Ilustración del estadounidense Christopher Buzelli
“La infancia, esa riqueza preciosa, imperial, esa arca de los recuerdos”.
Rainer María Rilke
Son abundantes los poetas que reconocen en la infancia una “cantera” privilegiada de la cual pueden extraer motivos, recuerdos, celebraciones y sueños escondidos. Un lugar que sirve de inspiración y, al mismo tiempo, de aliciente cuando no afloran los versos o cuando el espíritu del escritor flaquea y se asoma a los abismos de la desesperanza.
Tal prelación a esta edad corresponde, antes que nada, al halo de descubrimiento y asombro que la acompaña y señorea. La infancia es el tiempo de la curiosidad obsesiva, del pasmo ante los seres más insignificantes, la alegría espontánea por todas las cosas de la vida. Y si los poetas la ven como una época dorada es porque necesitan esos mismos ojos de la infancia para seguir en su tarea de redescubrirnos la existencia. Luego no es una voluntad nostálgica la que incentiva al poeta; se trata más bien de un esfuerzo interior para no perder aquella actitud de extrañeza y desconcierto ante el variopinto mundo que lo rodea. Es una invocación, como la hecha a un dios benigno, para que no nos abandone ni nos deje a la intemperie de lo dado por hecho o al infierno de una vida apenas vegetativa.
Deberíamos aclarar de una vez que la infancia de la que hablan los poetas no es una edad; la infancia es un estado del alma. Una parte de nuestra sensibilidad y nuestro psiquismo que nos permite, valgan los ejemplos, abandonarnos a lo inútil, confiar ciegamente en otros, disfrutar con las cosas sencillas, transformar lo cotidiano en extraordinario. Y esto no le pertenece sólo a la niñez. No son asuntos vedados a las otras etapas del ciclo vital. Por eso hay que hacer esa distinción: porque aún en la edad adulta o cuando estemos viejos, cuando ya el niño haya desaparecido, podremos conservar aún vigorosa y juguetona nuestra infancia. Por eso Rilke la consideraba un tesoro, por eso Gabriela Mistral la veía como la verdadera patria de todo ser humano. La infancia, en cuanto estado del alma, es la que nos permite volver a amar después de que el amor nos abandona; es la que nos ofrece un olvido milagroso para poder perdonar con facilidad; es el fuego creativo y entusiasta que nos anima a emprender proyectos imposibles.
Al ser un estado en donde todos nuestros sentidos, toda nuestra atención, todo nuestro ser estaba en constante vigilancia, la infancia es también un “arca de recuerdos”. Es probable que a lo largo de nuestra vida tengamos memoria de muchas experiencias, pero de la infancia tenemos infinidad, millones de recuerdos: la primera vez que te perdiste entre el pasto yaraguá, con tu primo Saúl, en aquel potrero inmenso, bien abajo de la casa paterna, cerquita a las laderas de Lomalarga; la primera vez que viste el diablo, escondido en una zanja, cuando ibas presuroso a traer la leche para el desayuno campesino; la primera vez que estuviste en una quema y pudiste oler los grillos abrasados por las llamas que se confundían con la luz radiante de la luna… Esa cantera también incluye a las personas, al habla de las gentes, a los nombres de las cosas: nada escapa a la memoria feliz de la infancia; todo queda ahí, gravitando, a la manera de móviles fantásticos: el coyabro donde Misael preparaba su guarapo, los ojos infinitamente azules de la siempre vieja señora Josefina, el gutural acento de Mario, un jornalero desdentado y solitario fumador de cigarrillos “Pielroja”.
Esas marcas de la infancia –porque la infancia deja heridas, heridas siempre abiertas– son como cicatrices adheridas a nuestra piel. Pueden compartirse con otros, pero en su médula, son personalísimas. Quizá por eso mismo las privilegian los poetas; por mantener un vínculo profundo con su identidad particular; por ser signos distintivos de una historia única e irrepetible. El no olvidar esas marcas es lo que permite que el poeta sea auténtico; que no renuncie y mantenga su voz personal. Ahí está su identidad, su cédula de ciudadanía poética. Esa es la causa de que a unos poetas les parezcan cercanas, íntimas, las voces de la ciudad –Luis Vidales o Mario Rivero, para poner sólo dos ejemplos colombianos– y a otros les sean absolutamente familiares, parte de su propio corazón, las hojas y las nubes de un pedazo de tierra, como es el caso del inolvidable Aurelio Arturo. De igual modo, las marcas de infancia impregnan al lenguaje que las evoca; y si se mira de una manera más profunda, también modelan un ritmo. Porque no es lo mismo una infancia vivida entre montañas y vientos arrasadores, que otra acompañada de interminables baladas escuchadas en la radio de los vecinos de una casa de inquilinato. Cada infancia carga consigo, a la manera de un trasteo fantástico, sus palabras y sus melodías, sus imprecaciones y sus silencios.
Lo que vengo diciendo, además de las reiteraciones laudatorias de Rilke, tiene una concreción magnífica en Saint John Perse. Si uno relee, como lo hago a menudo, sus «Elogios» y, por supuesto, “Para celebrar una infancia”, en la ya canónica traducción de Jorge Zalamea, lo que descubre es eso: que la infancia está ahí, como un aguijón placentero para el poeta, recordándole cada rasgo de su cara, cada línea de su intimidad, cada paisaje de sus primeros años. Es la infancia la que lo provoca o incita a exaltar las bestias, las cosas, los olores, los juegos, las moscas, los “insectos verdes” y, de manera especial, las palmeras. Las palmeras “y la dulzura de una vejez de las raíces”. Creo que ese tono elogioso de Perse es semejante –nunca igual– a mi infancia, allá en Capira. También están vivos en mí, entre las montañas majestuosas, el ladrido de los perros, el eco del hacha abriéndose camino entre ceibas gigantescas, las voces de mis tíos, las recuas de mulas y las imponentes palmeras. Y más abajo de las palmeras el plan del Tolima con su río y sus tardes incendiadas de rojo. Todo eso sigue intacto en mi memoria, resguardado por el hada protectora de mi infancia.
Qué mejor manera de concluir este ensayo que citando unos versos, las dos primeras líneas del poema “La palabra aprendida” del mexicano Juan Domingo Argüelles: “lo que recuerda el hombre al final de su edad / es al niño que fue, absorto en el asombro”. Estos versos son perfectos para nombrar a la infancia: un estado entre admiración y ensimismamiento, un modo de ser y estar en el que la atención suprema se dispone a recibir a manos llenas las impresiones memorables.
Motivado por mi lectura de la entrevista de Silvia Sauter a Olgo Orozco –que realicé ayer– durante las primeras horas de la mañana, devoré otra más “El revés del poema”, realizada por Jacobo Sefamí en 1990 y publicada en su libro De la imaginación poética. Conversaciones con Gonzalo Rojas, Olga Orozco, Alvaro Mutis y José Kozer. Es una entrevista extensa, de más de 40 páginas, amena, y que muestra el conocimiento de la obra de Orozco por parte del profesor Sefamí. Una vez más, me sorprenden las coincidencias con algunas ideas de mi ensayo “El poeta aviva la luz de las cosas”, especialmente en lo que afirmaba yo del papel de la poesía como medio para hacer y hacernos preguntas. Dice Olga Orozco: “Creo que la poesía es eso: una permanente interrogación en busca de algo que siempre está un poco más allá. Para cada pregunta hay otra pregunta”. Descubrí también, para el tema que he venido trabajando sobre «imágenes fundacionales», el recuerdo más remoto de la escritora: “El recuerdo más remoto de la infancia está contado en un relato titulado ‘Misión cumplida’ de La oscuridad es otro sol (1967). Allí hago alusión a una memoria anterior. Tal vez no sea fácil deslindar lo que está sucediendo en el momento, con lo que está sucediendo en mi memoria. Se trata de una huida en brazos de mi hermana mayor. Ella me lleva en brazos huyendo de un toro. Yo veo oscilar el amarillo de los girasoles y sé que algo rojo nos va corriendo. Luego tengo la sensación de un salto, y es mi hermana que cae del otro lado de un alambrado, y nos hemos salvado. Y yo que me aprieto contra su pecho y siento el asilo, el calor, la ternura y la protección”. Me pareció interesante lo que dice de la adolescencia: “En toda adolescencia se juegan elementos muy contrapuestos y empieza la búsqueda del verdadero camino: uno tiene diálogos con Dios y luchas con el demonio; contrapone la libertad a otras cosas. En fin, empiezan a surgir los problemas del amor, del sexo, de las verdades eternas. Es decir, los elementos fundamentales de la vida, que llegan a tener una intensidad tal que si uno sobrevive es porque pacto con algo; de lo contrario, uno podría haberse muerto o consumido”.
Más adelante, Orozco cuenta cómo es su proceso de escribir. Aunque ya había retomado algunos apartes de esta entrevista para mi libro Escritores en su tinta, una respuesta de la escritora podría servirme para una segunda edición de mi texto. Habla la poeta: “Escribo poco y lentamente. En general, cuando escribo tengo la sensación del final con la primera línea, que puede venir en una imagen, en una música, en la repetición de una frase que lo asalta a uno. Lo que tengo que hacer es ese recorrido. No sé cómo va a suceder ese recorrido que va de esa primera línea al final que presiento. Pero nunca paso de la primera a la segunda línea si no he aceptado de manera definitiva la primera, y así sucesivamente. En mi caso, la poesía no es convocar, ni suscitar, sino desechar de un coro de solicitaciones, de esos, ‘signos en rotación’ de los que habla Paz. Hay personas que me han preguntado si escribo mis poemas en diez minutos. No creo que parezcan escritos en diez minutos. No se ve nunca algo tan espontáneo, como para que sean el producto de diez minutos. Lo que no se ve es la insistencia laboriosa, porque no hay frialdad”. Enseguida, agrega: “Yo no escribo nada que no tenga las bases puestas en su sitio, las columnas, las ventanas. Escribo un poema como una casa que voy a habitar, y en la que me voy a mover sabiendo dónde está cada cosa que necesito, y donde no hay ninguna contradicción, sino las que son manifiestamente buscadas, pero donde un elementos que está en la línea sexta no contradice para nada un elemento que está en la línea 24. Todo sigue una sucesión coherente”.
En mi lectura subrayo otros puntos de encuentro, en particular lo referente a que la poesía es una escritura ideal para dar cuenta de nuestras exploraciones como hombres rana del espíritu: “A veces uno se sumerge a grandes profundidades, hasta quedar unido a la superficie por nada, por un hilo. Yo he tenido temores de no poder retornar y supongo que eso le pasará a muchísimos: quedarse enredado en esos enigmas que hay en las profundidades. Es el buceo en lo desconocido”. La poesía, nos los reitera Orozco, tiene que ver con “los elementos abismales: todo aquello que rompe con las leyes establecidas de causa y efecto”. Otro asunto tocado en la entrevista apunta a que la poesía aspira a dar cuenta de la complejidad del ser: “El propio ser es inquietante porque también es desconocido; no sólo en su origen y en sus siguientes proyecciones; es desconocido porque es como si uno estuviera encerrado en su propia enigma, con su propia esfinge, y ésta pudiera empezar a hacer preguntas”. Me regocijé, de igual modo, con una opinión –que de una vez voy a incluir en las notas a pie de página de mi ensayo “Matar la vida para darle perdurabilidad”– en la que Olga Orozco resalta el lugar de la poesía en su lucha con la muerte: “La escritura es una manera de luchar contra el tiempo, contra la muerte; en ese sentido, es positiva”.
Para no dejar perder algunas de las ideas expresadas por ella me parece conveniente guardarlas en este diario de escritura:
“Los poetas siempre andan en búsqueda de revelaciones, siempre tratamos de desenterrar misterios. Algo que puede ser la palabra perdida; buscamos lo indecible. Por eso el poema es una frustración”
“El deseo es por naturaleza la ausencia de algo; en algo se diferencian el deseo y el amor: el amor es una presencia, y el deseo es una ausencia. Por eso es tan extraordinaria esa frase de René Char, que dice que ‘el poema en sí es el deseo del amor realizado que continúa siendo deseo’. Me parece extraordinario porque eso es algo que no sucede en el plano de la vida verdadera, ni como deseo, ni como amor, ni como realización. La conjunción que busca para definir algo tan indefinible como la poesía me parece espléndida”.
“Talila cumi, son las palabras que le dice Jesús a la hija de Jairo, cuando la resucita; quiere decir: ‘levántate y anda'”
“Yo creo que hay dos tiempos de silencio: uno es el silencio como cerrazón, como balbuceo, que es el silencio primero, el que tratamos de ganar, el que tratamos de abordar, para irlo descifrando, purificando, dándole cierta respiración que es la nuestra, convirtiéndolo en lo que somos, o permitiendo que él nos convierta en lo que él es. A veces, una vez que eso se ha logrado, el silencio es ese silencio final del que hablábamos en algún momento; es decir, ese silencio que es la plenitud total y que debe ser la plenitud final, que hace innecesaria la palabra”.
“Para saber mi noche, la tengo que aprender de la noche”.
“Sientes que la noche tiene millares de ojos y que si no puedes cerrar los tuyos es porque ésos otros están abiertos”.
“Son dos piedras existentes; una que viene de Sicilia y otra que viene de San Luis, y que yo tomo muchas veces en la mano para poder escribir… Las piedras se convierten, más que en testigos, en dos elementos de convocación”.
“Siempre he creído que soy la única sobreviviente de mi casa, porque soy la que tiene la memoria y la que tiene que apagar las lámparas y cerrar las puertas”.
“Uno no elige las influencias, sino que llegan por naturaleza; ni siquiera se contagian; se establecen por parentesco, ¿no?”.
“El poema abre y cierra la puerta de la revelación”.
“La poesía es una apuesta arriesgada, como podría ser la de una ciencia iluminada, digamos. Es decir, hay un pie en la tierra y el otro pie está sondeando en el vacío para ver dónde apoya. De modo que las posibilidades que ofrece en la búsqueda son muchas más, tanto de encuentros, como de desencuentros y hasta de caídas”.
(La poesía) “Sería el instante en el que todo es posible; el instante en el que es posible el pasado, el presente y el futuro y las combinaciones y variaciones posibles e imposibles”.
Hacia el final del día estuve oyendo (y viendo) el Concierto para piano y orquesta en la menor del compositor polaco Edvard Grieg. Artur Rubinstein en el piano, acompañado por la Orquesta sinfónica de Londres, dirigida por André Previn… Llegué a este concierto por el adagio que había escuchado la semana pasada en una selección de EMI Classics. Cuando lo oí, por primera vez, me fascinó el tono intimista del segundo movimiento del mencionado concierto. Hay una magia nórdica que envuelve la voz del piano; un piano sutil, leve, evanescente. Esos siete minutos transcurren como en una penumbra fantástica; y aunque hay exaltaciones, ellas son tranquilas, de amanecer de nubes. Qué secreta la respiración que allí se evoca, qué delicada la manera de mostrarnos la gestación de un florecer o un despertar… Esta música me hizo recordar uno de mis poemas, escrito a partir de un amanecer en las montañas de Capira:
DespertarAbajo sigue la noche.Todo está en silencio. Ni un pájaro canta.Y poco a poco, levantándose de un sueño vaporoso,las nubes comienzan a despertarse.Lo hacen de manera perezosa.Unos cuantos rayos de luz, muy lejanos, las cortejan.Ahora se define mejor la forma de las montañas.Y lo que era una sola figura compactase va abriendo en pequeñas manchas grises.Algunos árboles sacan sus ramas más altas para ver el sol.Pero el viento se mantiene al acecho.La noche cede sus encantos al nuevo día.El silencio mantiene su frescura.Es la vida, la vida que se renueva.Imperceptiblemente.
Estaba intranquilo. Olga Orozco menciona una definición del poema dada por René Char, pero no referencia en qué libro o qué texto se hace tal afirmación. Apenas salí de la oficina pasé a Arte y Letra para ver si tenían alguna antología del poeta francés. En la colección Visor de poesía me mostraron el texto Furor y misterio. En una primera lectura no tuve suerte. Por la noche, después de escuchar el concierto de Grieg miré con más detalle la obra. De pronto, en una de las «proposiciones», como las llamaba él, de «Partición formal», di con el texto objeto de mi búsqueda; es el apartado XXX, y dice así, en la traducción de Jorge Riechmann: “El poema es el amor realizado del deseo que permanece deseo”. (En las notas se agrega que Char le comentó a Georges-Louis Roux que “el poeta estaba siempre a la espera de esos encuentros con el rayo, de la quemadura y –no obstante– de la plenitud afectiva que de ellos se sigue indefectiblemente, y aseguró su certidumbre feliz de que eran indefinidamente renovables”). Ya con esa pista, husmeé en mi biblioteca y hallé, precisamente, un texto homónimo, pero en la versión de Santiago González Noriega y Catalina Gallego Beuter. Esta es su propuesta: “El poema es el amor realizado del deseo que permanece como deseo”. Espero mañana explorar en esa afirmación: “Le poème est l’amour réalisé du désir demeuré désir”.
Aunque hay otra forma de vivir, como nos dice Giovanni Quessep en su poema “Acantilado”, lo cierto es que a muchas personas les gusta aferrarse al abismo permanente de la culpa. Teniendo la posibilidad de elegir una existencia soberana convierten su día a día en un tormentoso despeñadero de remordimientos. Tal vez estas personas, de tanto redundar en su culpabilidad, olvidan que es posible vivir de otra manera.
Es clarísimo, como se muestra en el poema, que los seres humanos tenemos la posibilidad de elegir nuestro destino. No es un castigo de los dioses ni un plan predeterminado. Cada persona, al tomar sus decisiones, va delineando la figura de su propia vida. Y, por supuesto, al elegir una opción –afectiva, profesional, económica o de otra índole– debe hacerse responsable también de sus consecuencias. La culpa emerge, precisamente, cuando nos arrepentimos de las elecciones hechas o cuando no queremos aceptar las implicaciones de alguna decisión tomada. Es bueno aclarar esto porque los únicos causantes de estar en los bordes del precipicio de la culpabilidad somos nosotros mismos. A nadie más puede achacársele nuestra particular manera de aferrarnos a un vacío.
De otro lado, la vida nos ha sido dada como un “mar de danza irrepetible”. Esa es su maravilla y su fascinación. Nadie puede vivir por otro y no es posible, como se dice coloquialmente, “vivir en borrador”. Cada día que pasa, cada persona que encontramos, cada experiencia que tenemos, por más que quisiéramos, es irrepetible. ¿Cuándo, entonces, aparece la culpa? Pues en el instante en que nos lamentamos de algo que no vivimos o en el momento que anhelamos volver a vivir de manera diferente algo que ya pasó. La culpa, en este sentido, es la no aceptación de la irrepetibilidad de la existencia. Aunque parezca extraño, la culpa niega la vida, se opone a su desarrollo único, se obstina en resucitar lo que ya ha cumplido su ciclo. Quizá sea esa “la espuma del mal” a la que se refiere el poeta: una maléfica obstinación en reversar la vida; una fascinación no por seguir adelante sino por volver atrás, retractándose o abjurando de lo vivido.
Quessep dota a la culpa, además, de la consistencia de la roca. A lo mejor, para subrayar esa falta de dinamismo, esa fijeza que no le permite a los culpables moverse al ritmo propio de lo vivo. El culpable se queda momificado en una decisión, en un hecho, en una determinada acción. Siempre busca regresar a ese punto; o mejor, el culpable se ha quedado fijo en un lugar. Su conciencia, su memoria, sus emociones y sentimientos están prisioneros del sedentarismo de alguna decisión. Al culpable le faltan músculos y energía para decir, “bueno, no fue lo correcto, me equivoqué en esa elección, no pensé mejor las palabras que dije”, para luego, poder seguir adelante en su recorrido vital. Dada su condición de roca, el culpable repite y repite, como si fuera una letanía, la misma disculpa, el mismo llanto, la misma retahíla del “yo no quería hacerlo”, “a mí me obligaron”, “no sé por qué lo hice”, “qué bueno sería seguir como estábamos antes”. Por tener una consistencia pétrea, el espíritu del culpable es un permanente eco. Un repiqueteo que a sí mismo se responde.
El poeta nos hace una advertencia en las últimas líneas: al escoger el camino de la culpa, la consecuencia más grave es que “no podemos mirar cielo alguno”. Si nos asumimos como culpables, nos prohibimos la esperanza, el sueño, la utopía. Por estar preso del arrepentimiento, por vivir revocando los edictos de su libertad, el culpable no puede ver sino hacia el despeñadero, hacia la sin salida o el destino desafortunado. Ni las estrellas, ni el sol más radiante, le son estímulos llamativos. Lo que en verdad convoca su atención es la negrura del abismo, la enrarecida bruma del “no hay nada que hacer”. Pero no debiera ser así; no podemos permitir que nuestra libertad se vea frenada por las lajas afiladas de la culpa. Porque, y es importante repetírnoslo, “hay otra forma de vivir”, tal vez más riesgosa pero más genuina y con una ventaja existencial enorme: la de no perder de vista el vasto firmamento.
(De mi libro Vivir de poesía. Poemas para iluminar nuestra existencia, Editorial Kimpres, Bogotá, 2012, pp. 113-117)
Buena parte del oficio de escribir consiste en sopesar, en aquilatar el peso y la calidad de las palabras. De allí por qué me ha parecido interesante asociar la tarea del escritor más con restar que con sumar vocablos.
Quien tenga por oficio escribir sabe que al elaborar un ensayo o un cuento son más las palabras descartadas que las aparecidas en el texto final. El tachar y el corregir, la llamada posescritura, da fe de ese pugilato con los vocablos. Aún antes, cuando la idea o la historia está dando vueltas en nuestra cabeza, allí mismo esas palabras van sufriendo un proceso de decantación, de filtrado o evaporación. Y luego, frente al papel o la pantalla de computador, se da una continua lucha entre el repertorio de palabras con que cuenta nuestra memoria y la elección del término para designar un estado de ánimo, una acción, un concepto, una frase para mantener el suspenso. Por eso también, frente a la tradicional manera de priorizar la página en limpio, considero el escribir como un oficio “sucio”, donde son muy valiosas las tachaduras y las enmiendas. Y entre más se confíe en el flujo inicial del escritor, en esa avalancha de palabras sin dique o cortapisa, mayor será el trabajo posterior de poda o recorte. Mayor el espacio y el tiempo para usar el borrador y la tijera.
Cuando escribimos lo que en verdad hacemos es suprimir, desechar, omitir palabras, bien porque no son las pertinentes o porque hay otras que dicen mejor la idea o la acción que nos interesa comunicar. Tal ejercicio de pensamiento –ya que de eso se trata– es lo que convierte el escribir en algo semejante a una tarea investigativa o a una actividad artesanal. De una parte, para saber cuál es el sentido preciso de un vocablo o el campo de un acción de una palabra, el escritor necesita documentarse: leyendo fuentes de diversa índole, observando meticulosamente las acciones cotidianas, preguntando, recogiendo materiales dispersos, archivando… Este documentarse es fundamental para otorgarle a lo que escribe carta de precisión o verosimilitud. De otro lado, el escritor tiene que ensayar diferentes maneras de engarzar, anudar o tejer las palabras. Aquí la paciencia y el esmero, el buen oído, son necesarios para manipular el ritmo, la fuerza, la seducción o la gravitación de un vocablo.
Por ser su tarea un oficio de medida y precisión, el escritor necesita instalarse al lado de los diccionarios, de esas herramientas de referencia inmediata. En ciertos casos acude al etimológico, porque desea conocer el sentido madre de un término, o los lazos de sangre –no siempre evidentes– de las palabras; en otros, prefiere ir al diccionario de sinónimos. Por supuesto, hablo de un diccionario razonado de sinónimos, no de un listado heterogéneo en donde cada vocablo parece poderse remplazar por cualquier otro. Razonado porque le ayuda a pensar al escritor, porque le permite sopesar los alcances de las palabras. No se trata de utilizar romper por quebrar, o quebrar por quebrantar. Pues, bien analizadas las palabras, se rompen los cuerpos cuyas partes se entrelazan, se unen o están encadenadas unas con otras, mientras que se quiebran los cuerpos inflexibles o vidriosos; se rompe el pan, la tela, una cuerda; se quiebran tazas y vasos… Se quebrantan los cuerpos que, en vez de entrelazarse, son sólo adherentes y como pegados sin ningún lazo que les sea común: el barro, el hielo, el mármol. Y aunque estas tres palabras remiten a la acción de reducir por la fuerza un cuerpo sólido a diversos pedazos, cada una apunta a una finalidad precisa. Y ni qué decir de los diccionarios ideológicos, tan útiles no para buscar definiciones sino para hallar el nombre de algo que se vislumbra en el espacio de nuestra mente pero se refunde con infinidad de sombras de palabras.
Escribir es, esencialmente, sustraer materia lingüística. El escritor escribe un vocablo, piensa en la combinatoria posible de otras palabras que podrían decir lo mismo, elige, considera, delibera; se levanta, va y consulta, hojea, se detiene; vuelve a su escritorio, corrige, cambia la palabra por otra que ahora le parece más apropiada, más cercana a lo que quería decir o expresar. Vuelve y lee toda la frase, medita, y se lanza a hacer otro recorte. Una vez más se pone de pie. Camina las ideas. Después de unos minutos, retorna a su sitio de trabajo. Tacha toda la línea inicial del segundo párrafo y la cambia por un verbo en infinitivo, el vocablo tiene más consistencia, es más preciso, se ajusta mejor a una conexión de consecuencia. Se detiene y, por largo rato, se queda ensimismado en sus pensamientos, en sus propias palabras. Ahora, relee todo lo que ha escrito y suprime, en la última línea, un verbo muy parecido en su conjugación a otro que estaba al iniciar la frase. Duda sobre el término, y otra vez se levanta hasta la biblioteca para tomar una de sus fuentes predilectas –una en donde bebe a diario–, el diccionario de uso del español de María Moliner. Se sienta, modifica la palabra, y continúa escribiendo.
(De mi libro Escritores en su tinta. Consejos y técnicas de los escritores expertos, Editorial Kimpres, Bogotá, pp. 564-566).
—Yo, en verdad, no creo en esto de los valores —dijo Karina, una enfermera de rostro duro y manos pequeñitas.
—Pues a mí sí me parece importante y necesario que el Hospital se preocupe por recordarnos cuáles son y su importancia para nuestro trabajo. Además…
—Pero Raquel, de qué sirve todo eso —interrumpió la enfermera—, si todos los días uno ve cómo sus mismos jefes incumplen esos valores.
Raquel guardó silencio por un momento. La joven cajera miró en los ojos de su compañera de transporte un destello de inconformidad.
—No digo que eso no pasa, pero no por ello hay que restarle importancia a promover y darle realce a los valores. Fíjate que en mi casa…
—Ah, no, mujer —volvió a interrumpirla Karina— una cosa es el Hospital y otra muy distinta la casa. Yo en mi casa sí les he ido inculcando a mis dos hijos ciertos valores…
—Pero, ¿por qué si estás de acuerdo en la importancia de los valores con tus hijos, te parece inútil hacerlo en nuestro trabajo?
—Pues, porque una cosa es la casa y otra el Hospital.
—Yo pienso distinto Karina. Para mí los valores uno los lleva a todas partes. Uno es honesto, por ejemplo, en su casa, en su trabajo, en cualquier sitio y en cualquier situación.
—No, yo lo que digo es que mucha gente habla de los valores pero ellos mismos no dan ejemplo…
—Eso es otra cosa —respondió Raquel, animada con la discusión—. Si uno no da ejemplo pues es muy difícil pregonar ciertos valores.
—Es que mujer —dijo Karina, un tanto agitada por el sobrepeso y por la emoción—, si te contara lo que me pasó la semana pasada con la jefe Domitila; todo un acto de irrespeto.
Raquel se acomodó mejor en el gastado asiento de la buseta.
—Cuenta —le dijo a Karina para animarla.
—Pues estaba yo terminando mi turno cuando llega esta señora y a grito tendido y delante de todos los que estaban allí me empezó a decir que era el colmo tener en el Hospital gente tan descuidada y tan irresponsable y que…
En ese momento el carro se detuvo abruptamente. Otra buseta había cerrado al vehículo donde iban las dos mujeres y, el chofer, ofendido, le lanzaba a todo pecho algunas groserías por la ventanilla como si fueran pedradas. Pasado el sacudón, las dos mujeres se acomodaron de nuevo en sus puestos.
—La gente si que es imprudente —dijo Raquel, mirando al conductor del otro vehículo que, como si no hubiera pasado nada, continuaba su marcha a toda prisa—. Pero, volviendo a lo nuestro, ¿y qué pasó con el regaño?
—Pues yo, ahí, sin saber bien por qué me estaba diciendo esas cosas y la gente mirándome… No, se me puso la cara roja de la vergüenza y de la rabia que me dio…
—Ay, amiga, párate, que por andar charlando nos pasamos. Mira, ahí está Compensar. Bájate, Karina, apúrate.
—Ya voy, ya voy… No seas intensa.
*
Cuando estaban mostrándole las carteras a los vigilantes, a la entrada del lugar en donde iba a realizarse el evento, Raquel se encontró con otro cajero.
—Hola, Miguel Ángel, qué bueno verte. Te pusiste la pinta, ¿no?
—Qué va, lo que pasa es que de vez en cuando hay que sacar el vestido del matrimonio.
—Mira —dijo Raquel mirando a Karina— te presento a un nuevo compañero, que hace muy poco se incorporó a la institución.
—Tanto gusto —dijo la enfermera, ofreciéndole la mano al muchacho de vivos ojos.
—Dizque es en el mismo sitio de la otra vez, cuando nos dieron el Código de ética —comentó Karina, a la par que abría su pequeña cartera de cuero negro.
—Sí, eso me dijo mi padrino, el día en que fue a llevarme la invitación.
—Y ¿cuál es tu padrino? —preguntó Karina.
—Pues Rubén Darío, un médico que es todo un caballero.
—¿Qué es eso de los padrinos? —preguntó el muchacho tímidamente.
—Pues es parte de una estrategia de un grupo que tiene el Hospital que se llama “Formador de Formadores” y que viene operando desde hace como cinco años o más, no sé bien. En todo caso, cada uno de ellos tiene a su cargo unos ahijados a los cuales les hacen llegar información de distinto tipo y se reúnen varias veces al mes para elaborar materiales y hacer campañas y colaborar con muchas cosas en las cuales el Hospital necesita involucrarnos a todos nosotros.
—Oiga y qué bonitas esas carteleras que hicieron el año pasado —dijo Karina como para contribuir con el diálogo.
Los tres trabajadores traspasaron la puerta de vidrio, siguieron hacia el occidente del edificio y por un minuto se fijaron en los tableros electrónicos que anunciaban la programación de esa tarde.
—Caminen que yo me acuerdo dónde es —dijo Raquel.
—Y cómo hago yo para saber quién es mi padrino? —preguntó el joven cajero, empezando a descender por los escalones que daban al sótano.
—Eso espérate uno días o háblate con Patricia, la de Recursos Humanos.
*
En tanto se aproximaban al auditorio fueron varios los conocidos y conocidas con que se encontraron Karina y Raquel. Un abrazo allí, un estrechón de manos allá, fueron llevándolas hasta un pequeño corrillo que estaba departiendo al pie de un dispensador de café. El joven cajero las seguía, tratando de grabar en su memoria esa avalancha de nombres y rostros hasta ahora desconocidos.
—Se vino con la pinta —le dijo burlonamente Karina a una promotora que también llevaba muchos años en el Hospital.
—Pues, como una nunca sabe si lo van a premiar. Hay que venir pre-ve-ni-da…
La risa de varios de los integrantes del grupo retumbó en al amplio pasillo.
—Ojalá trajeran, como la otra vez, unos mariachis para que vuelvan a cantar “Mujeres divinas”…
—Yo no creo —terció el jefe de urgencias—. Según entiendo hoy venimos es al cierre de la campaña “Poner al día nuestros valores”; esa campaña que se hizo el año pasado.
—Sí, así es. Eso fue también lo que me comentó Rubén Darío, mi padrino —agregó Raquel al comentario del médico jefe.
—A mí me parece que eso es perder el tiempo —dijo un conductor, después de tomar un sorbo de café.
—Eso venía yo diciéndole a Raquel —replicó Karina, contenta de encontrarse a otro que compartiera sus opiniones—. Después, con actitud pontifical agregó: “Mientras que los que mandan no cambien pues todo esto es pura paja”.
—Pero no es sólo cuestión de los que mandan —dijo Federico, el encargado de la oficina de sistemas—. También nos toca, a cada uno de nosotros, ayudar a que esos valores se cumplan o como leí en uno de los boletines, que se “encarnen” en nosotros.
—Pero, ¿y qué?, Uno lee esas cosas, pero la gente sigue igual. No cambia —volvió a arremeter Karina.
—Aunque hay otras personas que toda esa campaña si les ayudó a cambiar en algo —replicó Merceditas, una señora bonachona de servicios generales—. Me parece que fue por algo que leyó en una de las carteleras o por uno de los volantes que nos dieron, en fin, en todo caso la jefe nuestra cambió del cielo a la tierra….
—Pero eso es la excepción —replicó Karina—. El resto de la gente sigue igual.
—En mi caso, —dijo un funcionario de archivo— a mí todo ese material que nos iban dando cada mes me sirvió cantidades para charlar con mi mujer y mis hijos.
—A mí también —dijo una de las secretarias—. Yo tengo todo el material metido en una carpeta, y hasta le ha servido a una de mis hijas como consulta para las tareas que les ponen en colegio sobre este tema de los valores.
—Yo lo único que guardo es el llavero. Ah, y la alcancía… y la camiseta…
—No, mijo, usted ya parece un sanandresito.
—A mí lo que se me quedó —dijo Raquel—, fueron frases como esa de que “el hombre honrado no teme ni a la luz ni a la oscuridad”.
—O qué tal esa otra —agregó el médico jefe— que pusieron en una cartelera con una ilustración de un hombre con un cuerpo de niño: “Una conducta irresponsable es una conducta inmadura”.
—O aquella que decía —volvió a intervenir Raquel—: “Dios mira las manos limpias, no las llenas”.
—Debe ser por la poca memoria que tengo —interrumpió Karina— pero yo no me acuerdo de ninguna de esas dichosas frases.
—Lo que pasa es que usted, mujer —le replicó Raquel, con cierta picardía— no se acuerda si no de lo que le conviene.
Otra vez el estruendo de las risas se esparció por el amplio pasillo. Un hombre con una chaqueta verde y azul se acercó al corrillo para invitar a los participantes a entrar al salón.
—Sigan, por favor, que ya vamos a comenzar.
*
Al entrar al auditorio Raquel y Karina se separaron. El joven cajero se mantuvo al lado de Raquel un tanto desconcertado por la majestuosidad del salón. Raquel vio a una amiga que la invitaba a sentarse a su lado.
—Vengan aquí —gritó la mujer de rostro alegre y cabello ensortijado.
—Que bien. Mira, te presento a Miguel Ángel, un cajero que acaba de entrar al Hospital.
—Tanto gusto —dijo sonriendo Inés.
—Y qué, ¿cómo van tus cosas?
—No, mija, con un problemita que tengo en la oficina, que ni para qué te cuento.
—Cuenta no más que, como dice la canción, las penas que se cuentan si no quitan el dolor, por lo menos lo alivian.
—Pues sucede que tengo una compañera que es muy chismosa y muy intrigante y me ha metido en unos líos que ni te imaginas…
—Pero, ¿ya hablaste con ella?
—No. Yo creo que no vale la pena…
—Pero, Inesita, usted sabe que si uno no lo hace, pues la cosa va a seguir así quién sabe hasta cuándo.
—Sí, Raquelita, yo lo sé. Pero temo que en lugar de arreglar las cosas, terminemos agarrándonos.
—Sea como sea, si uno no exige dignidad y buen trato, pues ¿quién más se lo va a garantizar?
—Hasta de pronto, ¿no?
—Mira Inesita, y te lo digo porque a mí ya me pasó con un compañero…
—Ah, sí, mija. Porque también hay hombres que son más chismosos que las mujeres….
—Bueno, tuve que hablar con el hombrecito y decirle frente a frente, bien tranquila, las cosas que me estaban molestando y cómo sus comentarios me estaban perjudicando en el trabajo…
—¿Y quién es?
—No, mija, te cuento el milagro pero no el santo. En todo caso, después de esa charla el tipo cambió y ahora estamos bien, aunque no es que seamos como se dice, amigos del alma.
—Es que Raquel, yo temo que si le digo alguna cosa, lleguemos a un conflicto mayor.
—No, Inesita. Y si es que las cosas se complican, por lo menos la otra persona ya sabe lo que a usted le molesta. A veces la gente no actúa de mala fe, sino que por descuido o ignorancia termina embarrándola.
—Ahora que me lo dices, Raquelita, sabes que eso fue lo que me pasó con mi chinita, la mayor.
—¿Con Dayli?
—Sí, mija. Tú sabías que yo tenía la sospecha de que ella andaba metida en cosas raras…
—Pero, ¿estabas segura?
—No. Por eso no había hablado con ella. Hasta que hace unos días me animé y le comenté mis temores y ella reaccionó bien y me explicó que los tatuajes eran pura loquera momentánea, que no tenía nada de que preocuparme.
—Es que cuando uno es joven, mujer, hace unas cosas que nadie entiende. Pero fíjate, bastó con sincerarse con la china y el asunto mejoró.
—Eso es cierto. ¿Y sabes qué fue lo que me animó a hablar con mi muchacha? Una de las cosas que leí en unos de los boletines que nos daban el año pasado.
—El ¿“Avivar”?
—Sí. En uno de esos boletines decían que si uno no es sincero, si deja que se le emponzoñe el alma, pues termina por volver su trabajo o su familia un lugar invivible.
—Sí, recuerdo ese boletín. Uno de color amarillito. Ahí, si mal no estoy, decía que sin la sinceridad es muy difícil lograr la confianza.
La voz de uno de los presentadores sonó fuerte en el auditorio.
—Bueno, mija —dijo Raquel— pongámonos juiciosas y miremos a ver qué nos tiene preparado hoy el grupo “Formador de Formadores”.
—Oye, mujer —replicó Inesita, con una risa espléndida—. Ese par de presentadores ya pueden pedir trabajo en Caracol.
—Sí, señora. Y es puro talento nacional… Hecho y fabricado en Bosa city.
*
Después de compartir la copa de vino y de charlar con amigos y amigas que hacía tiempo no veían, Raquel y Karina volvieron a reunirse para esperar juntas el transporte que las llevaría hasta sus respectivas residencias. Ya eran como las nueve y media de la noche.
—¿Cómo te pareció la velada —dijo Raquel, después de abrirse paso entre varios pasajeros que colmaban el pequeño espacio de la buseta.
—Pues salió como bonito, sobre todo las ocurrencias de los presentadores y el reconocimiento a las personas que nosotros elegimos como dignos representantes de los valores de nuestro Hospital.
—No, y qué tal lo de la cartilla que nos dieron. Bien bonita les quedó.
—Sí, aunque quien debería leerla de cabo a rabo no vino hoy al evento.
—Tú y tus ironías —continuó hablando Raquel, contenta de ver cómo justo al lado suyo quedaba un puesto libre.
—Siéntate, mujer, que tú con esos tacones debes estar muerta.
—Pues sabes que sí. Cosa que se te agradece.
Karina se acomodó en el puesto vacante y comenzó a hojear la cartilla que minutos antes había recibido.
—No leas así, que es malo para los ojos.
—¡Qué va! Puro cuento.
—Cuento el que nos leyó Fernando…
—Oye, lo noté como acabadito.
—Sí, es que según me contaron le dio el Helicobacter pylori….
—Ah, el bicho ese que produce la gastritis…
—Sí señora. Pero me sentí identificada con el cuento que nos leyó.
—A mí él, me parece como chévere. La otra vez que estuve en la reinducción me dijo algo sobre mi escudo que me llegó al alma.
—Bueno, por fin ves algo bueno en alguien.
—No, Raquel, lo que pasa es que tú, como quieres tanto al Hospital eres ciega para ver las fallas que tiene.
—Yo no digo que seamos perfectos o que no necesitemos mejorar en muchas cosas. Lo que pasa Karina es que tú eres muy negativista….
—Realista, mijita, realista…
—No sé. A mí me parece que si uno tiene una actitud o un espíritu negativo ante la vida o ante los demás, pues todo le parece malo o triste.
—Ay, Raquelita, tú eres una romántica y sentimental.
—A lo mejor así sea. Pero yo guardo en mi corazón un consejo de mi mamá, ojalá Dios la tenga en la gloria, que me decía: “Es mejor encender una vela que culpar a la oscuridad”.
Las dos amigas guardaron silencio. Después de unos minutos, Karina volvió a abrir la cartilla. Miró la tercera página: “Los valores no se pueden imponer. Más bien se trata de ir asimilándolos como un buen alimento. De allí la fuerza que tienen los hábitos, particularmente familiares, para ir martillando en nuestra mente o en nuestra conciencia el ser honrados, responsables, solidarios o sinceros…”
La enfermera levantó la mirada y se detuvo a observar los edificios lejanos. Pensó en su familia y en sus hijos. Se acordó de los consejos de su madre fallecida hacía menos de un año. Volvió a la lectura de la cartilla: “Los valores son señales o pistas para iluminar el propio camino y el caminar de otros”.
Es de suponer que a lo largo de las épocas y en variadas naciones siempre ha habido personas corruptas. Eso no debería sorprendernos. Pero lo que vivimos en nuestra época, y muy particularmente en nuestro país, es la desvergüenza ante tales actos inmorales o dignos de repudio.
El corrupto se campea con su falta. Es un presuntuoso de su pecado. Soberbio, saca el pecho, enorgullecido de su venalidad. Ni por un momento muestra culpa o sonrojo. Ni recato ni decencia parecen ser posturas por él conocidas. Más bien asume la sonrisa del que sabe que sus acciones van a quedar, tarde que temprano, en la más flagrante impunidad.
Porque esa es, precisamente, una de las claves del enaltecimiento del corrupto: la fragilidad de la justicia o, lo que es más grave, su complicidad con él. Al desmoronarse ese símbolo guardián de la rectitud, de la honradez o la probidad, pues ni siquiera el temor al castigo cabe en la mente del corrupto. Por el contrario, lo que más favorece al envilecido es que la justicia se muestre parcializada, irregular y poco eficaz.
Pero detrás de ese escenario de derecho lo que está en el corazón del corrupto es su total egoísmo: sólo el propio beneficio es lo que cuenta. A cualquier precio. Lo público ha sido negado o es una especie de botín al cual hay que saquear a como dé lugar y en el menor tiempo posible. El beneficio personal es el motor del corrupto. Y si a ello se suma la astucia, y una moral tunante traída por el narcotráfico, se produce una forma de pensar y de actuar regida por la arbitrariedad, la desfachatez, cuando no el cinismo o el descaro ostentoso.
Es probable también que en estas personas corruptas haya faltado el troquel axiológico de la familia, o que la escuela no haya sido cuidadosa en reforzar aquellas normas de conducta. Hasta cabe pensar en la pérdida espiritual de cierta observancia a mandatos religiosos. Todo eso es posible. Pero es el mismo contexto el que mayor favorece tal proliferación de corruptos. Lo que pueden apreciar las nuevas generaciones es cómo alguien, de pronto, adquiere enormes capitales, se da “la buena vida” y pone en entredicho el valor del trabajo honrado, la idea del esfuerzo continuo y honesto, y el respeto permanente a la ley.
A todo lo anterior habría que agregar la complacencia silenciosa de la sociedad que parece ignorar –por temor o modorra ética– estos hechos. La ausencia de indignidad y censura pública a la corrupción hace que la misma sociedad se convierta en cómplice. De alguna manera, y eso puede evidenciarse en la programación televisiva, lo que vivimos es lo propio de la sociedad del espectáculo, en la que el chisme farandulero, la idolatría al consumo y la banalización de la existencia, son el nuevo decálogo que rigen los comportamientos de las personas.
Vistas así las cosas, y más allá de echar mano de la nostalgia o de asumir posturas apocalípticas, lo que esta corrupción generalizada nos demanda es, en primera medida, mantenernos alertas y críticos frente a cualquier actividad “torcida”, ser incorruptibles de cara a los que pregonan el “todo vale” o el “todo el mundo lo hace”, mostrarnos inflexibles o acuciosos para quitar sin excepciones el apoyo electoral a esos dirigentes que han ido desprestigiando con sus actuaciones a la política. Podríamos decir que allí toda la sociedad puede ser menos encubridora y compinche de la corrupción. Pero, a la par, es urgente que los núcleos familiares y los espacios educativos no claudiquen en señalar o poner en alto la importancia de tener y defender unos principios, y de aquilatar los intereses particulares con esos otros que provienen de las necesidades de lo público. Tenemos que enseñar, sin descanso, el ir cultivando unos valores como si formaran parte de nuestra estructura ósea o los cuidáramos igual que atesoramos el mayor de los capitales.
Los medios de comunicación, lejos de ocultar o ser secuaces mudos de la corrupción, ayudarían enormemente a este propósito. La tarea de denuncia, de “sacar a la luz” el prevaricato o el cohecho que se pavonean en la penumbra, contribuiría a que al menos vuelva a instaurarse la vergüenza como un regulador de los funcionarios o políticos de oficio. Otro tanto podría servir el apoyo de las redes sociales –y así lo hemos comprobado– al cumplir el papel de vehículos de inconformismo de la opinión pública. La presión de estos nuevos medios de comunicación pueden, así sea civilmente, inhibir futuros comportamientos venales o tachados de inmoralidad. No hay que desistir o transigir en este propósito. Así seamos calificados de idealistas, ingenuos o de soñadores de pasadas épocas.
La corrupción, decíamos al inicio, anda desbocada y altanera en estos tiempos. Bien merece que la sometamos a un examen meticuloso, que develemos sus puntos débiles, que corramos la voz de sus crímenes impunes. Ojalá así logremos, si no provocar su retraimiento o vacilación, al menos poder llevarla a la picota para gritarle su descrédito y su desprestigio.
—A mí, personalmente, poco me gustan las uñas afiladas y menos si alguien me las pinta de azul. Lo detesto, en verdad…
—Yo creo que te quedan muy bien. Sobre todo que te contrastan con esos ojos amarillos y ese pico rojizo.
—Sí, pero no me permiten acicalarme el pelo como yo quisiera.
—¿Y qué te impide acariciar tu reluciente y retorcida cabellera?
—Pues, temo hacerle daño a mis cuidadas serpientes. Herirlas con mis punzantes patas.
—A mí me parece que ese azul en tus espuelas te da personalidad. Y mirándote objetivamente hasta te otorga mucha distinción.
—Es posible. Pero no va bien con el color de las plumas de mi cola. ¿No me vas a decir que mi bello color mostaza hace juego con dicho azul?
—Pues de lejos no desentona. Además, debes tener presente el verde ocre que tienes en cada una de tus tenazas y el rojo bermellón de tus agallas.
—No lo había pensado. Hasta tienes razón. Pero, en todo caso, no me gusta que me pinten las uñas sin mi consentimiento. Es cosa de autenticidad. Es como si a alguien se le ocurriera afeitarme los largos pelos que tengo en mis orejas.
—Ah, no, eso si es una belleza. Cada pelo de esos te afina la mirada y le da más carácter a tu rostro. Hay una simetría exquisita entre el largo de tus pelos y el pabellón enorme de tus orejas.
—Lo que digo. No me gusta que me anden pintarrajeando con cualquier color. Eso me denigra. Hasta me hace sacar mi lengua gelatinosa y con el calor que está haciendo se me multiplica la baba y hasta yo misma me siento quemarme con el veneno de mi saliva.
—Creo que estás muy negativa. Yo te veo muy bien. Y no me parece que un cambio en el color de tus uñas sea motivo para deprimirte o molestarte. Fíjate en mí. Aunque a veces se me multiplican los ojos o se me caen algunos dientes, lo cierto es que me gustan tales variaciones. Tú sabes que adoro los cambios y las metamorfosis.
—Sin duda. Pero al menos tú tienes unas aletas y unas escamas plateadas que van muy bien con tus cascos negros.
—Todo es cuestión de gustos. Mis cascos hendidos son una bendición. Aunque a veces lo que me estorba es el largo de mis cuernos. Ayer, por ejemplo, duré más de una hora para marcharme del bosque. Por más que me esforzaba por salir, más me enredaba.
—Eso me pasa a mí cuando duermo. Ninguna de mis serpientes encuentra la postura más adecuada, y terminan desvelándome. Y aunque todos dicen que el color de mis ojos transpira ferocidad, lo cierto es que es a causa del insomnio. Pura falta de sueño.
—Eso no es nada. Tú sabes que yo no puedo alimentarme sino de lombrices podridas. Las otras, me descomponen el estómago. Y no sé cómo, me comí una de esas lombrices muy frescas, y estuve varios días vomitando y con un dolor de cabeza que no sabía qué hacer. Con decirte que estuve tentada a darme un baño de lodo, a sumergirme entre la laguna azufrada que queda arriba de la montaña donde vivo.
—Cuánto lo siento. Son cosas que pasan. Algo parecido me pasó a mí cuando me intoxiqué con esas ratas de alcantarilla. Yo creo que los residuos de jabón fueron los que me produjeron esa alergia. Imagínate. ¡Con hongos en las tenazas! ¡Un desastre!
—Lo lamento. Lo mejor, cuando pasan esas casualidades, es no prestarles tanta importancia.
—Hasta razón tienes. Pero no deja una de pensar en ello, especialmente cuando la picazón te persigue por todas partes.
—Hay que tener paciencia. Además, una persona con ese caparazón, no tiene nada que temer.
—Eso es lo que tú crees. Personas como tú son las que no tienen de qué preocuparse. Ya quisiera yo contar con esos colmillos; ya quisiera yo tener ese venenoso hocico…