Ilustración de Selçuk Demirel.
A propósito del ejercicio que les propuse a mis estudiantes de posgrado de elaborar aforismos relacionados con el ser del estudiante, y dada la dificultad de muchos de ellos para lograr un producto de calidad, he vuelto a reflexionar sobre “el pensar” y sobre algunas estrategias que pueden servir de ayuda para movilizar y lubricar la maquinaria de nuestras ideas.
Lo primero que se me ocurre es que, desde una mirada retrospectiva, ha sido poco o nulo el papel de la escuela básica y secundaria en esto de enseñarnos a pensar. Los modelos de educación han reforzado una forma de aprender en la que no necesariamente se necesita desarrollar las operaciones del pensar. Y cuando algún maestro ha realizado actividades en clase sobre aprender a relacionar, sintetizar, resumir, inferir, deducir, clasificar o codificar, estos ejercicios, la mayoría de las veces, han quedado como asuntos aislados o desvertebrados de una intencionalidad formativa curricular o alejados de un proyecto educativo sólido y consistente.
Creo, por lo demás, que al haber preferido una educación centrada en los contenidos hizo que las prácticas de enseñanza y de evaluación relegaran a un segundo plano el valor de la pregunta, la resolución de problemas, los procesos metacognitivos y el rigor en el análisis. Los contenidos asumidos sin espíritu crítico, las tareas realizadas por el mero cumplimiento, las actividades de recopilación en las que basta compilar información, la ausencia de la mediación escritural argumentada, entre otras cosas, nos muestran que no contamos o no tuvimos una educación problematizadora en la que nuestro pensar se viera obligado a actuar permanentemente y poner en escena todos sus recursos y sutilezas.
Desde luego, y quizá esta sea la razón de base, es que tanto profesores como estudiantes suponen que pensar es algo que ya viene con nuestra naturaleza y que, por lo mismo, no necesita de mayor enseñanza. Tal vez confundimos las posibilidades de nuestro aparato cognitivo con el conocimiento y desarrollo de las operaciones que él mismo puede crear. Dicha naturalización del pensar nos torna desatentos y conformes con las mínimas destrezas o habilidades de nuestro cerebro, por no decir, con el potencial de nuestra inteligencia. También es posible que los diversos miembros del sector educativo nos hayamos fiado demasiado de las evidencias de la empiria, de la costumbre que hace ley, pero que de igual modo fosiliza o va secando el movimiento y el vigor de nuestras neuronas. O a lo mejor, la misma época que vivimos de “hacer todo fácil”, de “no complicarse”, esta cultura “light”, haya ido extendiendo sus dominios hasta el punto de inmovilizar nuestro deseo por el descubrimiento, la innovación y la creatividad. Aquí cabría decir, de una vez, que pensar implica no sólo ciertas actitudes o disposiciones de la persona sino, y esto es en lo que voy a insistir más adelante, en conocer determinadas operaciones y ejercitarse en ellas hasta el punto de interiorizarlas para que sean un órgano más o un instrumento mental tan potente como una herramienta sofisticada o un artefacto de alta tecnología.
Cabe decir otra cosa: el pensar parece haber sido el objeto de trabajo de los filósofos. Las otras profesiones y más cuando son altamente pragmáticas, huyen o se distancian de esa disciplina. En épocas pasadas, la filosofía hacía parte del pensum propio de las humanidades y con ella venían una serie de temas como la lógica, la dialéctica, el análisis. A medida que las técnicas y las tecnologías se fueron alejando de la formación humanista, en esa misma proporción, el contacto o la relación con aquella disciplina preocupada por enseñarnos a pensar se fracturó o terminó en un distanciamiento definitivo. Basta observar cómo en la elección o no de una profesión sigue teniendo mucho que ver si en el plan de estudios se obliga a cursar materias filosóficas. Para decirlo de otra forma, las nuevas generaciones –aunque no sólo las de esta época– han huido de aquellas asignaturas en las que tengan que enfrentarse con el pensar.
Pero con el fin de cumplir el propósito de ofrecer algunas estrategias para pensar, bien podemos cerrar estas primeras reflexiones y enfocar la segunda parte de nuestro escrito a dicha meta.
1. Pensar implica meditar. La rumia, el “llevar en la mente una idea”, el dejarse “habitar” por un cuestionamiento… todas esas acciones son indispensables si en verdad queremos que nuestro pensamiento se robustezca o tenga buena salud. Meditar es poner a nuestro pensamiento en una tarea de “masticación”, de triturado o destilación continua. Aquí cabría decir, que el que piensa “no traga entero”, no se conforma con lo inmediato, no acaba sus búsquedas con lo que encuentra más a la mano. El que medita pone a su pensar en movimiento, lo obliga a cargar durante el día o en la noche, una idea, un pensamiento. El que medita se ocupa en pensar.
2. Pensar presupone el curiosear. Al pensamiento hay que estimularlo, hay que aguijonearlo a cada rato para que no se amodorre, para que no se adormezca como si fuera un animal cansado. Entonces, no hay como la actitud curiosa, el ansia por conocer, el apetito de desentrañar enigmas. Si la curiosidad está viva, el pensar revive y se remoza. Valga la pena decir que la curiosidad demanda cierta actitud investigativa de base, un ánimo cercano a percibir el universo o la vida como algo inédito o recién creado. El curioso anda lleno de preguntas y el preguntar es una forma de darle cuerda al pensar, de exigirle al pensamiento variar o modificar las respuestas predeterminadas para ciertos estímulos. Curiosear es observar a través de muchas ventanas, tener más de un mirador, conseguir datos ocultos, hablar con la gente, recorrer muchas calles, llevar una libreta de notas.
3. Pensar demanda escribir. Al ser la escritura una tecnología de la mente, en ese mismo sentido el escribir contribuye poderosamente a pensar. En ciertos casos, el escribir ayuda a tener una radiografía de nuestro pensamiento, para ver sus fisuras o su consistencia; en otros, el escribir mismo es el mejor vehículo para decir nuestro pensar. Hay una relación muy interesante entre pensar y escribir; las dos acciones se retroalimentan, se confrontan, se contrastan. Si se tiene el hábito de escribir el pensar cuenta con una terreno fértil para empollar sus pensamientos; si se escribe y se reescribe, el pensar descubre que su verdadero ser no está en la periferia de la escritura (en el primer borrador) sino que aparece o emerge en la medida en que se ahonda en sus capas más profundas (en la segunda o tercera versión). Aunque suene redundante: el escribir hace que el pensamiento tenga un caldo de cultivo propicio para sus recientes criaturas.
4. Pensar exige concentrar la atención. Si estamos atentos, si focalizamos nuestra percepción, si no nos distraemos con facilidad, muy seguramente nuestro pensar alcance mayores resultados. Si fijamos nuestra atención en un punto, en una cuestión, si aumentamos el “zoom” de nuestro interés, el pensar se robustece, saca a relucir sus mejores galas. Este punto es clave en nuestro tiempo, porque la invasión de los medios de comunicación masiva, el abuso e intromisión de las nuevas tecnologías, el ojo omnisciente de la televisión, el ruido apabullante de la vida cotidiana, todo esto obstaculiza o pone en constante desequilibrio la atención. Nos vamos por las ramas, perdemos lo esencial, andamos a tientas ocupados y preocupados por el estímulo del momento, por la novedad que saca sus lentejuelas con luces deslumbrantes. El pensar, sin atención, tiene una constitución raquítica o endeble. La desatención, la pérdida de una diana capaz de imantar o afinar un centro, pone al pensamiento en un deambular sin norte, en una superficialidad que no le permite ahondar, profundizar, ir a las esencias o los fundamentos. La atención enfilada hace que el pensar sea un proyectil eficaz, una flecha con un objetivo determinado.
5. Pensar conlleva a cualificar los sentidos. Los poetas y los artistas, en general, sí que han insistido en esto de “exacerbar” lo sentidos, en la disposición consciente para dejarse tocar o llevar al límite las posibilidades del ver, del escuchar, del sentir, del saborear… No sobra recordar que el pensar opera por sinestesias; o para decirlo mejor, se fortifica cuando lo alimentamos con las correspondencias que puede haber entre los diversos sentidos. La cualificación de la sensibilidad, ese desplazamiento del ver hacia el mirar, del oír al escuchar, del tocar al sentir… toda esa nueva corporeidad que de allí nace incide o afecta el tipo de pensar que tenemos. Entre mejor educamos los sentidos así también mejoramos los modos y las maneras de ser de nuestro pensamiento. Los sentidos dotan al pensar de emocionalidad y sentimentalidad; hacen que el pensar se apasione, o que logremos un pensar apasionado. Esta cualificación de los sentidos nos pone en la tarea cotidiana de experimentar, explorar, aventurarse, y también de reconocernos, estimularnos, prepararnos para captar de la mejor manera los lancetazos o los impactos de la realidad. El pensar, cuando adquiere ese tipo de piel, es más permeable, más perspicaz, más sensible a las particularidades de la condición humana.
6. Pensar invita a jugar con el lenguaje. La fascinación por las palabras, las combinaciones posibles entre ellas, la variación que posibilita los cambios de sentido, todo ello, contribuye a que el pensar se vuelva más plástico, más flexible. Las denominadas figuras del lenguaje son, en sí mismas, potentes dispositivos para que el pensar se torne más dúctil y logre asumir diferentes formas bien de carácter conceptual o poético. Sobra decir que este gusto por las potencias significativas del lenguaje, además de ofrecerle al pensamiento un repertorio lúdico, le permiten desarrollar sus calidades creativas. Si la materialidad del lenguaje ocupa nuestro interés más cerca estaremos de tocar los terrenos de la invención, y más fácil brotará el apunte ingenioso o la ironía, cuando no el humor o el comentario urticante. Siempre es bueno recordar que pensamiento y lenguaje son vasos comunicantes; que no se da el avance de uno sin el desarrollo del otro. Entonces, cuanto más manipulemos las palabras, la materia lingüística, más conexiones y relaciones estableceremos para que deambule o corra a sus anchas nuestra mente.