ÍTACASi vas a emprender el viaje hacia Ítaca,pide que tu camino sea largo,rico en experiencias, en conocimiento.A Lestrigones y a Cíclopes,o al airado Poseidón nunca temas,no hallarás tales seres en tu rutasi alto es tu pensamiento y limpiala emoción de tu espíritu y tu cuerpo.A Lestrigones y a Cíclopes,ni al fiero Poseidón hallarás nunca,si no los llevas dentro de tu alma,si no es tu alma quien ante ti los pone.Pide que tu camino sea largo.Que numerosas sean las mañanas de veranoen que con placer, felizmente arribes a bahías nunca vistas;detente en los emporios de Feniciay adquiere hermosas mercancías,madreperla y coral, y ámbar y ébano,perfumes deliciosos y diversos,cuanto puedas invierte en voluptuosos y delicados perfumes;visita a muchas ciudades de Egiptoy con avidez aprende de sus sabios.Ten siempre a Ítaca en la memoria.Llegar allí es tu meta.Mas no apresures el viaje.Mejor que se extienda largos años;y en tu vejez arribes a la islacon cuanto hayas ganado en el camino,sin esperar que Ítaca te enriquezca.Ítaca te regaló tan hermoso viaje.Sin ella el camino no hubieras emprendido.Mas ninguna otra cosa puede darte.Aunque pobre la encuentres, no te engañará Ítaca.Rico en saber y en vida, como has vuelto,comprendes ya qué significan las Ítacas.Constantino Cavafis
El poema “Ítaca”, del griego Constantino Cavafis, es uno de esos textos que ya hacen parte del patrimonio lírico de la humanidad. Un poema emblemático de nuestra travesía vital y un canto de inspiración para iniciar nuevos proyectos. Cada línea de este poema subraya la necesidad de mantener la maleta liviana para que nuestro espíritu se anime a levar anclas y logre, al final del viaje, estar repleto de sabiduría.
Antes de comentar cualquier otra cosa, digamos que Ítaca es un símbolo de nuestros sueños más queridos o de nuestras metas más anheladas. Ítaca es, en este sentido, un motivo para empezar la diáspora personal, un aguijón para nuestro seguro y cómodo sedentarismo, un impulso para vencer los miedos. Ítaca es la razón por la cual vale la pena vivir y el sentido que ilumina una existencia. De allí por qué no importe mucho su riqueza o su magnificencia; no es un botín de guerra, sino un ideal que jalona nuestro espíritu, una fuerza que nos lanza a la aventura, al viaje, a convertirnos y descubrirnos como seres con vocación de utopía.
Cavafis, por supuesto, sabe que muchas personas no se atreven a responder a ese llamado de su Ítaca porque tienen demasiados miedos en su alma, o porque su pensamiento es excesivamente rastrero. Los Lestrigones y los Cíclopes, esos gigantes salvajes, capaces de devorar nuestra incipiente marcha, están en nuestro propio espíritu, habitan en nuestro propio cuerpo. Pero no hay que temerles, dice el poeta, si mantenemos limpia nuestra conciencia y ponemos bien en alto nuestros ideales; no hay que temerles a las maldiciones airadas, a los insultos o a la murmuración de todos esos seres que ven como enemigos a los que se atreven a viajar por tierras extranjeras. Tampoco hay que temer a los acantilados, a las tormentas, a los abismos infernales o a las peripecias del camino; no debemos permitir que los obstáculos se nos metan como espinas en el corazón, que sean más grandes que nuestros sueños.
El otro asunto que Cavafis señala en varias partes del poema es que en cualquier viaje que emprendamos, ojalá el recorrido sea bien largo; entre otras cosas, para tener variadas experiencias, para visitar muchas ciudades, para “arribar a bahías nunca vistas”. El camino –contrario a lo que podría pensarse desde una óptica de la inmediatez– debería ser bien largo para tener la oportunidad de enriquecernos con personas y saberes, con conocimientos y aprendizajes de toda índole. En esa extensa ruta tendremos la ocasión de tratar con los poderosos y con los humildes, de adquirir la destreza para descubrir dónde hay “hermosas mercancías” y, especialmente, disponer de un largo tiempo para aprender de los sabios que, siempre habitan, en los pueblos solitarios y remotos.
Todo parece indicar que el viaje provocado por esa fuerza interior que son las Ítacas, confluye en nuestra vejez. La idea del poeta es que lleguemos a esa edad enriquecidos por el viaje, con los bolsillos llenos de perfumes, de “ricas mercancías”, y un caudal diverso de oficios y talentos depurados. Que nuestros últimos años sean el resultado de todo “lo ganado en el camino”. Para que no sean sólo años y achaques los que hayamos acumulado, sino también una vigorosa sabiduría. Ese es el secreto contenido en las Ítacas; esa la hermosura del viaje de la vida aprovechado a plenitud.
Pase lo que pase, estemos donde estemos, no podemos dejar de “tener a Ítaca en la memoria”, nos recomienda Cavafis. Al igual que un sol o una estrella de la noche, debemos mantener en el cielo de nuestro espíritu esas metas, esos propósitos, esos lejanos ideales. Por ellos partimos y por ellos regresamos: son brújulas invisibles, guías de caminantes, rosas de los vientos. Si dejamos de pensar en esas Ítacas, si nos contentamos con lo que ya tenemos domesticado, nos perderemos la fertilidad de la aventura, nos negaremos la posibilidad de vivir en carne propia el vasto y diverso mundo abierto ante nuestros ojos.
(De mi libro Vivir de poesía. Poemas para iluminar nuestra existencia, Kimpres, Bogotá, 2012, pp. 185-189).
He leído con atención a varios columnistas de los periódicos de circulación nacional que culpan a los maestros de los bajísimos resultados obtenidos por los estudiantes colombianos en las pruebas PISA del 2013. Aunque algunos de los argumentos pueden ser valederos bien vale la pena aportar otros elementos de juicio a este acontecimiento.
Lo primero que habría que subrayar es el simplismo como se ha abordado este problema. Es evidente que las causas o los responsables son múltiples, y si no reflexionamos sobre dicha corresponsabilidad seguiremos estancados y contentándonos con señalar al que a primera vista parece el único culpable de tales resultados.
Porque, para decirlo con verdad, qué tanta responsabilidad también le cabe a la familia, a los padres y madres que –por distintas circunstancias– se han ido desatendiendo de acompañar a sus hijos en esto de cualificar las competencias básicas en matemáticas, ciencias y lectura. Lo común ahora es dejar eso a la institución educativa, creyendo con ello que así se evitan el rol de animadores y reforzadores de la labor de los maestros. Creo que hasta los mismos padres, para hablar de las competencias en lectura, ni son el mejor ejemplo de lectores asiduos ni tampoco sirven de referentes a sus hijos al momento de valorar el diálogo argumentado y desarrollar los procesos de pensamiento. Muy poco se habla en la familia, muy poco se lee, muy poco se participa de los procesos académicos. Podría haber excepciones, pero la mayoría ha echado por la borda la crianza, lo formación de hábitos, el tutelaje de la formación intelectual de sus hijos.
O qué decir de la falta de políticas educativas de largo aliento sobre los saberes básicos, la falta de inversión en este campo, la gestión de coyuntura y unas medidas que por el afán de aminorar el gasto terminan desmejorando la calidad de la docencia y rebajando el estatus de los educadores. No podemos engañarnos. Sabemos de otros países que frente a los bajos resultados de sus estudiantes han tomado medidas lideradas por los ministerios de educación, hacienda y, por supuesto, de comunicaciones. No es agachando la cabeza o minimizando el problema como el Estado y sus estamentos podrán salir adelante. No es con “campañas” esporádicas o meras recomendaciones como las competencias básicas de la población de nuestro país lograrán alcanzar los mejores resultados. Porque, para decirlo sin tapujos, pasado el chaparrón de la vergüenza y el despliegue mediático, ¿qué ha hecho nuestro gobierno y nuestros líderes en el ministerio y las secretarías de educación al respecto? ¿Dónde está el proyecto, el plan o la política que prefigure un cambio positivo en el futuro?
Y también son responsables los medios masivos de comunicación. ¡Qué lejos estamos de aquellas ideas pretéritas de la televisión educativa! ¡Cuánto hemos perdido al tomar sólo el rumbo del entretenimiento y la programación sólo regulada por el “rating”. ¡Cómo hemos ido entregándonos silenciosamente a la cultura farandulera y de banalidad! Muy poco hacen los medios masivos de comunicación –y hablo ahora de la radio– para aumentar la competencia lexical de los jóvenes, potenciar sus destrezas argumentativas y los procesos superiores del pensamiento. Aunque prestan sus cámaras y micrófonos para señalar el colapso en las pruebas, más allá de eso tampoco se ve un cambio en la parrilla televisiva o alguna propuesta educativa. Todo queda en el efecto mediático, en el escándalo del momento. Por lo demás, cuánto falta de periodismo investigativo para entender cómo se ha llegado a estos bajos resultados o cómo han hecho otros países para mejorar sus competencias básicas. Acá, como en otros asuntos, los medios masivos han sucumbido a la superficialidad informativa olvidándose de su labor de reportería, de ir a las fuentes, de escuchar los diversos actores, de hacer un trabajo de búsqueda documental y contextualización histórica.
Cabe pensar que las instituciones educativas, las escuelas y colegios, también tienen su cuota de responsabilidad. Porque así como hay que tomar en serio un proyecto educativo institucional y un compromiso con el desarrollo de las competencias básicas, de igual modo hay que hacer lo mismo al contratar maestros de calidad y mantener una continua autoevaluación de los procesos docentes. Aquí es justo decir que las instituciones educativas, frente a estos resultados, deberían replantear cambios curriculares, su modelo pedagógico, al igual que atreverse a implementar nuevas modalidades de enseñanza y si es necesario rediseñar la gestión de su plan de estudios. Esto llevaría a reorganizar la enseñanza de los saberes, las prácticas de aprendizaje y la misma planta docente. En nuestros días, las instituciones educativas necesitan revisar cómo entran a participar de la sociedad del conocimiento y de qué manera asumen las nuevas tecnologías.
Y ni qué decir de otras responsabilidades: las de los mismos alumnos y alumnas de nuestros centros educativos. Hay tanta pereza, tanta falta de compromiso, tanta apatía por aprender que no se pueden esperar otros resultados. A estos estudiantes que confían en la suerte y no en su propio esfuerzo (quizá por el modo de vida pregonado por el narcotráfico); a estos estudiantes que desprecian de alguna manera la tradición y la cultura; a estos estudiantes obsesionados por el consumo; a estos estudiantes les debemos pedir también cuentas. Porque no es solo un asunto de desmemoria o equivocación al momento de hacer la prueba, sino de su flagrante falta de estudio y dedicación. Bien sabemos que el maestro va hasta donde el aprendiz lo permite. Y aunque los docentes hagan su mayor esfuerzo, lo cierto es que si el alumno no hace su parte, todo quedará en buenas intenciones y recomendaciones de papel.
Obvio, no podemos dejar de lado la responsabilidad de los maestros y maestras. Bien porque siguen presos de una enseñanza sin resonancia en el aprendizaje o porque sus estrategias didácticas no interpelan a las nuevas generaciones. O bien porque ha faltado innovación en la forma de evaluar o porque, sencillamente, se ha ido perdiendo el entusiasmo y la pasión por el oficio. A los maestros y maestras les cabe la responsabilidad de ser muy laxos frente a los logros esperados, muy despreocupados por el error flagrante o la confusión evidente de quienes aprenden. Hace falta, en este sentido, recuperar el mandato socrático, la buena mayéutica, para señalar el equívoco, invitar a la autocorrección, propiciar la reflexión y el cambio cognitivo. Mucho trabajo se dirá, sí, pero en ello radica lo medular de la profesión docente, lo indelegable de los buenos maestros.
Como puede verse, los bajos resultados de Colombia en las pruebas PISA competen a varios actores y diferentes instancias. Ojalá, cada quien –desde su lugar– haga su discernimiento y procure contribuir de alguna manera a la mejora de las competencias básicas de los estudiantes. Ese es un deber con nuestro país, pero especialmente con las nuevas generaciones que esperan de nosotros una actitud menos pasiva o de simples espectadores indiferentes.
Son tantos los problemas y demandas de la sociedad actual que es un imperativo la cualificación de la práctica docente. Los maestros necesitan revisar su propio quehacer, modificarlo, afinarlo o mejorarlo. Es urgente mermar el exceso de improvisación o de irresponsabilidad al momento de estar en el aula. En últimas, los profesores no pueden seguir contentándose con una labor repetitiva y carente de renovación.
Advirtamos, de una vez, que la única forma de mantener en alto el prestigio y la calidad de la docencia es, precisamente, no perder el deseo de mejorar o innovar la labor de enseñanza. Si un docente se conforma con una sola manera de explicar o evaluar, si hace caso omiso a los desafíos de las nuevas tecnologías, si no problematiza sus procesos de enseñanza, si poco valor le da a las potencialidades del pensamiento creativo, pues el resultado será el que los estudiantes diagnostican todos los días: el aburrimiento, la ausencia de motivación, el desconsuelo o la falta de interés por aprender. Innovar es mantener en alto la bandera de que vale la pena compartirle a otros lo que sabemos, es poner lo posible por encima de las dificultades y la desesperanza.
A veces esa innovación corresponde a un alto reflexivo del docente en el trabajo del aula para entender por qué hace lo que hace; o es un momento de evaluación para, con una mirada crítica, descubrir qué está mal o qué merece cambiarse radicalmente. También puede suceder que la innovación provenga de una contrastación de lo propio con experiencias semejantes. El hecho de que leamos lo que otros colegas hacen sirve de espejo para reafirmar las cosas positivas y de alerta cuando notamos una flagrante equivocación. En todo caso, y eso lo sabemos los maestros, es en el diálogo entre pares, en el compartir formas de operar y organizar, como podemos hacer un ajuste de cuentas con nuestra cotidianidad para sabernos profesionales anquilosados o adalides de la renovación educativa.
Desde luego, un filón de la innovación está asociado a la didáctica. La didáctica en cuanto saber y en cuanto hacer; la didáctica como una práctica. Porque ya no se trata de entenderla como el componente ancilar o instrumental de la pedagogía o como un asunto de ayudas y recursos de instrucción. La didáctica, por el contrario, es lo particular de aquellos profesionales dedicados a la enseñanza, y en esa medida tiene su propio estatuto epistemológico, sus técnicas y sus metodologías. Es ese escenario el que mejor contribuye a llevar a la acción propuestas como el conocimiento guiado, la sinéctica, el uso del blog o el aprendizaje basado en proyectos. Por estar anclados en las potencialidades de la didáctica es que puede resultar interesante, por ejemplo, usar el texto poético para favorecer la formación de los afectos y los sentimientos de los estudiantes o los textos de la música rock para desarrollar su pensamiento crítico.
No sobra aclarar que no toda didáctica es estratégica. Lo estratégico alude principalmente a la importancia de la planeación y la intencionalidad formativa. El énfasis en la estrategia pone en primer lugar la reflexión y deja en un segundo plano lo táctico, es decir, las actividades propiamente dichas. Se es estratégico cuando antes de llegar al aula, al momento de preparar la clase, se piensa con cuidado en el tiempo de que se dispone, en la secuenciación de los contenidos, en el tipo de modalidades de enseñanza y de aprendizaje que son más indicadas para un contexto y una población determinada. Se es estratégico cuando se dispone un ambiente, cuando se hace transferencia didáctica y cuando se seleccionan las lecturas que van a leer nuestros estudiantes. Lo estratégico, por lo mismo, es lo que permite diferenciar entre docentes expertos y novatos.
Cabe agregar que las innovaciones de largo aliento brotan de un trabajo investigativo. No son meras especulaciones o ideales de enseñanza. Por el contrario, nacen de una juiciosa pesquisa sobre lo que hacemos habitualmente en el aula, de revisar los aciertos y errores, de tomar en serio un trabajo de campo y reflexionar profundamente sobre nuestro oficio de enseñar. Gracias a ello, las innovaciones dejan de ser panaceas de moda o idealizaciones de la profesión docente.
Lejos del desánimo, la apatía o la congoja, los educadores tenemos que estar más conscientes de la necesidad de mejorar nuestro quehacer e imponernos a diario –en cada una de nuestras acciones– alternativas que favorezcan la calidad de la docencia. No sobra advertir que en épocas de crisis, de confusión o declive moral, es cuando más importante resulta la profesión de los formadores de las nuevas generaciones. De allí la relevancia de innovar y, en consecuencia, el mantenernos atentos a los signos del contexto sin claudicar a la misión de ayudar a otros para desarrollar sus talentos, y buscar por todos los medios seguir capacitándonos y mantenernos actualizados. Tenacidad y ánimo parecen ser el lubricante de las renovaciones y el antídoto contra los estados de inercia o las épocas de estancamiento.
Afirmaba en un texto anterior que la lectura frecuente de poesía me ha ayudado a comprender dimensiones o aspectos de la condición humana. Quisiera en esta ocasión ahondar en las diversas maneras como la poesía, a través de sus versos, ha contribuido a mi percepción del ciclo vital o los avatares de la existencia.
Una vertiente de la lectura de poesía me ha mostrado ante todo la celebración de la vida, su gratuidad, su exquisito don; y también, que el estar enamorados, el apreciar la noche o el disfrutar con plenitud de algo amerita la canción, la exaltación, el elogio lleno de admiración o regocijo. Todo eso lo he leído y aprendido en los versos de los poetas. Nada ha quedado por fuera de esta exaltación y júbilo por la vida: la naturaleza, el cosmos, los seres humanos. La poesía, en esta vertiente, ha subrayado el milagro del universo, sus criaturas y su fascinante existencia. Creo que tal mirada celebrante hacia la vida, hacia lo vivo, me ha permitido mantener un temperamento animoso y lleno de esperanza. Optimista, si se prefiere. Pero no por candidez o falta de malicia, sino porque en los versos de los poetas he encontrado más motivos de agradecer que de culpar, más razones para deslumbrarme ante lo que perciben mis sentidos que justificaciones apáticas o desconsoladas. Para decirlo de manera categórica: la poesía me ha forjado un corazón entusiasta y jovial.
Claro está que a veces la poesía usa este cantar pero en tono elegíaco, de lamento. He leído y releído muchos poemas centrados en la pérdida, en la desaparición de algo hermoso o amado, en la fractura de un ideal, en la premonición del ocaso o el término definitivo. Los versos de los poetas, en esta segunda vertiente, claman a las alturas, imprecan a los hombres para recordarles que la pérdida de una vida, el desamor, el corroer del tiempo en las cosas, todo ello merece tenerse en cuenta. Que allí hay algo importante; que no es un asunto baladí o secundario. En este caso, la poesía me ha ido tallando una fortaleza interior para entender y asimilar lo deleznable de la ilusión, el paso efímero de nuestro trasegar vital, la inminencia del olvido… Pero sin resentimientos o amargura, más bien como parte del escenario vital, como las posibles peripecias de unos actores sometidos a las fuerzas del tiempo, el azar y las necesidades. En todo caso, la lectura de poesía ha tensado el arco de mi espíritu para buscar comprender antes que juzgar, para aceptar lo inevitable con cierto estoicismo parecido a la sabiduría. Puesto de otra forma, la lectura continua de poesía me ha hecho un tanto más filósofo o, al menos, ha dispuesto mi conciencia para el discernimiento.
Así sea como alabanza o lamento la lectura recurrente de poesía me ha ayudado a dignificar profundamente mi existencia y la de los demás. De igual modo, me ha mantenido alerta a la presencia de diferentes seres o a las manifestaciones del cosmos. Considero que habría otra ganancia derivada de las dos anteriores vertientes: aquella de subrayar el misterio o la complejidad de la existencia. La poesía ha contribuido a no dejarme perder el hábito de interrogarme, de formularme preguntas frente a los asuntos inherentes a la travesía de los hombres entre el nacimiento y su muerte. La lectura de poetas, de tantos poemas, ha hecho que la vida mantenga sus enigmas, su carácter insondable y su posibilidad de trascendencia. Es decir, el trato con los versos, ha mantenido intacta mi curiosidad y la capacidad de sorprenderme.
Detengámonos aquí y retomemos el objetivo de estas líneas. Transcribamos otro de mis poemas preferidos con el fin de ejemplificar lo que he venido exponiendo.
FINA GARCÍA MARRUZ: “Yo que hallé en lo escondido una extraña familia”.
El sitio es ahora para otra nonagenaria, Fina García Marruz Badía. La única mujer del grupo Orígenes, regentado por el barroco José Lezama Lima. De esta poetisa y ensayista cubana, nacida en La Habana, en 1923, me son cercanos poemas como “Ama la superficie casta y triste”, “Cada oscura mañana”, “De cómo el tiempo respetó a un poema”, “El pintor”, “A nuestro Lezama”. Pero en esta ocasión deseo escoger el poema “No avanza la ola siempre: retrocede”, de su libro Visitaciones del año 1970.
NO AVANZA LA OLA SIEMPRE: RETROCEDENo avanza la ola siempre: retrocedepara embestir de nuevo con más fuerza.Siempre no sube el fuego. Oscilandoen su temblor alumbra, fiel, la vela.Parpadear que es de fuego y de vigiliadel alma viva. Todo lo vivienteha de avanzar así, con inseguropaso que rompa la tiniebla espesa.Gana perdiendo así, cree dudando,su fuerza aumenta en la retrocedidafatal que lo derriba por el suelo.Porque nada se pierda: tú has queridoque el descender acrezca la subida,perdamos como olas, como fuegos.
…
En una de las pocas entrevistas que ha dado Fina García Marruz, titulada “Me comunico mejor con el silencio”, comentó aspectos relacionados con la poesía y la época presente. Hago eco de algunas respuestas del diálogo sostenido con Miriam Elizalde y publicado en Cubadebate, en marzo de 2007:
-¿Poeta o poetisa?
Fina García Marruz: Hay algunas escritoras a las que no les gusta la palabra “poetisa”, porque piensan que es más débil que poeta, que afortunadamente termina en “a”. Yo creo que son dos cosas completamente distintas. La poetisa a la que se le pudiera llamar “poeta” es alguien que crea un idioma y Gabriela Mistral creó uno. Sor Juana Inés de la Cruz, por la que siento una admiración enorme, con toda la riqueza de su sensibilidad y estilo, es más bien una poetisa, lo cual no es una debilidad. Sor Juana no es débil en lo absoluto. Un poema es un poema, no tiene adjetivos: tan grande es un poema suyo, como el de Gabriela. Lo que quiero distinguir es que como indica la palabra poiesis, la poesía como creación, es algo muy diferente. James Joyce es un creador de idioma, lo que no son otros excelentes novelistas. Eliseo Diego decía, con toda razón, que había que sacar a Gabriela de la Historia de la Literatura para incorporarla a la Historia de la Lengua.
―¿Usted se siente poeta o poetisa?
Fina García Marruz: Soy más bien una poetisa, si nos atenemos a este análisis.
(…)
―¿Qué es para usted lo más urgente hoy?
Fina García Marruz: Permíteme responder con dos profecías que hizo Martí para Nuestra América. La primera está en la frase “Ya se probó el odio, ahora se prueba el amor”. Me extrañó siempre esa frase, porque da por sentado que el amor ya está instalado en el presente. Pero es que el tiempo de su prosa –como en los profetas– es el del presente que será, porque, como tú sabes, el odio se probó y se sigue probando. No ha quedado atrás. Tengo la impresión de que él alude aquí a su discurso fundacional, que conocemos como “Con todos y para el bien de todos”, donde dice que habrá que poner alrededor de la estrella, la fórmula del amor triunfante –con todos y para el bien de todos. Ese amor triunfante no excluirá absolutamente a ningún país. El habla de un presente un poco más lejano al tiempo que vivimos hoy en Nuestra América, donde vemos un indudable alborear. El habla para ese momento en que todos puedan vivir pacíficamente. Tiempo que llega.
―¿Cuál es la segunda profecía?
Fina García Marruz: Tiene que ver con la gran esperanza en el progreso de la Ciencia que caracterizó al Siglo XIX, que la ve solo como fuente del Progreso y de libertad absoluta. Pero Martí escribe: “Riesgo de la ciencia sin el espíritu”, que vio simbolizado en el personaje Wagner del Fausto, de Goethe, lo que estaba ya en el Génesis, en lo del árbol de la Ciencia del Bien y del Mal, situado en el Paraíso frente al Árbol de la Vida. Libertad no absoluta, sino con ese límite –señalado en el Libro de la Sabiduría salomónica–, que lo había puesto en los cuatro elementos para que no inundaran, arrasaran o hicieran arder la tierra. La idea no era nueva, y estaba ya en el libro de Job y en los griegos. Pero cuando Martí señala esto, el tema estaba muy lejos de ser preocupación para los ecólogos de su tiempo. Hoy es el tema central del nuestro.
(…)
-¿Por qué le cuesta tanto trabajo dar entrevistas y hablar de sí misma?
Fina García Marruz: Me siento en esos casos como una violinista a la que le piden un concierto de flauta. Yo me comunico mejor con el silencio, sin el que no se podrían dar la poesía, la música, ni el encuentro con uno mismo.
Mi gusto por la lectura de poesía –y esto es algo que he ido validando con el tiempo– me ha dado una serie de beneficios que bien vale la pena detallar ahora. Espero que al hacerlo contagie a los lectores de las bondades de leer poesía o por lo menos despierte su curiosidad académica.
El primero de los beneficios es el de haberme familiarizado con un tipo de lenguaje, que en sí mismo es un ejemplo de concisión, precisión y voluntad estética. Y no hablo de entrar en relación con palabras bonitas o extrañas, sino de haber tenido la oportunidad de acceder a un abanico de posibilidades semánticas, de ampliar el repertorio de referencia para nombrar el complejo mundo y la diversa manera de ser y actuar de los seres humanos. La poesía me ha vuelto sensible a las variaciones de significado o a las sutilezas en la elección de un término. Desde luego, a esa familiaridad se ha unido cierta conciencia auditiva para descubrir el ritmo de cada una de las palabras y la melodía armoniosa que se produce al ponerlas en relación con otras. Tal conciencia auditiva del lenguaje es la que me ha vuelto más sensible o más alerta cuando escribo para evitar, en lo posible, las cacofonías o las redundancias innecesarias. De igual modo, esta conciencia del ritmo propio de las palabras me ha llevado a tener en cuenta al momento de escribir –y no hablo de versos– el combinar o entrelazar períodos largos con otros más cortos con el fin de mantener atento al lector o guiar sus ojos a partir de la seducción del oído. La poesía, en este caso, ha ampliado mi capital lingüístico a la par que me ha desarrollado una sensibilidad por la materialidad de las palabras, por su fisonomía, su peso y sus potencialidades rítmicas.
Un segundo beneficio del asiduo trato con la poesía ha sido el de desarrollar en mí cierta fineza en la percepción, cierta sutileza en el modo de ver y percibir el mundo y las personas. Considero que la poesía es otra cartilla a partir de la cual uno aprende a deletrear el universo en una clave no inmediata o funcional. Más bien lo que la poesía hace es dotarnos de un mirador en el que la contemplación, la meditación, el ensimismamiento son lo fundamental. Es como estar dotados para ver el envés de las cosas, para avizorar lo que nadie aprecia o para despertar a las conciencias cómodas o despreocupadas. La poesía ha aumentado mis sentidos, los ha exacerbado o puesto en actitud de acecho. En este sentido, ni lo que me pasa o le pasa a los demás, me es del todo indiferente. La poesía me ha vuelto sensible a asuntos que para la mayoría resultan anodinos o que no logran despertar el interés de la sociedad de consumo o de los medios masivos de comunicación. Eso también lo he ratificado a diario. De cara a la banalización del vivir, de la insensibilidad social o la ceguera para el universo, la poesía opone sus llamados de alerta, sus rememoraciones, sus ojos de luz para mirar lo que parece ya visto. Y como siempre sucede con esto de los atributos, dicha sensibilidad me ha producido momentos y situaciones de regocijo al igual que determinadas angustias o aflicciones de hondo calado íntimo. Pero lo importante de esta segunda bondad de la poesía es el haber dotado a mis sentidos y a mi entendimiento de curiosidad, de asombro ante lo que a diario vivo, y de suspicacia e intuición sobre aquello que apenas entreveo o imagino.
Agregaría otro beneficio. La lectura de poesía me ha ayudado enormemente a entender problemas, hechos o peripecias de la condición humana. Por ella, por sus versos, me ha sido más fácil comprender qué es eso del amor, la soledad, la muerte o el misterio. Pienso que la poesía se asemeja mucho a un oráculo al cual le formulamos nuestras dudas existenciales más acuciantes o los dilemas vertebrales de nuestro espíritu, y al leer esos versos cada quien trata de encontrar las claves que necesita para comprender algo pasado o vislumbra opciones de un evento futuro. Al menos en mi caso, he tenido a la poesía como mentora de aquellos interrogantes que han sacudido mi pensamiento o han puesto mis pasiones en la cuerda floja de una decisión. La poesía me ha servido de carta de navegación o se ha abierto como un cielo nocturno para guiarme con el titilar de algunas estrellas. Y como todo oráculo, la poesía lo ha hecho con un lenguaje cifrado, metafórico, analógico. Un lenguaje que está repleto de poros, de intersticios, para que cada quien interprete los mensajes según su necesidad o su urgencia vital. Esa forma de aconsejar sugiriendo, de enseñanza indirecta, de ambigüedad que invita al discernimiento es otro de los beneficios que me ha prodigado la lectura frecuente de poesía.
Hagamos un alto y dejemos que sea la voz de la poesía la que muestre sus propias virtudes. Como dije en un escrito anterior, el objetivo principal de transcribir estos poemas –de una fuerte resonancia en mi vida– es la de participar o comunicar a los lectores una pasión que, como lo he expuesto, puede traer con los años excelentes beneficios.
Enriqueta Ochoa: “Todo hombre está hecho de puertas y ventanas…”
Retomemos esta vez a Enriqueta Ochoa, la poeta mexicana nacida en 1928 y fallecida en el 2008. De su obra tengo una preferencia por poemas como “Retorno de Electra”, “Avispero”, “Hay días”, “Se distraía el viento”… Pero he seleccionado un poema de su libro Los himnos del ciego (1968): “El hombre”. Enriqueta Ochoa: “Yo quiero decir lo más entrañablemente mío, que en todos los casos es de los demás”.
EL HOMBREPara Wenceslao Rodríguez¿Qué ha visto el hombre?Nada.Ciego y desnudo llegó,desnudo y ciego se irádel polvo al polvo.Un gesto de ternura podría salvar al mundo,pero el hombre jamás bajó los ojosa ese pozo de luz.―Llorarás, le dijeron,mas no es fácil llorar.Llorar es desprenderse,irse en ríos de uno,y el hombre sólo sabedevorar y perderse.No conoce más murosque los que cercan su ciudad en sombrasy hasta allí ha bajado a envejecer,a morir en sí mismo,a sepultarse testarudo,mientras la soledad circula por su cuerpocomo el viento por una casa en ruinas.Yo insisto,un gesto de ternura podría… De pronto,me irrito, tiemblo, río, me quebranto.Yo soy el hombre.
De lo que más he leído o me gusta leer asiduamente es poesía. Lo hago no sólo por el afecto particular hacia esta manera de expresión, sino por una especie de tranquilidad o exploración íntima que hallo al entrar en contacto con estos pequeños textos. Todos los días, así sea en pequeños encuentros, me ensimismo en esas líneas que abren sus ventanas como si fueran atalayas a la existencia humana, el mundo o el universo.
De ese encuentro con poemas y poetas dan testimonio diversos registros en mis diarios y una amplia biblioteca que ha ido creciendo con el pasar de los años. Hubo una época en que siempre, al comienzo o al final, incluía en las diversas entradas de mi diario la selección de un poema que había descubierto o que consideraba destacable. Este poema hacía las veces de detonante para algún tipo de reflexión o sencillamente servía de amuleto para mis búsquedas literarias. O, en algunas ocasiones, era en sí mismo un homenaje a esos otros poetas que de tanto releerlos ya hacían parte de mi propia sangre.
En el caso de los libros de poesía ellos fueron sumándose por afinidad de autor o por filiación temática. Creo que ese ha sido el camino de bibliotecas semejantes. Primero, uno se apasiona por un libro de poemas y, en esa medida, anhela adquirir o leer otras obras del mismo poeta. Si el gusto continúa, lo más seguro es que consiga la mayoría de ellos y esté pendiente de un próximo texto, si es que el autor aún vive. Pero puede suceder que el atesorar estos libros no nazca de la fascinación por un poeta sino del interés por un motivo o tema en especial. En mi caso, el mirador de la poesía erótica ha sido una de esas inquietudes que ha permanecido vigente durante muchos años de mi vida. Así que la biblioteca guarda varias antologías sobre este motivo. Pero también mi biblioteca se ha expandido porque en la medida en que uno se focaliza en un género descubre el valor de determinadas editoriales especializadas en el asunto. En consecuencia, poco o poco, he ido abriendo un espacio a colecciones de poesía, valga decir la colección Visor, o las hermosas ediciones bilingües Hiperión de Madrid o las de la Librería Fausto de Buenos Aires.
Lo que vengo diciendo sirve de escenario para lanzarme a compartir con los lectores de este blog mi gusto por ciertos poemas, seleccionados a la manera de preseas literarias o testimonios-joya de una pasión cultivada durante varias décadas. Confío que el agrado personal provocado por estos versos sea trasladable a otros espíritus afines, o al menos que logre despertar en personas no habituadas a la poesía su curiosidad o una incipiente aproximación a los espacios líricos.
Dolores Castro Varela. Fotografía de Pascual Borzelli.
En esta primera entrega me concentraré en Dolores Castro, una nonagenaria mexicana autora, entre otros, de libros de poemas como “Cantares de vela”, “Soles”, “¿Qué es lo vivido?”, “Las palabras”, “Fluir”, “Tornasol”… De Dolores Castro cautivan mi atención varios poemas: “Cómo arden, arden”, “Fugas”, “Fluir”, “Nosotros”, “Nostalgias”, “A veces”, pero he elegido “Laberinto”, un poema que bien puede simbolizar la sensibilidad de esta contemplativa buscadora de palabras esenciales nacida en Aguascalientes, en 1923.
LaberintoEncontré la vereda, el atajo, la brecha,el camino más corto para caminar.Me lancé por el planoy después por la cuesta, hacia abajo,con pisada suave,como en sueños,con cautela de gatoy ojos abiertos a la oscuridad.Palpé, toqué, dejéno sé cómopasajes desiertos, arboladas regiones,hábitos y costumbresde permanecer.Mucho ha llovido desde entonces.El invisible hiloque había de sacarme de este laberintollevo en la mano,pero aquí entre relámpagos y truenos,encandilada,sigo el perfume del hueledenoche,de la madreselva,el lejano aroma del jazmín,y ya no sé si querer o no querersalir.
Creo conveniente, además, transcribir apartes de la entrevista titulada “Dolores Castro: mujer con mayúscula” hecha por Adriana del Moral Espinosa, y publicada en el portal del Instituto Nacional de Bellas Artes y Literatura.
(…)
—En todo el proceso de tener hijos y cuidarlos pequeñitos, siguió escribiendo, ¿verdad?
— Seguí escribiendo, con mayor razón, porque las mujeres podemos sentirnos a veces como más próximas a ser animales que seres racionales cuando están todos los niños chiquitos. O bien a sentirnos cosas, porque el arreglo de la casa, la limpieza y todo eso también esclaviza. Pero si uno tiene la literatura, y sobre todo la poesía…La poesía es la que me ha sacado adelante siempre, porque es mucho más ordenada que la vida. Si tú tienes la poesía como auxiliar el amor no se acaba. El amor a la vida, a la naturaleza, a la gente; porque la vas viendo con mayor profundidad; con mayor profundidad vas aquilatando todo.
— ¿Qué tiene dentro un poeta?
— Tiene una gran necesidad de entender el mundo, porque tiene un gran amor a la vida. Es como resolver un rompecabezas, porque uno llega a la vida sabiendo que va a morir, y que en este corto lapso tiene que descubrir para qué vino, quién es, de dónde viene, hacia dónde va. La mayor parte de estas respuestas, a mis ochenta y dos años, no las he encontrado. Pero sí he tratado de ver con la mirada más profunda, lo que ocurre, lo que cambia, lo que queda. Dentro de mí hay una necesidad todavía de seguir averiguando qué pasa. Además tengo alegría de vivir, necesidad de conocer más. Ya que sólo una vez estamos en la vida, hay que aprovecharla.
— ¿La poesía es entonces una actitud ante la vida, aunque uno no escriba?
— ¡Claro que es una actitud ante la vida!, y desde que abres los ojos. Mi mamá le escribió una carta a mi papá porque él no estaba cuando yo nací en Aguascalientes, y mi papá estaba viajando porque era agente del Ministerio Público. En la carta le decía mi mamá: “Ya tienes una nueva hija. Es morena, pero tiene los ojos muy vivos.” No los tuve grandes, pero vivos sí.
—El papel que para usted tiene la poesía, ¿ha cambiado a lo largo de todos estos años dedicados a escribir poemas?
— Yo creo que ha cambiado, pero nunca ha dejado de ser un interés profundísimo. Ha cambiado porque cada vez tengo más necesidad de comunicar y comunicar bien. Comunicar con un trabajo constante para que la palabra sea transparente.
— ¿Escribe cada vez más?
— Sí, escribo cada vez más, no sé si cada vez mejor.
—Usted ha impartido muchos talleres para jóvenes, ¿piensa que ha cambiado la forma en que los muchachos de ahora se acercan ahora a la poesía?
— Lo que veo es que hay una multitud de muchachos que se acercan a la poesía, porque ese caos en el que vivimos invita a tratar de resolverse. Pero a veces muchos muchachos se acercan a la poesía en una forma que no es la mejor, que es el desahogo. Y los que se acercan en esta forma generalmente es porque no leen suficiente; porque para poder escribir poesía se necesita también leerla. Uno va construyéndose como poeta y como persona con una tradición que le respalda. Y si uno conoce esa tradición a través de la lectura, puede situarse en el ayer, en el antier, o en el antes de antier.
Los inicios de año traen consigo el deseo de llevar a cabo determinados proyectos. Esos primeros días son como un acicate para despertar el interés por realizar lo que hemos aplazado o por planear nuevas metas, logros o tareas. Sin embargo, dichos propósitos necesitan de una dinámica y unos soportes que les permitan no diluirse en los quehaceres cotidianos o morir sin llegar a florecer.
La dinámica a la que me refiero es, por supuesto, la de entender y apropiar nuestro proyecto de vida. Es muy difícil que alguien se tome en serio una meta, una obra, si antes no ha revisado qué sentido tiene su existencia. Aquí vale la pena decir que se trata de concebir el vivir más allá de la subsistencia o el sobrevivirse. Comprendo que al situarnos en una dinámica del proyecto de vida tratamos de darle a nuestra existencia una finalidad. Por lo mismo, se necesita una labor de discernimiento para conocernos o reconocernos, para saber dónde están nuestros talentos, dónde nuestras apuestas y cuál puede ser nuestra contribución a los demás. Es en esta dinámica –o por ella misma– que nacen los planes, los programas o los proyectos. Es ese caldo de cultivo el que hace emerger determinados sueños y el que nos lleva a priorizar las acciones de nuestra vida.
Hablemos ahora de los soportes. Uno de los más importantes es el de inscribir nuestro proyecto o iniciativa en un tiempo específico. Si no se planifican las utopías, si no se las dota de unas fechas y unos productos esperados, y si no se tienen momentos determinados para saber cómo avanzan o en qué estado va lo que anhelamos, pues careceremos del lubricante idóneo o del escenario apropiado para la puesta en escena de nuestras empresas. Demasiado se confía en la buena fortuna y poco se atiende a esto de aprender a parcelar la búsqueda de horizontes.
Otro de los soportes fundamentales es el de la persistencia. Si anhelamos que un proyecto se mantenga vivo, tenemos que armarnos de voluntad para insistir en él cada día. Algunos llaman a esto la disciplina. Es dicha confianza la que le otorga al proyecto una continuidad, un destino favorable. Y no se trata de romperse el espinazo para alcanzar la cima de una sola vez, sino de ir poco a poco, trayecto por trayecto, tallando con tesón esa obra o esa idea que no parece avanzar como nuestra ansiedad lo quiere. Si la constancia o la obstinación son ajenas a nuestros hábitos los proyectos irán deshaciéndose o diluyéndose en nuestras manos.
Agregaría un soporte más: el aprender a cauterizar nuestro ánimo de los comentarios desfavorables, las opiniones negativas y los posibles escollos del camino. El que tiene en su mente un propósito de largo aliento necesita tener una motivación a toda prueba. Es sorprendente la cantidad de personas que en lugar de colaborar o contribuir a nuestros más íntimos proyectos, se solazan con la crítica desfavorable, la ironía descalificadora y una desidia que raya con la insolidaridad o la envidia más rampante. De allí la necesidad de cubrir nuestro entusiasmo de los dardos desilusionantes o protegerlo de los agoreros del fracaso. Esto implica también adquirir una rápida constitución interior para volvernos a poner de pie cuando tengamos una caída, o cuando tengamos que volver a armar el andamiaje de nuestros propósitos.
De lo anterior se colige que la conquista de una utopía demanda el apoyo de colegas o compañeros de aventura. Ese parece ser otro soporte de gran importancia. Hay que elegir o encontrar tales personas. En muchos casos la vida misma nos las va presentando y, otras veces, tenemos que contagiarlas o hacerlas partícipes de ese horizonte. Estos cómplices, porque son eso en verdad cuando se trata de sueños compartidos, por momentos se convierten en confidentes de los que anhelamos o en brazos de apoyo cuando escasean las fuerzas y necesitamos de un empuje adicional para sortear una dificultad o sortear un vado inesperado. Los compañeros de aventura crean, por lo demás, un ambiente de fraternidad que permite multiplicar las manos para escalar las montañas más lejanas y compartir en la confianza algunos de nuestros miedos.
Cerraría estas reflexiones sobre el cómo llevar a feliz término un proyecto añadiendo la importancia que tiene el aprender a organizar mejor nuestra vida cotidiana. Considero que dilapidamos demasiado los cortos años de nuestra vida en cosas baladíes o de poca trascendencia. Invertimos demasiado tiempo en asuntos que, justo en la época que nos tocó en suerte, es usado para la novelería insustancial o la cultura del espectáculo. Perdemos un tiempo precioso en seguirle la pista a chismes ajenos en lugar de emplearlo en nuestras propias obras o iniciativas. De igual modo, obnubilados por el afán del dinero fácil y la adquisición de objetos idealizados por la sociedad de consumo, vamos dejando marchitar talentos o aptitudes que bien pudieran tener una utilidad o un servicio a nuestros semejantes. No parece conveniente sacrificar todo nuestro potencial, toda nuestra imaginación, por largas horas frente a un televisor inoculándonos frivolidad. Lo conveniente, afirmaba, es sacarle el mejor jugo a las horas de nuestro día; aprender a priorizar; poner nuestros ideales en el sitio que se merecen; confiar en la tenacidad de nuestra voluntad; apostarle a la transformación o mejora de lo que nos rodea.
Estos días de comienzo de año nos deben ayudar a estar alertas sobre lo rutinario y cómodo de nuestras vidas e invitarnos a sacar y lanzar con ímpetu lo inédito e inexplorado de nosotros mismos.