
Ilustración del polaco Rafal Olbinski
—Yo, en verdad, no creo en esto de los valores —dijo Karina, una enfermera de rostro duro y manos pequeñitas.
—Pues a mí sí me parece importante y necesario que el Hospital se preocupe por recordarnos cuáles son y su importancia para nuestro trabajo. Además…
—Pero Raquel, de qué sirve todo eso —interrumpió la enfermera—, si todos los días uno ve cómo sus mismos jefes incumplen esos valores.
Raquel guardó silencio por un momento. La joven cajera miró en los ojos de su compañera de transporte un destello de inconformidad.
—No digo que eso no pasa, pero no por ello hay que restarle importancia a promover y darle realce a los valores. Fíjate que en mi casa…
—Ah, no, mujer —volvió a interrumpirla Karina— una cosa es el Hospital y otra muy distinta la casa. Yo en mi casa sí les he ido inculcando a mis dos hijos ciertos valores…
—Pero, ¿por qué si estás de acuerdo en la importancia de los valores con tus hijos, te parece inútil hacerlo en nuestro trabajo?
—Pues, porque una cosa es la casa y otra el Hospital.
—Yo pienso distinto Karina. Para mí los valores uno los lleva a todas partes. Uno es honesto, por ejemplo, en su casa, en su trabajo, en cualquier sitio y en cualquier situación.
—No, yo lo que digo es que mucha gente habla de los valores pero ellos mismos no dan ejemplo…
—Eso es otra cosa —respondió Raquel, animada con la discusión—. Si uno no da ejemplo pues es muy difícil pregonar ciertos valores.
—Es que mujer —dijo Karina, un tanto agitada por el sobrepeso y por la emoción—, si te contara lo que me pasó la semana pasada con la jefe Domitila; todo un acto de irrespeto.
Raquel se acomodó mejor en el gastado asiento de la buseta.
—Cuenta —le dijo a Karina para animarla.
—Pues estaba yo terminando mi turno cuando llega esta señora y a grito tendido y delante de todos los que estaban allí me empezó a decir que era el colmo tener en el Hospital gente tan descuidada y tan irresponsable y que…
En ese momento el carro se detuvo abruptamente. Otra buseta había cerrado al vehículo donde iban las dos mujeres y, el chofer, ofendido, le lanzaba a todo pecho algunas groserías por la ventanilla como si fueran pedradas. Pasado el sacudón, las dos mujeres se acomodaron de nuevo en sus puestos.
—La gente si que es imprudente —dijo Raquel, mirando al conductor del otro vehículo que, como si no hubiera pasado nada, continuaba su marcha a toda prisa—. Pero, volviendo a lo nuestro, ¿y qué pasó con el regaño?
—Pues yo, ahí, sin saber bien por qué me estaba diciendo esas cosas y la gente mirándome… No, se me puso la cara roja de la vergüenza y de la rabia que me dio…
—Ay, amiga, párate, que por andar charlando nos pasamos. Mira, ahí está Compensar. Bájate, Karina, apúrate.
—Ya voy, ya voy… No seas intensa.
*
Cuando estaban mostrándole las carteras a los vigilantes, a la entrada del lugar en donde iba a realizarse el evento, Raquel se encontró con otro cajero.
—Hola, Miguel Ángel, qué bueno verte. Te pusiste la pinta, ¿no?
—Qué va, lo que pasa es que de vez en cuando hay que sacar el vestido del matrimonio.
—Mira —dijo Raquel mirando a Karina— te presento a un nuevo compañero, que hace muy poco se incorporó a la institución.
—Tanto gusto —dijo la enfermera, ofreciéndole la mano al muchacho de vivos ojos.
—Dizque es en el mismo sitio de la otra vez, cuando nos dieron el Código de ética —comentó Karina, a la par que abría su pequeña cartera de cuero negro.
—Sí, eso me dijo mi padrino, el día en que fue a llevarme la invitación.
—Y ¿cuál es tu padrino? —preguntó Karina.
—Pues Rubén Darío, un médico que es todo un caballero.
—¿Qué es eso de los padrinos? —preguntó el muchacho tímidamente.
—Pues es parte de una estrategia de un grupo que tiene el Hospital que se llama “Formador de Formadores” y que viene operando desde hace como cinco años o más, no sé bien. En todo caso, cada uno de ellos tiene a su cargo unos ahijados a los cuales les hacen llegar información de distinto tipo y se reúnen varias veces al mes para elaborar materiales y hacer campañas y colaborar con muchas cosas en las cuales el Hospital necesita involucrarnos a todos nosotros.
—Oiga y qué bonitas esas carteleras que hicieron el año pasado —dijo Karina como para contribuir con el diálogo.
Los tres trabajadores traspasaron la puerta de vidrio, siguieron hacia el occidente del edificio y por un minuto se fijaron en los tableros electrónicos que anunciaban la programación de esa tarde.
—Caminen que yo me acuerdo dónde es —dijo Raquel.
—Y cómo hago yo para saber quién es mi padrino? —preguntó el joven cajero, empezando a descender por los escalones que daban al sótano.
—Eso espérate uno días o háblate con Patricia, la de Recursos Humanos.
*
En tanto se aproximaban al auditorio fueron varios los conocidos y conocidas con que se encontraron Karina y Raquel. Un abrazo allí, un estrechón de manos allá, fueron llevándolas hasta un pequeño corrillo que estaba departiendo al pie de un dispensador de café. El joven cajero las seguía, tratando de grabar en su memoria esa avalancha de nombres y rostros hasta ahora desconocidos.
—Se vino con la pinta —le dijo burlonamente Karina a una promotora que también llevaba muchos años en el Hospital.
—Pues, como una nunca sabe si lo van a premiar. Hay que venir pre-ve-ni-da…
La risa de varios de los integrantes del grupo retumbó en al amplio pasillo.
—Ojalá trajeran, como la otra vez, unos mariachis para que vuelvan a cantar “Mujeres divinas”…
—Yo no creo —terció el jefe de urgencias—. Según entiendo hoy venimos es al cierre de la campaña “Poner al día nuestros valores”; esa campaña que se hizo el año pasado.
—Sí, así es. Eso fue también lo que me comentó Rubén Darío, mi padrino —agregó Raquel al comentario del médico jefe.
—A mí me parece que eso es perder el tiempo —dijo un conductor, después de tomar un sorbo de café.
—Eso venía yo diciéndole a Raquel —replicó Karina, contenta de encontrarse a otro que compartiera sus opiniones—. Después, con actitud pontifical agregó: “Mientras que los que mandan no cambien pues todo esto es pura paja”.
—Pero no es sólo cuestión de los que mandan —dijo Federico, el encargado de la oficina de sistemas—. También nos toca, a cada uno de nosotros, ayudar a que esos valores se cumplan o como leí en uno de los boletines, que se “encarnen” en nosotros.
—Pero, ¿y qué?, Uno lee esas cosas, pero la gente sigue igual. No cambia —volvió a arremeter Karina.
—Aunque hay otras personas que toda esa campaña si les ayudó a cambiar en algo —replicó Merceditas, una señora bonachona de servicios generales—. Me parece que fue por algo que leyó en una de las carteleras o por uno de los volantes que nos dieron, en fin, en todo caso la jefe nuestra cambió del cielo a la tierra….
—Pero eso es la excepción —replicó Karina—. El resto de la gente sigue igual.
—En mi caso, —dijo un funcionario de archivo— a mí todo ese material que nos iban dando cada mes me sirvió cantidades para charlar con mi mujer y mis hijos.
—A mí también —dijo una de las secretarias—. Yo tengo todo el material metido en una carpeta, y hasta le ha servido a una de mis hijas como consulta para las tareas que les ponen en colegio sobre este tema de los valores.
—Yo lo único que guardo es el llavero. Ah, y la alcancía… y la camiseta…
—No, mijo, usted ya parece un sanandresito.
—A mí lo que se me quedó —dijo Raquel—, fueron frases como esa de que “el hombre honrado no teme ni a la luz ni a la oscuridad”.
—O qué tal esa otra —agregó el médico jefe— que pusieron en una cartelera con una ilustración de un hombre con un cuerpo de niño: “Una conducta irresponsable es una conducta inmadura”.
—O aquella que decía —volvió a intervenir Raquel—: “Dios mira las manos limpias, no las llenas”.
—Debe ser por la poca memoria que tengo —interrumpió Karina— pero yo no me acuerdo de ninguna de esas dichosas frases.
—Lo que pasa es que usted, mujer —le replicó Raquel, con cierta picardía— no se acuerda si no de lo que le conviene.
Otra vez el estruendo de las risas se esparció por el amplio pasillo. Un hombre con una chaqueta verde y azul se acercó al corrillo para invitar a los participantes a entrar al salón.
—Sigan, por favor, que ya vamos a comenzar.
*
Al entrar al auditorio Raquel y Karina se separaron. El joven cajero se mantuvo al lado de Raquel un tanto desconcertado por la majestuosidad del salón. Raquel vio a una amiga que la invitaba a sentarse a su lado.
—Vengan aquí —gritó la mujer de rostro alegre y cabello ensortijado.
—Hola, Inesita, qué milagro —dijo Raquel—. ¿Hace rato llegaste?
—No, apenas unos minutos.
—Que bien. Mira, te presento a Miguel Ángel, un cajero que acaba de entrar al Hospital.
—Tanto gusto —dijo sonriendo Inés.
—Y qué, ¿cómo van tus cosas?
—No, mija, con un problemita que tengo en la oficina, que ni para qué te cuento.
—Cuenta no más que, como dice la canción, las penas que se cuentan si no quitan el dolor, por lo menos lo alivian.
—Pues sucede que tengo una compañera que es muy chismosa y muy intrigante y me ha metido en unos líos que ni te imaginas…
—Pero, ¿ya hablaste con ella?
—No. Yo creo que no vale la pena…
—Pero, Inesita, usted sabe que si uno no lo hace, pues la cosa va a seguir así quién sabe hasta cuándo.
—Sí, Raquelita, yo lo sé. Pero temo que en lugar de arreglar las cosas, terminemos agarrándonos.
—Sea como sea, si uno no exige dignidad y buen trato, pues ¿quién más se lo va a garantizar?
—Hasta de pronto, ¿no?
—Mira Inesita, y te lo digo porque a mí ya me pasó con un compañero…
—Ah, sí, mija. Porque también hay hombres que son más chismosos que las mujeres….
—Bueno, tuve que hablar con el hombrecito y decirle frente a frente, bien tranquila, las cosas que me estaban molestando y cómo sus comentarios me estaban perjudicando en el trabajo…
—¿Y quién es?
—No, mija, te cuento el milagro pero no el santo. En todo caso, después de esa charla el tipo cambió y ahora estamos bien, aunque no es que seamos como se dice, amigos del alma.
—Es que Raquel, yo temo que si le digo alguna cosa, lleguemos a un conflicto mayor.
—No, Inesita. Y si es que las cosas se complican, por lo menos la otra persona ya sabe lo que a usted le molesta. A veces la gente no actúa de mala fe, sino que por descuido o ignorancia termina embarrándola.
—Ahora que me lo dices, Raquelita, sabes que eso fue lo que me pasó con mi chinita, la mayor.
—¿Con Dayli?
—Sí, mija. Tú sabías que yo tenía la sospecha de que ella andaba metida en cosas raras…
—Pero, ¿estabas segura?
—No. Por eso no había hablado con ella. Hasta que hace unos días me animé y le comenté mis temores y ella reaccionó bien y me explicó que los tatuajes eran pura loquera momentánea, que no tenía nada de que preocuparme.
—Es que cuando uno es joven, mujer, hace unas cosas que nadie entiende. Pero fíjate, bastó con sincerarse con la china y el asunto mejoró.
—Eso es cierto. ¿Y sabes qué fue lo que me animó a hablar con mi muchacha? Una de las cosas que leí en unos de los boletines que nos daban el año pasado.
—El ¿“Avivar”?
—Sí. En uno de esos boletines decían que si uno no es sincero, si deja que se le emponzoñe el alma, pues termina por volver su trabajo o su familia un lugar invivible.
—Sí, recuerdo ese boletín. Uno de color amarillito. Ahí, si mal no estoy, decía que sin la sinceridad es muy difícil lograr la confianza.
La voz de uno de los presentadores sonó fuerte en el auditorio.
—Bueno, mija —dijo Raquel— pongámonos juiciosas y miremos a ver qué nos tiene preparado hoy el grupo “Formador de Formadores”.
—Oye, mujer —replicó Inesita, con una risa espléndida—. Ese par de presentadores ya pueden pedir trabajo en Caracol.
—Sí, señora. Y es puro talento nacional… Hecho y fabricado en Bosa city.
*
Después de compartir la copa de vino y de charlar con amigos y amigas que hacía tiempo no veían, Raquel y Karina volvieron a reunirse para esperar juntas el transporte que las llevaría hasta sus respectivas residencias. Ya eran como las nueve y media de la noche.
—¿Cómo te pareció la velada —dijo Raquel, después de abrirse paso entre varios pasajeros que colmaban el pequeño espacio de la buseta.
—Pues salió como bonito, sobre todo las ocurrencias de los presentadores y el reconocimiento a las personas que nosotros elegimos como dignos representantes de los valores de nuestro Hospital.
—No, y qué tal lo de la cartilla que nos dieron. Bien bonita les quedó.
—Sí, aunque quien debería leerla de cabo a rabo no vino hoy al evento.
—Tú y tus ironías —continuó hablando Raquel, contenta de ver cómo justo al lado suyo quedaba un puesto libre.
—Siéntate, mujer, que tú con esos tacones debes estar muerta.
—Pues sabes que sí. Cosa que se te agradece.
Karina se acomodó en el puesto vacante y comenzó a hojear la cartilla que minutos antes había recibido.
—No leas así, que es malo para los ojos.
—¡Qué va! Puro cuento.
—Cuento el que nos leyó Fernando…
—Oye, lo noté como acabadito.
—Sí, es que según me contaron le dio el Helicobacter pylori….
—Ah, el bicho ese que produce la gastritis…
—Sí señora. Pero me sentí identificada con el cuento que nos leyó.
—A mí él, me parece como chévere. La otra vez que estuve en la reinducción me dijo algo sobre mi escudo que me llegó al alma.
—Bueno, por fin ves algo bueno en alguien.
—No, Raquel, lo que pasa es que tú, como quieres tanto al Hospital eres ciega para ver las fallas que tiene.
—Yo no digo que seamos perfectos o que no necesitemos mejorar en muchas cosas. Lo que pasa Karina es que tú eres muy negativista….
—Realista, mijita, realista…
—No sé. A mí me parece que si uno tiene una actitud o un espíritu negativo ante la vida o ante los demás, pues todo le parece malo o triste.
—Ay, Raquelita, tú eres una romántica y sentimental.
—A lo mejor así sea. Pero yo guardo en mi corazón un consejo de mi mamá, ojalá Dios la tenga en la gloria, que me decía: “Es mejor encender una vela que culpar a la oscuridad”.
Las dos amigas guardaron silencio. Después de unos minutos, Karina volvió a abrir la cartilla. Miró la tercera página: “Los valores no se pueden imponer. Más bien se trata de ir asimilándolos como un buen alimento. De allí la fuerza que tienen los hábitos, particularmente familiares, para ir martillando en nuestra mente o en nuestra conciencia el ser honrados, responsables, solidarios o sinceros…”
La enfermera levantó la mirada y se detuvo a observar los edificios lejanos. Pensó en su familia y en sus hijos. Se acordó de los consejos de su madre fallecida hacía menos de un año. Volvió a la lectura de la cartilla: “Los valores son señales o pistas para iluminar el propio camino y el caminar de otros”.