos llamarla.

Algunos escritores, pienso ahora en García Márquez, prefieren enfrentar la hoja en blanco con otros artificios. Empiezan a escribir y si no les gusta lo que han hecho, botan esa hoja y comienzan otra. La primera hoja va al cesto de la basura. O se rompe. Es una actitud más radical, más definitiva con el papel. Una relación como la de El último Tango en Paris. Nada de pasado, nada de memoria; lo válido es el encuentro. Y si se da, si fluye, pues nace la relación; caso contrario, lo que existe es la ruptura total. Insisto en este punto: el escritor va buscando en cada hoja algo particular, una característica que le posibilite poner en comunión su adentro con un afuera. Pica aquí y allá; ésta no, aquélla tampoco. Vuelve a insistir con la misma entrada pero cambiando de papel; cambia la sintaxis pero mantiene la misma idea; más hojas, más hojas. Las páginas en blanco se sienten horrorizadas ante este tipo de tratamiento, se sienten mujeres de harem. Hasta que, una de ellas, logra ser la elegida para que aflore definitivamente la escritura: Scherezada gestora de mundos.

Página en blanco. Cielo vastísimo del escritor. Mar de nieve… Invisible escenario del que escribe, en donde –a pesar de los extensos y repetidos ensayos– siempre debutan las manchas de tinta.

 (De mi libro Escritores en su tinta. Consejos y técnicas de los escritores expertos, Kimpres, Bogotá, 2008, pp. 550-553).

La poesía y el poema en sus fronteras

26 domingo May 2013

Posted by fernandovasquezrodriguez in Ensayos

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Escalera y nube

«Lo poético es poesía en estado amorfo; el poema es creación, poesía erguida».

Octavio Paz

Es un hecho que la poesía, lo que llamamos poesía, no le pertenece sólo a los poetas. A la par que los nutre, los desborda. La poesía es una fuerza, un estado, una situación; el poema, una concreción de la escritura, una forma hecha con palabras. Una y otro se retroalimentan, comparten sus secretos, pero cada quien defiende sus fronteras y su campo de gravedad.

Miremos con algún detalle a la poesía. Si la consideramos en su origen etimológico, está asociada a la creación, al producir, al elaborar o gestar alguna cosa. La poesía, por lo mismo, es inherente a todas las manifestaciones donde el ser humano crea algo, construye o asume el papel genesíaco de la naturaleza. Hay poesía, en este sentido, en el artesano que saca de la madera una forma oculta, en el pintor que plasma un paisaje en un lienzo o en el bailarín que con su cuerpo pone en escena un mundo imaginario. También hay poesía en ciertas obras arquitectónicas o de ingeniería porque son ejemplos supremos de creatividad, de cabal engendramiento. Y, por extensión, también hay poesía en el nacimiento de una nueva vida, en el florecer de una semilla, en los actos humanos de absoluta entrega o abnegación y en variadas manifestaciones de la naturaleza, especialmente aquellas en que el universo se recrea a sí mismo. La poesía, así entendida, rebasa el campo de las palabras para recalcar aquellas obras o acontecimientos que logran interpelar nuestra sensibilidad.

Me gusta pensar que la poesía, desde otra perspectiva, se da cuando confluyen lo infinito y lo finito. Eso que otros llaman, lo sublime. Hay algo sobrecogedor cuando se presenta ese encuentro: un hombre solo frente al mar, la llanura o el árido desierto; alguien contemplando el cielo estrellado… En todos esos casos, la poesía es la emoción de ver en el mismo espacio y en el mismo tiempo, realidades o seres que por su misma condición son lo más contrario, lo más opuesto: ahí está la pequeñez del hombre, su diminuta figura, de cara a la inmensidad del universo o la vastedad del mar. La poesía es una sensación de pequeña grandeza, de limitada inmensidad. Son los sumos contrastes, la amalgama de realidades bien opuestas, las que pueden provocar en algunos espíritus está sensación de ser dios y hormiga al mismo tiempo. Los que han subido a la pirámide del sol en Teotihuacán, sabrán de qué estoy hablando. O esas otras sensaciones, cuando los amantes llegan el éxtasis: el arrobamiento erótico es sublime, es altamente poético, porque por unos segundos el límite se besa con la eternidad. O, si prefiere, el culmen de la vida se encuentra frente a frente con la muerte. ¿No llaman los amantes a esa cúspide, la pequeña muerte? La poesía, en esta segunda mirada, proviene de un rasgo de nuestra condición humana: el de ser seres hechos de tiempo y de memoria; el de sabernos finitos pero al mismo tiempo capacitados para fantasear e imaginar lo ilimitado.   

Ahora detengámonos en el poema. En él o con él, como si fuera una cesta de entomólogo, se busca capturar la evanescente poesía. Cada palabra elegida por el poeta aspira a agarrar la sensación magnífica, el sentimiento desbordado, la pasión abrasadora, la nostalgia que hace doler el vientre, la alegría que entra como nuevo aire a los pulmones…Todo eso lo captura el poeta con sus versos. El poema vive una situación paradójica: la poesía es la que lo hiere, la que toca su rabo estelar; la poesía es la que anima al poeta a atraparla, a tenderla complaciente sobre la hoja en blanco; pero la poesía también es lo que huye, la que se niega a ser encarcelada por el poeta y prefiere los ojos y las manos del lector. Y el lector de poemas, una vez vive la experiencia estética de la poesía, una vez ha hecho catarsis en su corazón, ve cómo la poesía se pierde o disuelve en el rayo de sol mañanero o se confunde con las primeras gotas de lluvia que caen como pequeños meteoros sobre la árida tierra de los caminos. El poema que es un fin en la mente del poeta, para la poesía es un medio, un puente a través del cual sigue su existir errabundo.

Agreguemos que el ritmo, la métrica, son astucias del poema para atrapar el viento que, como la poesía, es invisible. Las cadencias que el poeta usa son trampas de caza para agarrar la presa salvaje de la poesía. El ritmo, la búsqueda del ritmo, ayuda enormemente a los poetas a dialogar con la poesía. Aquí debemos decir, de una vez, que la música es la más cercana amiga de la poesía, porque no tiene referentes directos con el mundo que conocemos; porque los sonidos, agudos o graves, cortos o expandidos, se asemejan más al ritmo de nuestro corazón, al ritmo de la vida. El poeta, al saber esas cosas, sopesa sus palabras, las mide con el oído, las combina en su partitura, para dejar en ellas algunas huellas de la huidiza poesía. Y por eso también, mide cada uno de sus versos: heptasílabos, endecasílabos, alejandrinos, verso libre, encabalgamientos; porque sabe que en esas cesuras, en esos compases, la poesía es más fácil de convencer, más benigna a escuchar la voz de quien la llama. El ritmo es, en verdad, un recurso de las silentes palabras para atrapar el canto armonioso de la poesía.

Y por eso también existen formas poéticas: el soneto, el cuarteto, la canción… Cada una de esas formas son útiles diversos para el cazador. No sobra decir que la poesía no tiene una única forma; se transmuta permanentemente. Tiene el don de la metamorfosis y el mimetismo. Dado esto, el poeta sabe que necesita más de una herramienta, diferentes artes de pesca: la pasiva nasa, para cuando los peces de la poesía habitan en aguas profundas; la activa atarraya, para esa poesía que va por la superficie de las aguas, saltando como peces de subienda… Y, por supuesto, también está la cimbreante caña de pescar, con cebos naturales o sintéticos. Cada una de esas formas empleadas por el poeta, no hay que perderlo de vista, nace de una necesidad interior: por momentos la poesía viene solitaria y, otras veces, se mueve como un cardumen, y hay que pescarla de otra manera. Por eso es un error, a no ser que sea como ejercitación o aprendizaje del oficio, el querer imponerle a la irrupción de la poesía una forma predeterminada. Más bien es lo contrario: el poeta tiene que adaptar qué útil se ajusta mejor al cuerpo de la multiforme poesía. Esto es tan definitivo que algunos poetas han dejado pasar la poesía por emplear un artilugio inapropiado o por quererla meter violentamente en una camisa de fuerza. Los poetas experimentados saben que las formas utilizadas por los pescadores dependen de la variedad de peces y del caudal o la fuerza de las aguas.

Intentemos un epílogo a estas reflexiones: la poesía es un bien común, una riqueza asequible dependiendo de la sensibilidad y la capacidad de asombro de los seres humanos; el poema es una manera de apreciar en concreto la poesía, una evidencia de su emerger silencioso. La poesía espolea al poeta; el poema son las bridas que el poeta le pone a la poesía. La poesía es el caballo desbocado; el poema, el jinete que intenta dominarlo.  

El poema: testimonio de una felicidad perdida

23 jueves May 2013

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"Orfeo y Eurídice" del pintor inglés George Frederick Watts

«Orfeo y Eurídice» del pintor inglés George Frederick Watts

“El poema es el amor realizado del deseo que permanece como deseo”

                                                                                            René Char

La afirmación de René Char, que tanto le fascinaba a Olga Orozco, merece una lectura atenta, no sólo porque es una declaración del sentido profundo de la tarea del poeta, sino por otra razón: la de hacer evidente la lucha circundante o siempre aproximativa con las palabras.

Para empezar, la proposición de Char deja en claro que el hacer del poeta es siempre inacabado, que no alcanza a satisfacerse completamente, aunque eso no implique una derrota o una frustración dolorosa. Más bien se trata de una especie de goce especial, de un deseo cumplido aunque no terminado. Igual que en el juego amoroso en donde cada encuentro cierra y abre de nuevo la herida del deseo. 

Creo que en este momento puede ser útil hacer una distinción relacionada con el deseo: me refiero a la habida entre placer y goce. El placer, tan cercano a los órganos, a lo inmediato; el goce, hijo de la imaginación y fiel devoto de la mediatez. Uno y otro se necesitan, se retroalimentan y entran como en un juego de relevos. El goce insta al placer, lo fustiga con sus demandas oníricas y fantasiosas; el placer recibe ese reclamo pero no puede sino atenderlo con su piel finita, sus fluidos y sus ansias de corto vuelo. Y he aquí lo interesante: buscamos saciar el goce a través del placer, pero, al saciarlo, no agotamos el goce. Por eso retornamos al placer, con la esperanza de, alguna vez, satisfacer o tener la siempre huidiza forma del goce.

Bien podríamos, con el párrafo anterior de referente, analogar el trabajo del poeta con la poesía. En este caso, la poesía es el goce esperado, lo que se ansía tener o conquistar a plenitud; el poema, siguiendo el ejemplo, sería el placer: aquello que nos sirve de medio o embarcación para arribar a tan preciada meta. Y cada viaje, cada recorrido, cada intento resultaría siempre incompleto porque, lo que parecía tierra firme o puerto seguro, después de conquistarlo, se torna de nuevo punto de ida y no tranquilo espacio de llegada. El poeta es un errante navegador con sus palabras. 

Claro. Esto se debe a que las mismas palabras, el lugar placentero del poeta, son insuficientes o no alcanzan a decir todo lo que el poeta anhela, intuye o imagina. Hay siempre algo que no pueden desvelar; un misterio imposible de traspasar o comprender; una zona abisal donde no sirve su luz. Aunque, y eso hay que resaltarlo, al poeta lo que le importa es el viaje en sí mismo, la odisea de aproximarse, de ir a la deriva en búsqueda de esa Ítaca. Sabe, de alguna forma, que su goce, ese ideal de hallar las palabras precisas, únicas, fundantes (las palabras de un dios) dejan apenas un perfume cuando el poeta las entrevé en el horizonte. Más no es una labor de infelicidad. El placer de escribir lo colma, lo deja satisfecho. Al menos por un tiempo. Porque el poeta conoce esa sed oculta, la brasa que arde en el carbón extinto, el recuerdo que aguijonea la memoria.

El deseo siempre permanece porque no está hecho de carne sino de imaginación. El placer brilla, resplandece, como las estrellas a punto de consumirse. El deseo es una ausencia absoluta; una carencia suprema; el placer es la certeza fugaz de una presencia, la inasible alegría de lo que huye. El poeta no puede colmar su propósito sino entregándose al placer de las palabras; el poeta no cuenta sino con esas manos y esos brazos para hacerlo; el poema, por más que seduce y seduce a la poesía, apenas la roza, sólo alcanza a acariciarla en su fulgor o en su levedad de pies alados. Eso parece ser lo que de fondo nos quiere compartir René Char: el poema es el testimonio de una felicidad perdida, la satisfacción de un goce ilimitado.

Cerremos estas reflexiones con otra analogía: así como los cuartos, los lechos y las sábanas guardan en sus rincones y en sus ajadas formas, el testimonio de placeres consumados; de igual manera el poema, señala en cada línea, en cada verso, la prueba de sus conquistas con lo innombrable. El placer como el poema son cenizas de un fuego inacabado. Perenne incandescencia. 

Una bebida para saborear muy lentamente

17 viernes May 2013

Posted by fernandovasquezrodriguez in Ensayos

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Verso

La poesía no es un producto de consumo masivo. No es una mercancía promocionada como un bien de primera necesidad –aunque debería serlo–. Los tirajes de esos libros, con muy contadas excepciones, son reducidos. De igual modo, las editoriales especializadas en publicar poesía no son muchas. Sin embargo, el poeta aspira encontrar un lector dispuesto a tomarse un tiempo para conversar tranquilamente con sus versos; un lector atento a las imágenes sutiles y a los ocultos mensajes dispuestos en esa pirámide de signos que es todo poema. Y que también tenga un excelente oído para escuchar el palpitar de una armonía, la modulación de la vida repartida línea a línea en una forma de palabras. En suma, lectores apasionados por la magia de las palabras y su ritmo.

Profundicemos en lo dicho. Los versos hay que catarlos, oler sus imágenes, degustar su estructura, saborear su cadencia o su ritmo. No es recomendable apurarlos de una vez; se puede perder lo mejor de su sabor y su color. Y como pasa con algunos vinos, hay ciertos poetas que merecen, una vez leídos algunos de sus poemas, dejarlos reposar en nuestra mente. Lo que quiero decir es que la poesía –la palabra de la poesía– es una bebida para saborear muy lentamente, ojalá en silencio o con una buena música que no interrumpa este ritual de libar copa a copa, verso a verso, un buen vino elaborado artesanalmente por las manos de los cultivadores de las palabras.

No se trata, por lo mismo, de agotar en orden todo un libro, o de leerlo como si fuera una lección escolar. El libro de poesía, a diferencia de otros textos, permite diferentes entradas, tiene intersticios por los que puede colarse la curiosidad del lector. Hay una lúdica que guía el ojo del apasionado de la poesía: primero, mira allí, lee uno; luego pasa las hojas, leyendo las primeras líneas de otros; después, va hacia la parte final del libro y se detiene en un poema, cuyo título le llamó poderosamente la atención. Termina de leer la primera estrofa y salta otra vez hacia el inicio. Ahora se detiene en un poema, pequeñísimo, que lee varias veces… En el lector de poesía se combinan la mirada del ave y la parsimonia de la tortuga; el gesto de la liebre que salta curioseando y el ritmo del caracol, devoto de su propia lentitud.

El poema exige, pide releerse. A diferencia de otros géneros o tipos de escritura, el poema no se capta en plenitud de una sola pasada. Sus significados brotan en la medida en que toquemos de nuevo cada una de las palabras o cuando unimos los versos  que parecen –en la poesía contemporánea– ya no bastarles el asiento de una sola línea. La relectura, hay que insistir en ello, es un acto de profundizar en el sentido, de perforar o abrir las capas internas de un texto para apreciar mejor las semillas que esconde. Y a los poetas les gusta envolver con metáforas, cubrir de imágenes sus secretos. El poema pide como los enamorados o ciertos enfermos solitarios la fidelidad del lector para volver a visitarlos.

Estoy convencido también de otra cosa: el lector de poesía debe encontrar sus poemas o su poeta. Una voz que armonice con su espíritu o con la cual pueda establecer algún vínculo íntimo. Esto puede durar muchos años. Se lee y se lee poesía hasta que un día, a veces por azar, se da con un poema que hace vibrar nuestra alma o conmueve nuestro pensamiento. Y sentimos la necesidad de buscar otros poemas de este autor, saber de su vida, adentrarnos en su mundo de palabras. Con ese poeta se inicia, entonces, una relación que es para toda la vida, así no lo leamos todos los días. La poesía de ese autor se convierte en parte de nuestra conciencia, sirve de guía, de solaz, de estímulo cuando las cosas no van por buen camino. Los poetas que descubrimos y hacemos parte nuestra son, en verdad, amores eternos.

Por supuesto, a lo largo de nuestra existencia vamos hallando otras voces poéticas capaces de interpelarnos o de tocar nuestro espíritu. Nuevas preocupaciones, diferentes preguntas, traen consigo también a otros poetas. Lo extraño es que esas nuevas voces no condenan al olvido a las anteriores. El buen lector de poesía no cambia unos versos por otros, no va desechando lo antiguo por lo nuevo. Puede suceder que al Neruda de su juventud sume el Yeats de su adultez. Es posible, también, que el libro de Los Heraldos negros de Vallejo –el que llevaba a todas partes cuando era un estudiante universitario– comparta un sitio ahora en la biblioteca con el nuevo libro El alfabeto del mundo de Eugenio Montejo, un amigo reciente del camino, cercano a la sensibilidad de alguien que ya tiene más de cincuenta años. No es cuestión de hallar el mejor poeta, sino de dar con esos autores que tengan resonancia en nuestro corazón o que interpreten de mejor manera la partitura cambiante de nuestra vida. Tal vez la causa de que a algunas personas no les guste la poesía es que no han encontrado aún esa voz hermana, esa alma gemela oculta en unos versos.

Es de anotar que el encuentro con ese poeta o con algunos de sus versos puede provenir no de las propias búsquedas sino de un iniciador que los puso en nuestro camino. Esto sí que es fundamental, cuando se trata de la poesía. Si se quiere aprender a estimarla, es decisivo tener promotores o inspiradores apasionados. Personas que, como participantes de un ritual órfico, nos logren entregar parte de los secretos del canto escrito. Esos iniciadores pueden estar ocultos en un humilde maestro, en los brazos de alguien que amamos o –y eso es lo más común– en las manos fraternas de un amigo. Son ellos los que nos animan a leer un poema, a explorar en un autor o un libro específico. Puede que esa fascinación provenga de que siempre andan citando a un poeta, porque nos sorprenda la explicación que nos dan del significado profundo de unos versos o porque, al escucharlos, por la modulación de su voz, por su arrobamiento, nos inciten de tal manera que lleguen a cautivarnos hasta la emulación. Sea como fuere, para ser un buen lector de poesía tenemos que pasar por la etapa de novicios. Alguna vez, al menos, necesitaremos la compañía y el consejo de un iniciador adepto al canto sublime de las musas.

Pongamos punto final con una reflexión: la prisa de nuestra época y el cultivo de la frivolidad parecen oponerse a que existan lectores de poesía; la cifrada manera de usar un lenguaje y la poca divulgación de los libros de poemas puede ser otro motivo para considerar a la poesía un gusto de minorías, un alimento escaso y difícil de consumir. Pero a pesar de todos esos signos negativos o poco favorables lo cierto es que hay lectores de poesía. Personas consagradas, gozosamente, a paladear esencias cotidianas, escuchar las voces aladas de los sueños o extasiarse con el rumor de delicadas verdades.

El trabajo de centinela del poeta

12 domingo May 2013

Posted by fernandovasquezrodriguez in Ensayos

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Poema de Sergio Mondragón

Resulta interesante asociar el oficio del poeta con el del velador. Con alguien que cuida, vigila y avizora. Un trabajo en el que se combinan la vigilia y el deseo de proteger a los otros. El poeta, así entendido, además de alertar e inspeccionar las variadas acciones de los hombres, está preparado igualmente para mantenerse despierto mientras ellos duermen. Y cada poema, cada obra de su trasnocho, cumple la función de campana o farol para que los insomnes se orienten en la neblina, o de pito preventivo que marca su ronda para alejar a posibles ladrones, enemigos de nuestros sueños.

El compromiso de velador consiste, entre otras cosas, en estar alerta y llamar la atención; dar gritos, lanzar su voz o prender las alarmas. El poeta, de igual manera, con sus versos busca ponernos en guardia por algo que olvidamos, por eso que dejamos de hacer, por algún adormecimiento que está inundando nuestro espíritu o nuestro entendimiento. No se duerman, dice el poeta. Manténganse despiertos y alertas. Así, como nos invitaba, Huidobro en Altazor: «cuidado aviador con las estrellas / cuidado con la aurora / Que el aeronauta no sea el auricida / Nunca un cielo tuvo tantos caminos como éste / ni fue tan peligroso…»; o como nos imprecaba Nazim Hikmet, para que dejáramos nuestra apatía o nuestro desgano existencial y nos comprometiéramos con la propia vida y la de los demás: «Has de tomar tan en serio el vivir / que a los setenta años, por ejemplo, / si fuera necesario plantarías olivos / sin pensar que algún día serían para tus hijos…» El poeta hace sonar las sirenas acompasadas de sus versos; nos insta a tener cerca la caja de los primeros auxilios, los indispensables útiles para mantenernos vivos. Nos invita a hacer una pausa en nuestra carrera vital, así como nos lo propone Mario Benedetti: «De vez en cuando hay que hacer / una pausa / contemplarse a sí mismo / sin la fruición cotidiana / examinar el pasado / rubro por rubro / etapa por etapa / baldosa por baldosa / y no llorarse las mentiras / sino cantarse las verdades».

El poeta, en cuanto velador, también es un vigía. Oteador de las cosas lejanas, de aquellos asuntos o situaciones que nos esperan: la enfermedad, la muerte, el desamor, el sufrimiento… Muchas de esas realidades, por las que pasaremos, son avizoradas por el poeta de manera aguda. La vista de los veladores es de gran alcance. Creo que la poesía nos prepara para lo que viene, nos da un adelanto de aquello con lo que nos vamos a encontrar. Tengo a la mano un poema de Eduardo Cote Lamus, el gran vigía de las tierras de la muerte: «Saca tu dolor de lo profundo / y vuelve la mirada hacia las quillas / porque se acerca la cosecha de los barcos…». Y aunque sea valiosa la mirada del velador para percatarnos de las cosas cotidianas, su verdadera tarea es otear en lejanía lo que nuestra corta vista no alcanza a divisar. Quizá los poemas sean eso: una cofa —para ser precisos con los marineros— donde se sube el poeta para entregarnos el reporte de lo que se divisa en el horizonte, de lo que está apenas despuntando en la distancia. Puede ser un puerto, otro barco, o la esperada tierra. ¿No era acaso eso, lo que había visto Baudelaire?: «Cada islote que anuncia por la noche el vigía / es siempre ese Eldorado que prometió el Destino; / mas la Imaginación, que prepara su orgía, / sólo ve un arrecife cuando apunta la aurora».

De igual modo, el poeta es un centinela de valores. Un guardián, un cuidador de lo más importante para una persona o una comunidad. Puede, inclusive, ser un celador de sí mismo. Hay tantos poemas centrados en este punto: «La canción regia» de Rilke, que inicia: «Debes con dignidad soportar la vida, / tan sólo lo mezquino la hace pequeña…»; o aquel poema cincelado en nuestra memoria infantil, «Si una espina me hiere» de Amado Nervo: «!Si una espina me hiere, me aparto de la espina, /… pero no la aborrezco!» El poeta, guardián de la tradición —parafraseando a Elías Canetti—, hace las veces de conciencia de los hombres; les advierte con sus versos del poquísimo tiempo que dedican a cultivarse o de la superficial manera de comprender la vida. Pero no lo hace como un moralista inquisidor sino investido de las virtudes del ángel de la guarda: coloca sus poemas a la manera de advertencias, son avisos alados, son llamamientos dichos con suavidad y sin querer convertirse en una enfática regla o un código de conducta: «No conviene volver una y otra vez sobre lo mismo. / No conviene que te encierres en tu sordo, desgastado canto / y, otra vez, derrotándote, hagas de ti tu propio enemigo», era la advertencia del poeta colombiano Elkin Restrepo; «Quizá debamos aprender que lo imperfecto / es otra forma de la perfección: / la forma que la perfección asume /para poder amarla», era la sugerencia de Roberto Juarroz.

Y de todas las actividades del velador, hay una en especial que me parece reveladora, aquella de atisbar. El poeta, en esta oportunidad, se deja llevar por indicios minúsculos, por señales inadvertidas y, de allí, saca conclusiones o hace reflexiones sorprendentes. Pienso en este sentido en un poeta norteamericano, Ted Kooser, que de un detalle nimio saca inferencias sobre el tiempo. El poema se titula, precisamente, «Una visión fugaz de la eternidad», y en la traducción de Hilario Barrero, dice: «Ahora mismo / un gorrión se posó / en la rama de un pino / justo frente / a la ventana de mi alcoba / y un soplo / de polen amarillo / desapareció en el aire». Qué más insustancial o baladí que un pájaro en una rama, pero lo que el velador hace es, precisamente, percatarse de un indicio sutil como el polen que desaparece cuando el ave de manera súbita sobre ella se posa. Más que el pájaro, que sería lo obvio para ver, el poeta atisba la fugaz desaparición del polvo de una flor. Es como si en ese momento, en el polen del pino, estuviera presenciando todo un universo evanescente. Atisbar, es observar discretamente, entrever entre las sombras significados inesperados. Sirva en esta misma orientación otro ejemplo, un poema exquisito de Jorge Carrera Andrade, «Epitafio de un caracol de tierra»: «Pasaste tu vida / guardando la bóveda / de tu propia cripta». El poeta observa con atención que en el caso del caracol, la casa de nácar que cargaba a sus espaldas para su protección es también su tumba. Ahí está la mirada perspicaz del poeta.

Los poetas ven en la oscuridad como los gatos; son «buitres de lo divino», dice el mexicano Sergio Mondragón, porque auscultan los muladares que nadie quiere ver, atienden la carroña que todos desean alejar, se fijan en las ánimas que deambulan en la noche… El trabajo de centinela del poeta —la atalaya de sus versos— es un desvelo para descubrirnos, un celo para no descuidarnos, una custodia para mantener intacto el fuego interior que nos ha sido dado.

Importancia de las Humanidades en la Universidad

07 martes May 2013

Posted by fernandovasquezrodriguez in Ensayos

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Ilustración de Brad Holland.

Ilustración de Brad Holland.

Martha Nussbaum ha escrito sobre la importancia de las humanidades para la educación*; de su abandono en una sociedad como la nuestra en la que la mayoría de los esfuerzos de las instituciones universitarias están centrados en contenidos o habilidades financieras o de sofisticación tecnológica.

La crítica a esta postura formativa de los centros formativos de educación superior se torna más severa si, como lo ejemplifica la filósofa norteamericana, tiene el aval de las familias que esperan, antes de cualquier cosa, que sus hijos aprendan algo útil y no anden perdiendo el tiempo en asuntos como la música, las artes escénicas o la literatura. Pareciera que toda la sociedad se hubiera puesto de acuerdo en ir desapareciendo estas materias de los planes de estudio de la mayoría de las profesiones.

Pensando en detalle este reclamo de Martha Nussbaum, considero que la enseñanza de las humanidades es vital para cualquier persona y, muy específicamente, para un estudiante universitario. Y al decir que es esencial me estoy refiriendo a lo que dichos saberes aportan al desarrollo de la sensibilidad, la fraternidad y la imaginación. Las humanidades no son decorado de una disciplina, no son arandelas a una carrera, sino parte constitutiva de un proyecto formativo. A ellas debemos prestarle tanta importancia como se la damos a esas otras materias consideradas las fundamentales de un programa. Veamos por qué hago estas afirmaciones.

En primer término, las humanidades flexibilizan el espíritu y dan un carácter plástico al pensamiento. Alguien que estudie literatura, que hace teatro, que toca un instrumento musical, está más dispuesto a captar los matices de las cosas y los comportamientos de las personas. Las humanidades contribuyen a entender que el mundo no es blanco o negro, que no se lo puede concebir a partir de oposiciones irreconciliables; por el contrario, que lo que existen son matices, tonalidades y sendas facetas de un mismo asunto. Por lo mismo, las humanidades hacen más apto al profesional universitario para entender la variable condición de los hombres, la no siempre evolución lineal y uniforme de sus semejantes. Pero, además, las humanidades, su práctica, su ejercicio, van dando a las ideas, a las formas de pensar, una consistencia cimbreante. El pensamiento se habitúa a vivir en tensión sin romperse, a soportar diferentes puntos de vista, en no asumir fáciles posturas dogmáticas o excluyentes.

En segunda medida, las humanidades presentan un horizonte más amplio de los problemas esenciales del hombre. La exagerada especialización de las disciplinas cerca y limita demasiado la mirada de los estudiantes. Las humanidades, por el contrario, tienen como propósito abarcar, explayarse en la compleja condición de los seres con historia e ideales. El ser humano se muestra integralmente, con sus variadas manifestaciones, con sus pasiones y sentimientos, con sus miedos y posibilidades. Al leer poesía, por ejemplo, lo que se aprende es ese abecedario del afecto, de lo emotivo, de lo sensible. El buen lector de poesía descubre que el dolor es más que un síntoma medicable, que la soledad es más que estar sin compañía. Otro tanto podría decirse del que degusta la música, del que sabe adentrarse en los sonidos armónicos, y puede a través de ellos bucear en los abismos del alma intraducibles en una fórmula matemática, o adentrarse en las fronteras de lo misterioso inhallables en una manual de psicología.

Una tercera bondad de que los estudiantes beban en las humanidades –y en esto coincido plenamente con Martha Nussbaum– es la facilidad que tiene el arte (una novela, una película, una sinfonía) para tornarnos solidarios con otro semejante. Así, como en la antigua tragedia clásica, cuando al ver una obra teatral, los espectadores se solidarizaban con el personaje que sufría o  se avergonzaban frente a algún comportamiento que les molestaba en un actor. Las humanidades son como un espejo a partir del cual podemos reconocernos y aprender a “estar en los zapatos de otro individuo”. Si no tuviéramos ese acicate o esa provocación de las artes nos quedaríamos sin desarrollar la capacidad de trasladarnos con la imaginación a otros contextos o a asumir otras personalidades. Las humanidades nos dan pasaportes para lograr traspasar las fronteras limitadas de nuestro propio yo; nos hacen, por decirlo así, ciudadanos del mundo.

Un cuarto beneficio, tal vez el más importante si se desea desarrollar el pensamiento crítico, es el papel de las humanidades para poner en contacto a los estudiantes con las habilidades argumentativas. Cuánto sería de útil que ingenieros, odontólogos, arquitectos –para nombrar algunas profesiones– tomaran dos o tres cursos de filosofía a lo largo de su carrera; pero no como ilustración histórica o “cultura general”, sino para aprender la importancia de dar razones, de organizar el pensamiento de manera lógica y convincente. Hasta me atrevería decir que si todos los profesionales de las llamadas ciencias duras se adentraran en la lectura de algunos diálogos platónicos, descubrirían maneras interesantes de discutir sin tener que descalificar al contrario; y de cómo mantener un punto de vista a pesar de las objeciones del antagonista. Las humanidades son definitivas en el aprendizaje de las capacidades razonadas de comunicación y en los juegos de lenguaje necesarios para participar como ciudadanos en decisiones políticas o tener herramientas lingüísticas para defender un proyecto o reclamar un derecho sin acudir a la violencia física o la intriga arbitraria.

Considero, finalmente, que las humanidades son un conjunto de conocimientos que ayudan a tener un lenguaje común para entendernos a pesar de las diferencias de idioma, etnia o religión. Creo que fue la escritora Doris Lessing la que se quejaba de la pérdida de estos referentes comunes que permitían dialogar con extranjeros o con generaciones distantes en el tiempo. Si tuviéramos ese metro común de las humanidades, ese traductor sensible de las artes, tendríamos la oportunidad de sabernos hermanos de una misma tradición o de una semejante herencia simbólica. Me imagino que esa era la ventaja de las pasadas generaciones sobre la nuestra: que podían unirse a conversar de una pintura de Rembrandt o sintonizaban con la música de Boccherini o confluían en los conflictos morales de una novela de Thomas Mann. Y aunque los separaba el idioma o los cerrados códigos de una profesión, esa educación recibida de las humanidades les permitía, en un aeropuerto o un café de ciudad, entablar un diálogo a partir del cual brotaban las afinidades y los gustos compartidos. Quizá eso es lo que hemos ido dejando a la deriva, o lo que las instituciones educativas, particularmente las de educación superior, quieren hurtarle a los profesionales de nuestro tiempo.

 * Véase el libro Sin fines de lucro. Por qué la democracia necesita de las humanidades, Katz editores, Uruguay, 2010.

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