Como un campo, aunque sea fértil,no puede dar frutos si no se cultiva,así le sucede a nuestro espíritu sin el estudio.Cicerón
Venimos a este mundo como seres llenos de posibilidad. Cada uno de nuestros sentidos contiene una gama de potencias, un abanico de capacidades inéditas. También contamos con nuestro intelecto y nuestra voluntad que, como otras características de lo humano, nacen con un alto potencial o con latentes energías o variadas facultades. Pero, para que todo ese potencial se desarrolle, es necesario cultivarlo, educarlo, someterlo a la talla del estudio.
Advirtamos, de una vez, que no nacemos cabalmente formados. Apenas somos una infinita estructura de posibilidades. Ni nuestro gusto, ni nuestra mirada, ni nuestro lenguaje –sólo para mencionar algunos ejemplos– nos vienen ya desarrollados o con suficiente madurez. Todo lo contrario, cada hombre debe repetir, en sí mismo, el recorrido que ha hecho toda la humanidad durante siglos: tiene que aprender a comer, a hablar, a comportarse, a creer y también a soñar. Aunque ya nuestro cuerpo viene con órganos y sentidos, a cada ser le corresponde conquistarse como humano o como persona. A cada hombre le toca ponerse en la tarea de acabar de formarse, de terminar esa obra que la naturaleza comenzó pero que deja a merced de cada quien el grado o la manera de pulir, completar o darle los toques necesarios para que esa forma alcance su plenitud. Como quien dice, es a nosotros a quienes nos corresponde desplegar los horizontes de esa primigenia figura.
Es acá donde el estudio cobra todo su valor. Sin él, apenas seríamos algo más que una especie pluricelular. Gracias al estudio –bien sea mediado por otros o por nosotros mismos– nos diferenciamos, despegamos de nuestra condición natural. El estudio nos hace seres de cultura, seres capacitados para comunicarnos simbólicamente. Con el estudio, que por lo general ha sido ordenado y dosificado por la educación, logramos hacer que nuestras potencias se conviertan en actos o que nuestras capacidades logren su expresión más apropiada. Entonces, cuando nos educamos, lo que hacemos es afinar la apariencia inicial, pulir la forma primera, ampliar los límites de un cuerpo o una inteligencia incipientes. El estudio, confiado a nuestros mentores o maestros, es la garantía o la confianza que pone todo ser humano para que un otro logre sacarlo de ese rico pero finito mundo de lo hereditario.
Tal parece que si no nos preocupamos por estudiar nuestra vida misma quedará a medias; será un retrato incompleto, un muñón de existencia. Sin el estudio nunca sabremos qué tanto podemos ser o cuáles son nuestras mayores posibilidades. Y no se trata sólo de leer libros o de ir a una escuela. El estudio abarca también nuestro trato con los demás, las experiencias que tenemos, los caminos que transitamos, las horas que empleamos en pos de conocernos. Hay estudio cuando hay voluntad y disciplina para tratar de subsanar alguna de nuestras interminables ignorancias; hay estudio cuando tenemos una pregunta y nos proponemos tratar de responderla, así sea de manera parcial. Se estudia cuando nos acucia un misterio o cuando no podemos comprender cierta actitud personal o de otro ser humano. Se estudia cuando el entorno se nos vuelve inexplicable o cuando nuestra condición humana nos enfrenta a sus propios límites. No siempre se requiere de libros para estudiar, pero siempre hay que tener la voluntad dispuesta para ir más allá de lo inmediato.
Dando por descontado la importancia del estudio, vale la pena insistir en dedicar todos los días un tiempo para él. En no olvidarnos de emplear unas horas para cultivarnos, para terminar esa obra que asumimos como una dádiva maravillosa. Nunca acabaremos de saber, siempre seremos aprendices de algo. Por lo mismo, hay que poner nuestra mente en disposición para la lectura, para la conversación, para la investigación, para la observación sistemática. Ojalá pudiéramos terminar cada día de nuestra vida con la satisfacción de haber descubierto algo nuevo de los demás o de nuestra propia persona; ojalá tuviéramos la persistencia para mantener al pie de nuestra mesa de noche o al lado de la oficina donde laboramos, una inquietud que jalone nuestro espíritu, una curiosidad que nos movilice o nos despierte de los letargos paralizantes de lo dado por hecho. Qué bueno sería llegar al final de nuestros días con algún enigma fresco para nuestro entendimiento o con alguna indagación germinando aún en nuestras manos.
(De mi libro Custodiar la vida. Reflexiones sobre el cuidado de la cotidianidad, Kimpres, Bogotá, 2009, p.p. 33-36).
El 21 de marzo es el día en que se celebra mundialmente la poesía. La UNESCO, desde 1999, fijó esa fecha para conmemorar esta expresión íntima y sutil de la palabra. Aprovechemos la ocasión, entonces, para compartir algunas reflexiones sobre el ser de la poesía y ratifiquemos la importancia de leerla, animarla y hacerla parte de nuestro equipaje existencial.
Ilustración de Vladimir Kush.
ÉpodoEsa palabra que jamás asomaa tu idioma cantado de preguntas,esa, desfalleciente,que se hiela en el aire de tu voz,sí, como una respiración de flautascontra un aire de vidrio evaporada,¡mírala, ay, tócala!¡mírala ahora!¡mírala, ausente toda de palabra,sin voz, sin eco, sin idioma, exacta,mírala cómo trazaen muros de cristal amores de agua!José Gorostiza
Las escuchamos, como cascabeles o campanillas, pero al ir a tocarlas o ponerlas en la página, se nos pierden, se nos evaporan las palabras. No nos queda de ellas sino un vago rumor, una resonancia que se confunde con el ulular del viento o el temblor de las hojas en los árboles. No son posibles de detener; fluyen, divagan, aletean y se desvanecen tal como vinieron: de repente, de forma inesperada. El poeta sabe que el logro de su tarea es, la mayoría de las veces, un milagro; por momentos, la asocia con un herrero que golpea en su yunque sólo ausencias. Hay mucho de azar en su oficio de forjador de palabras. A veces puede tener suerte y retener por un momento esas presencias invisibles y cantoras; pero es por un instante. Pasada esa epifanía –porque las palabras revelan algo sagrado–, después de la conmoción o la alegría de haberlas visto o sentido su brisa acompasada, el poeta se queda de nuevo con un anhelo entre sus manos, con una pluma apenas de aquel vuelo de palabras.
Mayakovsky decía que él las sentía venir como un “ritmoretumbo”; Borges pensaba que eran como un llamado que lo asaltaba en cualquier parte. Cada poeta tiene su particular manera de escucharlas. A veces están ahí, cotidianas, en las voces que oímos en la calle o sirven de moneda para nuestras relaciones. También pueden ya venir con una música y una medida. En ese caso, no vienen solas; parecen más una línea de alcatraces o un racimo de frutas colgadas de un frondoso árbol. Cuando así se escuchan las palabras, es cuando más los poetas confirman la existencia de la inspiración; es decir, la intromisión favorable de un daimon o musa que vocifera al oído del escritor sus melódicos mensajes. Tal hecho, desde tiempos inmemoriales, es considerado un privilegio, un regalo de los dioses. Las palabras que así son escuchadas pueden ser marcadamente oscuras o tan simples que obligan al poeta a traducirlas o completarlas; y en esas adendas realizadas pueden estropearse o confundirse con la propia voz del escritor. Ese es el peligro. Otros poetas han escuchado el ronroneo de palabras en los castillos de mil cuartos que son los diccionarios o hablar a media lengua en sus sueños, como suele ser la forma de comunicarse nuestra infancia. Son variadas las maneras de escuchar a las palabras: Drumond de Andrade recomendaba, antes de cualquier cosa, tener paciencia para entrar sordamente en su reino; y Octavio Paz, en cambio, daba el consejo de cogerles el rabo para que chillaran sus pasiones inconfesas.
A pesar de compartir en su esencia varios de esos planteamientos, yo creo que la mejor forma de oír a las palabras es el silencio. ¿No fue acaso San Juan de la Cruz, el que acuñó la fórmula de escuchar la música callada? Pues de eso se trata. De afinar el oído, de atender, de entreoír las infinitas voces del silencio. Tal vez haya que aclarar este punto: nosotros suponemos que el silencio es una mole, una montaña rocosa; pero estamos equivocados: el silencio es poroso y llenos de intersticios. El silencio se parece más a un panal de abejas o a un arrecife de múltiples corales. Lo que pasa es que nuestro oído no está capacitado o habituado para percibir tales sonidos. El poeta sí, al menos ese es su propósito. El silencio: recuerdo un letrero puesto arriba de un árbol en la isla de la Cocora, en Nariño, donde decía precisamente que “el silencio era un millón de sonidos”; según eso, el silencio alberga en su seno todo lo que suena; y por ser tan pródigo y dadivoso, parece callado o insonoro. El silencio se asemeja al color blanco, a ese tinte incoloro que, sin embargo, contiene todos los colores. Además, las frecuencias en que habla el silencio viajan a velocidades prodigiosas, de allí que capturar un sonido o un ritmo de ese mundo, sea una verdadera felicidad. Y es a eso que se dedican los poetas.
Siendo su ambiente natural el silencio, hay palabras que se van diluyendo con el tiempo. Es como si ya nadie las escuchara; o como si la frecuencia en que manifestaran sus demandas necesitara la clarividencia de los murciélagos para atraparlas en el aire. Valga confesar en este momento algunas de ellas: la “gurbia”, padecida tantas veces por mi padre, cuando era un niño pobre; las “dolamas”, tan constantes en los huesos cansados de mi madre; el “achajuanarse”, un desaliento cercano al esfuerzo supremo de los campesinos de las altas montañas del Tolima; y los “arritrancos” y los “arremuescos” que andan de aquí para allí sin hace nada… Todas esas palabras, se han vuelto a agazapar en los socavones del silencio hasta que de pronto, nazca algún poeta que pueda ser sensible a sus agónicos llamados.
Desde otro lugar, esencialmente humano, provienen unas palabras entrecortadas y muy cercanas al chillido de las bestias salvajes. Son los quejidos y los ayes de dolor, los lamentos, los gemidos o el balbuceante lloriqueo. Estas palabras –sí así podemos llamarlas–, a diferencia de sus hermanas las hijas del silencio, irrumpen desbordantes y gritando a todo pulmón su tormentosa existencia. Y es tan estentóreo su alboroto que los poetas deben colocarles, a manera de barrera protectora, dos signos de admiración, bien fuertes. Lo particular de estas palabras es que están en el corazón de cada persona; no hay manera de tenerlas o agruparlas en un lugar colectivo. Por eso también es tan difícil apresarlas, pues su nacimiento o aparición es algo que los hombres evitan a toda costa. Los seres humanos procuran por todos los medios alejar estas palabras, o meterlas dentro de una burbuja que no deje salir su pregón aturdidor. Sin embargo, siempre tendrán la oportunidad de mostrar su bulla quejumbrosa, su letanía atronadora, cuando los seres humanos enferman gravemente o cuando la desgracia los convierte en presa de sus voraces perros. El poeta, se esfuerza compasivamente por oír las imprecaciones ajenas pero, sobre todo, está alerta a registrar los balbuceos agudos y latentes en su corazón.
Hay, finalmente, otras palabras imposible de guardarlas en el pabellón de una página. Son palabras como las del nombre de un dios, o aquellas otras que tan sólo bullen en nuestro pensamiento; las que nunca decimos. Hay palabras que no tomaron cuerpo, que apenas fueron embrión de voz, allá en la placenta de nuestra mente. También hay palabras que las personas se llevan a su tumba, sin decirlas. Y están las palabras que el exceso de temor o la suprema inocencia imposibilitan articularlas en nuestros labios; palabras-mueca pero sin cuerdas o pieles percutientes. Palabras mudas, llenas de encanto y misterio. De todas estas palabras, de su impenetrable mutismo, el poeta procura hallar algún indicio, se arriesga a descifrar su código secreto. Puede que sea inútil esta empresa, pero es su deber como adivino del aire interpretar cantando las tácitas palabras del enmudecimiento.
Ya he dedicado otras páginas a explicar, paso a paso, la redacción de contrapuntos. Pero como sigo encontrándome con estudiantes que piden una ayuda adicional para “entender con más claridad” esta modalidad de escritura, he optado en esta ocasión por seguir la vía del ejemplo comentado. Es como hacer, en directo, un ejercicio metacognitivo para mostrar a otros el detrás de cámaras de un producto intelectual.
La cita que he elegido hace parte de un pequeño texto de Philippe Meirieu, el lúcido pedagogo francés, que lleva como título Frankenstein educador, y fue publicado por la editorial Laertes, de Barcelona, en 1998. No sobra decir que es una cita autónoma (se puede leer independientemente, tiene sentido en sí misma) y con la suficiente fuerza de pensamiento (rica y sugerente en ideas) como para ameritar la emergencia del contrapunto. Sin más, este es el fragmento de texto que servirá de piedra de toque para el ejercicio:
“Renunciar a enseñar determinadas cosas a determinadas personas no sólo significa inscribirse en un proceso de selección y exclusión; significa también confesar que lo que se enseña ‘no vale para todos’, es decir, en último término, que no conlleva ninguna universalidad y pierde toda legitimidad para ser enseñado en el marco del ‘contrato cultural común’ en que se basa la unidad posible de los hombres”. (p. 136).
Lo que sigue, en consecuencia, es ir mostrando cada una de las siete técnicas para redactar el contrapunto. Recomiendo, en cada caso, atender a la reflexión que lo antecede y leer tanto el texto base como el texto resultante. Recuérdese que el buen contrapunto debe, en lo posible, mantener el tono y la extensión de la cita soporte. Es un doble esfuerzo: armonizar no sólo con la línea melódica de las ideas sino con la forma semántica de presentarlas.
1. Derivar: Antes de redactar el contrapunto releo la cita muchas veces. Noto que Meirieu aboga por una enseñanza universal, sin exclusiones. Y lo hace porque eso sería una forma de omisión y una renuncia a esa herencia cultural que a todos nos pertenece. La relectura me lleva a tomar, para mi derivación, el ramificar el aspecto de la exclusión. Para ello necesito un conector lógico de los propios para inferir o deducir un razonamiento, demos por caso: “como se ve”, “así las cosas”, “de ahí se infiere que”, “de todo ello”… Así quedaría entonces mi contrapunto:
“Renunciar a enseñar determinadas cosas a determinadas personas no sólo significa inscribirse en un proceso de selección y exclusión; significa también confesar que lo que se enseña ‘no vale para todos’, es decir, en último término, que no conlleva ninguna universalidad y pierde toda legitimidad para ser enseñado en el marco del ‘contrato cultural común’ en que se basa la unidad posible de los hombres”. En consecuencia, el negarnos a enseñar ciertos contenidos porque consideramos que un grupo de estudiantes –dado su bajo nivel intelectual o su extracción humilde– no los necesitan o no los van a comprender es perpetuar, sin saberlo, las desigualdades de origen social o económico. Es sumar a la carencia evidente de los bienes materiales la negación al acceso de los bienes de la cultura.
2. Amplificar: La cita de Meirieu, desde luego, menciona algunas implicaciones de esa “renuncia a enseñar determinadas cosas a determinadas personas”. Bien podríamos agregar otras consecuencias o referir otras pérdidas de tal abandono. Para este ejercicio me ha parecido conveniente sumar el aspecto de la desmemoria. Para tal fin me serán útiles conectores de los propios para adicionar ideas, demos por caso: “a esto se añade”, “además”, “otra cosa”… Así quedaría entonces mi contrapunto:
“Renunciar a enseñar determinadas cosas a determinadas personas no sólo significa inscribirse en un proceso de selección y exclusión; significa también confesar que lo que se enseña ‘no vale para todos’, es decir, en último término, que no conlleva ninguna universalidad y pierde toda legitimidad para ser enseñado en el marco del ‘contrato cultural común’ en que se basa la unidad posible de los hombres”. Por lo demás, el claudicar a dejar a algunos estudiantes sin ciertos conocimientos de carácter universal es contribuir peligrosamente a la desmemoria sobre asuntos que a todo ser humano deberían interesarle. Hay una herencia de saberes que ya son patrimonio de la humanidad y que no pueden caer en el olvido por diferencias de raza, lengua, religión o ideología.
3. Transponer: Lo que dice Meirieu del campo educativo podríamos trasladarlo al ambiente familiar. También allí los padres excluyen o renuncian a enseñar determinados saberes que han sido ganancias de toda una cultura. Como en los casos anteriores, necesitaré de conexiones que señalen una semejanza, una relación o una similitud, tales como: “Algo parecido ocurre con”, “bastante similar parece”, “del mismo modo”, “Igualmente”. En consecuencia mi contrapunto sería el siguiente:
“Renunciar a enseñar determinadas cosas a determinadas personas no sólo significa inscribirse en un proceso de selección y exclusión; significa también confesar que lo que se enseña ‘no vale para todos’, es decir, en último término, que no conlleva ninguna universalidad y pierde toda legitimidad para ser enseñado en el marco del ‘contrato cultural común’ en que se basa la unidad posible de los hombres”. Del mismo modo, si los padres familia se despreocupan por enseñar determinados rituales y creencias estarán dejando por fuera a sus hijos de un legado asociado a las tradiciones, y las formas de ser y convivir. Olvidan los progenitores que aunque la crianza se gesta en espacios particulares sólo se desarrolla en ambientes comunitarios.
4. Disminuir: A pesar de estar de acuerdo con Meirieu bien podemos mermar o menguar los alcances de la cita. Para ello, volviendo a leer su planteamiento, queda la posibilidad de introducir el elemento de la pertinencia de enseñar ciertos saberes a determinadas personas, en ciertos contextos. La idea sería mostrar que si bien es valioso el aprender saberes universales, en algunas ocasiones, hay que priorizar aquellos que son necesarios para determinado momento histórico. Los marcadores textuales más idóneos serían aquellos que hacen una advertencia o explicitan una condición, verbigracia: “Aun así”, “es prudente advertir que”, “no hay que olvidar que”, “y, sin embargo”. El resultado del nuevo contrapunto es éste:
“Renunciar a enseñar determinadas cosas a determinadas personas no sólo significa inscribirse en un proceso de selección y exclusión; significa también confesar que lo que se enseña ‘no vale para todos’, es decir, en último término, que no conlleva ninguna universalidad y pierde toda legitimidad para ser enseñado en el marco del ‘contrato cultural común’ en que se basa la unidad posible de los hombres”. Conviene observar, sin embargo que, en algunos momentos históricos, bien por razones de fuerza social o de necesidad vital, se hace prioritario dejar de lado la enseñanza de determinados saberes por otros que son definitivos para la identidad y la permanencia de determinadas comunidades. Cuando esto sucede, lo que está en juego no es la permanencia de la humanidad sino la pervivencia de un pueblo, una etnia o un grupo social específico.
5. Replicar: Esta modalidad de contrapunto, no hay que olvidarlo, consiste en hallar argumentos en contra de lo expuesto en la cita. O rebatir o contradecir el texto del autor elegido como referencia. Para la ocasión bastaría ser más enfáticos en la disminución anteriormente explicada o lanzarnos a pensar cuáles son los puntos débiles del fragmento de Meirieu. No es fácil a primera vista contradecir algo que, a todas luces, resulta razonable. Sin embargo, y pensando en la multiculturalidad y la diversidad de obras, saberes y manifestaciones de conocimiento, bien podríamos objetar al autor francés. Echaré mano de los saberes populares, de esos saberes no necesariamente reconocidos por la gran cultura; de igual modo haré uso de las manifestaciones artísticas marginales que no son avaladas por una élite o un grupo hegemónico. Los conectores necesarios serán, entonces, del tenor: “por el contrario”, “no parece correcto”, “a diferencia de”, “no comparto que”… Veamos, pues, al resultado de un contrapunto por réplica:
“Renunciar a enseñar determinadas cosas a determinadas personas no sólo significa inscribirse en un proceso de selección y exclusión; significa también confesar que lo que se enseña ‘no vale para todos’, es decir, en último término, que no conlleva ninguna universalidad y pierde toda legitimidad para ser enseñado en el marco del ‘contrato cultural común’ en que se basa la unidad posible de los hombres”. No pienso que esa renuncia, expuesta por Meirieu, sea excluyente o que prive a ciertas comunidades de la herencia universal. Se sabe que detrás de esos conocimientos hay intereses y una hegemonía de clase que deja por fuera otros saberes que no cumplen ciertos estándares o cánones establecidos. Por lo mismo, negarse a impartir la “cultura universal” es afirmar la sabiduría popular, el conocimiento marginal o de vanguardia que siempre está en las márgenes y se niega a ser universalizado.
6. Contrastar: No sobra recordar que el contraste busca, esencialmente, comparar algo para resaltar cualidades discordantes. O, lo que es lo mismo, establecer una relación para resaltar diferencias. Vistas así las cosas el contraste podría centrarse en establecer una comparación entre los saberes universales que son más incluyentes y los conocimientos especializados que necesariamente excluyen a la mayoría de las personas. Los conectores que tendremos a la mano podrían ser: “contrástese ahora”, “a veces, en cambio”, “cosa distinta es”. Y para ilustrar lo dicho, véase el contrapunto que sigue:
“Renunciar a enseñar determinadas cosas a determinadas personas no sólo significa inscribirse en un proceso de selección y exclusión; significa también confesar que lo que se enseña ‘no vale para todos’, es decir, en último término, que no conlleva ninguna universalidad y pierde toda legitimidad para ser enseñado en el marco del ‘contrato cultural común’ en que se basa la unidad posible de los hombres”. No cabe duda: entre más el educador seleccione o especialice su parcela del saber menor será el número de interesados en su clase. Ese es el reto: para lograr mayoritariamente la motivación de los aprendices en los saberes especializados es necesario que el maestro amplíe su mirada y la vincule con los saberes universales que son, en últimas, los que guardan relación con los intereses particulares de los aprendices.
7. Analizar: Ahora de lo que se trata es de retomar un aspecto de la cita, un elemento, para desmenuzarlo o someterlo al ojo perspicaz. Revisado el texto en cuestión considero que lo de la “selección” ha sido poco explorado en los anteriores contrapuntos; así que, me iré por ese camino, escarbando los vericuetos de ese aspecto y mirando hasta dónde el exceso de selección puede llevar a un analfabetismo mayúsculo. Las bisagras lingüísticas que necesitaré corresponderán a las propias del ejercicio explicativo: “aclaremos lo dicho”, “detengámonos en”, “examinemos ahora”, “obsérvese cómo”… Aquí está el resultado:
“Renunciar a enseñar determinadas cosas a determinadas personas no sólo significa inscribirse en un proceso de selección y exclusión; significa también confesar que lo que se enseña ‘no vale para todos’, es decir, en último término, que no conlleva ninguna universalidad y pierde toda legitimidad para ser enseñado en el marco del ‘contrato cultural común’ en que se basa la unidad posible de los hombres”. Ahondemos, por un momento, en la primera parte de lo expuesto por Meirieu. El educador que se niega a enseñar ciertas cosas a determinado grupo de personas es porque, así sea inconscientemente, avala una jerarquía en el saber; porque cree que hay conocimientos superiores sólo enseñables a unos pocos y saberes secundarios aptos para la gran mayoría. Esa convicción pone al conocimiento en la perspectiva de una selección natural darwiniana según la cual sólo los más aptos podrían tener acceso a lo mejor de la cultura.
Ojalá este ejercicio en siete variantes sobre una misma cita haya logrado aclarar las dudas de los que se sentían confundidos y sirva además de impulso a aquellos que aún no han comenzado la tarea de escribir los contrapuntos. Aunque, como siempre sucede con esto de la escritura, sólo la práctica asidua logrará hacer sencillo lo que a primera vista parece imposible de lograr.
Kim Basinger interpreta a Elizabeth McGraw en “Nueve semanas y media”.
¿Quién es el ojo que mira en la película?, ¿para qué ojo está pensada la película? Un erotismo para el ojo del espectador, un ojo exclusivamente masculino. Un ojo que asiste a la representación –en cuanto puesta en escena–, del acto sexual. Relevancia de las luces, importancia de las filminas, necesidad del fetiche.
El ojo por oposición a la piel. El placer por el mero ojo. La lámpara como un segundo ojo que amplifica nuestra mirada. Necesidad de que el ser pasivo, el amado, esté –casi siempre– enceguecido. Tapar el ojo del amado es disponer de todo mi panorama.
El ojo y su tiempo. El ojo se sacia muy rápidamente. Importancia de la novedad, del nuevo espacio para el ojo. La retina no aguanta la “rutina”. El ojo, por esencia, se mueve en la aventura. El ojo tiene que salir del cuarto, de la alcoba. “Lo ya conocido, nos enceguece negativamente”. El ojo es como el navegante, el caminante, el aventurero.
Nosotros, como espectadores somos los “otros” actores de la película. Nosotros también asistimos al continuo “dejarse” de la amada. Nosotros participamos como amantes de ese placer de ojo. Somos los “otros” ojos.
El voyerismo no necesita de la historia. Se autosatisface, se autorregula, se autorepone. Lo único imprescindible para el voyeur es una cerradura, el hilillo, el intersticio, la fisura. Un voyeur es alguien que vive inmerso o protegido “detrás de… algo”. El voyeur jamás da a conocer su pasado. El voyeur es como un ángel. Aparece de pronto, desaparece sin saber cómo. El voyeur es, en esa medida, irreal.
El voyeur es la negación del amor. No es posible amar desde el voyerismo. Amar implica, necesariamente, mostrar. Mostrarse. Y el voyeur es, por esencia, ocultación.
El voyeur no es un pervertido. No. Es más bien alguien que no se compromete. Que actúa entre bambalinas. Es un ser trasescénico. Todo voyeur es fantasmal.
No puede haber perversión en la mirada del voyeur porque, gracias a su falta de historia, de situación, siempre mira desde un tú pasivo. La perversión brota justo cuando violentamos la voluntad de un otro. Pervertido quiere decir, anulador de la libertad ajena. Pervertidor es tanto como encarcelador.
Pero cuando la amada acepta la seducción del voyeur, la perversión asume las características de la novedad. La amada se anula como voluntad o, mejor, entrega su voluntad a los ojos del voyeur.
El voyerista posee desde lejos. El voyerista no necesita de la “penetración”. Le basta con saberse poseedor: dominador. Al voyerista no le preocupa la satisfacción –en cuanto acto terminado–, sino más bien le complace el inacabamiento. Terminar un acto sexual es, para el voyerista, quedar ciego. Enceguecido. El clímax, el fogonazo de la cópula, obnubila al voyeur.
Clima óptimo para el voyeur: la oscuridad. El ojo del voyeur actúa entonces a manera de lámpara. El ojo va violando la oscuridad.
El contrapeso del ojo del voyeur es el ojo escudriñador, el ojo que esculca. El voyerista no soporta otra mirada que no sea sino la suya. El ojo no debe servir sino para contemplar. El ojo –nos dice el voyeur– no debe usarse para acercar la realidad, el ojo tiene que distanciárnosla. Mi goce, repite el voyerista, entre más lejano, mejor visto. Esculcar es para el voyerista la mayor ofensa. Es degradar la función del ojo. Cuando se esculca no hay escenografía, no hay puesta en escena. Escudriñar es negar la representación de la mirada. Es convertir el ojo en servidor de la historia. Hacerlo pesquisa.
El mejor de los espectáculos para el voyeur es aquel de la danza de los siete velos. Cada velo menos acrecienta la novedad. Cada velo menos aumenta la erección de la vista. Pero, ¡cuidado!, cuidado con el último velo. El ojo no soporta la absoluta desnudez. No hay velo final para el voyeur. Eso arruinaría la función. Si el voyeur reclama la danza lo hace sólo como provocación. Si la danzarina se propone con su baile conquistar al voyeur debe saber, entonces, que deberá seguir develando hasta la eternidad velo tras velo, uno tras otro, incansablemente. La danzarina no puede parar so pena de que el voyerista la censure por vulgar.
El voyeur juega a la impotencia. Dado que su preocupación no es el acto en totalidad, por lo mismo, flirtea con su virilidad. Al voyeur no le preocupa la erección puesto que su ojo siempre está dispuesto. El ojo es siempre un falo erecto. El ojo siempre está preparado para penetrar.
El voyeur nunca duerme. Dormir es aceptar la condición de hombre. Y los ángeles no descansan. El voyeur anda, acaso, en la duermevela.
Todo voyerista es obsesivo. Padece el mal del fetiche. Cada cosa que el voyeur usa, dispone o regala gira en torno de la lógica del fetiche. Las cosas dejan de ser lo que son y empiezan a ser extensiones del ojo del voyeur. El reloj no es el reloj sino la forma que, al mirarla, rememora una de las facetas o atributos del voyeur. El voyeur no da regalos, en realidad, lo que da es su propio ojo. Extraña manera de vampirismo con las cosas.
Por ser un hombre exterior, el voyerista es un amante de las citas. La cita es la negación de lo cotidiano. La cita es, por excelencia, novedad. La cita se renueva con cada cita. Así es la vida del voyerista. Nómada por convencimiento y tránsfuga por vocación.
El voyeur jamás llora. Sería corromper o ensuciar su órgano de trabajo. El voyeur siempre sonríe. La sonrisa es el encuadre perfecto para la seducción. Sonreír es como entre-ver.
El voyeur no habla del pasado. No sufre por las necesidades propias de la cotidianidad. No posee en su (sus) cuarto (s) nada que le recuerde nada. Acaso una foto. Pero siempre será él el dueño de la escena. La habitación del voyeur está llena de utilería. Su cuarto es su escenario.
El voyeur jamás habla de sí. Su charla siempre gira en torno a la fantasía, al nuevo juego, a la nueva “locura”.
El voyeur es un simulador. Simula que se excita, simula que concluye, simula que goza, pero no, su goce jamás se da en la cercanía o dentro de otra piel. Jamás el voyerista llegará al olor o al sabor. La sangre le es ajena. Sus verdaderas intenciones están en lo que puede producir y, desde luego, en lo que puede ver.
Si es el hielo recorriendo la piel de la amada, el hielo que realmente cuenta es el hielo que el ojo del voyeur va llevando consigo. No el hielo real, no el hielo solidez de agua, no, es el hielo del ojo del voyeur. Entonces, el tacto también se entrega al dominio del ojo. Al voyerista le importa más ver cómo los labios de la amada, se abren, cómo el cuello se arquea, cómo el cabello se desborda, cómo la lengua flamea… y, claro, el hielo ya no cuenta. Así es siempre. La media de seda, el liguero… desaparecen cuando el voyeur se entroniza a ver el rostro de la amada.
El ojo del voyeur existe por la ceguera del rostro de la amada. Al vendarle los ojos a la amada (única y posible competencia a la mirada del voyeur), ella, su rostro, se torna completamente espejo. Entonces, el voyeur puede ver-se en el cristal, en el azogue de la cara de la amada. El voyeur mutila el cuerpo de la amada; se queda con el rostro únicamente. Se queda con su espejo.
¿Y el amor?, ¿la pareja?, ¿el hijo?… Nada de esto existe para el voyeur. Ni siquiera hay tiempo para pensarlo. La vida del voyeur es demasiado frágil. Quizá, nueve semanas y media.
(De mi libro La cultura como texto. Semiótica, lectura y educación, Javegraf, Bogotá, 2003, p.p. 217-220)
Una de las dificultades de los estudiantes universitarios es el aprender a interactuar con la información. A dialogar con las fuentes escritas y tener frente a ellas una postura. Esta dificultad se agranda si sumamos las prácticas irresponsables de copiar y pegar y un flagrante plagio o hurto de las ideas ajenas.
Motivado por dicho inconveniente es que he venido proponiendo la estrategia del contrapunto. Un recurso para enfrentarnos a los textos y comenzar a escribir sobre aquello que leemos. Una forma de hacer que nuestra voz se oiga en ese diálogo silencioso con la tradición escrita. El contrapunto, en este sentido, es una manera de asumir la mayoría de edad de nuestro pensamiento y renunciar al consumo pasivo de la información académica.
Para tal fin he ideado siete técnicas de llevar a cabo el contrapunto: ampliando la cita en cuestión, disminuyendo sus alcances, contrastando los planteamientos, replicando sus razones, derivando algún aspecto de lo dicho, trasplantando lo dicho a otro contexto o haciendo un análisis de algún elemento mencionado. Las siete técnicas son como variaciones de un mismo propósito: asumir una posición, tener un punto de vista personal de cara a lo que otros afirman, dicen o proponen. Al escribir contrapuntos recuperamos una actitud activa y propositiva hacia los autores, los libros, las fuentes de consulta; y recobramos la libertad para acrecentar, menguar, rebatir, trasladar, deducir, oponernos o valorar críticamente el contenido de los mensajes.
Pero, además, el contrapunto es una excelente forma de propiciar el ejercicio de procesos de pensamiento como la inducción, la deducción, la antítesis, la relación y los modos de argumentar. Al escribir un contrapunto logramos que nuestra mente aprenda a sacar implicaciones, recortar alcances, objetar razones, cambiar de sentido, bifurcar lo expuesto, comparar realidades discordantes o examinar separadamente los elementos de una afirmación. La ganancia, por lo mismo, es definitiva para cualquier profesional universitario y, especialmente, útil a los investigadores para quienes la revisión y ajuste con la tradición es requisito indispensable cuando desean innovar o llevar a cabo cualquier proyecto.
He escrito en otro lugar que el contrapunto parte de una lectura minuciosa de la cita objeto de nuestro interés, y he dicho también que lo más difícil al escribirlo es lograr el tono del fragmento tomado como referencia. Si no hay esa reflexión preliminar todo lo que hagamos después parecerá gratuito o no armonizará con la cita que sirve de detonante o motivo. En consecuencia, el escribir contrapuntos es un ejercicio de escucha activa, de atención vigilante, de rumia prolongada sobre aquello que, por no hacerlo, aceptamos como verdad incuestionable o que “tragamos” sin salivar o masticar intelectualmente.
En esta perspectiva, he invitado a mis estudiantes del primer semestre de la Maestría en Docencia de la Universidad de La Salle a que escriban contrapuntos teniendo como referencia unas citas específicas. Esos puntos o textos base son los siguientes:
TEXTO BASE 1:
“Con el propósito de conseguir que los niños se sintieran como en casa, que no tuvieran que padecer el trauma de ir a la escuela, sino que la vieran como algo más cercano; con el fin de ‘motivarlos’, la escuela ha renunciado a ser una institución revestida de autoridad y de seriedad”.
(Victoria Camps, Creer en la educación. La asignatura pendiente, Península, Madrid, 2011, p. 119).
TEXTO BASE 2:
“Si queremos que el amor físico contribuya a enriquecer la vida de las gentes, liberémoslo de los prejuicios, pero no de las formas y los ritos que lo embellecen y civilizan, y, en vez de exhibirlo a plena luz y por las calles, preservemos esa privacidad y discreción que permiten a los amantes jugar a ser dioses y sentir que lo son en esos instantes intensos y únicos de la pasión y el deseo compartidos”.
(Mario Vargas Llosa, La civilización del espectáculo, Alfaguara, Bogotá, 2012, p. 116).
TEXTO BASE 3:
“El hombre contemporáneo ha racionalizado los mitos, pero no ha podido destruirlos. Muchas de nuestras verdades científicas, como la mayor parte de nuestras concepciones morales, políticas y filosóficas, sólo son nuevas expresiones de tendencias que antes encarnaron en formas míticas. El lenguaje racional de nuestro tiempo encubre apenas a los antiguos mitos”.
(Octavio Paz, El laberinto de la soledad, Fondo de Cultura Económica, México, 1978, p. 190).
TEXTO BASE 4:
“Mientras los pueblos se extinguen físicamente o mientras se transforman bajo la influencia del modelo que impone la civilización industrial, muchas culturas desaparecen. Si no queremos vivir en un mundo invadido por un modelo único de vida, por una sola cultura tecnológica y de lenguaje obtuso, es necesario tener mucho cuidado y usar de una mejor manera la imaginación”.
(François Jacob, El juego de lo posible, Fondo de Cultura Económica, México, 2011, p. 95).
TEXTO BASE 5:
“La primera lección de la cultura es, sobre todo, que el mundo es vasto, el pasado insondable y que hay millones de hombres que piensan y han pensado de manera distinta que nosotros, que nuestros vecinos y conciudadanos. La cultura desemboca en lo universal y engendra el escepticismo”.
(Michel Tournier, El espejo de las ideas, El Acantilado, Barcelona, 2000, p. 146).
TEXTO BASE 6:
“La pedagogía es praxis. Es decir: ha de trabajar sin cesar sobre las condiciones de desarrollo de las personas y, al mismo tiempo, ha de limitar su propio poder para dejar que el otro ocupe su puesto. No debe resignarse jamás en el ámbito de las condiciones, pero no por eso ha de dejar de aplicarse obstinadamente al de las causas”.
(Philippe Meirieu, Frankenstein educador, Laertes, Barcelona, 1998, p. 140).
La tarea, entonces, es ponerse en actitud de piqueria vallenata, de contrapunteo llanero o de trova paisa para “responder” a este reto de escritura que es, al mismo tiempo, un desafío a la reflexión y a la expresión del pensamiento propio.
El contrapunto, que tiene su base en la música, pone a conversar dos textos: el texto base o “cantus firmus” (la cita inicial) y el comentario o glosa que es el “contra punctum”, (las notas referidas a esa cita). Desde luego, esa nota derivada, esa nota imitación, corresponde o bien a poner en discusión una idea, o a contrastarla, ampliarla o profundizarla. El contrapunto es un diálogo simultáneo con el texto que vamos leyendo; es una especie de permanente movilidad de la escritura frente a la lectura. Por supuesto, manteniendo la línea melódica del tema o asunto objeto de nuestro interés.
La textura del contrapunto tiene variadas modalidades. La primera es el contrapunto sencillo, en donde a una cita, corresponde una sola nota. También puede darse que la cita inicial sea el resultado de pequeñas citas relacionadas con el mismo asunto (en esta modalidad las citas deben separarse con puntos suspensivos enmarcados entre paréntesis). La otra modalidad es el contrapunto avanzado: en este caso, a una sola cita le corresponden varias notas. Lo importante es que estas notas derivadas mantengan cierta unidad con el tema eje o motivo de nuestra lectura.
Es importante tener presente que la unidad del texto contrapuntístico no la da la coherencia entre las diversas citas o las diversas notas. No se trata de que cada nota mantenga una cohesión y coherencia a la manera de un ensayo argumentativo. Su unidad es vertical y no horizontal. Para decirlo de otra manera, cada cita y cada nota son interdependientes. Cada apartado es autónomo. Pero debe haber entre esas diversas notas una unidad temática, una unidad desde el motivo o el foco de nuestro interés. El contrapunto es fragmentario, pero aspira a que sus partes esbocen un camino o cierta línea de pensamiento (o para seguir con la terminología musical, que no se pierda la melodía).
Agreguemos que el contrapunto puede proceder con intervalos cortos o largos. Es probable en una página encontrar varias citas que nos lleven de una vez a producir diversas notas; y también, que el espacio entre cita y cita sobrepase las dos páginas, en un texto de extensión considerable. Se trata, por lo mismo, de estar atentos a esas ideas, expuestas en una parte o en la totalidad de un párrafo, que despiertan en nosotros –como lectores escritores– la réplica, la transposición, el repunte… el contrapunto. Como puede verse, es una práctica de lectura atenta que deviene en escritura. Una actividad de glosa permanente; una forma de combinar el consumo de información con la producción de conocimiento. Es más: el contrapunto puede ser una buena estrategia para que estudiantes o maestros aprendan a combinar la voz de otros (manifestada en citas) con la propia voz (expresada en notas o comentarios). En esa misma medida, el contrapunto parte de la imitación pero aspira a la creación; a la vez que retoma la tradición, abre un espacio para la innovación. El contrapunto pone las ideas de los otros en incremento o disminución; las convierte, las trastrueca, las invierte, o provoca con ellas y desde ellas variaciones inéditas. Más que la pasiva escucha de una homofonía solitaria, el contrapunto es un intento de cantar polifónicamente con los textos que leemos.
(De mi libro El quehacer docente, Ediciones Unisalle, Bogotá, 2013, pp. 30-31).
Recuerdo con alegría y emoción los años en que, acompañado de mi madre, caminábamos por la carrera séptima de Bogotá. No solo era un programa esperado sino un acontecimiento digno de referir a mi padre y a compañeros de colegio. Esa pequeña caminata, la entrada al “Ley” o al “Monteblanco” eran cosas que repetía en mi memoria por varios días.
Por ser un acontecimiento era que abundaban los fotógrafos ambulantes y por ser un acontecimiento había que vestirse elegantemente. Los fotógrafos le entregaban a uno un recibo para luego ir a reclamar los registros de dichos paseos. Además de las fotografías en papel podía elegirse también una modalidad de telescopio en la que los pequeños negativos adquirían la grandiosidad de una pantalla de teatro. Mi madre se arreglaba con esmero cuando me invitaba a estas ocasionales salidas: vestido sastre, guantes, cartera y zapatos (los de tacón alto) del mismo color…, peinados y maquillaje acordes a un evento especial. El plan era básicamente caminar varias cuadras, mirar almacenes y comer arroz con leche en el “Tía” o disfrutar de unas onces en el “Yanuba” que, entre otras cosas, ofrecía por la tarde sus platos con melodías de piano.
He recordado todo esto al volver a recorrer el domingo pasado la séptima, desde la calle 24 hasta la calle 13. ¡Qué cambio tan descomunal! A lado y lado el griterío de los vendedores ambulantes, la oferta de comidas y cuanto cachivache haya, el desorden y la barahúnda propia de un mercado callejero contrastaban con el paso de grupos de personas y el pasar de las bicicletas. ¡Cuánto contaminación auditiva!, ¡cuántos números de circo! Según se dijo, la idea era que al suprimir el tránsito de vehículos, esta avenida sería un espacio peatonal como hay en ciudades europeas. Pero el resultado es otro: unos árboles-matera que sirven de bolardos o de estorbo a los peatones, un reguero de ofertas de comidas en las que puede adivinarse la usencia de planeación y de regulación, una falta de espacio para caminar y apreciar ésta mal llamada Atenas sudamericana. Con pesar lo digo: la séptima se ha convertido en una larga avenida de mercado de las pulgas.
Es probable que esto suceda porque la apremiante pobreza y el desempleo busquen oportunidades para sortear sus precarias condiciones; pero hay maneras y estrategias de organizar el que cada quien busque y rebusque su sustento. Deberíamos unir nuestros esfuerzos para cuidar nuestra ciudad, para no convertir cualquier calle solitaria en un mingitorio o cuanto andén vacío es un bazar de feria. En esto nos falta organización como ciudad y educarnos como ciudadanos.
Así como están las cosas, considero que sería mejor que los automóviles volvieran a transitar por la séptima. Al menos así quitaríamos esas feas materas y los peatones reclamarían su habitual condición de caminar por los andenes.
Resulta obvio compararse con otras ciudades –y no necesariamente europeas– para observar qué tanto ha desmejorado Bogotá en este aspecto. La séptima es un ejemplo del desgreño, la desidia gubernamental y la consecuencia de una forma de hacer política en la que prima el cohecho, el peculado y el abandono del bien común. Asumir y hacernos responsables de lo público sigue siendo una tarea de estas ciudades que no pueden seguir considerándose como meros lugares de habitación o de trabajo. Las ciudades son también un espacio para el desarrollo de otras dimensiones humanas como el tiempo libre, la socialización y la construcción de comunidad. ¡Qué pronto olvidamos las campañas y el sentido profundo de la cultura ciudadana propuestas por Antanas Mockus! ¡Cuánto pierden las ciudades cuando dependen de las prebendas de la politiquería!
Las cosas guardan ocultas muchas caras y, al igual que Vishnú, sólo muestran un rostro a quien con devoción y paciencia se anima a describirlo.
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El ojo del que describe determina un primer encuentro con las cosas; lo siguiente, es más un ejercicio de la memoria y la imaginación.
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Si se ignoran los detalles de una cosa la descripción pierde su esencia; si son tan copiosos, lo que se pierde es la unidad del objeto.
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El esfuerzo de quien hace una descripción es éste: aunque cada detalle pasajero lo seduzca, él debe ser fiel a los encantos seguros del conjunto.
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Una descripción es una instantánea hecha de palabras. El buen fotógrafo como el escritor sólo capturan un momento de los seres o las cosas.
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En algunas ocasiones para lograr una buena descripción es necesario que el observador cambie de lugar o modificar la posición de lo observado. En consecuencia, las descripciones excelentes son el resultado de haber descubierto la justa posición.
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Hallar el adjetivo preciso para que un sustantivo logre su mejor caracterización es asunto de larga experiencia. Las descripciones fallidas tienen como causa la herida de un adjetivo mal empleado.
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Las preposiciones hacen las veces de puntos cardinales en una descripción. Es obvio, el lector necesita orientarse en la selva de los pormenores.
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Aquellos científicos que hacen sus descripciones ayudados por un lente de aumento tienen una ventaja y una desventaja. Ganan en profundidad pero pierden en extensión.
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Si se desean describir los pormenores del árbol se perderán las minucias del bosque. La conclusión es aleccionadora: no se puede servir fielmente en todos los detalles a dos amos a la vez.
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Los primeros cronistas de Indias describieron las cosas no por lo que eran en sí sino por el parecido que tenían con los objetos conocidos.
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De la misma manera que los remaches o los tornillos unen discretamente las partes de un objeto, así debe ser la puntuación empleada por el autor de descripciones.
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Los objetos tienen marcas y huellas del uso o el trato cotidiano. Describir tales señales es ser como un notario del tiempo.
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Dar cuenta de los matices y las tonalidades de color es, para un escritor de descripciones, una prueba de su agudeza lingüística al nombrar mínimas distinciones.
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El que está aprendiendo a describir se afana por enumerar los elementos; el maestro del oficio, percibe las partes dispuestas en una clarísima composición.
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Si bien es cierto que al describir se necesita especialmente de la vista, no es menos importante oler y tocar el objeto de nuestro interés. El que hace una descripción convierte todo su cuerpo en un radar de percepciones.
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Al cronista de prensa se le pide que describa los hechos para contarnos los pormenores de la noticia; al que describe un objeto, que convierta una cosa en un acontecimiento.
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Aunque escasos, hay escritores que logran convertir sus descripciones en otra forma de la acción. Cuando así sucede, la descripción ya no es un decorado sino un personaje del relato.
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Los escritores expertos en la descripción no crean ambientes; van más allá, construyen atmósferas. Es decir, logran con sus palabras involucrar al lector en la historia.
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Resulta útil e interesante acostumbrarse a describir cuadros o fotografías. No sólo por el reto de obtener una copia escrita de una imagen sino para aprender el arte de la composición.
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¡Qué difícil la tarea de los etnólogos de culturas remotas! ¿Cómo nombrar lo desconocido sin traicionar su identidad local?, ¿cómo describir lo autóctono sin echar mano de vocabularios foráneos?
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Al igual que el fotógrafo busca el mejor ángulo, el escritor de descripciones necesita encontrar un detalle esencial. Fotógrafo y escritor persiguen lo oculto en lo evidente.
“Bodegón con accesorios de caza” del pintor holandés Willem van Aelst
El que describe es, en verdad, un miniaturista. Pero no por reproducir a escala una realidad sino por su prolija exactitud.
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Describir es pintar con palabras. Allí, un objeto: los sustantivos; allá, un ambiente: el adverbio. Al fondo, un colorido: los adjetivos.
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Cuando alguien nos dice que describamos algo con “lujo de detalles” lo que nos advierte es de no caer en lo superfluo y más bien que lo hagamos con desmedida y deslumbrante minuciosidad.
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El escritor de descripciones es un policía de la realidad: “¡A ver, objeto, muéstreme sus signos de identidad!”.
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Hay descripciones que son cuadros impresionistas: de tanto amor por el detalle se va perdiendo la preocupación por el conjunto.
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El que describe hace las mismas preguntas de un detective criminalista: ¿Cómo es?, ¿dónde está ubicado?, ¿qué señales particulares tiene?, ¿cómo es su color?, ¿presenta signos de maltrato o violencia?
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Quien describe un objeto lo convierte en un personaje dramático. Lo dibuja para ser representado. El que describe objetos redacta pequeñas obras de teatro.
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Hay dos escuelas en el arte de la descripción: los de estilo deductivo y los seguidores del movimiento inductivo. O bien se va del conjunto a los detalles o se comienza en los detalles hasta dar cuenta del conjunto.
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Observar primero, seleccionar luego, organizar después: esta es la fórmula de las buenas descripciones.
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La retórica ha previsto una gama de posibilidades para la descripción: etopeya, si se describen la virtudes de una persona; prosopografía, si es un recuento de los rasgos físicos de un personaje. Pero es la hipotiposis ―esa que da los pormenores precisos― la única que puede usarse como evidencia en un proceso judicial.
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“Quiero que me des la evidencia de una ausencia”, dice el lector al autor de descripciones. El escritor le responde: “Seré fidedigno, pero necesito de ti que leas con viva imaginación”.
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Los objetos esconden en sus rasgos evidentes la verdadera fisonomía de su esencia. Describirlos es develar el envés de lo tangible y manifiesto.
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El científico hace descripciones buscando exactitudes; el literato, anhela comunicar además una emoción.
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El que hace una descripción aspira a que su obra sea como el testimonio fidedigno de un testigo presencial.
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Los objetos van perdiendo la riqueza de sus minucias en la misma medida en que se tornan cotidianos. Al describirlos recuperan, de alguna manera, su valía y su novedad.
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Los adverbios son para el que describe lo que la perspectiva para el pintor: un útil para el manejo de distancias.
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La hipotiposis es una forma del sistema Braille. Se trata de convertir lo abstracto de las cosas en un lenguaje legible a los sentidos.
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La descriptiva de los geómetras confirma que los objetos tienen más de una cara. El que los describe, en consecuencia, debería hacer suyo este vocabulario: vista inferior, posterior, lateral, frontal o alzado, superior o planta.
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Los maestros de la descripción japonesa han seguido siempre estos dos principios: precisión en los pormenores y una intensa claridad.
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No basta con enumerar las partes de un objeto. Lo importante en una descripción es presentar los detalles en una unidad articulada. Las buenas descripciones siguen este principio gestáltico: el todo es más que la suma de las partes.
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A quien hace una descripción se le exige caracterizar los pormenores y distinguir con claridad las cualidades. En este sentido, se asemeja al naturalista que descubre una nueva especie.
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La descripción puede ir desde el inventario hasta el retrato. El que describe, entonces, se mueve en la gama que empieza en el reseñar y calificar y se extiende hasta el explicar y representar.
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El que describe pinta o representa. Cuando describe: delinea, figura, traza; cuando representa: compone, personifica, testimonia.
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El lexicógrafo es un maestro de la descripción. Pero sus definiciones, que consisten en determinar los límites de una palabra, deben por regla omitir las emociones y la subjetividad.
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El escritor experto sabe que la descripción es una aliada de la narración; y que el detenimiento momentáneo al que somete a la acción es una de las estrategias favoritas para aumentar la intriga en el relato.
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Nuestra pobreza de vocablos para describir las cosas ―y la dificultad para lograrlo― amerita recordar los consejos del gran poeta Lucrecio: “pasa en vela las noches, buscando las palabras y los versos para inundar la mente del lector de una brillante luz con la que él pueda escudriñar hasta el fondo de las cosas más ocultas”.
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Un fenomenólogo es un filósofo de la descripción. Su labor consiste en purificar los hechos o los objetos hasta dejarlos en su pura esencia.
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Los seres humanos van donde el pintor a que les haga su retrato; las cosas, posan ante él para obtener su más precisa naturaleza muerta.
Una de las primeras habilidades de aquel que empieza a ejercitarse en la escritura es el aprender a observar. Debe afinar el ojo; dejar de ver para empezar a mirar. Y una de las estrategias más eficaces es comenzar a hacer pequeñas descripciones, ojalá sobre “naturalezas muertas”, sobre fotografías o sobre cuadros pictóricos. Creo que las enseñanzas de Ítalo Calvino, en un libro excepcional titulado, Palomar, pueden servir de modelo o de pistas ejemplarizantes.
Como es muy seguro que no todos hayan leído el mencionado libro, voy a transcribir algunos ejemplos escritos por Calvino. Empecemos con la descripción de una ola: “El señor Palomar ve asomar una ola a lo lejos, la ve crecer, acercarse, cambiar de forma y de color, envolverse en sí misma, romper, desvanecerse, refluir (…) La giba de la ola que avanza se alza en un punto más que en los otros y desde allí empieza a festonearse de blanco. Si eso ocurre a cierta distancia de la orilla, la espuma tiene tiempo de envolverse en sí misma y desaparecer de nuevo como tragada y en ese mismo momento volver a invadirlo todo despuntando ahora desde abajo, como una alfombra blanca que remonta la orilla para acoger a la ola que llega…”. Ahora tomemos otro caso, apartes de la descripción de las terrazas: “La forma verdadera de la ciudad está en ese subir y bajar de los techos, tejas viejas y nuevas, acanaladas y chatas, cumbreras gráciles o pesadas, pérgolas de cañizo o cobertizos de fibrocemento ondulado, barandillas, columnitas que sostienen macetas, albercas de chapa, tragaluces, lumbreras de vidrio, y sobre todas las cosas se alza la arboladura de las antenas de televisión, derechas o torcidas, esmaltadas u oxidadas, en modelos de generaciones sucesivas, diversamente ramificadas y retorcidas y aisladas, pero todas flacas como esqueletos e inquietantes como tótems…”. Y finalicemos con la descripción que Calvino nos presenta de los amores de las tortugas: “El macho empuja a la hembra de costado, alrededor del reborde de la vereda. La hembra parece resistir al ataque, o, por lo menos, opone una inmovilidad un poco inerte. El macho es más pequeño y activo; parece más joven. Intenta repetidas veces montarla, desde atrás, pero la caparazón de ella se levanta y él resbala. Ahora tendría que haber conseguido la posición justa: empuja con golpes rítmicos, pausados; con cada golpe emite un jadeo, casi un grito. La hembra tiene las patas anteriores aplastadas contra la tierra, lo que le hace levantar la parte trasera. El macho se afana con las patas anteriores sobre la caparazón de ella, estirando el cuello hacia adelante, proyectándose con la boca abierta. El problema de estas caparazones es que no hay manera de aferrarse, y, además, las patas no consiguen adherirse. Ahora ella le huye, él la persigue. No es que la hembra sea más veloz ni esté muy decidida a escapar: para retenerla él le mordisquea una pata, siempre la misma. Ella no se rebela. El macho cada vez que la hembra se detiene, trata de montarla, pero ella da un pasito adelante y él resbala y pega con el miembro en el suelo. Es un miembro bastante largo, en forma de gancho, parecería que conseguiría alcanzarla con él aunque el espesor de las caparazones y la torpe posición los separen. De modo que no se puede decir cuántos de esos asaltos terminan bien, cuántos fracasan, cuántos son sólo juego, teatro…”
Varias cosas podemos decir con relación a las descripciones de Calvino. De un lado, la selección de las palabras para elegir el vocablo o el término adecuado para cada situación. Calvino es, en este como en otros casos, un maestro de la precisión semántica. Luego el conocimiento y la exactitud del sustantivo, son claves para la descripción. De otra parte, Calvino va como tomando diapositivas a cada hecho; hay un trabajo de filigrana, un cuidado por el detalle. Lo que se quiere describir es fijado, congelado; se lo somete a filtros de color, a diversas tonalidades, a variados juegos de perspectiva. Cualquiera puede notar que hay en esta escritura muchas horas empleadas para captar la esencia y desechar el accidente. Porque describir –y esa puede ser otra clave significativa para nuestro oficio–, es más que una sumatoria de elementos, más que un listado de palabras. La descripción es una tarea de clarificación, de jerarquía, una depuración que la mirada hace sobre las cosas o las personas. Por lo mismo, cuando uno quiere ejercitarse en hacer descripciones, su primera lucha es con la barahúnda imprecisa de vocablos, con la falta del concepto exacto, con el uso de términos genéricos, con el escaso o descuidado conocimiento que tenemos del mundo y de los seres que lo pueblan. A lo mejor, así como Calvino lo confesó después en una entrevista, deberíamos imitar las descripciones de Lucrecio, en ese otro texto magnífico: De la naturaleza de las cosas:
“Trataremos ahora de qué modo hiere un cuerpo oloroso nuestro olfato. Precisamente existen muchos cuerpos que despiden olores infinitos; que éstos fluyen y corren, y se esparcen de continuo debemos presumirnos: que es mayor o menor su analogía con unos animales que con otros según la diferencia de figuras: el olor de la miel desde muy lejos convida a las abejas, y a los buitres convidan los cadáveres podridos, y los galgos se van en pos del rastro: el guarda del romano Capitolio, el blanco ganso, humano olor ventea: así el olor que es propio a cada especie dirige el animal a pastos buenos y le hace huir del mortífero veneno, conservándose así los animales…”
Tal vez describir sea un ejercicio de “literatura científica”. Demanda del aprendiz de escritor el ojo del botánico o del geólogo; una mirada capaz de captar las diferencias, de saber descubrir los matices. Y es acá donde la fotografía o la pintura pueden ser de gran ayuda. A mí me encanta, por ejemplo, a partir de ciertas fotografías de periódico o de revistas, descomponer la escena en palabras, hacerle un análisis, una descripción:
La madre mantiene sus manos apretadas, como orando. Sus ojos están cerrados. Parece como dormida. Así como cuando uno se queda dormido en el puesto de un bus. El asiento es nuevo. Es una silla lujosa, con una esmerada talla en cada una de sus patas. Los zapatos de la señora están sucios; también le quedan amplios, seguramente por el uso frecuente. Al lado de ella, su hijo más pequeño. La mirada del niño está como entretenida en alguna nube o en alguna forma caprichosa del humo; el niño tiene una mirada demasiado seria para su edad. Los niños no miran con tanto dolor. Está sentado como para una foto de estudio. Se lo ve como abandonado. En medio de los dos, un hombre joven contempla un lugar distante; mira el piso, pero en dirección distinta a donde está el cadáver de Martha Liliana. El hombre joven protege con una de sus manos, la mano del niño. Al frente de ellos, como testigos mudos del evento, una garrafa llena de un líquido morado, y una bolsa deshecha. Luego, en el mismo sentido, una enorme sábana, donde puede leerse “Policía Nacional”. Los vidrios se confunden con los cables de la luz. Martha Liliana: siete años sepultados, de golpe, en medio del silencio de las palabras y los ojos.
Este tipo de ejercicios ayuda a afinar el ojo, a darle una noción espacial a la escritura. Además, proporciona en quien escribe una idea de lo que es “composición de lugar”. Contribuye a dotar al escritor de esas otras herramientas empleadas por el cine: el plano, la profundidad de campo, el valor del detalle… Me animo a compartir otro ejemplo de mi propia cosecha, teniendo como base, esta vez, una obra pictórica:
El cuadro es de Dióscoro Puebla: “Primer desembarco de Colón en el Nuevo Mundo”. Una oblicua trazada desde la parte superior izquierda hasta el margen inferior derecho, divide los dos mundos. De un lado, escondida detrás de la exuberancia de la naturaleza (hojas de plátano enormes, gigantes hojas) la desnudez edénica, la desnudez de las momias: petrificados, atónitos, curiosos pero –sobre todo– escondidos… siete indios. Todas sus miradas se centran en los visitantes. Más que por la sorpresa, los ojos curiosean temerosamente. Al otro lado, más solar, menos oscura que la primera escena, entre el dorado y la claridad del cielo, entre el azul y el resplandor del amarillo, altivos, muy altivos… diecisiete hombres. Al frente, poniendo rodilla en tierra, levantando con su mano izquierda un estandarte y con la derecha una espada, Colón mira hacia las alturas. Es el momento de la posesión. Al lado de él, un fraile. Su mano derecha asume el gesto del “dominus”; la izquierda, enarbola un crucifijo. El fraile no mira al cielo, su mirada se centra en un más allá insondable, lejano, distante. Atrás de ellos dos, como haciendo un coro, los quince hombres restantes se dividen el escenario. La mayoría mira hacia arriba, en acción de gracias u observando, quizás, la más alta de las ceibas absolutamente desconocida hasta ahora para sus ojos. Uno de los hombres besa la tierra, otro la agarra entre sus manos como si fuera un plato de comida o un enorme pan. Nadie, ninguno de los diecisiete personajes descubridores mira a los siete indios descubiertos.
Aprender a describir partiendo de obras pictóricas parece ser un recurso empleado también por escritores de alta calidad imaginativa. Baste mencionar sólo un caso: Antonio Tabucchi, y uno de sus cuentos, que puede servirnos como refuerzo y prueba magistral de lo que venimos diciendo: “Los volátiles del Beato Angélico”… La descriptiva como dispositivo para la ficción. O la descriptiva al servicio de la poesía. Cuánto hay por aprender de Neruda en sus tres libros de Odas; qué fineza en la percepción, qué ojo tan perspicaz y tan escrupuloso en las imágenes… “Oda al nacimiento de un ciervo”:
“Se recostó la cierva detrás de la alambrada. Sus ojos eran dos oscuras almendras. El gran ciervo velaba y a mediodía su corona de cuernos brillaba como un altar encendido. Sangre y agua, una bolsa turgente, palpitante, y en ella un nuevo ciervo inerme, informe. Allí quedó en sus turbias envolturas sobre el pasto manchado. La cierva lo lamía con su lengua de plata. No podía moverse, pero de aquel confuso, vaporoso envoltorio, sucio, mojado, inerte, fue asomando la forma, el hociquillo agudo de la real estirpe, los ojos más ovales de la tierra, las finas piernas, flechas naturales del bosque. Lo lamía la cierva sin cesar, lo limpiaba de oscuridad, y limpio lo entregaba a la vida. Así se levantó, frágil, pero perfecto, y comenzó a moverse, a dirigirse, a ser, a descubrir las aguas en el monte. Miró el mundo radiante. El cielo sobre su pequeña cabeza era como una uva transparente, y se pegó a las ubres de la cierva estremeciéndose como si recibiera sacudidas de luz del firmamento”.
Pero como lo que se trata acá es de ofrecerle al aprendiz de escritor un repertorio amplio de posibilidades, parece apenas conveniente contarle ahora otra práctica de descripción que puede arrojar excelentes dividendos escriturales. Yo lo llamo “El tiempo en las cosas”. Aunque esta descripción puede hacerse con varios tipos de frutas, prefiero utilizar un tomate. En qué consiste el ejercicio: Hay que conseguir primero que todo un tomate, ni muy verde ni muy maduro: pintoncito, y colocarlo en un sitio iluminado, de donde nadie lo mueva o lo estropee. Luego se empieza a hacer la descripción día por día, ojalá tomándole registros fotográficos. Se continúa en esa tónica hasta que la vida del tomate llegue a su fin. Lo importante de este proceso descriptivo es ver cómo el tiempo afecta las cosas, cómo el tiempo –ese ácido invisible– corroe la consistencia de la materia. Un desgaste tan silencioso como demoledor. Y cada día, aunque a primera vista parezca que no haya ninguna diferencia con el día anterior, seguramente si uno tiene el suficiente cuidado, si cuenta con una lupa, verá que en su color o en su textura o en su forma, van apareciendo vestigios, desplazamientos, cambios significativos que uno no alcanza a mirar o detallar a simple vista. Hasta debe el aprendiz de escritor armarse de una carta de colores, de esas que venden en los almacenes de pinturas, para diferenciar las gamas, las tonalidades del verde y del rojo: carmín, escarlata, carne, bermellón… Verde pálido, verde aguacate, verde esmeralda, verde pavo real… olivo, cedro, musgo, jade. Cuando se aprende a describir uno descubre, como diría el poeta Aurelio Arturo, que “el verde es de todos los colores”.
Para dar fe de la eficacia de la anterior práctica descriptiva, voy a echar mano del cuaderno de una de mis alumnas, Ruth Ángela Beltrán, quien en 1997, llevó a cabo el ejercicio. Ella tituló su trabajo: “Aproximación a la madurez”.
Primera semanaDía uno: escoger el tomate, muy verde, muy rojo, pintón. Buscar el lugar donde permanecerá por varios días. En mi habitación, no. En la cocina, mi mamá lo gastaría. En la sala, sí; que todo el mundo lo vea, no importa. Hablar de un tomate, mis hermanas se rieron, mi mamá creyó que era algo extraño. ¿Qué puedo decir de un tomate?Día dos: Este tomate es grande, debe saber muy rico en una ensalada con aguacate y lechuga. Pero el pobre está aquí frente a mí, sólo, sin poder cumplir su misión. ¿Cuál es la misión de un tomate? Supongo que servir de alimento, en ensaladas, en guisos, o en salsa de tomate. Tal vez servir de inspiración a un principiante escritor.Día tres: Este lugar donde está el tomate, es demasiado amplio, el sol sólo entra en las mañanas y algo en las tardes. No veo grandes cambios. Es verde. Tiene algunas manchas amarillas, de un matiz entre el verde más claro y el amarillo.Día cuatro: Creo que la naturaleza hace las cosas perfectas. Empiezan a aparecer manchas más amarillas, algunas casi naranjas. Los colores de la maduración de este tomate, son como las de algunas flores silvestres, de las que están de moda y venden en las carreteras los domingos en la tarde.Día seis: Las tonalidades entre color y color, hacen del “ver” un milagro, el ojo distingue entre colores claros y oscuros, es sensible al brillo, a la textura, a la intensidad y a la armonía. El tomate como objeto es perfecto, en él hay equilibrio en su forma, en sus colores, en su piel. Como alimento supongo está en el momento en que estaría perfecto en un plato.Día siete: Tomate: (azteca, tomatl). Fruto de la tomatera. Posiblemente oriundo de México o Perú. Se cultiva durante todo el año en los países cálidos y en invernaderos. Las variedades españolas de tomates más importantes son “la canaria y la valenciana” de tamaño pequeño y grande. Pertenece a la familia de las solanáceas (plantas gamopétalas). Los tomates son fruto de la tomatera que es una planta “dicotiledónea”, su característica principal es que tienen semillas completamente encerradas. Otros alimentos de este grupo son las patatas (Tomado de “Las plantas”. El mundo de la Botánica).Segunda semanaDía ocho: El rojo del tomate ha empezado a cambiar de rojo-claro casi naranja oscuro a un rojo más intenso. ¿Qué estará pasando en el interior? Aún es duro; en sus partes más rojas, más blando. Lo tomo en mi mano, se me cae, rueda, gira, se estabiliza en su parte superior.Día nueve: No sé qué más escribir sobre el tomate. Hay cambios, lo sé, pero no tan fáciles de describir como para escribirlos y hacerlos distintos.Día once: En el lugar más rojo del tomate, una región no muy extensa, la piel se ha empezado a arrugar muy poco. Este lugar es blando y se siente lleno de agua. Pobre tomate. Es como un universo, no. Como un planeta. Lleno de vida, de agua, de vitaminas, proteínas, fibra, qué sé yo. Un planeta desierto, deshabitado, desde aquí. Tal vez sus únicas habitantes sean las semillitas que guarda en su interior, cubiertas por capas y capas de tejido tomatoso y albergadas en lo húmedo y gelatinoso, en lo más profundo de su interior. ¿Todos los tomates son iguales? Sí, son iguales, en principio.Día trece: El pobre tomate ha cambiado de lugar muchas veces. Para limpiar el polvo, para ver ordenada la sala. En la cocina no porque se está pudriendo. Pienso que la cocina es el ambiente más propicio para cambiar los estados del tomate. Es un espacio, con una atmósfera cálida y húmeda por los vapores de la cocción de alimentos. Justo el lugar, el nuevo hogar del tomate donde están sus primos que próximamente serán consumidos.Día catorce: ¿La luz del sol, el flash de la cámara fotográfica contribuyen a los cambios? Tal vez sí pero muy lentamente, son factores externos, el más importante es el tiempo. Su paso deja huella, imposible de retroceder o de invertir.Tercera semana Día quince: Lo veo igual que ayer, con la esperanza de que hayan cambios notables. No hay nada. Quiero escribir, pero el día afuera es frío, mi mamá está entumida, algo no me meja escribir. No quiero volverte a ver. Tomate.Día diez y ocho: El tomate empieza a tornarse más oscuro. Es un círculo, lo que nace de la tierra vuelve a ella. Si este tomate hubiera estado hasta su madurez en un árbol, (habría caído y terminado nuevamente como parte de la tierra) en un momento su destino se transformaría. Volvería a ser parte de la tierra. La vida implica la muerte, el principio y el final. la alegría y la tristeza, el rojo y el marrón, el brillo y lo opaco, la piel lisa y la piel arrugada.Día veinte: ¿Qué pasaría si…? En mi laboratorio llegara un paciente, Don Tomate, y se extrajera de su interior, con una jeringa muy aguda ese líquido rojizo y espeso. Tal vez se arrugaría más pronto. El tiempo comprobará esta hipótesis. Mi intención es ayudar al aceleramiento de la vejez de este fruto. ¿Lo lograré? ¿Tal vez degeneración al contacto con el aire?Día veintiuno: Efectivamente sus arrugas son más pronunciadas. Al extraer el líquido una falta de cuidado y de tacto posibilitó el rompimiento de la piel. La carne se ve ahí, quieta, inmóvil, húmeda. Su olor es ácido, penetrante.Cuarta semanaDía veintidós: Ha empezado a negrearse o a oscurecerse aún más, casi hacia los tonos marrón, es inminente la putrefacción del elemento. Ojalá sea pronto. Gloria (mi mamá) insiste en que lo bote, pues ha empezado a salirse por varios poros abiertos un líquido transparente con algunas pintas rojas.Día veintitrés: El moho en diferentes alimentos tiene la propiedad de cubrir primero lo exterior, para luego atacar el interior. Es gris, verdoso, azuloso, suave y pegachento, desagradable. Acelera los procesos internos del alimento. Fermenta el interior y da paso a olores insospechados y hostigantes.Día veintiséis: Hoy me despido del tomate, su apariencia es lamentable, su aroma es insoportable. Cada vez que coma tomate, recordaré esta experiencia. Cada vez que vea una arruga recordaré su piel, cada vez que vea unos labios rojos, recordaré su carne, cada vez que vea la felicidad o la tristeza recordaré su esencia, su líquido, su vida. Ha sido mi compañero, le tocó terminar en la basura, él no lo pidió. Era un tomate perfecto, en su color, en su tamaño, en su forma, en toda su apariencia, sobresalía y por eso fue escogido. Terminó mal, el tiempo carcomió sus entrañas. Alegró con sus colores algunos momentos y recordó que la vida está ahí y se transforma a cada segundo. Su tiempo terminó. Su tamaño se redujo, sus colores vivos y alegres se marcharon para dar paso a otros tenues y oscuros, se desangró poco a poco, manchó hojas de papel, pero su imagen fue capturada en mi mente y en el papel fotográfico. Aunque ya no existe, aún permanece.
Además de este proceso día a día, semana tras semana, Ruth Ángela incluyó otra serie de observaciones en su cuaderno:
Un tomate sin color… No. El color es como la esencia, como el aliento, es lo que le permite la dinámica. ¿Cuántos colores o gamas de tonos pasan por o a través de la existencia de un tomate? Cientos. Cada segundo los colores van cambiando al igual que la vida, que los sentimientos y los pensamientos. ¿Qué sería de un tomate azul? Probablemente nadie lo comería. El color atrae, el rojo provoca, es sensual, es el color de la vida, del fuego, de la sangre, del calor, de la intensidad, de la acción, de la seducción.Primera impresión del arrugamiento de la piel del tomate: Se parecen a las arrugas de la piel humana, y me refiero no a las de la vejez, sino a las estrías que se forman en los pliegues de las articulaciones y hasta las microscópicas arrugas de la piel de las manos.Segunda impresión del arrugamiento de la piel del tomate: Arrugas mucho más avanzadas y profundas, cambio en el color. El paso del tiempo no perdona (diría mi abuela). La piel del tomate se hace más frágil a la luz, al tiempo. Cualquier parecido con la piel del hombre no es coincidencia.Mirar su interior: El cuchillo pasa suavemente al través. Al igual que su exterior, el interior se hace responsable por los cambios de color del afuera. Se confunden colores y texturas. La carne del tomate es roja, es naranja, es amarilla, sus venas son ocres y atraviesan toda su existencia. Su corazón, lo más claro, lo más duro, lo último en madurarse. No estoy segura, pero creo que el tomate madura de afuera hacia dentro. Su interior es el último en enterarse de los cambios, de la transformación. A medida que pasa el tiempo es más jugoso. Es decir, menos carne y más agua. Para luego ser menos agua, menos vida.
El anterior trabajo sobre el tomate, me ha hecho recordar la descripción de los “Nueve estados de un cuerpo después de su muerte”, elaborada por un chino del siglo XI, y traída a cuento por Baltrusaitis en su libro La edad media fantástica:
“Primer estado: El rostro lívido. Su belleza se desvanece como la de una flor.Segundo estado: El cuerpo hinchado. El cuerpo, antaño tan bello, es ahora miserable.Tercer estado: Cuerpo tumefacto. ¡Qué pasajera es la vida!Cuarto estado: El cuerpo en putrefacción. Los esqueletos de la cabeza y pecho se hacen visibles. ¿No sufriremos, a pesar de todo, el destino de este cuerpo?Quinto estado: El cuerpo es pasto de los animales. Su vientre se abre. En ningún lugar nuestros cuerpos escaparán a la destrucción.Sexto estado: El cuerpo está podrido y se vuelve verde. El esqueleto, todavía teñido de sangre, es despojado de su carne. ¿Cómo podemos dejar de pensar que nuestro cuerpo será devorado por los perros?Séptimo estado: El cuerpo es sólo un esqueleto cuyos miembros todavía están reunidos. Sólo la carne distingue al hombre de la mujer, sus esqueletos son los mismos.Octavo estado: Los huesos del esqueleto se quiebran y esparcen. Todo lo que más nos gusta contemplar en un cuerpo se pudre y desvanece en polvo.Noveno estado: Una vieja tumba en medio de la vegetación lujuriosa. Cuando acabamos de visitar una tumba sobre el monte Toribé, ¿vemos sobre ella algo más que gotas de rocío?”
No sobra repetirlo: describir es –siendo fieles a su etimología–, dibujar con palabras. O para decirlo al estilo de Covarrubias, “es encarnar o señalar con la pluma algún lugar o caso acontecido, tan al vivo como si lo dibujara”. Porque la descripción es tarea de “escribanía”, y a ella pertenecen “los geógrafos y tipógrafos, y en general los cosmógrafos”.
(De mi libro La enseña literaria. Crítica y didáctica de la literatura, Kimpres, Bogotá, 2008, pp. 151-162).