“Un poema es una entidad vital mucho más orgánica que un ser orgánico en la naturaleza. A un animal se le amputa un miembro y sigue viviendo. A un vegetal se le corta una rama y sigue viviendo. Pero si a un poema se le amputa un verso, una palabra, una letra, un signo ortográfico, muere…”
César Vallejo
Nada hay tan importante para un poeta como contar con un buen editor de sus poemas. Un editor que respete no sólo el contenido de los textos, sino los espacios por él previstos, la estructura del texto, las marcas de creación que le dan identidad y sentido a la obra. Y otra cosa: un editor que no suprima los epígrafes, y que cumpla –como si fueran órdenes militares– las bastardillas, las mayúsculas estipuladas por el escritor. Todo eso es definitivo al momento de publicar un libro de poesía.
Analicemos, para empezar, el tema de la estructura de un poema. ¿Por qué un autor decide organizarlo en dos o más estrofas?, ¿por qué lo divide de esa manera? No es cuestión secundaria o un capricho menor del poeta. En el caso de la poesía, la forma y el contenido, sí que establecen una pareja indisoluble. El poeta piensa no sólo en el significado de las palabras, sino también en el espacio que ocupan dentro de la página; además del ritmo entre las palabras cuenta el otro ritmo proveniente del ojo. Hay sentidos ocultos, ambiguos, sutiles, que se pierden si no se respetan las indicaciones del autor. Muchas veces las editoriales, para ahorrar papel o para unificar el estilo gráfico de una colección, hacen caso omiso al texto original en el que una línea del poema estaba distribuida en toda una página como una cascada, o a aquella palabra solitaria, puesta entre signos de admiración, que debía resaltar en mayúsculas al final del poema como si fuera un estrella solitaria en medio de una noche blanca. Si no se cumplieran esas indicaciones qué hubiera sido de la poesía de Mallarmé, especialmente de su obra “Un golpe de dados no abolirá el azar”, en la que el tamaño de las letras, el lugar que ocupan dentro de la página, la jerarquía, son parte constitutiva y esencial del poema.
Creo que un ejemplo ilustrativo de lo que vengo diciendo es el referido a las ediciones de los poemas de Emily Dickinson. Hay editores que respetan los guiones largos, previstos por la autora estadounidense; otros los omiten, “como una consideración al lector”; y otros más, los suplantan por comas, suponiendo que cumplen la misma función. Pero si uno mira los textos originales de Dickinson, puede observar que allí están presentes, como una marca de estilo, los ya famosos guiones largos. Son genuinas rayas, como los que se usan en la escritura dramática, o como los que emplean los narradores para señalar el turno de voz de un personaje. Son guiones largos o, para ser precisos, rayas. Hacen las veces no de incisos, sino de presentar la irrupción de otra voz que hace polifonía con el texto que le sirve de soporte. Recuerdo que Lorenzo Oliván, uno de los traductores contemporáneos de la Dickinson, reconoce –así los haya omitido en su versión– que esos guiones son “la respiración del poema y, por ahí, su música profunda”. Entonces, si se omiten o cambian esas rayas, estamos ante otra cosa diferente a la concebida por la poeta.
Lo mismo puede decirse de los puntos suspensivos que una editorial decide omitir o, más grave aún, cambiarlos por lacónicos puntos aparte; o del empleo de ciertas comillas –las angulares dobles o latinas– que el despistado diseñador decidió unificar por las comillas inglesas. O los ajustes de buena voluntad que hacen los correctores, entrometiendo una coma donde había un vacío o resucitando unas mayúsculas porque, según las reglas de la gramática, así debe hacerse al empezar una nueva línea. O el caso de aquellas antologías en donde no se dice de dónde se tomaron los poemas o qué edición se tuvo como referente. Todos estos descuidos editoriales atentan contra la identidad y el ser mismo del poema. La causa de esta sensibilidad tiene directa relación con el cuidado extremo que el poeta pone en cada verso, en la armonía interior que le da vida, en los detalles tipográficos que hacen las veces de secretos encubiertos. En consecuencia, la piel del poema es delicada, propensa a deteriorarse y muy sensible al toque de las manos ajenas. Tal vez por eso mismo, el poema también exige cuando va a salir a luz un tipo de papel especial, una fuente de letra y un tamaño cuidadosamente seleccionado, y una encuadernación digna de su sensible condición.
De otra parte, está el asunto de las traducciones. Es clarísima la dificultad de volcar un poema a otro idioma; cada palabra –además del ritmo que la habita o de la música que produce al juntarse con otras– es imposible trocarla por otra de un idioma distinto. Por eso los traductores de poesía prefieren hablar de versiones; porque en verdad es eso lo que hacen: verter a una lengua, aquella otra que desean apropiar. Esas versiones son aproximaciones, perífrasis al sentido primero de la lengua original. Otros optan por presentar una “traducción literal” creyendo que el poema es sólo un asunto de palabras. Lo mejor, por todas estas dificultades, es conseguir ediciones bilingües, donde el lector pueda cotejar, así no sea experto en ese idioma ajeno, el ritmo, la estructura, la magia de un término que se hace más poderoso en un verso precisamente porque no tiene equivalencias perfectas en otra lengua. Y ojalá buscar que los traductores sean poetas; pues parece que ellos son los mejores intérpretes de las claves de otro hermano del oficio.
A propósito de lo que escribía César Vallejo, y que sirve de motivo para este escrito, valdría la pena revisar los poemas que circulan en la web. Es frecuente ver y comprobar cómo se transcriben de cualquier manera, se “suben” tal y como a cada cibernauta le parece. Y si el lector de poesía no tiene la paciencia o la curiosidad por cotejar esos textos con ediciones críticas, se puede quedar con un remedo o una figura incompleta del texto original. Ojalá algún día, así como los viejos linotipistas, tengamos “correctores de estilo” en la web, ocupados en corregir, enmendar, aclarar, todos esos poemas náufragos que a su modo cada quien encama en sus blogs o que desfilan en sitios virtuales promocionados como ayudas escolares infalibles. Y no por consideración al autor o por un respeto académico, sino porque el poema es un “organismo” que pierde su esencia si se lo mutila, o se convierte en un monstruo cuando le agregan partes ajenas a su constitución originaria.
Poética¡Qué es poesía? preguntas.Hago luz y —discretay sorprendida— huyeLa poesía: ¡esa sombra!Rogelio Echavarría
Son variadas y muy personales las definiciones de la poesía. Pero la que ofrece el antioqueño Rogelio Echavarría me parece digna de explorar en los párrafos que siguen. No sólo por la sutileza empleada sino porque vincula a la poesía con las capas subconscientes de nuestro psiquismo.
Empecemos: la sombra no tiene en sí misma existencia. Recuerdo una vieja adivinanza: “Con ser ninguno mi ser, / muchas varas en un día / suelo menguar o crecer, / mas no me puedo mover / si no tengo compañía”. Igual pasa con la poesía, su ser depende de las palabras que el poeta emplea. Esta condición subsidiaria de la sombra está directamente relacionada con el modo en que el poeta comunica su mensaje: si busca proyectar algún conocimiento o determinada sabiduría, va al sesgo, enfocando las palabras no directo a los ojos –sin encandelillar al lector– sino trazando diagonales, ubicando el haz de luz de sus versos en posición oblicua. El poeta usa un ángulo especial para mirar las cosas, las personas o la vida. De lo contrario, si enfocara la existencia perpendicularmente –usando esos rayos inclementes–, el resultado sería pobre: mínima presencia o desaparición de la sombra. El cenit, anula la poesía; el nadir, la exacerba y la hace crecer.
He hablado de la proyección. Al igual que en los juegos de las sombras chinas –esas que son más interesantes cuando se hacen con la luz de una vela– el poema proyecta poesía. Es en la habilidad para elegir la disposición de los dedos y las manos –las palabras– como mejor se logran las figuras en la pantalla de la pared-página que nos sirve de escenario. La destreza del poeta para conseguir la figura de la poesía está en saber colocar o combinar las palabras. No hay que llamarse a equívocos: si uno mira las manos desnudas, las palabras escuetas, no verá gran cosa; porque lo importante de esas palabras-dedos es lo que proyectan, lo que van silueteando en nuestra mente o en nuestra sensibilidad. Y cuando algunas sombras no las reconozcamos de inmediato, es necesario afinar nuestra imaginación para adivinarlas en su difusa presencia.
Agreguemos que al buscar la poesía ver la esencia y no los accidentes de las cosas, por interesarle al poeta los asuntos que tocan lo medular de la existencia, por estas razones, la poesía deja de lado los asuntos circunstanciales o banales, y condensa todo en una sombra, una silueta en la que ya no puede distinguirse la forma de una uña, el color de una camisa, el largo de las pestañas. La sombra unifica la vida y las cosas en sus figuras esenciales. La sombra anula lo secundario para quedarse únicamente con las manchas propias de la básico y fundamental. Tal manejo de la luz corresponde a que la poesía, como la sombra, prefiere las totalidades a los fragmentos. Quizá porque, como en el antiguo Egipto, tiene un vínculo directo más que con el cuerpo, con el alma del hombre. Y por eso la leyenda de que si un hombre le vendía el alma al diablo perdía su sombra; y por eso también las creencias de algunos pueblos indígenas, recogidas por James Frazer, en las que relataban como podía herirse o capturarse el alma de alguien con tan solo clavarle una lanza a su sombra.
Aún hay más por decir. Es por la poesía que podemos darnos cuenta de la consistencia y la textura del mundo y de la vida. La sombra da “relieve”, perspectiva. Jung, ese poeta de nuestro psiquismo, afirmaba que “la forma viva necesita una sombra profunda para que aparezca plásticamente”. La sombra de la poesía le da plasticidad al ser; precisamente, para que no seamos tan superficiales, para que nos apreciemos más allá de una sola dimensión. Pero no sólo eso, la sombra –volviendo a Jung– “contiene generalmente valores necesitados por la conciencia, pero que existen en una forma que hace difícil integrarlos en nuestra vida”. En este sentido, la poesía contribuye a que podamos incorporar o enfrentar esos valores. La sombra de la poesía facilita una comunicación con las sombras de nuestra naturaleza profunda. Y por proceder de esa manera, por presentarse como penumbra, es que el poema puede acceder a los rincones más oscuros de la interioridad humana. Las sombras comunican a las sombras.
De otra parte, hay poetas solares y lunares. Aquellos que alumbran con sus palabras de abundante claridad y los que tenuemente iluminan el mundo. Son los lectores los que se sentirán más cómodos o incómodos con el tipo de luz ofrecida por el poeta. La clave de esta diferencia es percatarnos de que la sombra de la poesía proyectada en el día –más contundente, más destacada– difiere de la luz nocturna –más difusa, más vaporosa–. Los poetas románticos, demos por caso José Asunción Silva, son poetas lunares; los poetas expresionistas, digamos Hölderlin, son poetas del sol. Los primeros dibujan a la poesía con aguadas, acuarelas, carboncillos y sanguinas; los segundos, con afilados lápices o plumas finísimas. Y por iluminar de esta diferente manera, así también la sombra que proyectan con sus versos: los románticos provocan sombras largas, larguísimas; los expresionistas, sombras cortas, súbitos contrastes. Hay poetas que prefieren la luz natural, con sus rayos paralelos, y otros que optan mejor por proveerse su propia luz: una luz artificial de rayos radiales. Por supuesto, la posición, la cantidad y la calidad de la luz de sus palabras o sus versos, influyen en la sombra-poesía lograda. El exceso o el defecto de luz, la lejanía o cercanía del foco luminoso influyen en la naturaleza de la sombra: de contraste, de silueta, difuminada, con tonos degradados.
Puede parecer una paradoja: la poesía depende de la luz pero se revela en las sombras. Y más aún: demasiada luz no deja ver la sombra que la poesía quiere mostrar o ha descubierto. Porque eso también hay que decirlo: las sombras que proyecta la poesía no son permanentes; aparecen y desaparecen, se dan en un momento y, pasado un tiempo, no podemos recuperarlas. Esa es la razón por la que Rogelio Echavarría califica a la poesía de huidiza. Como si súbitamente la luz de las palabras la atrapara y ella, por su mismo pudor o discreción, se quedara por unos segundos quieta, momificada hasta ser pura mancha, totalmente sorprendida; pero luego, recuperada de la sorpresa, escapara a esconderse de nuevo entre las tinieblas. Salta a la vista que la pericia del poeta es poder detener con sus versos, así sea fugazmente, el ser de la poesía. Fijarla con sus palabras para que arroje una sombra. Aunque pensándolo mejor, la poesía sabe que el juego con el poeta es un placer interminable; y por eso le canta en las sombras una canción que parece una adivinanza: “nunca podrás alcanzarme / aunque corras tras de mí / Y aunque quieras separarte / siempre iré junto a ti”.
Esa mañana volvió a escuchar el canto de aquel pájaro. Fernando imaginó que era su padre. Que era su manera de abrirle la puerta, como lo hacía antes, muchos años atrás, cuando entraba a despertarlo.
—Levántese, nené.
El trino del ave era diáfano. Limpio. A Fernando le parecía maravilloso, aunque podría ser tan solo una coincidencia o una fabulación personal, que el despertador fuera aquella ave. No unas manecillas, no un timbre eléctrico; sino el festivo y claro canto de un pájaro.
Se levantó y fue hasta la ventana de su alcoba. Corrió las cortinas y miró hacia abajo. No encontró por ningún lado la causa de aquel sonido. Atento, esperó. El canto había cesado. Quizás al mover las cortinas el ave había huido o él, al observar por la ventana, disolvía con su mirada aquel encanto de trinos.
Retornó a su lecho. Ahora su memoria lo puso en contacto con los toches y las mirlas, con los azulejos y los copetones, con las pechiblancas y las perdices… Todos los pájaros de su infancia se le vinieron encima como una bandada de colores. Se vio a sí mismo con una cauchera persiguiendo sigiloso, arriba de aguacatales y guásimos, entre guamos, naranjos y mandarinos, algunas de esas aves, tratando de agarrarlas con piedras redondas, devotamente buscadas en la quebrada. Se vio de cacería. Paso a paso, tratando de descubrir entre las hojas, entre los intersticios de las ramas, el color café de las torcazas o el rojo encendido de los cardenales. ¿Sabían ustedes que las chorolas emiten un silbido largo y lúgubre, y que cantan siempre en las horas del atardecer? Y en esa búsqueda de pájaros, él se iba alejando de la casa paterna hasta que terminaba refundido entre el bosque, y ya no veía nada de lo que perseguía sino que más bien se entretenía con los rayos de sol y las orquídeas funámbulas, con el color de alguna fruta madura o con ese silencio extraño y fascinante que por momentos se aposenta en algunos sitios de las montañas.
Allí, recostado en su lecho, Fernando rememoraba su infancia con los ojos semiabiertos. Ya no tenía sueño. El canto del pájaro se lo había espantado. Reflexionó en las aves y su simbolismo. Pensó en las alas y los ángeles. Se dijo a sí mismo que aquella ave matutina debía tener alguna secreta relación con esos otros seres considerados por la tradición como presencias protectoras. Ahora aquellas imágenes se encontraron con el cuerpo blanco de su mujer que en ese momento se preparaba para ir al trabajo. Las imágenes se resbalaron entre los potes de crema y fueron a estrellarse contra un espejo de marco dorado.
Fernando buscó entre sus recuerdos alguna explicación a esa idea suya de relacionar el trino de aquel animal con la presencia de su padre. Pensó que a lo mejor se debía a su imagen fundacional… Estoy metido en la penumbra. Aún es de madrugada. En la pieza donde me encuentro todavía la negrura de la noche campesina no acaba de levantarse. Me ha despertado el canto de los gallos, un canto que viene de lo más lejos a lo más cercano. Un canto que camina de montaña en montaña. Me quedo quieto escuchando ese concierto de ecos. Poco a poco percibo cómo se van sumando a tal sonido el cacareo de las gallinas. Ni mi padre ni mi madre están en la amplia pieza con techo de zinc. Ahora son los pájaros los que se suman a este concierto. También algunos perros lanzan sus primeros ladridos al rocío. Sigo quieto; acostado en mi cama, atento a ese bullicio de trinos y gorjeos, de cacareos y chillidos, de mugidos distantes en los potreros de “La Laguna”. Así permanezco no sé cuantos minutos, al acecho, hasta que decido levantarme. Puesto de pie sobre la cama quito el pasador de la ventana de madera. La brisa y el sol me reciben de frente. Allí me estoy embelesado. Ya huele a café y alcanzo a divisar el humo que sale por el tejado de la cocina. El fuerte cantar de los cucaracheros anuncia la llegada de la seis de la mañana”. Tal vez ese era el motivo. Una marca existencial, una cicatriz tan profunda como aquella otra que tenía sobre su ceja izquierda. También era posible que aquella obsesión —porque esta no era la primera vez que había escuchado aquel sonido— se debiera a su curiosidad por descifrar el canto de los pájaros. Justo por esos días —y esa tal vez era la causa más inmediata— había estado releyendo un antiguo libro sobre el lenguaje de los animales. Recordó, entre otras cosas, que los elefantes baritan, que las onzas y las panteras himplan, que los patos parpan y que las mariposas rondan… Con fascinación repasó que los jabalíes rebudian y arrúan cuando están heridos o son perseguidos; y que los perros aúllan cuando están tristes, hipan cuando van de caza y gañen cuando están enfermos. Estas variadas formas de comunicación, al igual que sus nombres, lo impactaban. Y más aún el lenguaje de los pájaros: esa comunicación hecha de gorjeos y trinos, de llamados, de chillidos rítmicos y piares entonados. ¿Sabían ustedes que las cotorras garran y las urracas chacharean?, ¿Qué las únicas aves mudas son las cigüeñas, los pelícanos y los buitres? ¿O que el nombre del sinsonte significaba, en náhuatl, cuatrocientas voces?
Todo eso era posible. Pero esta asociación sólo le vino a su cabeza después de aquel dieciocho de mayo, después de aquel jueves cuando murió su padre. Podría ser otra coincidencia. Uno de esos azares ininteligibles para nuestra limitada mente. Sin embargo, pasados siete días del entierro de su padre, Fernando escuchó ese canto, abajo, en el primer piso, cerca de la alberca y el lavadero. De allí era que venía aquel sonido. Era un trino rápido y festivo. Lo primero que pensó aquella vez era que se trataba de un pájaro en búsqueda de agua, un ave con sed mañanera. Pero, desde esa ocasión, sin saber bien porqué, supuso que era la presencia del ausente. Una forma de reaparición, una transmutación; un cambio de materia. Que era su padre el que venía a visitarlo, a mostrarle con su canto que seguía con él, a su lado, acompañándolo. No con palabras, no con gestos y brazos y manos cariñosas, sino con trinos y cantos, con un sonido agudo y leve a la vez. Una especie de puente melódico para que él, su hijo, pasara del mundo inmenso y profundo de los sueños a ese otro universo de las realidades y el despertar cotidiano. Eso pensó desde la primera vez que escuchó aquel canto del ave.
Al otro día volvió a escuchar el pájaro. Movido por la curiosidad, Fernando abrió la ventana para ver de dónde provenía aquel canto pero tuvo la misma suerte de hoy: no vio por ningún lado la figura del ave. Retornó al lecho, volvió a meterse debajo de las cobijas y trató de sintonizar una vez más con aquel sonido. Concentró su atención y volvió a escuchar aquel canto brillante. Pensó que era un canto juguetón. Como juguetón era su padre con él. Así transcurrieron otros minutos hasta que ya no se escuchaba sino el pasar de algunas busetas por la avenida, hacia el costado oriental de la casa donde vivía. Una avenida por la que años antes, pasaba el trolley, ese transporte de tirantas eléctricas.
—Lo más seguro —pensó para sí Fernando—, es que viene a calmar la sed.
Lo extraño fue que después de nueve días aquel sonido desapareció. Tal vez por la presencia de las palomas. Porque esa era otra cosa inexplicable. Después de la muerte de su padre varias palomas habían empezado a anidar arriba del patio de ropas de su casa.
Recordó esa otra costumbre que aún seguía manteniendo viva su madre después de la muerte de su esposo; aquella de dejar por las noches un vaso con agua, cerca al tocador.
—Es para las ánimas —le había dicho.
Le pareció maravillosa esa red de correspondencias que los seres vivos tratamos de establecer con nuestros muertos. Eso de suponer que las almas tengan sed, que necesitan agua para proseguir su caminar sin pies, su diáspora de alas. Su vagabundeo incorpóreo. Y dando por descontado las explicaciones científicas, lo cierto es que su madre asociaba la evaporación del líquido con el hecho de que las almas habían bebido de aquel pequeño pozo. Y volvía a renovar el contenido del vaso y a sentir que sus muertos seguían con ella, bebiendo de sus fuentes más queridas.
Lo mismo sucedía cuando ella iba a visitar los domingos a su esposo al cementerio, al pie de los urapanes. Después de saludarlo con las tres palmadas sobre la lápida de mármol gris; después de limpiar la tumba, de cambiarle el agua al florero, de colocar las nuevas flores; la madre, mientras le hablaba a su marido de los hechos importantes acaecidos desde su última visita, pedía un botellón de plástico que ella misma había llenado ese día, y empezaba a rociar el pequeño lote de césped.
—Aquí tiene, mijo, lo que nos habíamos prometido —le decía con voz grave y cariñosa—. Agua de su casa.
En todo caso, así como él se mantenía conectado a esa gran ausencia por el canto de las aves, su madre lo hacía por medio de las aguas. Pero lo que causaba curiosidad era que el canto de aquel pájaro sólo aparecía en determinados momentos. Y hacía más de tres meses que Fernando no lo había vuelto a escuchar. Sin embargo esa mañana se despertó con aquel canto, límpido, corto e intermitente. Fernando afinó el oído. El trino era incisivo, constante.
—Es como si cantara para mí.
Fernando revisó las acciones y hechos que en esos días le preocupaban y no encontró nada excepcional. Pero era seguro que aquel sonido tenía un vínculo con su conciencia, con su ser más íntimo. Porque él, de alguna manera, había estado signado por la relación con aquellos seres alados. Recordó aquella historia que su madre le había referido tantas veces:
— “Usted, mijo, fue muy terco para empezar a hablar. Después de tres años de nacido, nada que pronunciaba una palabra. Entonces, su abuela Ñoa, buscó racimos de plátanos recién picoteados por los azulejos o los toches, y con una cuchara raspaba lo picado por los pájaros y lo iba guardando en un frasquito. Después machacó bien esa masa hasta volverla una compota suavecita y se la dio a usted para que comiera. Y viendo que eso no daba resultado, decidió traerle unos pichones de cucaracheros para que chillaran dentro de su boca, mijo. A ver si usted con eso se animaba y empezaba a hablar”.
Fernando relacionó aquella historia con su pasión por los instrumentos de viento, su gusto por el clarinete y el oboe, por la trompeta y el saxofón. Se extasió rememorando su emoción con la música de Mozart y el encanto que le producían los porros, especialmente los de Pedro Laza y Clímaco Sarmiento… Tal vez todo eso se debía a una secreta filiación con aquellas criaturas de sílabas y trinos, de gorjeos y llamados. ¿Y si aquel pájaro no fuera sino la presencia misteriosa de un llamado, una comunicación sólo audible por los oídos de su corazón? Todo eso pensaba Fernando mientras seguía oyendo aquella melodía que abría la mañana como los primeros rayos del sol.
En ese momento quiso tener la sabiduría de Salomón para descifrar, como dice el Corán, el lenguaje de los pájaros. ¿Sabían ustedes que entre los antiguos egipcios la conciencia individual del propio cadáver era representado por un pájaro? ¿Y que Abrahám, cuando le preguntó a Dios cómo hacer para devolverle la vida a los muertos, éste le contestó que debía coger un gallo, una pavo real, un pichón y un cuervo y ponerlos a cada uno en una montaña diferente. Y que luego debía llamarlos y ellos acudirían a él rápidamente? Tal vez los muertos emplean para comunicarse otros medios que aún no sabemos entender o interpretar. ¿Acaso el espíritu santo no se manifestó en forma de paloma? Todo eso pensaba Fernando hasta que, de reojo, comprobó la hora en el reloj eléctrico que tenía en la pequeña mesa de noche. Ya eran pasadas las siete de la mañana.
Dejó el lecho y abrió el armario. Buscó una bata y se la puso. Después se calzó las chanclas y bajó al primer piso. Pasó de largo y vio a su madre en la cocina. Apenas la saludó. Enseguida abrió una puerta que daba al patio de ropas. El frío de la mañana lo hizo frotarse las manos con insistencia. Con sus ojos empezó a escudriñar algo que no sabía bien qué era, algún indicio del ave que lo había despertado. Miró en varias direcciones. Nada. Tan solo los cilindros de gas de cien libras, un trapeador y una escoba, la caneca de la basura, varias camisas extendidas en una cuerda de nylon lavadas el día anterior. Hasta creyó ver algo sobrenadando sobre la poceta del lavadero. Ansioso dio unos pasos hasta la alberca de cemento pero nada. El mismo espacio, las mismas tejas de plástico, las mismas materas con las mismas flores.
Abandonó el patio y cerró la puerta tras de sí. Su madre ya venía con el primer plato del desayuno.
—Y eso, mijo, ¿qué andaba buscando?
—Nada, vieja. Es que esta mañana me pareció escuchar el canto de un pájaro, al lado del lavadero.
La madre colocó el plato de fruta sobre la mesa y, luego, con un tono cariñoso le hizo un reproche al hijo:
—No salga así caluroso a la brisa, que eso, aunque usted no lo crea, le hace daño.
Fernando, sonriendo, tomó asiento. Sin mirar a su madre llevó con un pequeño tenedor el primer pedazo de alimento a su boca. Su paladar sintió con regocijo la frescura de la fruta y tuvo la certeza de probar la más dulce de todas las papayas.
A pesar de lo preparado que se esté, la cita con la muerte siempre es un encuentro inesperado.
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La muerte rubrica el contrato del hombre con la vida. El notario, en este caso, es el tiempo.
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El grito que lanzamos al nacer despierta a Hipnos. Y éste, somnoliento, invita a su hermano Tánatos a ir a conocer la nueva vida.
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El hombre quisiera la eternidad pero la muerte está ahí para recordarle el sinsentido de lo interminable.
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La vida necesita del espejo de la muerte para reconocerse. La muerte, en este sentido, les devuelve a los vivos un retrato inverso de su perfil existencial.
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El “ir hacia la muerte” señala que a pesar de las obras vistas o representadas a lo largo de nuestra vida, apenas son un entremés del espectáculo final, de la gran escena oculta tras los telones de lo desconocido.
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La iconografía de la muerte se ha fascinado con el esqueleto, con la calavera. Sin embargo, debajo de los huesos lo que sigue es el polvo, la nada. Un buen dibujo del morir, entonces, se asemeja mucho a la página en blanco.
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Tal vez lo más contundente de la muerte no sea el sufrimiento sino el insensible olvido.
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Si la vida es un continuo ascenso, un esfuerzo permanente, la muerte parece ser una súbita caída, un abandono o una lasitud.
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Hipnos y Tánatos son dos hermanos, hijos de la noche. Moraleja: el sueño y la muerte comparten la misma sangre. Quizá lo que marca su diferencia sea el intervalo de permanencia en el cuerpo de los hombres.
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“No hay superioridad del hombre sobre los animales”, dijo la muerte, con un severo gesto ecológico.
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Razón tenían los sabios y anacoretas medievales: la muerte iguala a todos. Ese parecer ser un beneficio postrero: la muerte garantiza la igualdad de oportunidades.
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Los maestros del autorretrato buscan afanosamente descubrir cómo la muerte pasa de año a año inadvertida.
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Las lápidas dicen del muerto su ubicación en el tiempo y el espacio. Las lápidas son la nomenclatura del olvido.
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El instinto de conservación es el gran enemigo de la muerte. No porque pretenda derrotarla, sino por fabricar rápidas huidas.
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Si la muerte es una prisión segura e invulnerable, el instinto de conservación es el mejor estratega en las artimañas del escape.
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Tratándose de los hombres, la muerte natural es una flagrante contradicción.
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Los cementerios albergan los muertos como las cárceles los reos: un número y una placa los distinguen, las visitas esporádicas están permitidas, unos y otros pagan su condena.
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Cuando los amantes, en el éxtasis, exclaman “me muero”, lo que dicen es que por un instante han conocido la eternidad.
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El cadáver es la cédula de la muerte. La tarjeta de identidad válida únicamente para el mundo de los vivos.
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Lo eterno es como la mirada de Medusa: convierte en piedra todo lo que toca. Así sucede con la escritura, necesita matar la vida para hacerla perdurar en el tiempo.
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Los que creen en la predestinación deberían ser los únicos despreocupados por la muerte; los demás, andan temerosos de hallarse con la muerte al ejercer en cada momento su libre albedrío.
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Entre más años tenemos encima más nos acercamos al morir. En consecuencia, como creen los budistas, deberíamos aligerar las cargas para alejar tal encuentro. El absoluto “no ser” nos haría inmortales.
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El ataúd es una alcoba unipersonal. La muerte, como se ve, detesta los conjuntos multifamiliares.
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Aunque el niño no sabe nada de la muerte, esta última reconoce en él a otro de sus parientes lejanos.
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¿Y si la muerte no fuera una figura cadavérica y aterrorizante, sino los brazos abiertos de los seres amados que nos precedieron? ¿Y si la muerte no fuera una partida sino un reencuentro?
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“Uno se va acabando”, dicen los viejos cuando hablan de la cercana muerte. Todo parece indicar, entonces, que la vida es una suerte de cantera y la muerte la última extracción de dicha veta.
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La polilla siente una fascinación por la danza de la llama. Y cada aplauso de sus alas es un peligroso homenaje a tal espectáculo.
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Las citas de amor son buscadas con ansiedad; las de la muerte, postergadas hasta el último momento.
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Aunque no lo veamos o nos cueste apreciarlo, cada día el tiempo va dando pinceladas al retrato perfecto de nuestra muerte.
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Las flores que llevamos al cementerio son un trueque que hacemos con la eternidad −así sea por unos minutos− para lograr sacar de la desmemoria a nuestros muertos.
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El rostro es una máscara mutante de la cara; la calavera, la máscara fija del rostro.
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Siguiendo a los estoicos, la muerte no debería preocuparnos: cuando vivos, apenas la imaginamos; ya muertos, no tenemos conciencia de ella.
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Hay virtudes de los vivos que sólo afloran a medida que el tiempo las va haciendo germinar del fondo de su muerte.
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¿La agonía es la pelea de la vida para no aceptar a la muerte? o ¿es la lucha de la muerte para no sucumbir ante la vida?
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Sea como fuere, la agonía es un tinglado en el que dos púgiles –la vida y la muerte– libran el último asalto de una pelea interminable.
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Todo parece indicar que la vida y la muerte son líneas paralelas que en un punto, a diferencia de los postulados de la geometría, se encuentran.
Está comiendo pollo. El niño parece concentrado. El mantel es una toalla. El comedor una cama de hospital. Es un niño de raza negra. Las manos son grandes. La foto resalta los muñones de pierna. Es un niño como cortado por la mitad. Las vendas resaltan mucho más la ausencia de los dos miembros. El pie de foto explica la razón: una mina. Deiner come pollo y no mira sus piernas; no recuerda sus piernas; no ve sus piernas. Deiner piensa que no volverá a jugar fútbol, que no podrá ser “jinete”, que no podrá bailar como su hermano. Deiner tiene hambre y rompe con sus dientes, blancos, enteros, perfectos, las presas de pollo. El titular es dramático: “La guerrilla cercenó su sueño”.
—¿ Y qué piensas hacer ahora sin tus piernas?
—Amañarme a una silla de ruedas.
En otra fotografía, de una página interior, Deiner está acompañado de su madre. Virgelina sí mira, demasiado, obsesivamente, la escultura mutilada de su hijo. Sufre, la sorprende —no logra acostumbrarse a ver ese contraste entre el blanco de las vendas y el negro de los muñones— que su hijo no logre vislumbrar la tragedia. Deiner está serio. Otra vez esa mirada perdida.
—Ese día nos fuimos a la loma que se encuentra detrás del pueblo para ver unos caballos. De pronto se oyó un trueno y una yegua cayó muerta. Cuando íbamos llegando, otro trueno mató al hijo de la yegua…
Virgelina vuelve a mirar los pedazos de pierna de su hijo. Está como pegada a esas vendas. No sabe si tocarlas o acariciarlas. Apenas las contempla.
—El papá de Deiner se llamaba Ricardo y conmigo sólo tuvo este hijo. Tuvo otros con su esposa.
—A Ricardo lo mató la guerrilla dizque porque dirigía un grupo de sicarios.
—Yo tuve que volarme de la región porque la guerrilla me buscaba para matarme también. Dejé a Deiner en casa de Elvia, una tía mía, y como pude logré salir a Caucasia en donde me puse a trabajar.
Deiner sigue mirando hacia la lejanía. No habla, no sonríe. Virgelina vuelve a ver las piernas mutiladas de su hijo. No se atreve a tocarlas. Deiner sigue con hambre. Hay demasiada hambre en ese corazón de doce años.
Cada escritor tiene su analogía personal para referirse o dar cuenta de su oficio. Algunos asocian ese quehacer con la composición musical o la composición pictórica; otros, lo relacionan con el proceder propio de los ingenieros que construyen puentes o los físicos que descifran una ecuación; también hay los que piensan que escribir es como una forma especial de embarazo, o como una ceremonia religiosa. En todo caso, la mayoría de los escritores consideran el escribir como una fiesta del intelecto, como un juego, como un acto de amor, como una labor artesanal o como un trabajo demiúrgico de gran envergadura.
Podríamos ir un poco más al fondo y desentrañar en varias de esas analogías su riqueza ilustrativa o su poder de sugerencia para aprender el oficio de escribir. Valga, entonces, explorar en algunas de ellas. De los escritores que piensan que escribir es semejante a cocinar podemos apropiar que la escritura necesita de unos preparativos o rituales (una hora precisa, realizar alguna caminata, hablar de lo que se quiere escribir); de unos útiles especiales que bien pueden ser determinado papel o un tipo particular de bolígrafo; de unos puntos de cocción, es decir, conocer cuál es el tiempo justo para concluir un escrito o cuándo necesita todavía mayor maduración; y de cierta estética formal para presentar el “plato-obra” a los “comensales-lectores”. De esos que asocian el escribir con la labor de los mineros, rescataríamos que al igual que estos últimos, el escritor debe profundizar e ir al fondo de sí mismo, para encontrar allí las piedras preciosas de lo significativo; y que hay que excavar profundo y fuerte para sacar a la luz algún texto-metal precioso o de buena calidad. Los escritores que miran la tarea del escribir como boxeando, nos ayudan a entender que el escribir requiere de unos asaltos preliminares antes de entrar de lleno a la pelea; que no podemos arrojarnos de una vez a escribir en la página en blanco, sino que debemos conocer primero al contrincante, llámese tema o argumento de una historia, para luego sí lanzarle los primeros golpes, las primeras líneas; y que lo importante es impactar al lector con un buen golpe de derecha al mentón, lo que viene siendo lo mismo que elegir un buen primer párrafo o un título contundente. Y de aquellos otros escritores que analogan el ejercicio de escribir con el surgimiento de un árbol, podemos aprender que escribir es un proceso en el que hay que tener en cuenta muchas cosas: la preparación de la tierra, que es lectura continua y estudio de otros escritores; el cuidado de las semillas, que se evidencia en las ideas que el escritor guarda en su cuaderno de notas o en su diario; y la desyerba del cultivo, esa faena inacabada de la corrección, de pasar una y otra vez a limpio las hojas emborronadas de tachones. Esta última analogía nos advierte que la escritura crece con lentitud, que su evolución es parecida al “segregar de las resinas”.
Lo valioso de estas analogías es su poder de sugerencia: porque escribir sí es en algo semejante a hacer el pan, especialmente en ese aprender a amasar la materia prima de las palabras, hasta volverlas dúctiles y adecuadas para determinada forma lingüística; porque escribir en algo se parece a soñar: pues no siempre hay que orientarlo todo con nuestra voluntad o nuestra racionalidad, sino también saber abandonarse a las secretas maneras de trabajo propias del inconsciente o estar preparados para ser amanuenses fieles de fuerzas insospechadas. Tales analogías pueden ayudar al aprendiz de escritor a entrever diferentes situaciones o condiciones de dicho oficio: porque el que escribe en algo se parece al ave que incuba un huevo o a la bailarina que realiza su espectáculo de strip-tease; porque el que escribe, mucho se asemeja al inventor de artefactos alquímicos o al inquisitivo investigador que se desvela experimentando en busca de un descubrimiento.
(De mi libro Escritores en su tinta. Consejos y técnicas de los escritores expertos, Kimpres, Bogotá, pp. 594-596).