Todo nuestro descontento por aquellode lo que carecemosprocede de nuestra falta de gratitudpor lo que tenemos.Daniel Defoe
Por andar preocupados o afligidos, debido a las muchas cosas que nos faltan o de las cuales carecemos, vamos perdiendo de vista las variadas riquezas con que contamos y que comportan en sí mismas un valor inigualable. Quizá el disgusto por nuestras privaciones nos hace invisible la alegría de nuestras cotidianas posesiones.
Tan preocupados andamos por conseguir algún objeto o determinada cosa, tan llenos de envidia por el éxito de nuestros amigos o por la prosperidad de otros semejantes, tan deprimidos por la amargura andamos, que terminamos por desconocer o menospreciar a aquellos seres cercanos, esos objetos familiares o esas situaciones corrientes que están al lado de nosotros semejando esos perros viejos tan fieles como pacientes. Por asumir esa actitud de descontento con lo que tenemos o de decepción permanente con lo que el destino nos pone frente a la cara, convertimos buena parte de nuestros días en larguísimas horas para la lamentación o en una retahíla amarga para maldecir nuestra suerte. No sólo nos negamos a disfrutar de la abundancia que hay en lo habitual o lo frecuente, sino que, además, nos emponzoñamos el espíritu con ese veneno mortal del resentimiento.
En este orden de ideas, bien vale la pena cambiar de actitud o de mirador. Más que posturas de lamentación, lo que necesitamos son gestos de reconocimiento. Caer en la cuenta de las muchas cosas que la vida o las personas nos dan o nos ofrecen. Agradecerles a ellas –o si se quiere, a esas divinidades objeto de nuestra veneración– el poder levantarnos cada día, el contar con alguien a nuestro lado, el disponer en nuestra mesa de un poco de pan, el sentirnos aún útiles o necesarios. Cuánto debemos tener presente para dar las gracias: el sólo hecho de estar vivos, la lucidez que aún nos acompaña para dar cuenta de nuestros actos, un lugar para trabajar, un cielo azul con un sol esplendoroso, una página de algún libro digna de recordación. Cómo no sentirnos satisfechos con esos regalos de nuestra existencia que, por ser tan cotidianos, ya no nos parecen una riqueza: el poder conciliar el sueño, así sea por unas horas; el hablar con alguien en quien confiamos; el tener la compañía de una familia; el sabernos protegidos por un techo, así sea reducido y humilde. Nunca acabaremos de saldar cuentas de gratitud con la blanda cama que soporta y reanima cada noche nuestros cansados huesos, con el saco raído que mantiene nuestro calor y nos protege del frío o con los zapatos viejos que cuidan con su cuero gastado la salud de nuestros pies aventureros.
Claro está que debemos soñar y ambicionar, por supuesto que no podemos claudicar a algunos de nuestros ideales o nuestras apetencias. No afirmamos aquí que debe ser el conformismo nuestra guía o nuestro propósito fundamental. Desde luego que una persona sin aspiraciones está mutilada como ser humano. Es de nuestro ser cultivar también los sueños y los imposibles. Sin embargo, no por ello debemos dejar de lado o descuidar a las personas o a los eventos que tenemos bien cerca, los espacios o las bondades que la vida misma nos regala todos los días. Si bien es cierto que no debemos perder la capacidad para mirar el cielo y sus estrellas, tampoco debemos dejar de agradecer a la tierra que nos sostiene y al aire que nos ayuda a limpiar nuestra sangre. Se trata de poner nuestro espíritu en situación de gratitud: reconocer en cada segundo su herencia de eternidad y en cada experiencia la certeza de que estamos vivos.
Seamos agradecidos. Miremos a nuestro alrededor y celebremos los milagros que florecen diariamente en nuestra existencia. Cantemos esas evidencias y sintámonos plenos de tener alguien que nos ame, un otro que pueda ofrecernos su ayuda, un nombre frente al anonimato descomunal de este tiempo. Demos las gracias por nuestra salud que, aunque a veces parece frágil, sigue siendo la mayor de nuestras riquezas. De igual modo, agradezcamos a esas figuras angélicas que contribuyen invisiblemente para que nuestros pasos se mantengan por el buen camino. Gracias debemos dar a manos llenas: porque aun viviendo la mayor de las miserias o la más desoladora crisis, siempre habrá en nosotros un motivo capaz de restituirnos la fe y la esperanza. Seamos agradecidos y así podremos retribuir al universo, en alguna proporción, la generosa y única oportunidad de participar de la vida.
(De mi libro Custodiar la vida. Reflexiones sobre el cuidado de la cotidianidad, Kimpres, Bogotá, pp. 165-168).
Me gusta esa idea socrática retomada por Ernesto Sábato en donde emparenta la tarea del maestro con un partero, con alguien capaz de “llevar hacia afuera lo que aún está en germen”. Y me gusta por dos razones. La primera es por el énfasis en conectar o poner en relación un adentro con un afuera; el maestro es, entonces, un vaso comunicante, una mediación entre lo propio y lo extraño, entre lo privado y lo público. La segunda razón tiene que ver con ese trabajo del maestro sobre una potencialidad; esa labor de orfebre, de artesano del espíritu. En este segundo caso el maestro es agente para que la potencia se convierta en acto. O mejor, “asiste” al otro para que logre ser en plenitud.
Hasta ahí parece apenas obvio el argumento. Sin embargo, ¿cómo poner en el afuera?, ¿cómo ser partero en la Educación? Yo diría que habría como varias instancias: un proceso. Se empezaría con unos preparativos, con un trabajo propedéutico. En este momento cuenta mucho más la actitud, la motivación, la expectativa. Una etapa, por ende, de sensibilización, de adecuación para el futuro parto. Alistar los “implementos” es, desde luego, reconocerlos; saber para qué sirve “cada cosa”, y cuándo hay que usarla. Los preparativos apuntan al logro final. Por eso no puede ser una sumatoria de datos, ni una práctica memorística. Los preparativos son más bien herramientas para un momento posterior. No es el dato por sí solo, sino en cuanto necesidad para futuras tareas. El dato-implemento, sería bueno decir.
Luego de esta tarea de preparación, vendría una segunda etapa. El trabajo del parto. La batalla con el alumbramiento. Atención: aún no ha nacido la criatura. Digo que hay un trabajo para que el germen alumbre. Ahora bien, en ese trabajo de contacto directo es en donde se puede notar la fineza, el temple del maestro. Es el tiempo de la interacción. Cómo te comunicas, qué estrategias empleas, a qué le das valor y a qué no. Todo eso cuenta. La confianza, la paciencia, el temperamento. Si uno es un buen partero, creo yo, aquí la información se transforma en formación. Es más, el éxito posterior depende de este trabajo de contacto. Acá es donde importa la “caricia”, la “ternura”, el tacto, el abrazo; la palabra, la recomendación, el estímulo. Gracias a este trabajo, casi siempre lento y repleto de incertidumbre, es como logramos que el alumbramiento sea feliz o desafortunado.
El último peldaño, la etapa final de este proceso estaría representado en el acto mismo del alumbramiento. El momento definitivo. La educación en plenitud. Cabría señalar toda una serie de estrategias, de competencias necesarias para lograr tal objetivo. Quizá, podríamos decir, diversos métodos, diversos caminos para propiciar el nacimiento. El educador sabe que lo que está en juego es una vida, y eso entraña una enorme responsabilidad ética, política y humana, en general. A lo mejor, es por ese último peldaño que el maestro educa, por ver y oír el grito de la nueva vida, de una vida a la cual él asistió y que ahora manotea libre entre sus brazos.
Sobra decir que para ser un partero hay que tener varias calidades. Por ejemplo, no temerle al contagio, a la entrega; disponer, además, de una enorme capacidad de aventura, de riesgo (los partos siempre llegan de improviso); poder resistir, con paciencia, los ritmos –invisibles– de la gestación o el crecimiento, y hacerlo, sin violentar los tiempos, sin violentar el emerger de la semilla; por supuesto, también hay que tener un espíritu festivo y juguetón para no asustarse por cualquier quejido o cada vez que en la criatura parezca no palpitar su corazón.
Calidades. Valgan otras no menos importantes: un partero a veces tiene que forzar, abrir, romper barreras para que pueda salir la vida; un partero, por momentos, debe quitar o prohibir ciertos aspectos o cosas para que, después, la criatura sea más fuerte, más sana; un partero no siempre dice a todo sí…
Si el trabajo del educador es importante, lo es porque “asiste” cotidianamente al nacimiento de otras vidas. Porque de él depende, en cierta forma, la continuidad de la Cultura. El maestro no es dador de la vida –actitud soberbia de ciertas corrientes pedagógicas–, sino mediación para la vida. Por el maestro la vida alumbra. Y en ese trabajo de “asistencia” (que es tanto ayuda como cuidado, presencia y cooperación) es donde puede evidenciarse la responsabilidad frente a la tradición y el porvenir. El maestro es un partero porque contribuye para que la sangre se convierta en espíritu, para que lo informe de la noche, sea forma repleta de luz.
(De mi libro Oficio de maestro, Javegraf, Bogotá, 2000, pp. 13-14)
Ahí, contenida, como reteniendola furia de un volcán dentro del cuerpoDispuesta y perfecta, húmeda y ardiente,apenas musitando las palabras…Ahí, entregada desde el fondo de ti mismacomo si renacieras de nuevo entre la nochesalvajemente virgen, olorosa…Así te recuerdo ahora, así te nombro:cómplice perfecta, espejo, mar secretoTú, mi bestia alada, mi montura de aguaalas de cuerpo amado para alcanzar los cielos
(De mi libro Ir hasta tu fondo, Editorial Kimpres, Bogotá, 2009, p. 53).
Con el ánimo de compartir a los lectores una muestra de mi nuevo libro El quehacer docente, editado por la Universidad de La Salle, he hecho un recorrido por la obra entresacando apartados que espero sirvan de provocación o invitación a su lectura.
“La didáctica nos pone de cara a los problemas del aprendizaje, a las estrategias de pensamiento que un educador moviliza, a las técnicas necesarias para aprender y estudiar, al papel determinante de los contextos al momento de aprender, a las variadas y complejas propiedades de la comunicación y la interacción humana. El educador imbuido de didáctica comienza a sospechar que la suficiencia en un campo del conocimiento sea la condición fundamental para poder enseñarlo; mejor aún, comienza a entender que lo más importante no es saber demasiado, sino contar con las estrategias y el tacto necesario para que otros puedan aprenderlo”. (p.p. 15-16).
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“El que hace una guía no se pone en la aptitud del que mucho sabe, sino del que se desplaza hasta el sitial del que ignora y quiere aprender”. (p. 19).
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“Creo que buena parte de nuestro fracaso educativo, y más tratándose de la lectura y la escritura, se debe precisamente a ese descuido: el de suponer que nuestros estudiantes ya saben esas cosas, que no es necesario enseñarles a hacer un resumen, que ellos ya saben glosar una cita o que eso de redactar una definición es una tarea escolar de muy baja dificultad. Ya sabemos que tales supuestos son falsos. En este sentido, el saber didáctico debe ser como un faro para nuestras labores cotidianas o como una auditoría cuando pongamos este tipo de tareas a nuestros estudiantes”. (p. 37).
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“En cuanto mediación, el portafolio opera desde una demanda del acabar de completarse, de tratar de llenar fisuras, vacíos, baches, intersticios que van quedando o apareciendo en tal pesquisa. Digamos, de una vez, que cuando se elabora un portafolio hay que convertirse en detective de nuestra propia historia, de nuestro propio oficio o de nuestras propias obras”. (p. 41).
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“Quien describe se parece mucho a un cazador. No solo porque define con anterioridad la presa que desea cazar, sino también porque debe seguir sus huellas o sus indicios, sin perder nunca el rastro de lo que busca. Una buena descripción, entonces, pertenece al arte de la cinegética”. (p. 49).
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“Aunque en el taller se producen cosas, esos mismos productos no están totalmente terminados. El coordinador del taller invita con su ejemplo a que otros inicien o se animen a comenzar su propia obra, pero el fin último, la tarea definitiva nunca se concluye. Porque cada quien debe enfrentar en soledad el reverberar de las enseñanzas del maestro, ejercitarse día tras día en el dominio de las herramientas, pulir y pulimentar muchas veces lo que a primera vista parece bien hecho”. (p. 53).
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“Las ciudades exigen, por lo mismo, un lector semiótico capaz de develar sus secretos; sus entradas y salidas, sus leyendas y sus mitologías; sus sistemas de señales y sus laberínticas redes, donde todo circula y fluye respondiendo a ciertas lógicas de la planeación o a determinadas fuerzas del desplazamiento forzado o la búsqueda de mejor fortuna. Necesitamos lectores plurales, lectores críticos, lectores propositivos. Lectores capaces no solo de habitar las ciudades, sino también competentes para dotarlas de sentido, para redibujarlas con la escritura de la participación, para convertirlas en verdaderos textos vivos de lectura”. (p. 80).
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“La escritura es un continuará. Porque siempre es posible la nueva corrección, porque pasado el tiempo nos percatamos de otras falencias o consideramos innecesario un término que en un primer momento nos pareció una reiteración contundente. Pero, además, porque el escritor va cambiando, porque va cosechado nuevas experiencias, porque tiene más oficio de escritura a sus espaldas. El trabajo de corregir la escritura es otra de las tareas de Sísifo. Tal vez por eso, y la frase si mal no recuerdo es del maestro Alfonso Reyes, nos lanzamos a publicar. Para no seguir haciendo copias. Aunque permanece la posibilidad de la segunda edición. Recordemos que para un escritor auténtico, el libro impreso es, de alguna manera, una copia bastante limpia pero no por ello cerrada a la admisión de nuevas correcciones”. (p. 82).
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“Lo importante es que cuando lea un texto ponga a trabajar también su pensamiento. Atrévase a poner en discusión una idea, a sostener un punto de vista opuesto, a desarmar los elementos de una afirmación; debata, reflexione, tome distancia; agregue cosas, aplíquelas a su contexto más inmediato, halle relaciones inéditas”. (p. 88).
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“De allí que en la fiesta o en el seminario lo importante sea mantenerse activo, atento, aprovechando cualquier oportunidad, sacando el mayor partido de todos los eventos imaginables. Y sin tener miedo a las incertidumbres, sin afanarse por las certezas. Porque una fiesta y un seminario también participan de ese “espíritu de aventura” en el que importa más el recorrido que el final. Más el viaje que la meta”. (p. 93).
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“La convivencia hay que aprenderla, fomentarla, propiciarla. No es un logro de buenas voluntades o de políticas demagógicas. La convivencia es una tarea que nos reta y nos compromete a todos y en todos los escenarios donde nos movemos, desde la familia, la escuela, hasta nuestro trabajo o nuestra ciudad… Quizá hoy más que nunca, en países como el nuestro, convivir se ha vuelto una tarea de primer orden porque de los resultados de ese proyecto depende, en gran medida, nuestra sobrevivencia”. (p. 111).
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“Concluyamos llamando la atención sobre otro aspecto del comentario: el hecho de ser un género o un tipo de discurso encaminado a orientar la opinión. Si habláramos en términos aristotélicos, sería una modalidad del género epidíctico. Censurar, elogiar, vituperar, ensalzar. Género para cualificar el gusto, o para acabar de gustar una obra, o para resaltar o menospreciar la belleza, o para enjuiciar las virtudes artísticas o intelectuales. Género, en últimas, que apunta a educar socialmente, a servir de punto de referencia. Por tanto, responsabilidad, criterio, moderación, prudencia, le son imprescindibles. Pongamos punto final diciendo: el comentario es el género de la opinión propia que anhela convertirse en opinión pública.” (p.p. 114-115).
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“Escribir es aprender a conocer la escurridiza piel de las palabras. Escribir es aprender a tratar con ellas, a frecuentar sus formas, sus caprichos. Quien se lanza a la escritura debe pasar largos amancebamientos con las palabras. Porque las palabras dicen a pesar de nosotros, porque abren la boca cuando no deben y entran a la alcoba blanca de las cuartillas cuando no se las llama. Las palabras tienen cuerpo y espíritu, son temperamentales y con humores bastante disímiles. En todo caso, cuando escribimos tenemos que habérnoslas con ellas, salirles al paso, enfrentarlas, ponerlas en su sitio; aunque a veces, por su mismo capricho, debemos hacer todo lo contrario: acariciarlas, apenas tocarlas con la mano, escuchar su caminar de hada, respetar su silencio. Tratar con las palabras: a veces, como jinetes sobre potros cerreros, para amansarlas; otras, cual narcisos nocturnos, para dejarnos seducir por el misterio de sus aguas”. (p. 127).
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“La elección del canon posibilita ese juego de atracciones y alejamientos, de ortodoxias y deslindes, de lecturas y relecturas sobre determinadas obras. Esa es otra bondad de hacer visible un canon: la de convocar a la comunidad docente alrededor de ciertas obras que actúan como un fuego atemporal tanto para despertar las ideas de otros como para favorecer la propia producción de conocimiento”. (p. 130).
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“Además de ser un lugar informal de aprendizaje, la tertulia es también un ambiente para conocer formas de pensar de otras personas, para renovar afectos extraviados en el tiempo y para rubricar, con colegas de oficio o profesión, inquietudes o búsquedas semejantes. La tertulia nos recuerda el símbolo profundo de compartir la mesa: ese acto de participar conjuntamente de un pan de la palabra tan valioso para nuestro espíritu como para calmar en parte el apetito insaciable de nuestra curiosidad”. (p. 132).
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“Y al repasar sus hojas, al mirarnos en esa “pantalla reflexiva y autocrítica”, podemos mejorar nuestras debilidades, o seguirle la pista a alguna propuesta innovadora, o empezar a revalorar ciertas didácticas o descubrir talentos sepultados por la rutina. Con el diario de campo, el investigador se transforma en investigado”. (p. 165).
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“La categorización es una etapa de abstracción de la información, un proceso de pensamiento creativo. Las categorías son constructos de la mente que, aunque parten de la información clasificada, no son exactamente iguales a ella. Las categorías ya son transformaciones de la información, una codificación de mayor complejidad”. (p. 171).
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“El insumo de la literatura parece ser el detonante o la piedra de toque para que los investigadores de las ciencias sociales y humanas salgan de los estrechos márgenes de los informes de investigación estandarizados y exploren en otras propuestas menos excluyentes y más acordes a los problemas relacionados con investigar las complejas manifestaciones de la condición humana”. (p. 231).
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“Lo importante en esto de “compartir experiencias”, más que demostrar qué tan potente es nuestra artillería intelectual o qué tan novedosos pueden ser nuestros planteamientos, es atrevernos a poner sobre la mesa nuestras mayores inquietudes o alguna iniciativa que nos ha dado resultado. Tal vez de esa manera, desde la reflexión permanente sobre nuestra tarea formadora, logremos animar a otros directivos e investigadores universitarios a reinventar lo que hacen cotidianamente”. (p. 242).
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“Decía atrás que, al publicar, nos ponemos en manos de los lectores. Eso es cierto. Nuestra escritura, desde este momento, ya le pertenece a otros. Es pública. Y si antes podíamos esconderla detrás del anonimato o del sospechoso silencio, ahora ya no tenemos escudo para hacerlo. Nuestros escritos, desde el momento en que los publicamos, circulan libres y están sujetos a las mil interpretaciones de aquellos que les concedan la bondad de leerlos. Recordémoslo: el autor ya no se pertenece a sí mismo. La nueva ciudadanía trae consigo ese precio: es la comunidad académica, la plaza pública de la intelectualidad, la que desde ahora regula las peripecias o el devenir de nuestro nombre”. (p.p. 244-245).
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“Termino estas reflexiones señalando el papel fundamental, insustituible, de padres de familia y maestros en esta labor de acompañar a nuestros jóvenes. Tal vez por momentos nos parezcan “bichos raros”, de pronto no comprendamos algunas de sus actitudes o no compartamos determinados gustos pero, a pesar de ello, no podemos olvidar que están en camino, que son seres en tránsito, que sus afanes y sus “irrespetos” son los propios de quienes van o están en la búsqueda permanente. Pero si claudicamos en esta tarea de acompañamiento, si quitamos nuestro abrazo de apoyo, si les negamos una palabra de confianza y fortaleza, muy seguramente, estaremos atizando los motivos de su desesperanza y su soledad; si nos desentendemos de ellos o los ignoramos, bien poca será nuestra ayuda en ese colaborarles a desenredar las claves del mundo que les ha tocado en suerte y a descubrir el sentido de su propia existencia”. (p.p. 253-254).
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“Los modelos de enseñanza deben cumplir con al menos tres condiciones: adaptables al contexto, oportunos a la situación de aprendizaje y variados en su puesta en escena. Ni son estructuras inmodificables, ni pueden inocularse indistintamente. Cada uno tiene su público idóneo y su momento para que rinda los mayores beneficios. Y el buen maestro, el magíster, es el que puede darles elasticidad, variarlos, combinarlos, innovar en alguna de sus características, ponerlos a prueba, someterlos a investigación. El magíster vuelve los modelos una caja de herramientas: es decir, según la necesidad del que aprende, así el útil empleado para enseñarle. Tal vez en esa sabiduría para elegir el modelo de enseñanza más apropiado y en el tacto para hacerlo circular en el aula es donde radique la experticia de los verdaderos maestros”. (p. 260).
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“Déjenme cerrar estas palabras invitándolos a continuar reflexionando sobre el sentido de la profesión docente. Porque es resignificando y renovando la práctica pedagógica, y manteniéndonos alertas para no sucumbir a la rutina o la dejadez, como lograremos dignificar nuestro oficio y darle a la discreta tarea de ser maestro el alcance que tiene para el desarrollo de los seres humanos y muy especialmente para prefigurar el futuro de una sociedad”. (p. 266).
A propósito del Curso “Modos de leer” organizado por Santillana quisiera compartir esta charla sobre el ensayo, ofrecida en la ciudad de Cali. Las ideas aquí expuestas pueden servir de referencia didáctica a los educadores cuando aborden esta modalidad de texto argumentativo, y también utilizarse como guía por aquellos estudiantes que enfrenten la tarea de elaborar un ensayo. Valga la ocasión para resaltar el ímpetu de los maestros y maestras asistentes a estos cursos y su inquebrantable voluntad por seguir aprendiendo con el fin de cualificar su práctica docente.
Primera cohorte, II ciclo, 2013. Maestría en Docencia, Bogotá.
Hemos terminado nuestro nivelatorio. Un espacio de acompañamiento que, desde la entrevista, fue un compromiso adquirido por cada uno de ustedes. Hemos trasegado un semestre en esto de cualificar ciertas habilidades de estudio, apropiar algunas estrategias de lectura y escritura, familiarizarnos con autores clave para el desarrollo del pensamiento contemporáneo y, especialmente, el propiciar una actitud de calidad y alto compromiso académico como corresponde a ser estudiantes de posgrado.
De igual modo, este nivelatorio les ha servido a ustedes para empezar a mantener una relación cercana con la escritura, con sus propios pensamientos, además de favorecer la continua reflexión sobre los diversos aprendizajes que van constituyendo su vida y su ser de maestros.
A todos los que cumplieron este compromiso, felicitaciones. A los que a pesar de la lluvia y el frío estuvieron puntualmente en esta cita de los viernes, felicitaciones. A los que, a pesar del cansancio y la avalancha de trabajo, lograron cumplir con las pequeñas tareas propuestas, felicitaciones… A los que mantuvieron en alto el entusiasmo y vivo el espíritu de la curiosidad, felicitaciones.
No sé si lo saben, pero el término nivelatorio, se deriva, por supuesto de nivel. Y a ese instrumento, los antiguos romanos lo llamaban libella, que era el diminutivo de libra, la balanza. Y por eso también nos ha quedado en nuestro haber lingüístico, el término libélula, para denominar a esa “balancita” que logra mantenerse en equilibrio en el aire… Porque un nivelatorio tiene mucho que ver con ponerse en la balanza, con sopesar qué tanto de nuestro deseo inicial al comenzar el posgrado corresponde con la realidad del día a día, de la exigencia, de las lecturas y los diversos trabajos. Nivelarse no es acomodarse, sino más bien aquilatar nuestro deseo con la realidad de volver a ser estudiantes. Pero, además, el nivelatorio subraya la capacidad, el tesón o la voluntad para mantenerse, para no dejarse caer ante el primer viento adverso o las primeras dificultades del camino; así, como las libélulas, que aunque frágiles son capaces de alinear sus sueños con las corrientes desfavorables.
Y como una manera de celebrar este “rito de paso”, bien vale la pena simbolizar el cumplimiento de su compromiso con un certificado que semejante a la ceremonia de grado, quiere ser un “avance” del diploma que recibirán al final de su maestría. Este diploma quiere ser un talismán de muchas cosas: de lo que era incertidumbre ayer y hoy parece una certeza; de algún miedo vencido; de un reencuentro con la dignidad de nuestra profesión docente; de la persistencia que sigue moviendo montañas. Aspiro a que este certificado lo guarden en algún sitio especial; y cuando sientan que flaquean sus fuerzas, cuando las cosas no salgan como ustedes pensaban, o cuando estén tentados a claudicar o buscar la salida más fácil, vuelvan a mirarlo y renueven lo que este papel simboliza.
Una vez más, mi voz y la de sus docentes se suman para decirles: felicitaciones futuros magísteres.
Con Daniel Cassany y Giovanni Parodi en Envigado (Antioquia)
Motivado por el “Encuentro con las letras”, un evento organizado conjuntamente por la Red de lenguaje de Antioquia y la Universidad de Antioquia, he vuelto a pensar en los procesos de lectura y escritura. Además de los conferencistas internacionales escuché experiencias provenientes de diversos municipios en las que la lectura y la escritura eran el objetivo principal de un proyecto o una innovación pedagógica.
Lo primero que pienso –y en eso coincidimos con Daniel Cassany y Giovanni Parodi– es que la lectura no es algo uniforme ni simple. Más bien es una práctica social, situada y que responde a contextos bien particulares. La lectura, de igual forma, presupone ciertos “aprestamientos” sin los cuales es muy difícil llegar a una comprensión de alta calidad o de hondo calado. Puesto de otra forma, la lectura nos exige –a alumnos y maestros– ir más allá de lo dado o lo evidente. Los ojos están ahí para ayudarnos pero también está nuestra memoria y nuestra imaginación. Y dependiendo de la idea o concepción que tengamos de la lectura así serán los ejercicios de aula o las prácticas pedagógicas realizadas por los maestros.
Una segunda cuestión es la de revalorizar el papel de la lectura semiótica. Pero no como un ejercicio lingüístico sino más bien como una cartilla para leer la cultura, sus manifestaciones y sus productos. Porque no leemos solo textos escritos; porque la lectura (y más en nuestra época) nos exige alfabetizarnos en la lectura de la imagen, del espacio, del cuerpo, de la ciudad. Considero que los elementos de una teoría de los códigos y una teoría de la producción de signos (al decir de Umberto Eco) ayudarían enormemente a las nuevas generaciones para que no fueran consumidores pasivos del entorno o de la sociedad de consumo sino potentes lectores críticos de la misma. Son los lentes de la semiótica los que permitirían auténticos lectores multimodales.
La tercera conclusión de este encuentro me ha llevado a confirmar que las nuevas tecnologías, en cuanto afectan las prácticas de lectura y escritura, no claudican o “sepultan” otras prácticas de lectura más cercanas al libro de papel o la lectura entonada. Se trata mejor de una convivencia. Y al educador le corresponde saber cuándo echar mano de una red social o un blog y cuándo es más afortunado utilizar una exposición con explicaciones en un tablero acrílico o de otro material. No hay un “borrón y cuenta nueva” en esto de las nuevas tecnologías. El llamado de atención es para revisar, sopesar y aquilatar lo que circula en la web. Necesitamos ayudarles a nuestros estudiantes a diferenciar lo valioso de otra información basura que circula por internet a manos llenas.
Que la lectura es un proceso, es innegable. Que podemos “desarrollar” nuestras competencias lectoras, también lo es. A la escuela le corresponde lograr que nuestros alumnos pasen de lecturas fáciles e inmediatistas a lecturas más complejas y más ricas. Dicha tarea no se logrará en un solo curso y tampoco dependerá de la buena disposición de un maestro. Se necesita una voluntad institucional, una política en la que entren todos los miembros de la comunidad educativa para que la lectura halle un terreno propicio y logre crecer, fortificarse, ganar calidad y consistencia. Sabemos que la lectura no puede ser la tarea únicamente del área de español o de lenguaje. En este propósito deben converger los profesores de sociales, de biología y de matemáticas. Cada profesor de estas asignaturas tiene la responsabilidad de entender que el acceso a los contenidos disciplinares presupone unas estrategias de lectura. Por olvidarse este punto es que no comprendemos bien el fracaso escolar o el desinterés hacia determinadas asignaturas. Eso lo han mostrado varias investigaciones: a veces no es que el estudiante no entienda, por ejemplo, matemáticas; sino que el profesor desconoce la mejor manera de leer un problema o hacer legible el lenguaje con el cual se construye una ecuación.
Eso en cuanto a la lectura. El otro gran tema fue el de la escritura. Aquí también he ratificado y perfilado algunas conclusiones. Una de las primeras es que sigue siendo importante para los maestros (a pesar de los discursos posmodernos) entender y apropiar bien qué son las tipologías textuales, cuáles sus lógicas de composición y cuáles sus técnicas más apropiadas. No podemos suponer que el escribir es algo genérico o de uso indiferenciado. Cada tecnología textual exige unos formatos, unos protocolos y prefigura un tipo de lector; cada género textual, además, nos obliga a adaptar un tipo de lenguaje y a desarrollar operaciones mentales específicas. Argumentar, informar, explica, exponer…, presuponen operaciones cognitivas diferentes. Si se olvida esto último perderemos de vista que se escribe para destinatarios reales con efectos y resultados comprometedores o de alta implicación personal y colectiva.
Otro punto en el cual hay que seguir trabajando es el de insistir en los procesos metacognitivos que participan o inciden en el escribir. Pienso que este es un elemento fundamental para diferenciar a los escritores expertos de los novatos. Dicho de otra manera: los escritores expertos son los que ya tienen incorporados procesos metacognitivos como el planear, corregir, el tener en mente un propósito del tipo de texto… Los novatos escritores, por el contrario, son los que confían en que de un momento a otro y por arte del azar o la fortuna logren escribir un buen texto o alcancen resultados magníficos. Es urgente entender y profundizar en esto de la metacognición porque allí está el eje de “aprender a aprender” y su ausencia explica el hecho de que “lo visto” en un determinado curso o ciclo educativo parece ya olvidado o desconocido en un grado siguiente. Los procesos metacognitivos asociados a la escritura son los que en verdad dan perdurabilidad a lo aprendido y forjan escritores autónomos.
Por supuesto, el tema de la evaluación continúa siendo un asunto de vital relevancia para la enseñanza de la escritura. El uso de retículas o rúbricas es prioritario si queremos que nuestros estudiantes conozcan con anterioridad los criterios con los cuales van a ser evaluados y lo que los maestros consideran debe ser aprendido. A veces, por el afán de que nuestros alumnos escriban, confiamos demasiado en los sobreentendidos y los supuestos o valoramos con observaciones indiscriminadas los productos de los estudiantes. Al determinar esas rúbricas lo que hacemos es hacer explícitos los hitos o el mapa de aprendizaje que motiva la enseñanza. Pero no sólo eso. Al fijar estos criterios y socializarlos con los alumnos lo que se hace también es “abrir la caja negra” del ser y hacer de la escritura: qué elementos conforman un texto narrativo, cuáles argumentos deben tenerse presente cuando se escribe un texto argumentativo, cómo influyen los diversos conectores lógicos o marcadores textuales en la cohesión y la coherencia de un texto, cuál es la estructura de un texto informativo… Las rúbricas ponen en alto relieve o hacen manifiesto aquello que parece ser un arte de “iluminados” o “inspirados”. Lo oculto o misterioso del escribir se devela para entender esta actividad superior del pensamiento como una labor artesanal en la que es fundamental el paso por los borradores y la revisión, el tener planes de composición y prefigurar la audiencia a la que deseamos comunicarnos.
Finalmente, un asunto al cual habría que dedicarle mayor interés es el conocer cómo escriben los escritores expertos, cuál es –por decirlo así– la didáctica implícita de los consagrados al oficio de escribir. Por mi propia experiencia investigativa, recogida en el libro Escritores en su tinta, sé que allí hay un arsenal de técnicas, consejos, trucos, modos y estrategias que bien pueden servirle a los docentes al momento de enseñar a escribir. No sólo los gramáticos y lingüistas poseen un saber sobre este asunto. Los propios escritores han contado en entrevistas o textos autobiográficos el proceso mediante el cual aprendieron este oficio y llaman la atención sobre las dificultades que entraña tal opción. Aquí es esencial profundizar en los aportes de la retórica clásica, en los procesos de composición y en las minucias de las technés o las artes. Valgan como ejemplos, los diversos modos de corrección empleados por los escritores de oficio o las diversas maneras de ir redactando o las variadas técnicas para romper el miedo o el hechizo de enfrentarse a la hoja en blanco. Deberíamos familiarizarnos más con esta otra bibliografía que brota especialmente del testimonio directo de artesanos de la escritura, que de especulaciones abstractas sobre el oficio de escribir.
Por supuesto, cabría mencionar otras conclusiones o cosecha de este “Encuentro con las letras”. En todo caso, lo valioso de este evento fue congregar a un grupo considerable de maestros y maestras para reflexionar sobre la lectura y la escritura, sobre sus didácticas, con el fin de discutir teorías, autores, estrategias, experiencias y, lo más importante, dar luces e incentivos para renovar las prácticas de enseñanza en estos dos campos. Sobra decir que la otra ganancia fue el hecho mismo de encontrarse con colegas de oficio para refrendar este propósito de considerar a la lectura y la escritura como mediaciones fundamentales para desarrollar el pensamiento y favorecer el acceso y la producción de conocimiento.
Decir que no
Mario Benedetti
Ya lo sabemos
es difícil
decir que no
decir no quiero
ver que el dinero forma un cerco
alrededor de tu esperanza
sentir que otros
los peores
entran a saco por tu sueño
ya lo sabemos
es difícil
decir que no
decir no quiero
no obstante
cómo desalienta
verte bajar de tu esperanza
saberte lejos de ti mismo
oírte
primero despacito
decir que sí
decir sí quiero
comunicarlo luego al mundo
con un orgullo enajenado
y ver que un día
pobre diablo
ya para siempre pordiosero
poquito a poco
abres la mano
y nunca más
puedes
cerrarla.
Sabemos que es difícil, especialmente en nuestra época, negarnos a los encantos del dinero fácil o a la tentación de aumentar nuestras arcas a como dé lugar, no importa el precio que sea. De esa dificultad y del riesgo de claudicar con nuestros principios o nuestras esperanzas, nos habla el uruguayo Mario Benedetti en su poema “Decir que no”.
No es fácil mantener a raya los malintencionados oportunistas que desean fracturar una vida honesta o torcer una férrea convicción, o echar por la borda la trayectoria limpia de una profesión. Y no lo es porque el vecino o el colega nos hablan de lo fácil y cómodo que resulta aceptar un soborno, hacer una trampa o pasar por alto –como si no nos diéramos cuenta– lo que sabemos es un capital corrupto o una acción a todas luces reprochable.
Tampoco resulta fácil mantenerse fiel a unos valores cuando vemos cómo nuestras esperanzas se hacen trizas porque, precisamente, faltan algunos pesos para alcanzar nuestros mayores sueños o cuando –los peores– se los ve disfrutando con orgullo sus mal habidas metas. Y menos resulta fácil conservar intacta nuestra línea de conducta si a nuestro alrededor la impunidad es cómplice de aquellos mismos que la burlan o hacen la farsa de “entrar a saco”, de “encarcelarse”, con toda suerte de privilegios.
Por todo eso, nos dice el poeta, no es fácil rechazar el dinero de endemoniadas tentaciones. Pero lo que resulta más triste, más degradante, es cuando alguien que ha puesto en alto la bandera de la honestidad, de no feriar su conciencia, empieza a decir que sí en cosas baladíes o de poca monta. Cuando sus sueños más queridos se dejan de lado únicamente por conseguir una mejor posición social o conseguir ciertos bienes materiales. El poeta afirma que, en esos casos, no sólo hemos perdido el norte de nuestras esperanzas, sino que ya estamos lejos de nosotros mismos. Que no hay retorno, así asumamos la postura del “orgulloso enajenado” que se justifica ante el mundo alegando ser presa de un engaño o una ligereza fácilmente reparable.
Lo que Mario Benedetti nos advierte es el costo de abrir la mano de a poquitos; porque así podemos convertirnos en pobres diablos, en avaros pordioseros de fortuna: siempre queriendo más, siempre viendo insuficiente el nivel de nuestros caudales. Y como consecuencia, los sueños, los ideales, se irán sepultando u olvidando; todo por lo que nos empecinamos alguna vez, los grandes ideales de nuestra vida, pasarán a un segundo plano. Ese es el riesgo de abrir la mano a la ciega opulencia, el costo de dejarnos deslumbrar por el brillo insaciable de la riqueza, las consecuencias de decir que sí, despacito.
Se requiere de mucha fortaleza de voluntad, de cierta dosis de valor y de hacer caso omiso a los espejismos de nuestra sociedad consumista y novelera, para aprender a decir que no. También de una sabiduría cotidiana para saber distinguir lo necesario de lo suntuario y de no echarnos encima necesidades realmente innecesarias, o de llevar una existencia muy por encima de nuestros ingresos. Pero especialmente, ese aprender a decir no, tiene mucho que ver con la educación de nuestro carácter, con la entereza y el cuidado de nuestro espíritu, para mantenernos alerta y no ser pusilánimes al momento de frenar, apartar o dejar en claro la misión que nos alienta o sirve de derrotero a nuestra existencia.
Volvamos al inicio para recalcar que no podemos “bajarnos de nuestras esperanzas” porque no contemos con los recursos económicos suficientes; que no vale la pena entregarle nuestra alma al diablo por unos pesos; que, a pesar de las necesidades o las limitaciones cotidianas, bien vale la pena sentirnos adalides de nuestros sueños o de una utopía aparentemente inútil. Lo fundamental es no mentirnos, no falsificarnos, no convertirnos en unos desconocidos de nosotros mismos. Puede que esa no sea una fortuna de grandes capitales, pero sí una tranquilidad interior de invaluables beneficios.
(De mi libro Vivir de poesía. Poemas para iluminar nuestra existencia, Kimpres, Bogotá, 2012, pp. 215-219)