Esa mañana volvió a escuchar el canto de aquel pájaro. Fernando imaginó que era su padre. Que era su manera de abrirle la puerta, como lo hacía antes, muchos años atrás, cuando entraba a despertarlo.
—Levántese, nené.
El trino del ave era diáfano. Limpio. A Fernando le parecía maravilloso, aunque podría ser tan solo una coincidencia o una fabulación personal, que el despertador fuera aquella ave. No unas manecillas, no un timbre eléctrico; sino el festivo y claro canto de un pájaro.
Se levantó y fue hasta la ventana de su alcoba. Corrió las cortinas y miró hacia abajo. No encontró por ningún lado la causa de aquel sonido. Atento, esperó. El canto había cesado. Quizás al mover las cortinas el ave había huido o él, al observar por la ventana, disolvía con su mirada aquel encanto de trinos.
Retornó a su lecho. Ahora su memoria lo puso en contacto con los toches y las mirlas, con los azulejos y los copetones, con las pechiblancas y las perdices… Todos los pájaros de su infancia se le vinieron encima como una bandada de colores. Se vio a sí mismo con una cauchera persiguiendo sigiloso, arriba de aguacatales y guásimos, entre guamos, naranjos y mandarinos, algunas de esas aves, tratando de agarrarlas con piedras redondas, devotamente buscadas en la quebrada. Se vio de cacería. Paso a paso, tratando de descubrir entre las hojas, entre los intersticios de las ramas, el color café de las torcazas o el rojo encendido de los cardenales. ¿Sabían ustedes que las chorolas emiten un silbido largo y lúgubre, y que cantan siempre en las horas del atardecer? Y en esa búsqueda de pájaros, él se iba alejando de la casa paterna hasta que terminaba refundido entre el bosque, y ya no veía nada de lo que perseguía sino que más bien se entretenía con los rayos de sol y las orquídeas funámbulas, con el color de alguna fruta madura o con ese silencio extraño y fascinante que por momentos se aposenta en algunos sitios de las montañas.
Allí, recostado en su lecho, Fernando rememoraba su infancia con los ojos semiabiertos. Ya no tenía sueño. El canto del pájaro se lo había espantado. Reflexionó en las aves y su simbolismo. Pensó en las alas y los ángeles. Se dijo a sí mismo que aquella ave matutina debía tener alguna secreta relación con esos otros seres considerados por la tradición como presencias protectoras. Ahora aquellas imágenes se encontraron con el cuerpo blanco de su mujer que en ese momento se preparaba para ir al trabajo. Las imágenes se resbalaron entre los potes de crema y fueron a estrellarse contra un espejo de marco dorado.
Fernando buscó entre sus recuerdos alguna explicación a esa idea suya de relacionar el trino de aquel animal con la presencia de su padre. Pensó que a lo mejor se debía a su imagen fundacional… Estoy metido en la penumbra. Aún es de madrugada. En la pieza donde me encuentro todavía la negrura de la noche campesina no acaba de levantarse. Me ha despertado el canto de los gallos, un canto que viene de lo más lejos a lo más cercano. Un canto que camina de montaña en montaña. Me quedo quieto escuchando ese concierto de ecos. Poco a poco percibo cómo se van sumando a tal sonido el cacareo de las gallinas. Ni mi padre ni mi madre están en la amplia pieza con techo de zinc. Ahora son los pájaros los que se suman a este concierto. También algunos perros lanzan sus primeros ladridos al rocío. Sigo quieto; acostado en mi cama, atento a ese bullicio de trinos y gorjeos, de cacareos y chillidos, de mugidos distantes en los potreros de “La Laguna”. Así permanezco no sé cuantos minutos, al acecho, hasta que decido levantarme. Puesto de pie sobre la cama quito el pasador de la ventana de madera. La brisa y el sol me reciben de frente. Allí me estoy embelesado. Ya huele a café y alcanzo a divisar el humo que sale por el tejado de la cocina. El fuerte cantar de los cucaracheros anuncia la llegada de la seis de la mañana”. Tal vez ese era el motivo. Una marca existencial, una cicatriz tan profunda como aquella otra que tenía sobre su ceja izquierda. También era posible que aquella obsesión —porque esta no era la primera vez que había escuchado aquel sonido— se debiera a su curiosidad por descifrar el canto de los pájaros. Justo por esos días —y esa tal vez era la causa más inmediata— había estado releyendo un antiguo libro sobre el lenguaje de los animales. Recordó, entre otras cosas, que los elefantes baritan, que las onzas y las panteras himplan, que los patos parpan y que las mariposas rondan… Con fascinación repasó que los jabalíes rebudian y arrúan cuando están heridos o son perseguidos; y que los perros aúllan cuando están tristes, hipan cuando van de caza y gañen cuando están enfermos. Estas variadas formas de comunicación, al igual que sus nombres, lo impactaban. Y más aún el lenguaje de los pájaros: esa comunicación hecha de gorjeos y trinos, de llamados, de chillidos rítmicos y piares entonados. ¿Sabían ustedes que las cotorras garran y las urracas chacharean?, ¿Qué las únicas aves mudas son las cigüeñas, los pelícanos y los buitres? ¿O que el nombre del sinsonte significaba, en náhuatl, cuatrocientas voces?
Todo eso era posible. Pero esta asociación sólo le vino a su cabeza después de aquel dieciocho de mayo, después de aquel jueves cuando murió su padre. Podría ser otra coincidencia. Uno de esos azares ininteligibles para nuestra limitada mente. Sin embargo, pasados siete días del entierro de su padre, Fernando escuchó ese canto, abajo, en el primer piso, cerca de la alberca y el lavadero. De allí era que venía aquel sonido. Era un trino rápido y festivo. Lo primero que pensó aquella vez era que se trataba de un pájaro en búsqueda de agua, un ave con sed mañanera. Pero, desde esa ocasión, sin saber bien porqué, supuso que era la presencia del ausente. Una forma de reaparición, una transmutación; un cambio de materia. Que era su padre el que venía a visitarlo, a mostrarle con su canto que seguía con él, a su lado, acompañándolo. No con palabras, no con gestos y brazos y manos cariñosas, sino con trinos y cantos, con un sonido agudo y leve a la vez. Una especie de puente melódico para que él, su hijo, pasara del mundo inmenso y profundo de los sueños a ese otro universo de las realidades y el despertar cotidiano. Eso pensó desde la primera vez que escuchó aquel canto del ave.
Al otro día volvió a escuchar el pájaro. Movido por la curiosidad, Fernando abrió la ventana para ver de dónde provenía aquel canto pero tuvo la misma suerte de hoy: no vio por ningún lado la figura del ave. Retornó al lecho, volvió a meterse debajo de las cobijas y trató de sintonizar una vez más con aquel sonido. Concentró su atención y volvió a escuchar aquel canto brillante. Pensó que era un canto juguetón. Como juguetón era su padre con él. Así transcurrieron otros minutos hasta que ya no se escuchaba sino el pasar de algunas busetas por la avenida, hacia el costado oriental de la casa donde vivía. Una avenida por la que años antes, pasaba el trolley, ese transporte de tirantas eléctricas.
—Lo más seguro —pensó para sí Fernando—, es que viene a calmar la sed.
Lo extraño fue que después de nueve días aquel sonido desapareció. Tal vez por la presencia de las palomas. Porque esa era otra cosa inexplicable. Después de la muerte de su padre varias palomas habían empezado a anidar arriba del patio de ropas de su casa.
Recordó esa otra costumbre que aún seguía manteniendo viva su madre después de la muerte de su esposo; aquella de dejar por las noches un vaso con agua, cerca al tocador.
—Es para las ánimas —le había dicho.
Le pareció maravillosa esa red de correspondencias que los seres vivos tratamos de establecer con nuestros muertos. Eso de suponer que las almas tengan sed, que necesitan agua para proseguir su caminar sin pies, su diáspora de alas. Su vagabundeo incorpóreo. Y dando por descontado las explicaciones científicas, lo cierto es que su madre asociaba la evaporación del líquido con el hecho de que las almas habían bebido de aquel pequeño pozo. Y volvía a renovar el contenido del vaso y a sentir que sus muertos seguían con ella, bebiendo de sus fuentes más queridas.
Lo mismo sucedía cuando ella iba a visitar los domingos a su esposo al cementerio, al pie de los urapanes. Después de saludarlo con las tres palmadas sobre la lápida de mármol gris; después de limpiar la tumba, de cambiarle el agua al florero, de colocar las nuevas flores; la madre, mientras le hablaba a su marido de los hechos importantes acaecidos desde su última visita, pedía un botellón de plástico que ella misma había llenado ese día, y empezaba a rociar el pequeño lote de césped.
—Aquí tiene, mijo, lo que nos habíamos prometido —le decía con voz grave y cariñosa—. Agua de su casa.
En todo caso, así como él se mantenía conectado a esa gran ausencia por el canto de las aves, su madre lo hacía por medio de las aguas. Pero lo que causaba curiosidad era que el canto de aquel pájaro sólo aparecía en determinados momentos. Y hacía más de tres meses que Fernando no lo había vuelto a escuchar. Sin embargo esa mañana se despertó con aquel canto, límpido, corto e intermitente. Fernando afinó el oído. El trino era incisivo, constante.
—Es como si cantara para mí.
Fernando revisó las acciones y hechos que en esos días le preocupaban y no encontró nada excepcional. Pero era seguro que aquel sonido tenía un vínculo con su conciencia, con su ser más íntimo. Porque él, de alguna manera, había estado signado por la relación con aquellos seres alados. Recordó aquella historia que su madre le había referido tantas veces:
— “Usted, mijo, fue muy terco para empezar a hablar. Después de tres años de nacido, nada que pronunciaba una palabra. Entonces, su abuela Ñoa, buscó racimos de plátanos recién picoteados por los azulejos o los toches, y con una cuchara raspaba lo picado por los pájaros y lo iba guardando en un frasquito. Después machacó bien esa masa hasta volverla una compota suavecita y se la dio a usted para que comiera. Y viendo que eso no daba resultado, decidió traerle unos pichones de cucaracheros para que chillaran dentro de su boca, mijo. A ver si usted con eso se animaba y empezaba a hablar”.
Fernando relacionó aquella historia con su pasión por los instrumentos de viento, su gusto por el clarinete y el oboe, por la trompeta y el saxofón. Se extasió rememorando su emoción con la música de Mozart y el encanto que le producían los porros, especialmente los de Pedro Laza y Clímaco Sarmiento… Tal vez todo eso se debía a una secreta filiación con aquellas criaturas de sílabas y trinos, de gorjeos y llamados. ¿Y si aquel pájaro no fuera sino la presencia misteriosa de un llamado, una comunicación sólo audible por los oídos de su corazón? Todo eso pensaba Fernando mientras seguía oyendo aquella melodía que abría la mañana como los primeros rayos del sol.
En ese momento quiso tener la sabiduría de Salomón para descifrar, como dice el Corán, el lenguaje de los pájaros. ¿Sabían ustedes que entre los antiguos egipcios la conciencia individual del propio cadáver era representado por un pájaro? ¿Y que Abrahám, cuando le preguntó a Dios cómo hacer para devolverle la vida a los muertos, éste le contestó que debía coger un gallo, una pavo real, un pichón y un cuervo y ponerlos a cada uno en una montaña diferente. Y que luego debía llamarlos y ellos acudirían a él rápidamente? Tal vez los muertos emplean para comunicarse otros medios que aún no sabemos entender o interpretar. ¿Acaso el espíritu santo no se manifestó en forma de paloma? Todo eso pensaba Fernando hasta que, de reojo, comprobó la hora en el reloj eléctrico que tenía en la pequeña mesa de noche. Ya eran pasadas las siete de la mañana.
Dejó el lecho y abrió el armario. Buscó una bata y se la puso. Después se calzó las chanclas y bajó al primer piso. Pasó de largo y vio a su madre en la cocina. Apenas la saludó. Enseguida abrió una puerta que daba al patio de ropas. El frío de la mañana lo hizo frotarse las manos con insistencia. Con sus ojos empezó a escudriñar algo que no sabía bien qué era, algún indicio del ave que lo había despertado. Miró en varias direcciones. Nada. Tan solo los cilindros de gas de cien libras, un trapeador y una escoba, la caneca de la basura, varias camisas extendidas en una cuerda de nylon lavadas el día anterior. Hasta creyó ver algo sobrenadando sobre la poceta del lavadero. Ansioso dio unos pasos hasta la alberca de cemento pero nada. El mismo espacio, las mismas tejas de plástico, las mismas materas con las mismas flores.
Abandonó el patio y cerró la puerta tras de sí. Su madre ya venía con el primer plato del desayuno.
—Y eso, mijo, ¿qué andaba buscando?
—Nada, vieja. Es que esta mañana me pareció escuchar el canto de un pájaro, al lado del lavadero.
La madre colocó el plato de fruta sobre la mesa y, luego, con un tono cariñoso le hizo un reproche al hijo:
—No salga así caluroso a la brisa, que eso, aunque usted no lo crea, le hace daño.
Fernando, sonriendo, tomó asiento. Sin mirar a su madre llevó con un pequeño tenedor el primer pedazo de alimento a su boca. Su paladar sintió con regocijo la frescura de la fruta y tuvo la certeza de probar la más dulce de todas las papayas.
Rodolfo Alberto López D dijo:
Qué narración tan delicada, profunda, bien estructurada y sugestiva…Cuántos hilos, casi imperceptibles, gobiernan nuestra vida. Cómo a partir de un trino, un trozo de papaya o el aroma de un té, cobra la vida toda su plenitud y sentido.
Felicitaciones y mi más rendido respeto al narrador.
Rodolfo.
fernandovasquezrodriguez dijo:
Rodolfo, gracias por tu comentario. A veces pienso que la fuerza de la narrativa, por no decir de la literatura, está en su capacidad para convertir lo más nimio de una vida humana en una amplia constelación de símbolos y lecturas infinitas.
Pilar Cruz dijo:
Profesor.
En alguna oportunidad recomendó un libro para aquellos que estamos próximos a los cincuenta años. Por favor me recomienda el nombre?
Gracias
Pilar Cruz
fernandovasquezrodriguez dijo:
Pilar, gracias por tu comentario. El libro al que me refería se titula: La mitad de la vida como tarea espiritual. La crisis de los 40-50 años de Anselm Grün, publicado por Narcea. Ojalá te ofrezca pistas existenciales o te lleve a reflexionar sobre tu proyecto vital.
ELVIA OMAIRA GÓMEZ RAMÍREZ dijo:
FERNANDO.
Gracias por tus escritos. ¡Tocan la fibra más íntima de mi corazón!
Al igual que tú, advierto “la presencia juguetona de mi madre” en la danza festiva y el trinar de un hermoso pájaro que visita mi ventana cada día. Esté donde esté: estudio, oración,… salgo y entablo una conversación con él, como si hablara con ella.
fernandovasquezrodriguez dijo:
Elvia Omaira, gracias por tu comentario. Hay presencias que viven a sus anchas en el espacio azul de nuestros recuerdos. Y que sólo nuestro amor o el amor infinito de esos seres nos permiten entender sus trinos cadenciosos.