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Fernando Vásquez Rodríguez

~ Escribir y pensar

Fernando Vásquez Rodríguez

Archivos mensuales: agosto 2013

Convocar a la escritura

27 martes Ago 2013

Posted by fernandovasquezrodriguez in Del diario

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Buscar a la escritura. Hacerle guiños. Releer antiguos textos personales o transcribir textos de otros. Estrategias para convocar a la escritura, señales de humo, conjuros de alguien que, como otro hijo pródigo, reclama volver a la casa paterna de la hoja en blanco. Caminatas, subidas y bajadas con libros en la mano, bibliotecario por momentos. Más y más estratagemas para invitar a la escritura, para hacerla retornar a su casa paterna, a esta pequeña parcela, a esta ventana por la que me entra el aire indispensable para mantener la buena salud de mi espíritu.

Las manos indecisas, torpes por decir lo menos. Y, sin embargo, las manos ansiosas por volver a sembrar de signos, por hundir en la tierra de la imaginación estas semillas de palabras. Afán por no perder más tiempo, dudas por haber olvidado alguna experticia hija del trato cotidiano, del hábito de escribir la página diaria. Un deseo por escribir acompañado de muchísimas dudas, de contradicciones, de preguntas. La pasión sigue ahí, genuina, imperecedera. Lo sé: he sentido su fuerza, su ímpetu. Pero, a la vez, he tenido que renunciar a ella por culpa del abundante trabajo en la Universidad, por las asesorías, por ese corre corre incesante de los fines de semana. Sí, la pasión continúa intacta aunque ha tenido que vérselas varios meses con el rostro paralizante de esa otra Medusa cotidiana: el cansancio. Cómo detesto el entregarle las migajas de mis fuerzas a la escritura, cómo me duele tener que acostarme sin haber intercambiado algunas palabras con ella. Entro o salgo del cuarto de baño que queda al lado de mi estudio y veo, de soslayo, el gesto de la mano de la escritura despidiéndome, como si supiera que cada vez me alejo más de su puerto, de su tierra benigna.

Scarlatti, Albinoni, Telemann…, me sirven de Virgilios, de Dantes que me ayudan a salir de los mil círculos del infierno de no haber escrito en mi diario. Es un allegro de Händel, el del concierto grosso en fa mayor op. 6 Nº 2, el que rompe mi parálisis. Abro de nuevo los ojos y veo a mi alrededor lugares y pasadizos conocidos. Rememoro con felicidad. Mis manos se hallan en su elemento. Afino de nuevo el oído y la música me invita a mirar hacia las estrellas. No siento ningún cansancio. Todo mi ser está concentrado en este cuartito blanco, en este universo de tamaño carta. Apuro el último sorbo de un té de cuatro frutas rojas y descubro que esa bebida también debe ser una especie de pócima contra la anemia escritural. A eso de las once y media de la noche, de este martes, se ha roto el hechizo. Los cornos de Telemann celebran dicha liberación.

Manumitido, libre. Cuánto por escribir, cuántos proyectos, cuántas obras por afinar o pulir… Antes que nada, terminar el cuento sobre “Israel”; enseguida, rematar el libro de El vicio de don Quijote: escribir el ensayo introductorio, elaborar el índice analítico; revisar, revisar… Dejarlo listo porque, según el propósito que me hice después de la muerte de Custodio, el libro para publicar en el próximo año debe ser éste. Más tareas: escribir un pequeño ensayo sobre “Los tipos básicos de argumentación”; acabar de digitar los poemas de mi libro Cantos del adorador; pulir los textos de Espejo de letras… Concluir ese otro ensayo sobre “Estilos docentes”… En fin, cómo deseo que estas vacaciones me alcancen para cumplir con todas estas gratísimas labores. Mientras tanto, conservando el espíritu medieval del carpe diem, asumo el goce de escribir, la infinita suerte de poder lanzar estas manchas de palabras a los cielos.

Compruebo otra vez una certeza: la escritura es mi regulador, es el lubricante de mi cotidianidad. Sin ella ando triste, cuando no malhumorado. Pierdo el norte, parezco un navegante sin brújula. La escritura me hace sentir útil; gracias a ella salgo del repetitivo destino del trabajar para poder sobrevivir. Con la escritura puedo crear, generar mundo al mundo; con la escritura, con ese pan de signos, puedo convertir mi vida en un regalo, en algo para legar a otros. Tal parece ser la fuerza de la escritura en mí, un escenario para superarme, para no ser sólo tradición sino también proyecto. La escritura me anima a romper los determinismos. Vengan de donde vengan. Cuando escribo simbolizo mi entorno, lo transformo, lo recreo. Tal vez me sea tan necesario escribir por no poder soportar esa condición de no tener salida, de la rutina mecánica, del apenas alcanzar lo necesario para comer, dormir y seguir sobreviviendo. A lo mejor la escritura representa para mí un espacio abierto donde lo imposible, lo impensado, lo insospechado cobran todo su esplendor. Es que hay un reto maravilloso en gestar mundos con las palabras. Fíjense: antes, en estas páginas, no había nada. Eran un terreno yermo. Y ahora, después de esta hora de escritura, han brotado ciertas formas, alguna geografía inédita. Un mundo que ni yo mismo lo sabía. Qué maravilla ver florecer la escritura ante nosotros.

Por eso me es tan necesario el escribir todos los días. Para sentir que la vida –mi vida–, se renueva, se mantiene fecunda, vigorosa. Porque si se fractura esa simbiosis con la escritura, necesariamente se rompe mi equilibrio interior, se quiebra la ecología de mi propio mundo. Escritura: reserva natural de mi yo.

(De mi libro Escritores en su tinta. Consejos y técnicas de los escritores expertos, Kimpres, Bogotá, pp. 597-599)

Cliente y comensal

22 jueves Ago 2013

Posted by fernandovasquezrodriguez in Ensayos

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"Te veo y, de inmediato, sé qué quieres comer",  Javier Wong

«Te veo y, de inmediato, sé qué quieres comer», Javier Wong

Leí en la revista de Avianca, de agosto de este año, una semblanza del chef peruano Javier Wong, escrita por Gonzalo Pajares Cruzado. Allí, el experto cebichero establece una diferencia entre cliente y comensal: “El cliente es el que va (a un restaurante) porque tiene que comer; el comensal es el que va porque quiere comer eso que preparas de una forma particular, con estilo”. Motivado por esta idea voy a profundizar en dicha distinción.

Digamos, para comenzar, que el cliente es para el dueño del restaurante un desconocido al que desea ofrecerle un menú; cuando ese cliente empieza a tener un rostro, se va convirtiendo en comensal. Avancemos en nuestra distinción: el cliente es, por lo general, ocasional; el comensal es frecuente, así no visite el restaurante todos los días. El cliente no sabe muy bien lo que quiere, le es indiferente uno u otro plato; más bien se deja guiar por el mesero o atiende a los precios o a su presupuesto. El comensal, conoce qué es lo que va a buscar en determinado sitio; ya ha hecho una selección y evaluación del menú y, en algunos casos, conoce al chef del establecimiento. El cliente, en este sentido, come y se va sin reparar quién es el que está detrás del platillo que ha ingerido. El comensal, necesita reconocer al autor de esa delicia gastronómica.

Por lo demás, al cliente le es indiferente saciar su hambre en cualquier sitio; el comensal tiene un mapa específico, unas coordenadas que le permiten seleccionar a qué restaurante ir para un tipo de comida: “si se trata de un solomillo, no hay como el que preparan en tal restaurante”; “si es un filete de pescado, lo mejor es ir a tal sitio”. El comensal es exigente, a veces terco o excesivamente quisquilloso con un exceso de pimienta o la falta de un ingrediente en determinado plato. De igual modo, el comensal exige un tiempo justo de cocción o es capaz de identificar si hay un nuevo chef en su lugar escogido. Esa parece ser otra diferencia significativa: el cliente se fija más en la abundancia del plato y no tanto en quién lo preparó; para el comensal, más allá de la bondad o la cantidad de comida, le parece fundamental identificar al hacedor de tal alimento. El comensal establece una relación entre obra y autor, le es esencial poder dar cuenta de esa filiación alimenticia. Aquí hay una explicación de por qué algunos chefs de gran renombre hayan dejado el espacio secreto de la cocina para ir a charlar o comunicarse con los visitantes de su establecimiento. Y si esto no sucede, el comensal solicita a algún mesero que le presente al cocinero o al menos que le lleve un mensaje de agradecimiento o insatisfacción. Sea como fuere, el comensal necesita que esos alimentos servidos en un plato tengan la rúbrica de un nombre, de un ser identificable.

Pienso, de otra parte, que hay restaurantes que no les interesa tener comensales (quizá esa sea la suerte de ciertos locales de comidas rápidas o de ofertas homogéneas); mientras que otros sitios sueñan con ver en cada mesa verdaderos comensales, personas a las que llaman por sus nombres, personas a las que pueden adivinar sus apetencias, personas con las que se ha establecido una confianza mediada por el gusto de cocinar y el placer de degustar dichos alimentos.

Un buen número de estas distinciones cabría trasladarlas al campo educativo. Porque no es lo mismo una institución o un maestro que tenga en sus aulas a clientes, a otro para el que cada estudiante es tomado como un ser humano deseoso de aprender. Sirva el momento para recordar que saber y sabor comparten el mismo origen etimológico; por eso el comer y el aprender requieren de la mediación de un experto en el cuidadoso arte de ofrecer un banquete a los sentidos o al entendimiento.

Conservar el deseo por estudiar

19 lunes Ago 2013

Posted by fernandovasquezrodriguez in Ensayos

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Uno de los consejos de nuestros mayores, que repetían con un dejo de advertencia, era el de estudiar para ser alguien en la vida. Tal recomendación hecha desde cuando empezábamos nuestras primeras letras se acentuaba luego en los estudios de educación media y un poco más al alcanzar –cuando había la oportunidad– el ingreso a una universidad. Digamos que era una consigna de formación; una lección para toda la vida. Es en esta perspectiva donde se ubica el poema “Estudia” del escritor venezolano Elías Calixto Pompa.

El soneto comienza con una comparación y un elogio al libro: este es como una puerta de luz, un paso a otro mundo, donde pueden encontrarse o revelársenos asuntos trascendentes, conocimientos vedados a aquellos ignorantes que permanecen del otro lado de la puerta. El poeta sugiere que, cruzada esa abertura, es posible hallar un reino con manantiales y aire limpio, muy distinto al mundo de sequedad y aire enrarecido en el que estábamos. La conclusión salta a la vista: por el estudio, salimos de un lugar árido que nos aflige, para adentrarnos en otro que es dadivoso y fértil en descubrimientos. Basta tan solo con abrir un libro y recibir la riqueza de su luz. 

De otra parte, el estudio es visto como algo que da seguridad, un soporte para que cualquier grano o dificultad no nos tumbe al piso. Y en tanto báculo para nuestro espíritu, el estudio es, de igual modo, una fortaleza para domeñar las pasiones y una manumisión para nuestras servidumbres. Aquí valdría decir que el estudio no es sólo acumulación de conocimientos sino un camino eficaz para la formación del carácter, para fortalecer los músculos de un temperamento, para ejercitar la contextura de nuestra voluntad. De pronto, allí esté el motivo del poco interés de las nuevas generaciones por estudiar; porque piensan que es solamente una inútil tarea de acumular datos, cuando la realidad es otra: al ir a estudiar, al presentar tareas, al cumplir un horario, lo que estamos haciendo es afinar las aristas de un cuerpo, pulir nuestras emociones salvajes, aprender a interactuar con otros. En consecuencia, el estudio comienza en la información, pero sus fines van más lejos; su objetivo fundamental es convertirnos en hombres dotados de criterio y capacitados para emplear de la mejor manera nuestra libertad.   

Por todas esas razones benéficas, Elías Calixto Pompa recomienda que el amor por el estudio sea parte de esas “impresiones” imborrables que los padres o educadores pongan en la mente o en el corazón de los más pequeños. Una cartilla que, si bien rinde sus beneficios en la juventud, tendrá sus verdaderos alcances en nuestra edad adulta. Porque si desde “ese Abril florido” ya tenemos interiorizado el hábito y el gusto por aprender, por indagar, por frecuentar el trato con los libros, lo más seguro es que tendremos menos amos a nuestra espalda, menos temores que nos dobleguen, menos tiranos que intenten engañarnos. Si ya el deseo por estudiar hace parte de nuestra condición, siempre estaremos en actitud de búsqueda y en permanente indagación sobre nosotros mismos.      

El poeta es categórico: si no tenemos el bálsamo del estudio, de alguna forma, estamos muertos. Quisiera entender que sin el estudio apenas sobreviviremos, que nos contentaremos con cualquier cosa, que nos privaremos de felicidades inimaginables, que otros podrán disponer fácilmente de nuestra voluntad a su capricho. Esa muerte en vida es también una sugerente invitación a que saquemos un tiempo para ese tónico de nuestra existencia. Sí. Nunca es tarde para estudiar. El título del poema es un llamado para todas las edades: ¡estudia!; y, de igual modo, es un grito de alerta a esta época en donde la ignorancia campea sus galas del brazo del consumismo acrítico y la trivialidad de la vida.

(De mi libro Vivir de poesía. Poemas para iluminar nuestra existencia, Kimpres, Bogotá, 2012, pp. 53-57).

Palabras cruzadas

16 viernes Ago 2013

Posted by fernandovasquezrodriguez in Pasatiempos

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Los crucigramas, esos juegos de lenguaje, han sido para mí un enigma al resolverlos y un pretexto de ejercitar la creatividad al momento de construirlos. Una página de este blog está dedicada exclusivamente a este tipo de productos. No obstante, y por solicitud de estudiantes de la Licenciatura en lengua castellana, inglés y francés de la Universidad de La Salle, he considerado oportuno «subir» algunos de estos artefactos lingüísticos en los que cada definición aspira a ser un indicio de una palabra que, a su vez, puede servir de pista para otro término oculto tras una rejilla de cuadros blancos y negros.

HORIZONTALES

1. Nombre de aquellos que profesan o emplean la disciplina de la interpretación.

11. La medida de trabajo académico evaluable, realizado por el estudiante a través de experiencias de aprendizaje en un programa de formación en Educación Superior, según el decreto 3191 de 1981, en la legislación colombiana.

12. Justo de este lugar, Miguel Ángel mandaba traer sus mármoles predilectos.

13. Un seguro obligatorio  para los automotores que transitan por el suelo colombiano.

15. Juntar o unir cosas adecuadamente para darles unidad, consistencia o coherencia.

16. Invertido, parte inferior del vientre, próxima a los órganos sexuales.

18. Organización internacional constituida en 1945, cuyo objetivo es la cooperación en asuntos como la paz, la seguridad, el desarrollo económico y los derechos humanos.

19. Dícese del conocimiento que es verdadero por lógica matemática, pero no es real.

22. Esta ciudad europea fue llamada “Magerit” por los árabes.

24.  Que es única en su especie o apellido de un escultor neoclásico de Cataluña, autor entre otras obras de Orestes atormentado por las Furias.

26. Invertido, persona que ha sido acusada de un delito por el que está siendo juzgada, aunque también puede ser una trucha de mar.

27. O es el símbolo del platino o el código ISO 3166-1 correspondiente a Portugal.

28. El famoso extraterrestre de Steven Spielberg.

29. La caña de azúcar fermentada, destilada y envejecida en barricas de roble.

31. Según algunas religiones, dios autor de todo lo que existe en el universo.

34. Filósofo francés, considerado como uno de los maestros de la sospecha. Combinó la fenomenología, el estructuralismo y la hermenéutica.

36. Puede ser una península de Costa Rica o una constelación.

37. Nombre hebreo que significa efímero. El primer envidiado bíblico.

38. O bien es uno de los amigos de Winnie Pooh o un mamífero que confía más en el tacto que en la vista.

40. En plural, según Borges es un pequeño dragón que vive en el fuego. El Poeta Octavio Paz tituló así uno de sus poemas: “garra amarilla /roja escritura / en la pared de sal / garra de sol / sobre el montón de huesos”.

VERTICALES

1. Teólogo y filósofo checo, uno de los precursores de la reforma protestante. Fue condenado a la hoguera.

2. El eterno amor de Abelardo. Así le escribía en sus cartas: “En todos los estados de mi vida, Dios lo sabe, hasta el momento presente he temido más ofenderos a vos que a Él, he deseado mucho más agradaros a vos que a Él”.

3. Prostituta de Jericó mencionada en la Comedia de Dante, específicamente en el canto IX del Purgatorio.

4. La comunidad europea, según los estadounidenses.

5. Una de las direcciones IP para conectar un computador a una red.

6. Equivocación.

7. Homosexual celeste.

8. Cuchitril, habitación muy pequeña, especialmente si está sucia y descuidada.

9. Allí fue colocado Isaac, para el sacrifico.

10. Vivió en carne propia el milagro de tener un hijo a los 90 años.

14. Pequeña ciudad de la India en Jammu y Kashmir.

17. Uno de los fundadores de la semiótica. Concibió al signo de manera triádica.

20. Ojo derecho, para los oftalmólogos y optómetras.

21. Cuando logran ser santos y católicos, son aceites bendecidos para determinadas ceremonias.

22. Expresión irónica o despectiva para señalar que lo indicado por el sustantivo es sobradamente conocido.

23. Hombre joven, especialmente el que es virgen.

25. Acercas y retienes.

27. General y político argentino que se volvió importante, como Adán, por su mujer.

30. Municipio de Santander, en Colombia. En el centro de su bandera hay un samán.

32. Camino establecido para un viaje.

33. La puerta inglesa.

35. La más bella, con el Fujiyama de fondo, la pintó Hokusai.

39. Puede ser el símbolo químico del paladio o la abreviatura de postdata.

La lección de Rembrandt

13 martes Ago 2013

Posted by fernandovasquezrodriguez in Semiótica

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La lección de anatomía del Dr. Nicolaes Tulp de Rembrandt

La lección de anatomía del Dr. Nicolaes Tulp de Rembrandt

Fue su primer encargo. Rembrandt tenía 26 años, pero ya a los 19 había estado muy de cerca de un asilo de ancianos y conocía que cuanto más se debilita el organismo, más se exalta el pensamiento. Como escribiera Pierre Descargues, Rembrandt sabía que la proximidad de la muerte era igual a la del conocimiento.

Fue el doctor Nicolaes Pieters-zoon Tulp quien se lo encomendó. Fue en 1632. El modelo era un granuja, Aris Klindt; colgado, para más señas. Y Rembrandt se concentró en ese óleo sobre lienzo de 169,5 por 216,5; Rembrandt asumió la lucha con la luz fáustica, esa luz que no sólo es oscuridad sino también compasión; una luz que, desde su sombra, prevé otra luz. Rembrandt se concentró e hizo de “La lección de anatomía del Doctor Tulp”, una lección de psicología: el claroscuro es ese paso levísimo de la vida a la muerte, de la luz a la sombra.

Es una pirámide. La composición del cuadro es una pirámide. Los siete personajes alrededor del doctor Tulp: ocho. Y el cadáver del granuja, el cuerpo muerto de Aris Klindt: nueve. Tres personajes miran al pintor o a nosotros; el que está más arriba de todos, tiene una mirada perdida; el que le sigue, hacia la derecha, posee una mirada entre asombrada e inquisitiva; el segundo, de izquierda a derecha, mira de reojo, como si de pronto el pintor o nosotros lo hubiéramos sorprendido. El doctor Tulp mira al infinito. Y, por supuesto, Aris, mantiene cerrado sus ojos. Pero Rembrandt, conocedor del misterio de la mirada, es decir, de esa luz que irradia por encima de los párpados de los moribundos, coloca –a manera de velo–, una sombra sobre la parte superior del rostro del granuja. El tercer personaje, de izquierda a derecha, al inclinarse sobre el cuerpo de Aris, le regala una sombra, una especie de sábana claroscura. Ningún personaje fija su atención en el cadáver. A la derecha, en el margen inferior, un enorme libro –abierto– “ve” a todos los personajes.

La mirada del doctor Tulp –una mirada puesta en un más allá de la escena–, contrasta con la mirada del primer personaje de la izquierda, quien mira hacia lo alto, como si estuviera evocando algo. El doctor Tulp no mira el cadáver de Aris; el doctor no mira a nadie. El doctor solamente habla. Y Rembrandt capta el gesto del que enseña: “Este es el músculo… y por acá se encuentra el nervio… Este otro, el más grande, es el que nos permite… y éste, que estoy cortando, es…” El doctor Tulp recuerda. Es una lección que se sabe de memoria. No es la mirada del explorador, del curioso; más bien es la mirada del que no necesita del libro. El doctor Tulp pontifica. Las demás miradas, las que no se hallan evocando, curiosean. Sobre todo el trío del centro del cuadro que, por añadidura, crea una segunda pirámide. Son los tres más atentos; son las miradas pendientes del libro.

Sobra decir que hay una mirada más. La del propio Rembrandt. Quizá la mirada más importante y, por lo mismo, tácita en el cuadro. La mirada creadora de miradas.

El negro de los trajes, el negro del fondo del salón, contrasta con el blanco pálido, con el amarillento blancuzco del cuerpo sin vida de Aris. Toda la luz sale del cuerpo de Aris. El acierto pictórico de Rembrandt está ahí: del cuerpo del muerto brota la luz que ilumina el rostro de los vivos. Aris despide una luz; la luz brota de su pecho y va a estrellarse contra las caras más cercanas. Y es una luz que no alcanza a iluminar el brazo sin piel, el brazo izquierdo, el brazo rojo, el puro músculo. La luz ilumina el otro brazo, el derecho. Y la mano de ese brazo no es una mano exánime. Doble contraste: si la mano del músculo está pasiva, abierta, como para ser leída por algún quiromántico, la mano derecha, en cambio, está como recogida, como dispuesta a levantar los dedos. La mano izquierda dispuesta, entregada; la mano derecha lista al toque, a la caricia. La mano derecha descansa pero sin entregarse del todo, es pura potencia.

Y he aquí que descubrimos en el cuadro de Rembrandt un juego entre las manos de los diferentes personajes. Ya hablamos de las manos de Aris. Ahora, detengámonos en la mano izquierda del doctor Tulp. Es la mano que asevera, que puntualiza: la mano expositiva. Rembrandt toma de la mano el instante en que ella misma representa el saber. La mano sabe. Y el primer personaje, el de la cúspide de la pirámide, exhibe su mano derecha como si estuviera tocando algún laúd imaginario. La mano toca. Y la otra, la del séptimo personaje –el más cercano al doctor Tulp y al cadáver de Aris–, que tiene su mano izquierda puesta sobre el pecho. Por supuesto que esta última mano no se puede detallar sino en reproducciones bastantes claras, porque en otras –las más fieles a la pintura original–, la mano sobre el corazón, la mano izquierda, se pierde entre la enorme sombra que despide la luz del pecho de Aris. Las dos manos restantes, la derecha del doctor Tulp, y la izquierda del personaje que tiene una hoja de papel, son meras manos de uso: manos que sirven. Quedaría una última mano, la del segundo personaje de izquierda a derecha, una mano sin delimitar, una mano muñón. El contraste es bien significativo: al lado de la mano lista a acariciar –la mano muerta de Aris–, está esa otra mano recogida, la mano que apenas toca la mesa.

Pero es el sombrero del doctor Tulp lo que más llama la atención. El sombrero es la verdadera sábana de Aris. Uno podría ir desde la frente y los pies del cadáver hasta la cabeza del doctor Tulp, creando tras ese recorrido una sombra. El sombrero es como la sombra que proyecta la luz del cuerpo de Aris. O, si se prefiere, el sombrero despide una luz, una sombra, que es el cuerpo del muerto. El sombrero jerarquiza el cuadro. De un lado, los sin sombrero; del otro, el con sombrero. En el centro, el sin cabello.

Aris Klindt, un granuja. Un muerto ruin. Un colgado. Sin embargo, en Rembrandt, su cadáver se torna otra cosa. Aún vive para el pintor. Posa. Y él,  lo dota de nueva vida, lo recubre de una carnalidad brillante. Aris, tendido, se ofrece a la vista. Es más, se nos da como un paisaje de carne. Rembrandt no quiso ir a la par del cirujano, no hizo ninguna escisión. Rembrandt observó el cadáver y descubrió que la muerte no necesita mostrar demasiado. Quizá, Rembrandt comprendió que el fondo de la muerte era la luz. Que abajo de nuestra piel, lo que existe es un sol. Quizá Rembrandt entendió que la piel es un velo, un manto negro que no deja ver nuestro interior. Que cubre, que aísla. Por lo mismo, Rembrandt lo que en verdad hizo fue pintar de nuevo la piel, o mejor, quitarle a la piel ese pigmento rojizo para devolverle su verdadero color: la transparencia. He ahí parte de la fascinación que el cuadro provoca en nuestros sentidos. Desde la muerte se nos revela la vida. Desde la sombra se nos revela la luz. Aris Klindt no es solamente un cadáver, sino, ante todo, es un puente, un cuerpo medianero: el claroscuro.

(De mi libro La cultura como texto. Lectura, semiótica y educación, Javegraf, Bogotá, 2004, pp. 117-120)

Sobre el maestro (II)

07 miércoles Ago 2013

Posted by fernandovasquezrodriguez in Aforismos

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El fracaso en el quehacer del maestro, a diferencia de otras profesiones, no es algo para ocultar o desconocer. Las fallas del proceder docente son los insumos para mejorar y perfeccionar su oficio.

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Sin planeación el maestro iría a la deriva en su labor; sin creatividad, no lograría sortear las eventualidades cotidianas. Los buenos docentes son los que siguen una carta de navegación a la vez que atienden lo imprevisible.

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Si enseñar es poner en signos, el maestro es un constructor de indicios para que sean seguidos por los aprendices. El aprendizaje es una de las artes de la cinegética.

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La sangre que hace circular la enseñanza es la motivación. La desmotivación del estudiante infarta la iniciativa del maestro.

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Al ser un líder, el maestro lleva a sus alumnos hacia lo que aún no existe. Por ser un líder, el maestro es un promotor de utopías.

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Sin vocación el maestro pierde el ardor y la constancia; sin formación, sucumbe a la repetición y a la monotonía.

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Así sea como un ideal romántico, el maestro anhela con su trabajo dejar una herencia espiritual. Esa parece ser su íntima aspiración y su mayor realización como persona.

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El rito, como se sabe, actualiza el mito. Entonces, si el maestro abandona los rituales pierde lo sagrado de su clase.

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Cerrar las puertas del aula de clase es como apagar las luces y abrir las cortinas de un teatro. El maestro empieza el espectáculo.

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Hay maestros que se destacan mejor en el gran escenario de la orquesta sinfónica; otros, necesitan del pequeño recinto de la música de cámara.

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Los maestros aspiran que su voz armonice con la de sus discípulos. Lo contrario es la vocinglería o el monólogo.

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La voz  del maestro es efímera. El viento o el tiempo la diluyen. Sólo el aprendiz atento puede recordar entre los diversos sonidos del presente esa antigua melodía.

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Enseñar y aprender es un juego de movimientos en el que las miradas y los gestos actúan al unísono con las palabras. Una lección bien dada por un maestro es una pequeña obra de teatro.

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El maestro va poco a poco conociendo a su estudiante; el aprendiz poco a poco va comprendiendo a su maestro. Uno y otro son exploradores en eso de descubrir a otro ser humano.

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La paciencia del maestro es el terreno fértil sin el cual la semilla del estudiante no logra dar su fruto.

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“Hay aprendizajes que necesitan días y otros que requieren muchos años”, eso dijo el maestro al alumno en su lecho de muerte.

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Lo que a veces el alumno solicita del maestro como “excepción” es, precisamente, lo que le falta para un cabal aprendizaje.

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Lo que constituye la vigencia de un maestro es que no pierda el hábito de estudiar. Los verdaderos maestros son permanentes aprendices.

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Los maestros experimentados saben que son necesarias algunas imperfecciones para que brille mejor la joya de su alumno.

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Un maestro sabio daba este consejo a un colega excesivamente riguroso: “cuídate de que por el afán de quitar toda la maleza de la planta no termines cercenando la flor”.

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La gran tentación del maestro es confundir la autoridad con el poder. La primera es un reconocimiento que le hace el alumno; el segundo, una fidelidad del alumno hacia él.

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A nuestros padres les debemos lo que somos; a nuestros maestros, lo que podemos ser.

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Los que ansían ser maestros deben tener presente que, a diferencia de otras profesiones en las que el objetivo supremo es el éxito personal, este oficio en cambio halla su mayor realización en ayudar al desarrollo de las posibilidades de los demás.

Sobre el maestro (I)

06 martes Ago 2013

Posted by fernandovasquezrodriguez in Aforismos

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El maestro es un puente entre el pasado y el porvenir. De un lado escucha y debe darle continuidad a la tradición; de otro, fisura lo ya conocido para que pueda emerger lo inédito.

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El maestro tiene mucho de provocador o incitador; es un permanente acicate para que el aprendiz rompa las cadenas de su conformismo.

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Hay maestros que están al frente de nosotros para que superemos un miedo o nos percatemos de posibilidades inéditas.

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Por momentos el aprendiz cree a pie juntillas todo lo que dice su maestro; otras veces, desconfía de aquellas enseñanzas. Así debe ser el movimiento de péndulo del verdadero aprendizaje.

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Los grandes maestros son fieles a esta convicción: aunque el presente sea el taller de su labor, es por un mejor futuro que trabajan sus manos.

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El error del que aprende es la masa con que el maestro elabora cotidianamente su pan.

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Hay educadores que no se toman en serio a sus estudiantes, esos difícilmente llegarán a ser maestros.

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Los profesores se aferran de su profesión; los maestros, de las necesidades de sus alumnos.

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El logro de la tarea del maestro rinde sus beneficios en el largo plazo y de manera silenciosa.

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Recordamos gratamente a los maestros que nos permitieron ser lo que aún no sabíamos que éramos.

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Es muy difícil ser un genuino maestro si no se tiene fe y esperanza en el estudiante. La desesperanza es el mayor defecto de un educador.

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Dígase lo que se quiera, más allá de los títulos o la vasta experiencia, el mayor atributo de un maestro sigue siendo su ejemplo.

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Los profesores cumplen juiciosamente sus funciones; los maestros, además, desean establecer vínculos.

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En muchas ocasiones el “no” de los buenos maestros es un “sí” que el alumno necesita descubrir.

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La mayoría de las veces son los gestos y no las palabras del maestro los que en verdad constituyen su enseñanza.

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El maestro debe preparar su clase; el alumno, hacer su tarea. Allí está una de las claves de la buena relación pedagógica.

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Cada vez que el alumno crece y logra sus metas, la luz discreta de su maestro se aviva y brilla con más intensidad.

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Los maestros son buscadores de tesoros. Su tarea exploratoria consiste en hallar en cada alumno su más preciado tesoro.

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Aunque es la información el papel moneda del maestro, la ganancia real de su negocio está en la oportunidad de la formación.

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Las mejores tareas que el maestro impone no son, esencialmente, para él, sino para el propio aprendiz.

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La terquedad es al mal aprendiz lo que la falta de compromiso al mal maestro.

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La relación entre el alumno y el maestro empieza siendo desigual para culminar en una fraternidad de semejantes.

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Tan peligrosa es la excesiva confianza como la total lejanía. El maestro al igual que el torero son expertos en medir distancias.

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Las preguntas que el maestro emplea pueden entenderse como un arte de pesca o una piedra de pulimento.

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Además de ofrecer algunas respuestas, los maestros memorables son los que alguna vez supieron formularnos determinadas preguntas.

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La continuidad de las ideas de un maestro se llama escuela; la de una escuela, tradición. Las tradiciones que permanecen en el tiempo son, en sí mismas, lo que llamamos educación.

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Si el maestro descuida a su alumno está faltando al primer mandamiento de su oficio. Las otras observancias del decálogo tienen su fundamento en este primer precepto.

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Si entendemos el oficio del maestro como un guía es porque deseamos subrayar el valor de experimentar primero en carne propia lo que luego se desea demandar a otros.

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Así como el maestro anhela encontrar el alumno dispuesto y esmerado; así el aprendiz espera hallar a un maestro paciente y comprensivo. Como puede verse, la relación pedagógica nace del encuentro ideal entre dos desconocidos.

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Hay tantos rasgos de personalidad del maestro que enseñan igual o más que sus lecciones. Rasgos de los cuales ni él mismo es consciente. Esos rasgos pueden ser lo que en verdad permanezca en la mente de sus alumnos.

*

El tiempo que gobierna la acción de los maestros es el propio de la oportunidad. La cronología debe someterse a las demandas de la ocasión.

*

Los maestros novatos confían en la fortaleza del roble; los maestros sabios aspiran a tener la consistencia flexible de las palmeras.

*

Los buenos maestros dejan en sus discursos de enseñanza intersticios para que respire el aprendizaje de sus alumnos.

*

El momento más difícil del maestro es cuando tiene que evaluar a sus estudiantes. Se trata casi siempre de dar un veredicto. Y, como es sabido, no siempre al aplicar la ley se logra la justicia.

*

El maestro señala con el dedo un objeto en lejanía. Pero dependiendo del espíritu o el talante del alumno este podrá fijarse en el árbol que sobresale del paisaje o adivinar la montaña escondida tras las nubes.

*

Hay que tener cuidado: los caminos que le sirvieron antaño al maestro no necesariamente le sirven hoy al aprendiz. Hay que tener confianza: los caminos de ayer y de hoy resultan semejantes si el maestro y el alumno comparten la misma búsqueda.

*

A veces criticamos al maestro por las fallas morales de sus alumnos. Deberíamos ser más prudentes: el anfitrión del banquete no puede responder por la gula de sus invitados.

*

El maestro entrevé las posibilidades de lo que hasta ahora es potencia en sus alumnos. En este sentido, la educación es una apuesta en lo posible.

*

Las lecciones de ciertos maestros cobran, como los buenos vinos, un mejor sabor con el pasar del tiempo. Las enseñanzas necesitan madurar para alcanzar su justo punto de bebida.

*

La desatención del aprendiz es una de las cabezas del monstruo que permanentemente debe enfrentar el maestro. La otra cabeza de este engendro es la apatía.

*

Los maestros experimentados usan el silencio como si fuera otra palabra. El silencio intencionado se oye más que los gritos.

*

Si son lecciones de moral las que ocupan el interés del maestro, lo mejor es usar el tono armonioso de la sugerencia y no el sonsonete de la prescripción.

*

La maestría de los buenos educadores no está en los grandes asuntos sino en los pequeños detalles: el modo de iniciar la clase, los gestos sencillos de acogida, un pequeño comentario de reconocimiento… Dicha maestría es un refinamiento de las formas.

*

La autoridad del maestro no proviene únicamente de su saber; más bien emana de su ejemplo.

*

Los discípulos de los grandes maestros son los que transforman sus palabras y sus actos en relatos memorables. Son los discípulos los que convierten lo vivido con su maestro en un legado.

*

La soberbia del educador provoca que su cara se convierta en una máscara. La soberbia fija lo mudable.

*

De todos los defectos del maestro el que menos perdonan sus alumnos es el de convertir sus conocimientos en dardos de humillación.

*

Se debe ser cuidadoso con la ironía. Sólo los maestros sabios pueden decir la verdad como si fuera una broma inofensiva.

*

Aunque no sea una cualidad particular de los maestros, el ostentar de su saber es una mancha que termina ocultando todas sus otras acciones.

*

Los maestros transforman lo erudito del conocimiento en conocimiento enseñable. Son alquimistas de lo abstruso y complicado.

*

¿Queréis apreciar la experticia de un maestro? Escuchad sus ejemplos.

*

Encontrar el ejemplo adecuado y propicio a la ocasión es una labor en la que se combinan la experiencia y la imaginación. Cuando el maestro ejemplifica construye un pequeño artefacto explicativo en el que combina lo dado con lo imaginado.

*

El uso del humor por parte del maestro le quita al saber su presuntuosa seriedad y su altanera arrogancia.

*

Los maestros convencidos de su profesión hacen parecer más fácil la tarea de enseñar. Claro: si hay felicidad en lo que hacemos resulta contagioso el deseo por aprender.

Sufrir con dignidad las pérdidas amorosas

03 sábado Ago 2013

Posted by fernandovasquezrodriguez in Ensayos

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"El amor y Psyche" de Eugène Médard

«El amor y Psyche» de Eugène Médard

Advertencia
 
Si alguna vez sufres -y lo harás-
por alguien que te amó y que te abandona,
no le guardes rencor ni le perdones:
deforma su memoria el rencoroso
y en amor el perdón es sólo una palabra
que no se aviene nunca a un sentimiento.
Soporta tu dolor en soledad,
porque el merecimiento aun de la adversidad mayor
está justificado si fuiste
desleal a tu conciencia, no apostando
sólo por el amor que te entregaba
su esplendor inocente, sus intocados mundos.
 
Así que cuando sufras -y lo harás-
por alguien que te amó, procura siempre
acusarte a ti mismo de su olvido
porque fuiste cobarde o quizá fuiste ingrato.
Y aprende que la vida tiene un precio
que no puedes pagar continuamente.
Y aprende dignidad en tu derrota
agradeciendo a quien te quiso
el regalo fugaz de su hermosura.
 
Felipe Benítez Reyes

Es común que cuando termina el amor o cuando un ser querido nos abandona, enfilar nuestro odio o nuestro rencor hacia la persona que antes deseábamos. Y también es lo más genérico el que usemos nuestras palabras para denigrarlo o para amplificar sus múltiples defectos. Nos cuesta aceptar y soportar las rupturas, el desamor, el abandono. Nos falta, como es la advertencia del poeta español Felipe Benítez Reyes, dignidad para asumir las derrotas amorosas.

Pero, ¿por qué es tan difícil aceptar que el amor termine o que alguien decida dejarnos con nuestro corazón aún ansioso? Parte de ello se debe a que olvidamos que el amor es una obra humana, una invención de las personas para perpetuarse en su sangre y, especialmente, para sobrellevar su soledad. Al ser una obra de los hombres, el amor tiene las propiedades –yo prefiero llamarlas condiciones– de su materialidad: dura un tiempo, es variable, sufre la herrumbre de la desmemoria, se alimenta de sueños y de imaginación. Además, padece de todas las vicisitudes y matices de las pasiones humanas. Quizá olvidamos ese origen humano del amor y empezamos a idealizarlo, a quitarle su carne vulnerable, para quedarnos solamente con una esencia inalterable y perfecta. De allí es posible que provenga nuestra obstinación a no aceptar su límite y su desmoronamiento; como también el orgullo de no admitir que el amor nos quite sus favores. 

Sobre este telón realista del amor es que se presenta el llamado del poeta. Lo que nos propone en sus versos es que asumamos el amor también en la etapa de su término, en el momento en que es ausencia plena, lejanía absoluta. Que con el mismo ardor y el mismo sigilo con que lo conquistamos y lo idolatramos, con esa misma tenacidad o valentía apropiemos ahora su acabose. Se trata de tener valor para volver a la soledad primera; para no convertir nuestra herida en un escenario de conmiseración. Si es que el amor nos ha abandonado, y en esto Felipe Benítez Reyes se emparenta con Luis Cernuda,  hay que aprender a sufrir tal evento en silencio; reflexionando más en nuestras omisiones o nuestras deslealtades que en las faltas ajenas. No es bueno murmurar o difamar sobre el cadáver del amor vivido. Para hacerle justicia a los pasados besos, a las ardientes entregas, a las promesas íntimas, lo mejor es guardar silencio; un silencio respetuoso y fraterno. 

Porque es posible que el desamor o el abandono haya nacido de olvidos insignificantes o de ingratitudes apenas perceptibles. Es probable que hayamos sido demasiado torpes o que, en nuestro exceso por mantener al amor muy cerca a nuestro pecho, lo aprisionáramos tan fuerte que lo hubiéramos ahogado en su propio fuego. También cabe otra causa: que por no tener el aire vivificador de la confianza, su organismo se haya envenenado con suposiciones y controles desmedidos. Todas esas razones son motivos factibles. O puede ser, sencillamente,  que el amor haya cumplido su ciclo y que, fiel a su alma de pájaro, haya tomado otro rumbo o buscado otro cielo.

El poema hace hincapié en la inutilidad del rencor. Si ese es el sentimiento que tomamos cuando el amor nos abandona, lo que lograremos será el resentimiento: un olor rancio, una connivencia con algo ya descompuesto. El rencor no es aconsejable porque nos anquilosa en el pasado, porque no permite que nuestro corazón siga adelante. Y el poeta recomienda de igual forma, evitar el uso del perdón porque, cuando de amores rotos se trata, «el perdón es sólo una palabra». Hay que hacer un cambio en nuestro espíritu y en nuestra voluntad para perdonar en verdad a alguien que nos ha abandonado. El perdón verdadero implica comprensión de lo humano; aceptación de nuestra falibilidad, y un profundo acto de reconciliación con el error y la falta. Cuando perdonamos a alguien es porque hemos visto en nosotros mismos el rostro mutable de la equivocación.

Volvamos para cerrar al título del poema, «Advertencia». El poeta inicia las dos estrofas con una notificación o un llamado: alguna vez sufriremos por causa del amor, del amor que nos abandona. Eso parece que no podemos evitarlo. Hace parte de las cualidades intrínsecas del enamorarse. Esta advertencia va en contravía de las contemporáneas filosofías del «puro goce» o aquellas otras del hedonismo fugaz. Riñe con un mundo que rinde culto al no compromiso, a no tomarse en serio los vínculos humanos. De allí, entonces, la advertencia del poeta: si es que amamos, si es que la vida nos da ese regalo, debemos tener la festiva alegría para recibirlo a plenitud y la suficiente entereza para llorarlo en soledad cuando no esté con nosotros.  

(De mi libro Vivir de poesía. Poemas para iluminar nuestra existencia, Editorial Kimpres, Bogotá, 2012, pp. 155-160)

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