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Fernando Vásquez Rodríguez

~ Escribir y pensar

Fernando Vásquez Rodríguez

Archivos mensuales: septiembre 2013

Darle vuelo al pensar

30 lunes Sep 2013

Posted by fernandovasquezrodriguez in Ensayos

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Ilustración de Selcuk Demirel

Ilustración de Selçuk Demirel.

A propósito del ejercicio que les propuse a mis estudiantes de posgrado de elaborar aforismos relacionados con el ser del estudiante, y dada la dificultad de muchos de ellos para lograr un producto de calidad, he vuelto a reflexionar sobre “el pensar” y sobre algunas estrategias que pueden servir de ayuda para movilizar y lubricar la maquinaria de nuestras ideas.

Lo primero que se me ocurre es que, desde una mirada retrospectiva, ha sido poco o nulo el papel de la escuela básica y secundaria en esto de enseñarnos a pensar. Los modelos de educación han reforzado una forma de aprender en la que no necesariamente se necesita desarrollar las operaciones del pensar. Y cuando algún maestro ha realizado actividades en clase sobre aprender a relacionar, sintetizar, resumir, inferir, deducir, clasificar o codificar, estos ejercicios, la mayoría de las veces, han quedado como asuntos aislados o desvertebrados de una intencionalidad formativa curricular o alejados de un proyecto educativo sólido y consistente.

Creo, por lo demás, que al haber preferido una educación centrada en los contenidos hizo que las prácticas de enseñanza y de evaluación relegaran a un segundo plano el valor de la pregunta, la resolución de problemas, los procesos metacognitivos y el rigor en el análisis. Los contenidos asumidos sin espíritu crítico, las tareas realizadas por el mero cumplimiento, las actividades de recopilación en las que basta compilar información,  la ausencia de la mediación escritural argumentada, entre otras cosas, nos muestran que no contamos o no tuvimos una educación problematizadora en la que nuestro pensar se viera obligado a actuar permanentemente y poner en escena todos sus recursos y sutilezas.

Desde luego, y quizá esta sea la razón de base, es que tanto profesores como estudiantes suponen que pensar es algo que ya viene con nuestra naturaleza y que, por lo mismo, no necesita de mayor enseñanza. Tal vez confundimos las posibilidades de nuestro aparato cognitivo con el conocimiento y desarrollo de las operaciones que él mismo puede crear.  Dicha naturalización del pensar nos torna desatentos y conformes con las mínimas destrezas o habilidades de nuestro cerebro, por no decir, con el potencial de nuestra inteligencia. También es posible que los diversos miembros del sector educativo nos hayamos fiado demasiado de las evidencias de la empiria, de la costumbre que hace ley, pero que de igual modo fosiliza o va secando el movimiento y el vigor de nuestras neuronas. O a lo mejor, la misma época que vivimos de “hacer todo fácil”, de “no complicarse”,  esta cultura “light”, haya ido extendiendo sus dominios hasta el punto de inmovilizar nuestro deseo por el descubrimiento, la innovación y la creatividad.  Aquí cabría decir, de una vez, que pensar implica no sólo ciertas actitudes o disposiciones de la persona sino, y esto es en lo que voy a insistir más adelante, en conocer determinadas operaciones y ejercitarse en ellas hasta el punto de interiorizarlas para que sean un órgano más o un instrumento mental tan potente como una herramienta sofisticada o un artefacto de alta tecnología.

Cabe decir otra cosa: el pensar parece haber sido el objeto de trabajo de los filósofos. Las otras profesiones y más cuando son altamente pragmáticas, huyen o se distancian de esa disciplina. En épocas pasadas, la filosofía hacía parte del pensum propio de las humanidades y con ella venían una serie de temas como la lógica, la dialéctica, el análisis. A medida que las técnicas y las tecnologías se fueron alejando de la formación humanista, en esa misma proporción, el contacto o la relación con aquella disciplina preocupada por enseñarnos a pensar se fracturó o terminó en un distanciamiento definitivo. Basta observar cómo en la elección o no de una profesión sigue teniendo mucho que ver si en el plan de estudios se obliga a cursar materias filosóficas. Para decirlo de otra forma, las nuevas generaciones –aunque no sólo las de esta época– han huido de aquellas asignaturas en las que tengan que enfrentarse con el pensar.

Pero con el fin de cumplir el propósito de ofrecer algunas estrategias para pensar, bien podemos cerrar estas primeras reflexiones y enfocar la segunda parte de nuestro escrito a dicha meta.

1. Pensar implica meditar. La rumia, el “llevar en la mente una idea”, el dejarse “habitar” por un cuestionamiento… todas esas acciones son indispensables si en verdad queremos que nuestro pensamiento se robustezca o tenga buena salud. Meditar es poner a nuestro pensamiento en una tarea de “masticación”, de triturado o destilación continua. Aquí cabría decir, que el que piensa “no traga entero”, no se conforma con lo inmediato, no acaba sus búsquedas con lo que encuentra más a la mano. El que medita pone a su pensar en movimiento, lo obliga a cargar durante el día o en la noche, una idea, un pensamiento. El que medita se ocupa en pensar.

2. Pensar presupone el curiosear. Al pensamiento hay que estimularlo, hay que aguijonearlo a cada rato para que no se amodorre, para que no se adormezca como si fuera un animal cansado. Entonces, no hay como la actitud curiosa, el ansia por conocer, el apetito de desentrañar enigmas. Si la curiosidad está viva, el pensar revive y se remoza. Valga la pena decir que la curiosidad demanda cierta actitud investigativa de base, un ánimo cercano a percibir el universo o la vida como algo inédito o recién creado. El curioso anda lleno de preguntas y el preguntar es una forma de darle cuerda al pensar, de exigirle al pensamiento variar o modificar las respuestas predeterminadas para ciertos estímulos. Curiosear es observar a través de muchas ventanas, tener más de un mirador, conseguir datos ocultos, hablar con la gente, recorrer muchas calles, llevar una libreta de notas.

3. Pensar demanda escribir. Al ser la escritura una tecnología de la mente, en ese mismo sentido el escribir contribuye poderosamente a pensar. En ciertos casos, el escribir ayuda a tener una radiografía de nuestro pensamiento, para ver sus fisuras o su consistencia; en otros, el escribir mismo es el mejor vehículo para decir nuestro pensar. Hay una relación muy interesante entre pensar y escribir; las dos acciones se retroalimentan, se confrontan, se contrastan. Si se tiene el hábito de escribir el pensar cuenta con una terreno fértil para empollar sus pensamientos; si se escribe y se reescribe, el pensar descubre que su verdadero ser no está en la periferia de la escritura (en el primer borrador) sino que aparece o emerge en la medida en que se ahonda en sus capas más profundas (en la segunda o tercera versión). Aunque suene redundante: el escribir hace que el pensamiento tenga un caldo de cultivo propicio para sus recientes criaturas.

4. Pensar exige concentrar la atención. Si estamos atentos, si focalizamos nuestra percepción, si no nos distraemos con facilidad, muy seguramente nuestro pensar alcance mayores resultados. Si fijamos nuestra atención en un punto, en una cuestión, si aumentamos el “zoom” de nuestro interés, el pensar se robustece, saca a relucir sus mejores galas. Este punto es clave en nuestro tiempo, porque la invasión de los medios de comunicación masiva, el abuso e intromisión de las nuevas tecnologías, el ojo omnisciente de la televisión, el ruido apabullante de la vida cotidiana, todo esto obstaculiza o pone en constante desequilibrio la atención. Nos vamos por las ramas, perdemos lo esencial, andamos a tientas ocupados y preocupados por el estímulo del momento, por la novedad que saca sus lentejuelas con luces deslumbrantes. El pensar, sin atención, tiene una constitución raquítica o endeble. La desatención, la pérdida de una diana capaz de imantar o afinar un centro, pone al pensamiento en un deambular sin norte, en una superficialidad que no le permite ahondar, profundizar, ir a las esencias o los fundamentos. La atención enfilada hace que el pensar sea un proyectil eficaz, una flecha con un objetivo determinado.

5. Pensar conlleva a cualificar los sentidos.  Los poetas y los artistas, en general, sí que han insistido en esto de “exacerbar” lo sentidos, en la disposición consciente para dejarse tocar o llevar al límite las posibilidades del ver, del escuchar, del sentir, del saborear… No sobra  recordar que el pensar opera por sinestesias; o para decirlo mejor, se  fortifica cuando lo alimentamos con las correspondencias que puede haber entre los diversos sentidos. La cualificación de la sensibilidad, ese desplazamiento del ver hacia el mirar, del oír al escuchar, del tocar al sentir… toda esa nueva corporeidad que de allí nace incide o afecta el tipo de pensar que tenemos. Entre mejor educamos los sentidos así también mejoramos los modos y las maneras de ser de nuestro pensamiento. Los sentidos dotan al pensar de emocionalidad y sentimentalidad; hacen que el pensar se apasione, o que logremos un pensar apasionado. Esta cualificación de los sentidos nos pone en la tarea cotidiana de experimentar, explorar, aventurarse, y también de reconocernos, estimularnos, prepararnos para captar de la mejor manera los lancetazos o los impactos de la realidad. El pensar, cuando adquiere ese tipo de piel, es más permeable, más perspicaz, más sensible a las particularidades de la condición humana.

6. Pensar invita a jugar con el lenguaje.  La fascinación por las palabras, las combinaciones posibles entre ellas, la variación que posibilita los cambios de sentido, todo ello, contribuye a que el pensar se vuelva más plástico, más flexible. Las denominadas figuras del lenguaje son, en sí mismas, potentes dispositivos para que el pensar se torne más dúctil y logre asumir diferentes formas bien de carácter conceptual o poético. Sobra decir que este gusto por las potencias significativas del lenguaje, además de ofrecerle al pensamiento un repertorio lúdico, le permiten desarrollar sus calidades creativas. Si la materialidad del lenguaje ocupa nuestro interés más cerca estaremos de tocar los terrenos de la invención, y más fácil brotará el apunte ingenioso o la ironía, cuando no el humor o el comentario urticante. Siempre es bueno recordar que pensamiento y lenguaje son vasos comunicantes; que no se da el avance de uno sin el desarrollo del otro. Entonces, cuanto más manipulemos las palabras, la materia lingüística, más conexiones y relaciones estableceremos para que deambule o corra a sus anchas nuestra mente.

Pensar en aforismos

21 sábado Sep 2013

Posted by fernandovasquezrodriguez in Ensayos

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Ilustración de Serre

Ilustración de Serre

Los estudiantes de posgrado, los de primer semestre de la Maestría en Docencia de la Universidad de La Salle, han venido trabajando conmigo el conocimiento y ejercicio de algunas técnicas para el desarrollo de la escritura. Les he propuesto escribir aforismos relacionados con el ser del estudiante. Aunque ya en este mismo blog he presentado algunos textos al respecto, me ha parecido oportuno ahondar un poco más en dicho modo de escritura.

Dado que el motivo es el ser del estudiante, trataré de mostrar un “detrás de cámaras”, el paso a paso en la redacción de algunos aforismos imantados por este eje temático.

Para comenzar pienso, por ejemplo, en cómo la edad va cambiando en el estudiante la actitud y disposición hacia el aprendizaje. Si en los primeros años de primaria se destacaba la alegría y la curiosidad, la iniciativa desbordante; después, en la adolescencia, empieza a aparecer el aburrimiento y una especie de “vergüenza” o miedo al ridículo que termina por silenciar a los jóvenes aprendices. Más tarde, en la edad adulta, aunque se cuenta con un interés genuino por aprender, lo que uno puede ver es que hay un inmenso temor a fracasar, a no lograr conseguir los objetivos académicos, y más si hace mucho tiempo no se visitaban las aulas universitarias… Hasta aquí una sumaria descripción de ese primer retablo de mi pensamiento; lo que sigue es tratar de poner tales reflexiones en una frase lo suficientemente concentrada como para que refleje el zumo de tales lucubraciones. Desde luego, el hecho de que la actitud del estudiante cambie con el tiempo invita, de una vez, a plantear un contraste. No sobra recordar que los contrastes contribuyen enormemente a que el aforismo logre su lado filoso, su agudeza en el planteamiento de las ideas.

Con los años, el entusiasmo y la alegría de aprender, van convirtiéndose en el estudiante en un miedo al ridículo y una zozobra ante el fracaso.

Esa podría ser una primera concreción de la reflexión arriba descrita. El aforismo tiene ya una estructura de contraste. Una época es contrastada por otra, y de cada una de esas etapas se han resaltado unas características esencialmente emocionales.

Bien podríamos quedarnos con este logro escritural. Sin embargo, prefiero creer que este primer producto es como una plataforma sobre la cual podemos construir alguna conclusión o evidenciarle al lector un descubrimiento, un juicio, una propuesta. ¿Qué podemos sacar en claro de esa trasformación?, ¿cómo afecta eso a los maestros?, ¿qué pasa, entonces, con el aprendizaje? Con estos cuestionamientos en mente podemos avanzar en nuestro ejercicio.

En consecuencia, entre más nos alejamos de la niñez menos disfrutamos del encanto del aprendizaje.

En consecuencia, si los maestros son exploradores y aventureros cuando trabajan con niños, deberían ser psicólogos al tratar de enseñarles a los adultos.

De allí por qué el aprendizaje sea un misterio cuando somos niños y un problema al llegar a adultos.

De allí que la plenitud del ser del estudiante no esté al final de su vida sino justo al comienzo.

Esas son como variaciones al tema anterior. Y ahora que menciono lo de variaciones recomiendo escuchar las Variaciones Goldberg de Bach para que nuestra mano se deje afectar por el ritmo de lo que parece similar pero que, en el fondo, es diferente. Pero volvamos a nuestro asunto. Lo bueno de pensar así, en variaciones, es que se van derivando otras ideas, se van ramificando como un árbol frondoso. Sirva de ilustración un aforismo que brotó de pronto, estimulado por el contraste que veníamos elaborando:

Si estudiar es mantener viva la curiosidad y el interés por lo desconocido, los buenos estudiantes son hijos de Peter Pan: seguirán siendo niños eternamente.

Es probable que, al igual que con el ejemplo anterior, despunten otros aforismos salidos de la cadena de ideas en la que estábamos inmersos. No obstante, para no perdernos, resumamos lo que hasta ahora hemos conseguido. Pongamos al frente la cosecha de esta primera etapa en la elaboración de aforismos:

Con los años, el entusiasmo y la alegría de aprender, van convirtiéndose en el estudiante en un miedo al ridículo y una zozobra ante el fracaso. En consecuencia, entre más nos alejamos de la niñez menos disfrutamos del encanto del aprendizaje.

Con los años, el entusiasmo y la alegría de aprender, van convirtiéndose en el estudiante en un miedo al ridículo y una zozobra ante el fracaso. En consecuencia, si los maestros son exploradores y aventureros cuando trabajan con niños, deberían ser psicólogos al tratar de enseñarles a los adultos.

Con los años, el entusiasmo y la alegría de aprender, van convirtiéndose en el estudiante en un miedo al ridículo y una zozobra ante el fracaso. De allí por qué el aprendizaje sea un misterio cuando somos niños y un problema al llegar a adultos.

Con los años, el entusiasmo y la alegría de aprender, van convirtiéndose en el estudiante en un miedo al ridículo y una zozobra ante el fracaso. De allí que la plenitud del ser del estudiante no esté al final de su vida sino justo al comienzo.

Mirados en conjunto se puede notar que en algunas de esas alternativas es más evidente el logro o la agudeza de la ideas; otras de esas variaciones podrían mejorarse un poco, aunque para los fines de este escrito considero que ya serían un logro significativo.

Habría que mirar enseguida con más detalle y cuidado de filigranista la textura o la elección de las palabras. Aquí es muy útil un diccionario razonado de sinónimos y, por supuesto, el Diccionario de uso del español de María Moliner. Lo importante es revisar si los términos que elegimos son los más adecuados, los más precisos, los de mayor radiación semántica. Valga decir, y sigo manteniéndome en la lógica de los anteriores ejercicios, qué tanto ganaría el aforismo si en lugar de “años” usáramos “edad” o si en lugar de “entusiasmo” acudiéramos a “vigor” o “motivación”. Cada elección hará que cambie la brújula o el sentido de lo que deseamos expresar. O cuánto hay de ganancia o de pérdida si en lugar de “convirtiéndose” empleáramos otra palabra como “transformándose” o “mudándose”. Puede parecer que tales elecciones no importan; sin embargo, son fundamentales cuando asumimos el tono aforístico. A eso, además, habría que añadirle la necesidad de ver cómo encajan esos términos en la línea rítmica de la frase, en qué casos la inclusión de un término producirá una cacofonía o sonará disarmónico o monótono. Los buenos aforistas, no hay que olvidarlo, deben intentar diversos ropajes para el mismo cuerpo de una idea. No es suficiente conformarse con la primera versión, con el primer hervor de nuestro pensamiento. ¿Qué tal, demos por caso, si comenzáramos a diseñar otra organización sintáctica o replanteáramos la puntuación inicial? Todo esto influye en el resultado final, todo ello contribuye a que el aforismo adquiera una afilada forma o aguce su estructura lingüística.

Con la edad, la motivación y la alegría por aprender, van convirtiéndose en el estudiante en el temor al ridículo y una angustia ante el fracaso.

A medida que tenemos más años y si de nuevo somos estudiantes, la motivación y la alegría por aprender van convirtiéndose en temor al ridículo y miedo hacia el fracaso.

Si somos de nuevo estudiantes, y ya tenemos muchos años, la motivación y la alegría de aprender ceden su paso al temor al ridículo y el miedo ante el fracaso.

Las posibilidades aumentan en cuanto escuchamos cómo suena nuestra prosa; y lo más aconsejable es ponerle varios atuendos a la figura base seleccionada. Yo prefiero “años” a “edad” porque recoge una herencia de oralidad, de sabiduría popular. “Alguien de muchos años”, decimos; “es una cosa que solo logrará aprenderse con los años”, se cuenta. Y me gusta más “entusiasmo” que “motivación” porque lo primero subraya el brío, la fuerza propia de la vida que empieza; no digo con ello que no sirva “motivación” sino que el otro vocablo se ajusta más a mi intención de destacar el ardor y el ímpetu, lo físico de esas épocas iniciales en que somos capaces de tragarnos el mundo.

Me gusta también trabajar con ideas directas y no con ideas subordinadas; no me parece acertado usar demasiados incisos o fracturar con explicaciones lo que debería ser una limpia aseveración, fulgurante por su claridad. Prefiero, por lo mismo, reiterar antes que alargar demasiado el tejido del aforismo. Sobra decir que, por eso, son el punto seguido y el punto y coma los signos de puntuación más utilizados por los aforistas. Las ideas deben ser expuestas de manera lapidaria, lacónica. El ornato excesivo, el barroquismo, riñe con el aspecto clásico de la arquitectura aforística.

Demos un salto y miremos de nuevo el tema motivo de nuestras reflexiones: el ser del estudiante. Cambiemos el foco y, en lugar del contraste, utilicemos otro recurso, la ironía. Ahora es bueno acudir a la parodia o la hipérbole que es tanto como trazar una caricatura.

Se me ocurre que cabría observar el conflicto que vive el estudiante –en especial si es muy joven– entre las demandas de su edad y las exigencias del centro educativo. Sabemos que a veces esas confluencias son más un choque que un encuentro feliz. Por eso Ortega y Gasset decía que estudiar era una necesidad impuesta desde afuera, y por eso también el aprendizaje parece una obligación autoritaria. Porque, no nos digamos mentiras, cuando se es joven y se tiene la fortuna de contar con los recursos económicos suficientes, pues lo deseable es dormir, estar con amigos, disfrutar del baile y las fiestas, y no andar precisamente metido de narices entre los libros. Así que la juventud está hecha de irresponsabilidad, de negación a las normas, de prelación por lo inmediato. Entonces, bien podríamos ironizar tal situación o sacarle provecho a este presunto interés del joven de entrar a la universidad para ser “un buen estudiante”.

Cuando se es joven, la mente del estudiante finge no atender las demandas del cuerpo. Pero como en todo fingimiento, el deseo se superpone al ideal.

Las buenas intenciones de estudiar de los colegiales se parecen a los votos de castidad de los demonios lujuriosos.

Cuando el joven estudiante dice que se preparó para el examen lo que en verdad afirma es que acepta el veredicto del azar y la fortuna.

Salta a la vista que por esta vía podemos obtener muy buenos resultados. Es oportuno recordar que la ironía o el humor han sido canteras que los grandes aforistas han explotado hasta la saciedad. La ironía es un medio para hacer crítica de las costumbres, para desvelar falsas conciencias, para desmitificar verdades reveladas.  Y el buen aforista escarba debajo de lo evidente, obliga al lector a mirarse en un espejo. Un espejo minimalista pero con lente amplificado.

Hay estudiantes que su mayor logro académico consiste en haber asistido a clase durante un semestre pero sin aprender nada.

Hasta acá esta radiografía del escribir aforismos. Bien podríamos tomar otra ruta y empezar a reflexionar sobre los vínculos entre el estudiante y el maestro o las peripecias de los estudiantes cuando pierden un año escolar o las mañas y los trucos ideados por ellos para sobrevivir en la batalla de los exámenes y las pruebas académicas. En todo caso, y ese era el propósito esencial de estas páginas, la escritura de aforismos requiere un largo meditar y una continua labor de tejer y destejar ideas, buscando con ello eliminar lo superfluo para quedarnos con la esencia de los seres, el mundo o la vida. Porque la escritura de aforismos es una buena forma de quitarle a nuestro pensamiento tanto fárrago y lastre inútil, y es una buena arena para desarrollar la precisión semántica y la estructura cuidadosa de una frase.

Sobre el estudiante

18 miércoles Sep 2013

Posted by fernandovasquezrodriguez in Aforismos

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Sea en un espacio educativo o de carácter informal, si hay interés y motivación por aprender, será fácil que emerja el ser del estudiante.

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El gran conflicto del estudiante es éste: creer que su deseo por estudiar es proporcional a los logros de su aprendizaje.

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Algunos estudiantes se sienten motivados hasta cuando descubren que el aprendizaje les exige renuncias y responsabilidades.

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Los malos estudiantes esperan que sus maestros hagan lo que ellos deberían hacer por obligación o compromiso.

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Lo que el estudiante reclama de la suerte debería confiárselo a la diligencia.

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La deserción es el gran abismo para las aspiraciones del estudiante. Al retirarse, lo que era inicio de un vuelo se torna en caída plena.

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El estudiante despreocupado y perezoso goza al entrar a la universidad; después de ingresar, padece cada día para lograr permanecer en ella.

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El aprendizaje tiene para el estudiante las particularidades de los oasis: parecen cercanos y fáciles de llegar pero están lejanos y exigen buscarlos por días en el desierto.

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A pesar de que el estudiante piense que su oponente es el maestro, debería reconocer que su genuino antagonista es el aprendizaje.

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Son las dificultades al momento de aprender las que miden el verdadero o falso interés del estudiante.

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El estudiante que espera la motivación externa provocada por el profesor, olvida que el maestro anhela esa motivación pero emanada de las entrañas del interesado por aprender.

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Hay aprendizajes que parecen montañas; otros, extensas llanuras; y algunos más, insondables mares. En consecuencia, el estudiante debería saber que cada uno de ellos demanda un espíritu diferente: la atención del escalador, la constancia del caminante, la resistencia del submarinista.

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Los estudiantes que confunden asistir con aprender son los mismos que se sorprenden o desaniman de sus bajos resultados académicos.

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La voluntad por aprender hace que el interés inicial del estudiante se convierta en auténtico fervor. Sin voluntad, todo empeño será frágil y sin posibilidades de crecimiento. 

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El estudiante, según lo pensaba Ortega y Gasset, es un ser a quien le es impuesta la necesidad de aprender. Sin embargo, en ello radica su mayor desafío: en interesarse por lo que a primera vista no le interesa.

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De todas las virtudes del estudiante una de las más importantes es la dedicación. Gracias a ella el esfuerzo logra sus metas y el tiempo se convierte en un aliado más que un obstáculo.

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Hay estudiantes que ya no necesitan ni de escuelas ni de maestros. A esos, podemos llamarlos profesionales del aprendizaje.

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El maestro puede ser para el estudiante muchas cosas: una piedra de toque, un acicate, un enigma por resolver, un escalón, una inédita pregunta… Ya dependerá del estudiante saber convertir esas cosas en una ayuda o en un obstáculo.

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Si como enseña la etimología, estudiar significa en su origen “estar empujado hacia adelante”; entonces, el estudiante necesita en algún momento de alguien que le propicie dicho impulso.

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El estudiante cree que sus errores al aprender son un impedimento para avanzar cuando en verdad son oportunidades de mejora.

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La mayoría de edad de un estudiante empieza con su autonomía al momento de aprender.

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Los útiles recomendados por el maestro, que parecen accesorios a los ojos  del estudiante, son instrumentos de alta precisión para el aprendizaje.

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Para mantener un buen estado físico en las pruebas del aprendizaje el estudiante debe hacer diariamente ejercicios de repaso.

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Además de las tareas académicas y los compromisos de cumplir con normas y rituales, la época de estudiante de colegio es una de las más felices de nuestra vida. La razón: estamos exentos de atender a otras responsabilidades distintas a las derivadas del estudio.

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Si el deseo de aprender es genuino la condición de estudiante es un estado de permanente asombro y proliferación de descubrimientos.

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El estudiante novato supone que aprender es fácil e inmediato; el estudiante experto sabe que sin esfuerzo y tiempo no es posible comprender o tener una idea clara sobre determinado asunto.

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La motivación que es llama, necesita de la persistencia del estudiante para convertirse en un constante ardor.

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Las trampas que hace el estudiante mientras aprende no son engaños al maestro sino celadas para su propio futuro.

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Los estudiantes haraganes andan siempre inventando disculpas y urdiendo marrullerías. Los gandules son adalides de la trampa y la inmoralidad.

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Existen personas para las cuales resulta innecesario ser estudiante. Confían en la mera experiencia. Sin embargo, aún para aprender las cosas prácticas se requiere interés, curiosidad y dedicación.

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Los peores estudiantes, los más problemáticos en clase, son aquellos que sufren de desdoblamiento. Es decir, son los que tienen el cuerpo en un lugar y su mente en otra parte.

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El estudiante mediocre se conforma con el saber ya hecho y definido; el sobresaliente, se esfuerza por relativizar o cuestionar aquel saber consolidado.

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El aprendizaje repetitivo y sin sentido que algunos estudiantes practican es, en su esencia, una forma de burla al saber.

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Hay estudiantes que no soportan la pasión y el empeño con que sus maestros les enseñan. Estos maestros son para ellos como un contraste amplificado de su desinterés y su apatía.

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Los estudiantes obsesionados únicamente por obtener altas calificaciones deberían reflexionar si ellas corresponden a un mayor grado de conocimiento. Entre otras cosas porque la inmediatez de la calificación no siempre le hace justicia a la mediatez del aprendizaje.

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Hacer amigos, compartir experiencias, conversar interminablemente, y otros eventos similares que parecen ser algo adicional a las tareas regulares del estudiante, en realidad son aprendizajes definitivos en su desarrollo personal.

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Si bien Ortega y Gasset decía que el estudiante trasegaba con “necesidades muertas”, no cabe duda de que los estudiantes aplicados son los que logran revivir aquella preocupación originaria por el saber.

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Cuando se es estudiante, a pesar de las observancias y los reglamentos de la institución escolar, existe cierto placer –muy cercano a la travesura– en no entrar a clase de vez en cuando y quedarse hablando con amigos y compañeros de curso. Este placer subraya el sentido primero de la escuela: tiempo libre.

Imponerse un gusto

15 domingo Sep 2013

Posted by fernandovasquezrodriguez in Del diario

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Ilustración del neerlandés Rhonald Blommestijn

Ilustración del neerlandés Rhonald Blommestijn

Imponerse un gusto. Parece contradictorio, pero no lo es. La tarea que me he propuesto –y no es la primera vez– de escribir un ensayo todos los días sobre temas o asuntos relacionados con la poesía, a primera vista parece un objetivo agobiante. No siempre se encuentra un epígrafe motivador y no todos los días la escritura fluye naturalmente. Sin embargo, lo interesante de este encuentro diario con la escritura y con mi “plana” de tres páginas, es que va obligando a mi mente a tener una preocupación en vilo, a darle vueltas en la cabeza a un tópico, a buscar fuentes que apoyen mis planteamientos o, la mayoría de las veces, a enfilar mi imaginación y mi creatividad hacia una diana que ofrece su centro como si fuera una exquisita golosina.

Cuando hablo con colegas de mi trabajo, docentes investigadores, doctores de trayectoria en un campo determinado, siempre alegan o reclaman un tiempo en sus planes de trabajo para poder escribir. Eso en parte es cierto. Porque si no se tiene el hábito o la disciplina, así se dejen horas o días para ello el resultado seguirá siendo el mismo: nada. En otras oportunidades ya he escrito sobre el papel que cumple el cuerpo, cuando de escribir se trata. He comprobado que no basta con la buena voluntad o con el deseo de escribir; la escritura pasa por la mediación de un cuerpo y, en esa medida, hay que enfrentar la modorra, el cansancio, el desánimo o, como decían mis mayores, la “pura pereza”. Entonces, una manera de no alimentar frustraciones o de andar por la vida presentando proyectos fallidos, es ésta, la de “ejercitar” la mente con tres o cuatro hojas de escritura. No digo que sea fácil, no digo que se dé sin contratiempos; pero tampoco afirmo que sea una carga dolorosa o un cometido que vulnere nuestra alegría.

Yo creo que es todo lo contrario. Cuando termino, hacia las doce y media del día, después  de estar frente al computador desde las ocho de la mañana, y siento dentro de mi espíritu una alegría infinita, descubro que esa tarea autoimpuesta es una forma de felicidad. O, por la noche, a eso de las doce y media, en el momento en que puedo vencer el cansancio propio del trabajo en la universidad para cerrar el texto al que le faltaba el último párrafo o la precisión en un dato, compruebo que esto es lo que me gusta hacer, lo que me pone en comunión con mi esencia, la clave de mi proyecto vital. Entonces, me voy a la cama, satisfecho, feliz de haber cumplido una meta que, al iniciarla, se veía muy distante.

De otra parte, el escribir estas tres páginas, va generando en la maquinaria mental del escritor una especie de lubricante que aceita los pistones, las válvulas y todos los engranajes. No sé si es la mejor manera de decirlo, pero se escribe con mayor facilidad. Las ideas cuentan con una buena pista de desplazamiento y los argumentos parecen brotar a manos llenas. De pronto tal fluidez provenga de que, al escribir cotidianamente, se establece un vínculo con la escritura; se evita fracturar o romper la continuidad con determinado campo de reflexión. Estoy convencido cada vez más de que las obras de gran calado literario, esas que podríamos llamar clásicas, provienen de autores que lograron fusionar su vida con la dedicación completa a la escritura. Y no se trata de romanticismo, sino de eficacia escritural. Si uno tiene que, como me pasa muchas veces, romper la idea o el motivo que vengo desarrollando para ocuparme de otros asuntos muy diferentes, lo que obtengo al final es una desordenada o maltrecha composición. Y para suturar todas esas heridas, para alcanzar una hoja digna, tengo que emplear muchas horas después en la corrección y en la reestructura de la misma. El vínculo con la escritura, decía, afloja la mano, pone la mente despierta, focaliza nuestras preocupaciones y proyectos.

También la escritura diaria, como sucede con los afectos, va reclamando atención y miramiento. Se va volviendo una necesidad. Cuando se llega a este punto, el hábito de escribir ya hace parte de nuestra carne, se ha interiorizado y pide alimento como otras partes de nuestro organismo. Y por ser una pasión obsesiva, siempre reclama más y más. En todo caso, al volverse una necesidad el escribir, reorganiza la vida cotidiana del escritor. Cambia su agenda en la oficina, dispone de otra manera los tiempos familiares, cancela citas innecesarias, se escapa cuando puede a las librerías, extiende hasta donde sea posible el presupuesto para adquirir algunos libros… Todas las otras cosas, diferentes al querer escribir, se vuelven ancilares, son como satélites atraídos por la fuerza de tal necesidad. Creo que por eso muchos escritores, a no ser que cuenten con el amor comprensivo de su familia o con la complicidad de quien los ama, se enclaustran o vuelven su soledad, una fortaleza inexpugnable. La necesidad de escribir es absorbente y celosa, y produce más angustia cuanto menos se puede satisfacer sus demandas.

Cada escritor, supongo, se inventa maneras o descubre fórmulas para que la tarea cotidiana le resulte más llevadera. He comprobado, al cumplir juiciosamente todo este mes de enero con mi tarea autoimpuesta, que un buen recurso para no empezar de cero el nuevo día o el inicio de la noche, es consignar previamente la cita, el epígrafe motivo de mi reflexión. Aunque parece poca cosa, lo cierto es que esa frase, ese poema, opera como un ojo vigilante, como un radar o como un haz de luz que lanza sus rayos a todo momento. Ya sea en el trabajo de la oficina, cuando se va en un transporte público, o cuando se está compartiendo un alimento. Aún en los sueños, sigue irradiando su mensaje cautivante. Puesto de otra forma: ese pequeño texto opera como un imán que atrae o atrapa ideas, autores, recuerdos, relaciones, juegos de palabras, inventivas. Ese epígrafe o consigna, puesta arriba de mis textos, es ya una escritura preliminar, un asomo de la escritura latente. Por supuesto, esta era una de las técnicas de Hemingway, que luego García Márquez y Vargas Llosa han considerado una de sus mejores aliadas para saltar el vado de la hoja en blanco.

Y de otro lado está el punto de la extensión de los escritos. Eso hace parte de las reglas internas del gusto impuesto. Tres páginas. Un término, un límite… En algunos casos ese tope hace las veces de brazo extendido que reclama una párrafo más, otras líneas de esfuerzo para coronar o llegar a la cima de un texto estructurado, completo; en otras ocasiones, el cumplir esa medida, es más bien un llamado al orden, a no irse por las ramas, a centrarse en  el asunto.  Los linderos también están relacionados con el tipo de género asumido como reto. Para que la tarea se cumpla a cabalidad, es un ensayo lo que debe estar terminado al final de cada día. No es mero ejercicio de expresión o desbordada mezcla de impresiones. El límite textual dictamina que se trata de proponer una tesis, en el primer párrafo por supuesto, y de irla soportando con argumentos a lo largo de esas 1250 palabras. Da gusto ver, al ir concluyendo hoy esta faena, cómo lo que escribí en el primer párrafo hacia las cinco de la tarde ya parece lejano en relación con esta última línea terminada, en este momento, a las siete de la noche.

Habilidades comunicativas y lectura de la imagen

11 miércoles Sep 2013

Posted by fernandovasquezrodriguez in Ensayos

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Ilustración de Rafal Olbinski

Ilustración de Rafal Olbinski

Que los maestros necesitamos desarrollar las habilidades comunicativas en nuestros estudiantes, en todos los niveles, sigue siendo un reto del educador, además de ser una tarea inaplazable. Propiciar estrategias y desarrollar habilidades para que ellos y ellas aprendan a escuchar, a hablar, a leer y escribir es un objetivo de primer orden en nuestra labor docente.

No cabe duda de que, por ejemplo, aprender a escuchar es hoy una de las claves para saber convivir, facilitar las habilidades argumentativas y, especialmente, una de las claves para ir apropiando las llamadas habilidades sociales tan necesarias para la vida personal, familiar y laboral.

Y ni qué decir de nuestros esfuerzos didácticos para el desarrollo del hablar. Aquí vuelven a tener fuerza los aportes de la comunicación oral, la tradición de la retórica y la conciencia del tipo de auditorio al que nos dirigimos. Vale la pena decir, de una vez, que esta habilidad comunicativa merece toda nuestra atención y cuidado en estos tiempos en los que prolifera el hablar de argot, los mensajes apocopados y una merma sensible en la competencias lexicales de las nuevas generaciones.

El otro reto es el de enseñar a leer. En todas las áreas, ciclos y niveles. La lectura es un lubricante del engranaje de aprender. Con ella accedemos a territorios inexplorados y con ella comprendemos o reconocemos lo que somos. La lectura, que por supuesto es más que un ejercicio de decodificación, es una actividad superior del pensamiento mediante la cual establecemos transacciones con la tradición y reconfiguramos el provenir. Por supuesto, hoy no leemos solamente textos escritos, también tenemos que formar lectores de la virtualidad, lectores de la imagen. Pero de eso hablaré más adelante.

La última de las habilidades comunicativas es la de la escritura. Aquí sí que tenemos trabajo por hacer. Porque escribir no es igual a redactar, porque escribir es contribuir al desarrollo del pensamiento. La escritura es una herramienta de la mente, una técnica tan potente como para disociar el sujeto y trascender el tiempo. Si claudicamos en esta otra habilidad comunicativa permitiremos que nuestros estudiantes sigan siendo meros reproductores de información y no genuinos productores de conocimiento.

Pero, centrémonos en la lectura de la imagen, de la imagen fija. Y he elegido esta modalidad de la lectura porque o bien no la tenemos en cuenta lo suficiente en nuestra labor docente o porque damos por hecho que por verla ya la hemos mirado.

Aquí podemos, de inmediato, hacer una distinción. El ver es natural;  el mirar, cultural. Nacemos viendo pero vamos poco a poco aprendiendo a mirar. De un lado, lo indeterminado del ver; del otro, la intencionalidad del mirar. La escuela, en sentido amplio, nos ayuda a adquirir esas mediaciones del mirar. Algunos la llaman “lectura crítica”; otros, alfabetidad visual.    

La imagen, lo sabemos, tiene una sintaxis que no podemos olvidar: punto, línea, plano, dirección, textura, escala, proporción, color…  Esos elementos se combinan para producir diversos mensajes y para llevar al lector por diversos caminos. La imagen compone significados de manera autónoma: equilibrio, inestabilidad, simplicidad, complejidad, simetría, asimetría, unidad, fragmentación… Esa es la razón por la cual, en una misma página de un libro de texto, tenemos que hacer legibles aspectos como el tamaño, tipo y estilo de fuente, el empleo de recuadros, los destacados y el uso del color. Cada uno de esos aspectos apunta a que el lector aprenda, diferencie y jerarquice niveles de información. Porque la imagen puede utilizarse didácticamente para varios fines. Expliquemos brevemente algunos:

1. La imagen permite atravesar la opacidad de los objetos y las cosas. A partir de cortes, la imagen muestra las partes que componen un objeto. Nos permite entrar en la “caja negra” de objetos o eventos. La imagen nos muestra, al mismo tiempo, lo externo, lo medio y lo profundo de las cosas.

2. La imagen nos permite mostrar procesos, desarrollos, dar cuenta del paso a paso. La imagen es estratégica para mostrar cómo se hacen las cosas o los procedimientos que hay que seguir para obtener determinado producto. Los manuales de uso, los protocolos tienen a la imagen como una aliada comunicativa.

3. La imagen es, en sí misma, una manera de narrar. La imagen puede crear y recrear mundos posibles. Aunque el receptor aún no haya apropiado un código lingüístico, a partir de la imagen puede relatar hechos, prefigurar historias. El cómic es un ejemplo supremo de este uso didáctico de la imagen. El humor gráfico sería otra forma interesante de evidenciar cómo la imagen rebasa las limitantes de lenguas vernáculas para contar sin palabras.

4. La imagen moviliza componentes afectivos, emocionales. La imagen hiere nuestro sentir, convoca, evoca, nos mueve a recordar e imaginar. La imagen pone a circular el tiempo, el tiempo del que también estamos hechos. Por eso nos impacta, por eso nos compromete, por eso dinamiza pulsiones y sentidos profundos de nuestro psiquismo.

5.  La imagen permite la síntesis, lo esencial de una cosa, un concepto o un problema. La imagen, en este sentido, elimina lo superfluo, lo accesorio. De allí su alto potencial didáctico al centrar el interés del receptor en lo verdaderamente importante.

6. La imagen desplaza nuestro pensamiento lineal a un pensar en superficie. La plasticidad de la imagen lleva a que las explicaciones o las informaciones se muestren como una topología: puntos de referencia, rutas, nodos. La imagen pone el conocimiento no tanto en sucesión como en relación: el menú, la red.

Desde luego, hay muchos más usos y bondades de la imagen. Pero, por ahora, resaltemos esas seis cualidades que si las capitalizamos podrán arrojar excelentes dividendos en el aprendizaje de nuestros estudiantes. Recordemos, en todo caso, que leer la imagen es una de las habilidades comunicativas que necesitamos volver habitual en el aula. Porque, y eso hay que reiterarlo, el consumo de imágenes –tan abundante en nuestra época– no genera de por sí habilidades lectoras.

Lector de novelas

06 viernes Sep 2013

Posted by fernandovasquezrodriguez in Ensayos

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"La lectora" de Marie Augustin Zwiller

«La lectora» de Marie Augustin Zwiller

La novela continúa siendo el género narrativo de mayor alcance y complejidad estética. Así como ha evolucionado en sus aspectos formales y de elaboración, también ha ampliado su radio de intertextualidad al incluir a otros géneros como el ensayo, la poesía, la crónica o la reflexión de corte filosófico.

A diferencia de los que creen en la muerte de la novela lo cierto es que este género se renueva y se adapta a las necesidades de la sociedad en la que se produce. Primero, estuvo cercana al mito; después, fue parodia de las leyendas; más tarde se propuso representar la cotidianidad de una nueva clase social, como era la burguesía; y mucho tiempo después, enfiló sus palabras para la crítica de determinados valores o fue un espejo de reconocimiento para ciertos problemas de la época contemporánea. Ese desarrollo de la novela puede verse en sus temas y motivos o, por supuesto, en volver su centro un personaje, un ambiente, un tipo particular de conflicto o el mero placer por la experimentación lingüística o los juegos con el manejo del tiempo y la voz narrativa.

En toda esa evolución los novelistas se han mantenido fieles a una consigna que ya la había entrevisto Henry James: la de representar las peripecias  de que está hecha la vida; la de poner al frente –como si fuera una obra de teatro– la representación de la vida humana. Ese ha sido un eje o un punto de confluencia de muchos novelistas; esa la piedra de toque de novelas magistrales como La montaña mágica de Thomas Mann o Ana Karenina de Tolstoi. La novela ha sido un medio para expresar las angustias, las esperanzas, los temores, los sueños de seres que de alguna manera tienen que asumir el precio de sus decisiones, la consecuencia de sus actos. La enfermedad, el amor, la soledad, el poder, la muerte… cada uno de esos temas se ha convertido en materia de investigación o en un pretexto para ahondar en los entresijos de la condición humana. La novela, en consecuencia, ha servido para hacer sociología, psicología, antropología de una comunidad, de una época o sencillamente de un individuo que, de alguna forma, ejemplariza el destino o la condición esencial del género humano.

Carlos Fuentes insistía, retomando a Kundera, en que el punto de confluencia de diferentes novelas era la redefinición del ser humano como problema. O si prefiere, como enigma.  Y Vargas Llosa, usando la metáfora del striptease invertido, ha dicho que el escritor de novelas lo que hace es desnudar sus propias culpas, los demonios que lo atormentan y obsesionan para lograr que los lectores tengan acceso al insondable mundo de los hombres. Y el escritor turco Orhan Pamuk de igual modo ha escrito que las novelas son como constelaciones de estrellas “en las que el autor ofrece decenas de miles de pequeñas observaciones sobre la vida; en otras palabras, experiencias vitales basadas en sensaciones personales”. Y el buen novelista, en consecuencia, es el que “es capaz de hablar de nosotros mismos como si fuéramos otra persona, y sobre otros como si estuviéramos en su piel”.

Tal vez de allí provenga el gusto o la afición por leer novelas. A los hombres y mujeres les sigue pareciendo interesante –además de entretenido– tener fotografías o cuadros de palabras en las que puedan reconocer su propia fisonomía o apreciar aquellos rasgos morales no siempre evidentes o estimados. Los lectores de novelas sienten curiosidad por su mismo ser; les siguen pareciendo fascinantes las razones o los motivos de una decisión, los dilemas propios de ejercer la libertad, los riesgos de establecer relaciones con otros semejantes, los vaivenes inherentes de mezclar la voluntad con el azar y la fortuna. El lector de novelas husmea, es un mirón de vidas ajenas, de mundos que aunque ajenos, son cercanos para él precisamente porque están hechos de la misma sustancia con que está constituido su cuerpo y su conciencia.

Cuidar la lectura

01 domingo Sep 2013

Posted by fernandovasquezrodriguez in Ensayos

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Ilustración de Quint Buchholz

Ilustración de Quint Buchholz

El arte de leer es, en gran parte,
el arte de volver a encontrar la vida en los libros
y, gracias a ellos, comprenderla mejor. 
André Maurois

 

Una de las bondades de la lectura, además de su placer implícito, es la de ayudarnos a comprender la vida. Por eso, quien tiene el hábito de leer va adquiriendo ciertos lentes que le permiten descifrar mejor algunos de los signos en que está escrita la existencia.

No cabe duda: leer es un acto de reencuentro, de reconocimiento. Ahí, frente a nuestros ojos, reaparecen los problemas o las situaciones con las que a diario tenemos que lidiar; o se nos muestran experiencias ya vividas o por vivir; o desfilan seres reales o imaginarios que de alguna manera hemos sido o presentido. Entonces, el acto de leer se convierte en una especie de toma de conciencia, de caer en la cuenta, de luces súbitas que nos permiten esclarecer o vislumbrar actitudes o comportamientos. Cuando se lee de verdad, cuando nos metemos de lleno en esos micromundos de las hojas de los libros, lo que hallamos son pistas clarividentes para explicarnos nuestro pasado, espejos para mirar mejor nuestro presente o señales orientadoras para nuestro futuro. El arte de la lectura de ciertas obras, arroja indicios tanto de lo que fuimos, como de lo que somos y de lo que seremos.

No debe entenderse aquí arte de la lectura como tecnicismo escolar o rapidez ocular; tampoco el poder formativo de la lectura estriba en la cantidad de libros leídos o en la dificultad del tipo de obras que frecuentemos. Arte de la lectura es tanto dedicación como ensimismamiento en ese diálogo mudo. Lugar para establecer una verdadera conversación en donde podamos no sólo deletrear los signos sino en realidad leerlos: degustarlos, rumiarlos, habitarlos. Hacernos parte de aquello que leemos. Arte de la lectura es también el prolongado acto reflexivo que trae consigo el hablar con esas manchas de tinta o con esas figuras que llamamos letras. La buena lectura debe irritar en nosotros la reflexión, la meditación, el examen. Y si logra calar hondo en nuestro espíritu, si nos afecta sinceramente, el leer debería llevarnos de igual modo a la recapacitación, la cautela o la prudencia.

Todavía más: la lectura es otra forma de aprendizaje y de desaprendizaje. Leyendo ampliamos nuestros horizontes y nos despojamos de ciertos lastres que nos impiden volar. Leyendo abrimos sendas para territorios inéditos y leyendo asumimos roles que nunca de otra manera lograríamos interpretar. La lectura nos ensancha el corazón, nos potencia la mente y nos multiplica la imaginación. La materia de que está hecha la lectura nos nutre con un alimento especial que tiene la propiedad de hacernos más leves o más trascendentales. Ese pan de la lectura, hijo del sol, hace que germinen muchas de nuestras más guardadas semillas o que maduren frutos de formas y sabores inéditos.

Deberíamos hacer habitual la lectura. Empezar por dedicar al día quizás unos minutos, para luego gastar otros tantos en meditar sobre lo leído. No se trata de leer cantidades, sino de tener un trato cotidiano con los libros. De convertir a la lectura en una práctica familiar. Después, cuando ya no veamos el leer como algo excepcional o como una actividad de vacaciones, podremos compartir con los más cercanos aquello que leemos. Como quien dice, aprovechar ese capital que nos ofrece la lectura para brindarlo a manos llenas a otras personas, para entregarlo o hacerlo circular –como si fuera una cadena– y así alentar a otros a recibir o continuar esta herencia del espíritu. De esta forma, lograremos hacer que el leer se transforme en consejo, en lección o recomendación para aquellos que caminan al lado nuestro o que, de pronto, solicitan cierta orientación para salir de los múltiples vericuetos que pone la misma existencia. Y mucho más tarde, cuando el leer se asemeje a un viejo amigo o a la más querida de nuestras costumbres, podremos conservar la lectura como una compañía fiel para nuestra vejez o como un murmullo alentador para nuestra postrera soledad.

Nunca sabremos de las rutas o los mapas reveladores que contiene la lectura para la vida si no nos volvemos unos frecuentadores de sus páginas. Quien lee no sólo aprende cosas nuevas, también atesora conocimientos; además de ello, recibe algunas claves que le permiten hacer más legible el mundo y ver con ojos más comprensivos las confusas y paradójicas experiencias que le suceden cotidianamente. 

(De mi libro Custodiar la vida. Reflexiones sobre el cuidado de la cotidianidad, Kimpres, Bogotá, 2009, pp. 117-120).

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