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Fernando Vásquez Rodríguez

~ Escribir y pensar

Fernando Vásquez Rodríguez

Archivos mensuales: mayo 2014

El liderazgo y la política

25 domingo May 2014

Posted by fernandovasquezrodriguez in Ensayos

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Ilustración de Quino.

Ilustración de Quino.

El escenario político que estamos viviendo en Colombia, la facilidad con que se calumnia o se busca desacreditar a un oponente, la imprudencia en el decir y en el actuar, me ha hecho reflexionar sobre el sentido del liderazgo. Pero no solo del de los políticos sino de todos aquellos que tienen la responsabilidad de orientar, guiar o servir de referentes a un grupo de personas.

Creo que el actual momento histórico está signado por líderes que buscan únicamente sacar provecho personal pero negándose a aceptar las responsabilidades de dicho rol o misión. Es tal la avaricia de poder, de dinero, que se actúa maquiavélicamente sacrificando cualquier cosa con tal de alcanzar los fines. Nada parece importar o servir de límite: ni los valores, ni los principios, ni la vergüenza. Muy por el contrario, se acude a cuanta estratagema haya –desde las más burdas hasta calculadas y sofisticadas intrigas– para hacer creer que el beneficio propio es una necesidad o una prioridad de la mayoría.

Este tipo de líderes (si es que este apelativo puede aplicárseles con propiedad), muy cercanos a las formas de ser del tunante o el comerciante sin escrúpulos, hoy cuentan con nuevos medios de comunicación y con conglomerados económicos que amplifican –sin saberlo o sabiéndolo– sus ideas, sus voces, sus discursos a cada hora. La idea de fondo es saturar a la opinión pública de unas consignas lo suficientemente altisonantes y emocionales como para ensordecer el análisis o adormecer la indagación sobre los propósitos que las animan o los intereses que encubren. Estos líderes, por lo mismo, acuden a estrategias de medios y estrategias de mercadeo. Así, como si se tratara de vender un detergente o un producto de consumo. Bien podríamos decir que estos líderes más que representar o abogar por otros, se venden a sí mismos. Y lo que debería ser servicio se convierte en beneficio; y lo que es proyecto social se convierte en negocio de unos pocos.

Precisamente, y de esto participan los políticos actuales, es la poca o nula relación con un programa, un plan, una agenda de gobierno. La minucia y alcance de los proyectos, los grandes propósitos nacionales, quedan sepultados por el eslogan incendiario, la consigna insustancial o una banalidad de declaraciones magnificadas por la imagen de la televisión o las redes sociales. Lo que cuenta, en consecuencia, es el rumor, el chisme farandulero, la última declaración repetida una y mil veces por los “seguidores”. Y al presentarse así, por ser aceptados de esta manera, a estos líderes en el futuro no puede confrontárseles o pedírseles cuentas por un programa de gobierno o un proyecto. Refundido el plan o la ruta de navegación, pueden al final sacar cualquier disculpa o dejarnos varados en cualquier lugar. Al igual que con los ídolos del momento, semejantes a los artículos de consumo, lo que le queda al gran público, a la sociedad, es cambiar de producto o asumir un escepticismo conformista.

Sin embargo, deberíamos recordarles a los líderes de nuestra época algunos asuntos que han olvidado o que astutamente anhelan que los ciudadanos o la sociedad ignoren o no les den la suficiente importancia.

Lo primero es que el liderazgo genuino conlleva múltiples responsabilidades: con los contemporáneos pero, especialmente, con las nuevas generaciones. El líder verdadero es capaz de interpretar una herencia del pasado y vislumbrar los escenarios del porvenir. No es un funcionario del presente. Su labor consiste, precisamente, en tejer los logros de sus antecesores con las rutas por las que sus sucesores podrán transitar en el mañana. El líder retoma y entrega; recoge y da en herencia. Por eso, ¿qué se puede esperar de unos dirigentes que desconocen con sus actuaciones, con sus palabras, el efecto que tienen en los más jóvenes?, ¿qué tipo de políticos son aquellos que por favorecer un interés personal mandan al traste la institucionalidad o que desconocen las leyes constituidas?

Otro rasgo del liderazgo está en la “zona de referencialidad” que irradia, en el “campo de réplica” que produce. El líder, insisto, es emulado. En consecuencia, la prudencia parece ser su mejor consejera. Prudencia en lo que dice, en cómo actúa; prudencia en lo que hace, en las actividades en que participa; prudencia en sus pasiones y en sus afectos; prudencia en lo que escribe o lo que firma. Por ser un “objeto de mirada” el líder necesita dar ejemplo de manera continua; y su vida privada se convierte en una extensión de su vida pública. Eso era lo que los griegos antiguos llamaban areté; esa “excelencia” reconocida por sus semejantes; esa virtud regulada por el deshonor, el descrédito o la vergüenza.

La tercera condición de un genuino líder está asociada a las cualidades del servicio, de interesarse por las necesidades de sus semejantes. Aunque parezca obvio decirlo, no hay liderazgo sin altruismo, sin una sensibilidad social o una preocupación por subsanar una injusticia, propiciar condiciones más equitativas o luchar por un futuro más favorable para todos. Si un líder pierde este interés por el prójimo; si solo escucha al sanedrín más próximo, irá perdiendo su razón de ser, su esencia. Aquí es oportuno señalar la diferencia entre servicio y demagogia; la preocupación auténtica del favor oportunista. Un líder no es un salvador ni un dispensador de prebendas. Su tarea es más estructural, menos casuística. Y por eso necesita de un equipo, de un grupo de convencidos que compartan ese mismo horizonte de construir condiciones favorables para la mayoría; un equipo ocupado de lo importante para una sociedad y no de las urgencias de unos pocos; un equipo para diseñar escenarios, utopías, en las que puedan realizarse de mejor manera los seres humanos de su tiempo y aquellos otros que están por nacer.

Una cuarta cualidad de los líderes auténticos podría centrarse en poseer un temperamento o una disposición para asumir los cambios. Para saber cuándo la obcecación debe ceder su lugar a la tolerancia, y cuándo las convicciones rayan con el fanatismo. Los líderes genuinos pueden flexibilizar sus ideas sin quebrarse; pueden reconocer puntos de vista diferentes sin ver en cada contrincante un enemigo peligroso; son plurales, abiertos, hábiles en fomentar la participación y el disenso. Quizá la mayor tentación de un líder esté en ese anhelo de perpetuar una creencia o volver determinada ideología en un dogma irrefutable. Los autoritarismos, las dictaduras y los totalitarismos son ejemplos de esta negación al cambio y a las variadas formas de manifestarse la condición humana. Digámoslo en voz alta: los líderes auténticos se renuevan sin perder su esencia, aceptan las contradicciones sin que por ello renuncien a sus fundamentales propósitos.

Pero, entre todas las posibles cualidades, sin lugar a dudas es la integralidad la que más debe regir las acciones de un líder. Sin honradez y rectitud es imposible mantener la condición de dirigente. Esta integralidad –tan determinante en un político– es lo que genera confianza y la que rubrica adhesiones sinceras. Gracias a esta cualidad la verdad se convierte en una bandera cotidiana y la honestidad en una línea de conducta. Sin integralidad no hay transparencia y sin integralidad se pierde la autoridad y el respeto de los demás. Por supuesto, para ser íntegro es indispensable tener un temple moral a toda prueba y unos valores que sirvan de guardianes en cualquier toma de decisiones. De allí por qué, para ser un auténtico líder no sea suficiente con presentar credenciales de un eficaz administrador; también es indispensable o definitivo el haber cultivado a lo largo de la vida unas virtudes y haber mantenido encendida la luz de ciertos principios éticos.

Decía al inicio que la motivación principal de estas reflexiones sobre el liderazgo ha sido la desalentadora política colombiana actual. Me he sentido ultrajado como ciudadano y especialmente como educador. Ojalá las cualidades de los líderes auténticos arriba esbozadas les sirvan de recordación a los actuales dirigentes pero, muy especialmente, sean una advertencia o consejo para las nuevas generaciones que anhelan adentrarse en el camino sinuoso de la política. 

Los conectores lógicos

21 miércoles May 2014

Posted by fernandovasquezrodriguez in Ensayos

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Buena parte de los problemas de la escritura académica, llámense ensayos, informes o artículos, están referidos a la falta de cohesión y coherencia entre las ideas. Los escritos que presentan los estudiantes se asemejan a piezas fragmentadas de un cuadro que difícilmente logramos configurar. Son pedazos de escritura, trozos sin ilación, guijarros construidos sin tener en mente algún pegamento o alguna bisagra lingüística. Precisamente, y para responder a esa falencia, es que tenemos a la mano los conectores. Esas palabras o grupo de palabras que sirven para engarzar, suturar, reunir, coser o imbricar las ideas. Los conectores, que cumplen muchas funciones (subrayar, deducir, contrastar, ejemplificar, dar continuidad, señalar una secuencia, presentar una semejanza…), son además una herramienta de pensamiento que bien vale la pena detenernos a analizar.

Empecemos por observar que las ideas necesitan de coyunturas o puentes que les permitan unirse en un todo continuo. Esas coyunturas a veces son la misma puntuación. Pero, en la mayoría de los casos, y sobre todo cuando no se tiene la suficiente experiencia en esto del saber puntuar, ese enlace lo cumplen cabalmente los conectores. Estas partículas vienen siendo como dendritas que permiten la fusión, el vínculo, la relación entre las ideas. Luego no se trata de aplicarlas mecánicamente o de ponerlas como parches en medio de nuestros escritos. Más bien se trata de ver en ellas los alcances y las posibilidades, su campo de irradiación y el tipo de atracción que generan. Insisto en ello porque nos olvidamos de una cosa: la escritura en esencia es un tarea de ir subordinando las ideas o de hallar una filiación entre ellas; la escritura –y más esa que podemos agrupar bajo el nombre de géneros argumentativos– es un ejercicio lógico del pensamiento, una concreción de operaciones en las que se mezclan la inducción, la deducción, el análisis y la voluntad de persuasión retórica.

Veamos, sólo para ilustrar lo que llevamos dicho, dos conectores de uso frecuente: “como puede verse” y “ya he señalado que…” El primero, es un ejemplo clásico de los conectores de ilustración o de inferencia: si hemos presentado una idea, por decir en un párrafo, y luego la hemos soportado con algún argumento que la ratifica, el conector que continúa el escrito podía ser éste; es decir, que el párrafo anterior sirve de ejemplo a lo dicho o es una prueba a lo planteado. “Como puede verse” invita al pensamiento del que lee a corroborar cómo la exposición de motivos lleva a esa conclusión o, en el otro sentido, a que el lector aprecie de manera muy visual tal elaboración conceptual. “Como puede verse” subraya el paso de una idea a otra en términos de que es algo evidente, o que sirve para graficar un asunto que se venía exponiendo. En el segundo caso, “ya he señalado que…” es un conector de recapitulación o de énfasis. Cuando usamos este conector de lo que se trata es de mostrarle al lector que antes, en alguna parte de nuestro escrito, hemos presentado o dado cuenta de ciertos motivos o razones, y que por lo mismo no se va a insistir en ello o que no es necesario volver a reiterarlo; pero también es posible usarlo para recalcar o hacer cierto subrayado en determinado punto. “Ya he señalado que” es un llamado para que el lector vuelva atrás y revise lo que venimos diciendo o, en la otra vía, para que no olvide nuestro planteamiento y lo mantenga presente sin perder su atención.

Tomemos ahora dos conectores más: “Desde este punto de vista” y “Contrario a lo anterior”. El primer ejemplo es un conector espacial y de enfoque: lo que decimos con él, cuando lo empleamos, es que la elección de nuestra disquisición va por un derrotero determinado, que asumimos un sendero a sabiendas de que hay otros; es decir, que tomamos una específica postura frente a la tesis o la idea que nos ocupa. El segundo ejemplo es un conector de contraste o antítesis: lo usamos para tomar distancia de lo dicho o lo expuesto, para asumir una postura distinta o para evidenciarle al que nos lee que lo dicho ahora es muy diferente a lo que se había expresado con anterioridad. “Desde este punto de vista” es un conector útil para mostrar opciones; “contrario a lo anterior” es un conector valioso para demostrar una anteposición o una antinomia. Dos conectores y dos finalidades: recalcar una orientación precisa; patentizar una disparidad.

Podemos detenernos en otra pareja de conectores, con el fin de corroborar su importancia y utilidad en el proceso de pensamiento del que venimos hablando. Pasemos revista, pues, a una última pareja: “Hay más todavía…”, un conector que sirve para adicionar, al igual que para hacer una transición; y “De ahí se infiere que…”, un conector típicamente deductivo o que nos permite concluir un razonamiento. Si miramos en detalle el primer conector, “Hay más todavía…”, inmediatamente nos damos cuenta de que al emplearlo estamos señalando un deseo de acopiar otras razones o argumentos, de agregar a lo expuesto otros asuntos igualmente importantes o significativos; y si lo ubicamos al inicio de un nuevo párrafo no sólo brindará beneficios de adición sino que nos permitirá darle a lo anteriormente escrito una continuidad o facilitar el paso fluido entre las ideas. El segundo ejemplo propuesto, “De ahí se infiere que…”, es de esos conectores potentes para hacer avanzar toda una línea argumentativa; o puede ser un conector síntesis, para mostrar el resultado final de una cadena lógica en el desarrollo o exposición de una idea. Cuando lo usamos es para mostrar una fase conclusiva en nuestro razonamiento, o también puede emplearse como estocada final a cierto planteamiento con el que hemos venido lidiando a lo largo de nuestro texto.

Lo que hasta aquí hemos expuesto puede servir para que los aprendices de escritores conozcan, busquen, guarden y sopesen el valor de los conectores lógicos. Y se he afirmado que gracias a ellos se logra la cohesión y la coherencia es porque, de alguna manera, los conectores van cosiendo o pegando las ideas. En una dimensión hacen el papel de hilo que enlaza o amarra; en otra, de cola que une o compacta. Los conectores pueden colaborarle al escritor novato como una reserva de dispositivos lingüísticos capaces de zurcir o soldar, ligar o aglutinar las ideas. Desde luego, dependiendo de la necesidad o del tipo de relación que se desea exponer, será el uso de los conectores. Porque ni todos sirven para lo mismo ni todos se pueden usar indiscriminadamente. Lo importante es no perder de vista que del uso adecuado de esas partículas dependerá que el lector siga de cerca o comparta una inferencia, observe con cuidado una distinción o comprenda mejor nuestros planteamientos a partir de una analogía o semejanza. Por lo mismo hay que pensar en los conectores para saber cuándo son pertinentes en nuestro texto o cuándo rompen o fracturan el curso normal de un argumento. Dependiendo de ese discernimiento previo y de la oportunidad en su uso, así rendirán sus mejores dividendos en la consistencia de nuestros escritos.

Agregaría que una manera fácil de empezar a familiarizarse con ellos, es ensayar en un mismo texto, utilizar diversos tipos de conectores. Ver qué pasa si incluimos uno u otro; meditar sobre los alcances y las implicaciones de una de esas partículas en el curso de un párrafo o en el desarrollo de un texto completo. Cuándo la inclusión de un conector desvirtúa lo dicho y cuándo, esas contadas palabras, pueden ofrecer una ganancia o un alcance mayor al que originalmente nos proponíamos. Ese puede ser un buen ejercicio para sopesar el alcance de estos marcadores textuales. Porque al ver en la práctica cómo un conector da continuidad a las ideas o cómo desvía o desvirtúa el encuentro entre las mismas, muy seguramente empezaremos a tomarlos en cuenta a la hora de escribir. Hasta cobraríamos conciencia de la necesidad de tener un repertorio de ellos a la mano; los atesoraríamos como preseas articuladoras o los convertiríamos en motivo de reflexión cotidiana. En este sentido, y es algo que recomiendo a los aprendices de escritura, deberíamos hacer un primer listado de ellos, plastificarlo, y ponerlo al lado de donde regularmente escribimos, para que nos sirvan de caja de primeros auxilios cuando no sabemos cómo juntar las ideas. Pasado un tiempo, cuando ya hayamos incorporado varios de ellos en nuestra mente y, por ende, en nuestros textos, podremos hacer otra lista diferente que servirá de nuevo como un equipo de asesores oportunos en esta no siempre fácil tarea de escribir cohesionada y de forma coherente.

Tensiones en el cuidado de la palabra

15 jueves May 2014

Posted by fernandovasquezrodriguez in Ensayos

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Ilustración de Vlasta-Zabransky.

Ilustración de Vlasta-Zabransky.

Comencemos diciendo que la palabra, en sí misma, es consustancial al hombre. Como nos lo enseñara Octavio Paz, “La palabra es el hombre mismo. Estamos hechos de palabras. Ellas son nuestra única realidad o, al menos, el único testimonio de nuestra realidad”. Pero esa palabra, tan de nosotros, tan humana, está llena de permanentes contradicciones: bien sea por escasez o por exceso; bien porque no sabemos cuándo decirla o porque abusamos de ella. La palabra, ese pan o esa moneda con que nos nutrimos y alimentamos nuestra cotidianidad, vive en permanente oscilación: o es en sus fines, donde no tenemos el suficiente tacto para enunciarla, o nos falta la prudencia necesaria para decirla en el momento oportuno; o es en el deseo de someter a otro, en lugar de volverla un medio para ofrecer autonomía; la retenemos o no la dejamos fluir, porque pensamos que así, represada, es más poderosa, con mayor autoridad o por lo menos más importante. Qué tensiones las que vivimos con esta nuestra palabra: cuánto nos arrepentimos de algunas palabras dichas y cuánto nos pesa el no haber dicho a tiempo otras palabras definitivas para alguien o para algo. Fijémonos, no más, en cómo nos esforzamos algunas veces por tomar la palabra, casi exigida con violencia, y otras, quizás las menos, cómo propiciamos espacios para dar la palabra, para servirla como un banquete al apetito de otros. Por momentos nos aferramos a algunas de ellas, como tabla de salvación, como amuletos sagrados, pero luego esas mismas palabras se nos tornan en cárcel, en grilletes dogmáticos que nos acorralan hasta el mutismo o la sumisión total. A veces nuestra palabra propicia la esperanza y, a veces también, fractura la posibilidad de utopía. Con todo esto quiero subrayar apenas que el ejercicio de la palabra, y más tratándose del cuidado de la misma, se mantiene en un peligroso lugar funambulario; es desde ese deseo por mantener el equilibrio sobre la cuerda floja, o desde la mesura del pensamiento del mediodía del que hablara Albert Camus, donde deseo presentar alguna tensiones que gravitan el uso de la palabra.

Primera tensión: urgencia de hablar/necesidad de callar

Una de las primeras tensiones de la palabra es aquella que se presenta entre hablar y callar. Detengámonos un poco en dicha tensión. De un lado, y en determinadas ocasiones, es urgente por no decir prioritario hablar. La palabra, en ese caso, no puede guardarse so pena de que el otro –objeto de nuestro cuidado– quede en el desamparo, la ignorancia o el inminente peligro. Decir la palabra, entonces, es clave para prevenir el error más craso. Digamos que la palabra no puede guardarse porque, en ese caso, sería un descuido o mala fe en nuestro actuar. Pero, al mismo tiempo, ese hablar de la palabra se ve en permanente tensión con el callar. A veces el cuidado de la palabra consiste, precisamente, en no decir todo lo que pensamos o todo lo que queremos. Cuidar al otro significa prever qué tanto daño o heridas pueden causarle nuestras palabras. Y no se trata de parecer estratégicos o de ser hipócritas con el otro; más bien es porque pensamos en los resultados de nuestras palabras, en el impacto que pueden causar o en el efecto que pueden desencadenar que nos cuidamos de hablar más de lo debido, o de contarlo todo, o de dar un nombre propio o señalar un defecto. Aquí, por cuidar al otro, nos contenemos, editamos, ponemos entre paréntesis, matizamos nuestra palabra.

Como puede verse, la tensión está entre saber elegir cuándo debemos hablar y cuándo debemos callar. Igual daño podemos producir con una u otra acción. Queriendo buscar una cosa con nuestras palabras, podemos terminar en provocar otra muy contraria en nuestro interlocutor. Y aunque a veces, como lo dice el mensaje bíblico, “La verdad nos hace libres”, pienso también  en el consejo de Don Quijote a Sancho, en la segunda parte de la clásica obra: “enfrena la lengua; considera y rumia la palabra antes de que salga de tu boca”. Una tensión, por lo demás, que era precepto monástico: “Hay ocasiones en que no debe decirse nada, y otras en que hay que decir algo; pero ninguna en que haya de decirse todo”; una tensión hecha tradición en refranes y sentencias: “Luego que has soltado la palabra, ésta te domina. Pero mientras no la has soltado eres su dominador”; “si juzgamos somos aborrecibles; si callamos, causamos sospecha”. 

Segunda tensión: dar riendas a la lengua/morderse la lengua

Cambiemos de mirador y observemos con juicio otra tensión. Me refiero a esa que se presenta entre el exceso y el defecto en el uso o empleo de nuestra palabra. Sabemos por experiencia que la “charlatanería”, la sordera voluntaria de que hablara Plutarco,  es uno de los puntos ciegos de la palabra. Cuando se habla en demasía, cuando no se tiene el cuidado suficiente para decantar y elegir los términos adecuados, cuando se habla por hablar o se carga  nuestra palabra de ampulosidad,  lo que sucede es que el otro ya no la escucha, o se satura de tal modo que ya no oye nada o pierde el interés. La palabra excesiva termina por volverse contra sí misma. La verborrea se torna en autofagia discursiva. Por eso los charlatanes, según Plutarco, “queriendo ser amados, son odiados; queriendo hacer favores, importunan; creyendo ser admirados, son objeto de burla; sin ganar nada gastan, ofenden a sus amigos, aprovechan a sus enemigos, se arruinan a sí mismos”. Sin embargo, desde la otra orilla, la merma o la poca competencia lexical, un defecto en la palabra también puede acarrear el descuido o la imprecisión en lo que tratamos de decir. A veces, por no contar con la palabra adecuada, usamos otras que pueden ser vagas o imprecisas. El laconismo no es garantía de eficacia comunicativa. Por momentos puede traer una consecuencia desastrosa: que el otro no sepa en verdad qué le queríamos decir o a dónde era que apuntaba nuestra palabra. Hasta cabe la mala interpretación o el malentendido más rampante. Una merma en nuestra palabra puede llevar a que nuestro interlocutor se pierda entre los variados sentidos de nuestra selva lingüística.

Entonces, si de un lado debemos tener presente el no excedernos, la retórica vacía, o la palabra vana, de otro necesitamos superar el monosilabismo esquemático o cierta flojera en nuestra habla. La tensión es evidente: por exceso o por defecto en nuestras palabras podemos perder a nuestro interlocutor. De allí que el cuidado sobre lo que decimos oscile entre la verborrea y el mutismo; entre decir más de la cuenta, y decir poco o casi nada. Entre “mordernos la lengua”, o dar riendas a la lengua.

Tercera tensión: decir la palabra con verdad/engañar con la palabra

Una tensión más que deseo presentar es aquella que se da entre la verdad y la mentira. Cuántas veces, lo sabemos por experiencia, al querer usar nuestra palabra para cuidar a otro –llámese alumno, hijo o amigo–, cuántas de esas palabras que consideramos verdaderas, son, en últimas, una mascarada de otro propósito. Intentar hablar con la verdad, y más cuando nuestro fin tiene pretensiones de cuidado, parece lo más necesario, lo más vertebral de nuestro discurso. Recuerdo ahora el largo estudio de Michel Foucault sobre la parrhesia, sobre esa cierta manera de decir, sobre esa ética de la palabra basada en  “la apertura del corazón y la necesidad de que ambos interlocutores no se oculten nada de lo que piensan y hablen francamente”. Anhelo de hablar con la palabra verdadera. Pero también es cierto que la verdad requiere, como lo pensara el mismo Foucault una lexis, un cierto orden del discurso, determinada retórica que posibilite creer esa verdad. Y la retórica, en tanto técnica del discurso de la palabra, puede, cuando no la mayor de las veces, confluir en un mar de mentiras. Por eso la tensión, porque con las mismas palabras que pretendemos cuidar a otro, con las mismas palabras que pretendemos decirle una verdad, con esas mismas palabras, disponemos el escenario del engaño. Y dependiendo de la disposición de esas palabras, de la elección de las mismas, así será su efecto. Por eso Foucault consideraba que “la parrehesia (el hablar claro, la libertad) era exactamente la antiadulación”. Y la meta final de la parrhesia no es hacer que el interpelado siga dependiendo de quién le habla, cosa que sí sucede con la adulación; “el objetivo de la parrhesia es actuar de tal modo que el interpelado esté, en un momento dado, en una situación en la que ya no necesite del discurso del otro”.

Reiteremos esta tensión, dándole la voz a Pedro Salinas: “las palabras poseen doble potencia: una letal, y otra vivificante. Un secreto poder de muerte, parejo con otro poder de vida; que contienen, inseparables, dos realidades contrarias: la verdad y la mentira y por eso ofrecen a los hombres, lo mismo la ocasión de engañar que la de aclarar, igual la capacidad de confundir y extraviar, que la de iluminar y encaminar”.

Cuarta tensión: oportunidad para decir / impertinencia al hablar

El tiempo del cuidado de la palabra se mueve entre la oportunidad y la impertinencia. Hablemos primero del tiempo de la oportunidad. Kairós, llamaban los griegos a ese tiempo que, a diferencia del Cronos, no era consecutivo o medido por los relojes, sino un tiempo amarrado a ciertas circunstancias o a cierta disposición del interlocutor. El Kairós es un tiempo del “depende”, de qué tan rápido podemos leer las condiciones de receptividad de aquellas personas a las que deseamos decirles nuestra palabra. Foucault decía que “lo que definía esencialmente las reglas de la parrhesia era el Kairós, la ocasión, que es exactamente la situación recíproca de los individuos y el momento que se escoge para decir esa verdad”. Y el Kairós tiene que ver con ciertas reglas de prudencia, con ciertas condiciones para elegir el mejor momento, la forma más adecuada, determinadas circunstancias, la medida y la mejor manera posible de decir la palabra. El Kairós es “el tiempo de la sazón, del instante oportuno, el tiempo de episodios que tienen un comienzo, un nudo y un final, el tiempo humano y vivo de las intenciones y fines”. De otro lado, está la palabra dicha a destiempo, cuando no toca, cuando no es afortunado enunciarla. Es la palabra propia del necio, del que no es prudente, del atrevido o insensato que sin saber leer los intersticios del momento, suelta a quemarropa su palabra, sin consultar las condiciones y la disposición del que las recibe. A veces, bajo el disfraz de la franqueza, disparamos nuestra palabra para todos lados y de cualquier manera, desconociendo los ritmos particulares, las historias individuales, los mundos personales.

Luego el cuidado de la palabra se debate en esa tensión de ofrecerse o darse en el momento justo, cuando la coyuntura lo amerita, cuando la ocasión parece propicia. En esto del cuidado de la palabra sí que es cierto que se cumple aquello de que todo tiene su tiempo y sazón. Caso contrario, nuestra palabra será inoportuna, improcedente cuando no impertinente. Por lo mismo, nuestra tarea cotidiana consiste en tratar de acertar en el tiempo, el lugar y la circunstancia para que nuestra palabra sea de buen recibo, y no sea rechazada por haber sido dicha de forma improcedente, indiscreta o de manera indelicada.

Referencias

Octavio Paz, El arco y la lira, Fondo de Cultura Económica, México, 1973.

Albert Camus, El Hombre rebelde, Losada, Buenos Aires, 1953.

Quevedo, Sentencias, Temas de hoy, Madrid, 1995.

Plutarco, Obras Morales y de costumbres (Moralia), Tomo VII, Gredos, Madrid, 1995.

Michel Foucault, La Hermenéutica del sujeto (Curso en el Collage de France: 1981-1982), Fondo de Cultura Económica, México, 2002.

Pedro Salinas, La responsabilidad del escritor, Seix Barral, Barcelona, 1961.

Elliott Jaques, La forma del tiempo, Paidós, Buenos Aires, 1984.

 

Un ensayo en una página

12 lunes May 2014

Posted by fernandovasquezrodriguez in Ensayos

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Por supuesto, en el primer párrafo tiene que estar de manera explícita la tesis. Ni tan escueta ni tan ampulosa. Debe ser clara, sugerente, ojalá llamativa para el lector. Recuerde que el primer párrafo da el tono del ensayo, es la clave a partir de la cual va a desarrollarse el escrito. Tres líneas pueden ser suficientes para esta tarea.

El segundo párrafo –al menos en esta oportunidad– da inicio a la argumentación. Aquí es donde el ensayista lanza su primer argumento para apuntalar o darle fuerza a su tesis. Podríamos empezar, entonces, con un argumento de autoridad. Es el momento para echar mano de la bibliografía o de las fuentes que hemos consultado y que pueden avalar la tesis. Es aconsejable no presentar lacónicamente la cita sino ofrecerle un escenario de entrada y una apropiación o un vínculo con lo medular de nuestro ensayo. Los argumentos de autoridad deben referenciarse a pie de página (o siguiendo otra norma de citación acordada por el docente o por la revista en la que deseamos publicar nuestro ensayo).

El tercer párrafo podría acudir a otro tipo de argumento: por ejemplo, uno por analogía. Buscaremos, en consecuencia, una relación que nos permita reforzar la tesis, un campo de realidad similar a partir del cual lo que venimos argumentando logre otro nivel de comprensión. Vale la pena decir que esta analogía debe estar amarrada a la tesis objeto de nuestro ensayo y debe articularse con el párrafo anterior. No es un apartado suelto o sin ilación. Por ende, el uso de los conectores lógicos es fundamental.

Llegamos así a nuestro cuarto párrafo. Por ser el último, necesita ser tan contundente como el primero. En este caso lo que haremos es rubricar, ampliar o proyectar la tesis de nuestro ensayo. No es un resumen. Se parece más a una refrendación o una visión integral de nuestra línea argumentativa. Con este párrafo el lector debe quedar convencido de lo que le presentamos al inicio del ensayo. A veces, el último párrafo abre lo dicho hacia nuevas dimensiones o prefigura el nacimiento de otro escrito.

Dos recomendaciones adicionales pueden ser de utilidad para lograr un ensayo de calidad en una página. Lo primero, es pensar bastante las ideas con las cuales se teje el escrito. Nada de palabrería gratuita, nada de verborrea inútil. Recuerde que lo medular del ensayo estriba en el aquilatamiento de las ideas. Lo segundo, es atender con detalle a la coherencia entre los diversos párrafos; estar atentos para que no queden desvertebrados o desconectados de la tesis. Por lo mismo, hay que leer varias veces el pequeño texto para que sea una genuina filigrana de escritura.

Escribir una página parece un reto menor pero, tratándose del ensayo, se convierte en un excelente motivo para comprobar qué tanto somos capaces de levantar una tesis y mantenerla argumentativamente en vilo a lo largo de cuatro párrafos.

Asedios a «Crónica de una muerte anunciada»

09 viernes May 2014

Posted by fernandovasquezrodriguez in Ensayos

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Ilustración de Tullio Pericoli.

Ilustración de Tullio Pericoli.

Si Santiago Nasar hubiera sido prevenido a tiempo, seguramente habría prestado poca importancia a la noticia y habría continuado su recorrido hacia la casa de Margot… es más, si hubiera hecho caso a Nahir Miguel de llevar la escopeta, con toda seguridad, se le habría encasquetado a la hora de dispararla; pero si por simple casualidad hubiera portado su 357 mágnum, muy seguramente habría olvidado las balas blindadas. Cualquier circunstancia salvadora estaba vedada para Santiago Nasar. Él ya estaba muerto y “los muertos –al decir de Pedro Vicario– no disparan”.

Esta es la primera impresión que queda después de leer Crónica de una muerte anunciada. El sabor del destino llena nuestro paladar. Gabriel García Márquez construye a través de la narración la más compleja trama de lo inevitable. Y es el mismo autor quien al lado de María Alejandrina Cervantes reafirma esta ferocidad del hado de Santiago Nasar, “que le había cobrado 20 años de dicha no sólo con la muerte, sino además con el descuartizamiento del cuerpo, y con su perdición y exterminio”.

LA ABSURDA FATALIDAD

Si entendemos por destino lo que Spengler consideraba como “lo que no se puede eludir” y si agregamos lo dicho por Scheler de que ese destino, “es independiente del querer y del deseo, así como del acontecimiento objetivo real”, la muerte de Santiago Nasar es la posibilidad del absurdo. Gabriel García Márquez aproxima esta suma de casualidades hasta el punto de convertirlas en circunstancias literarias. Es la misma reiteración que hace el instructor del sumario –que por algo será conocedor de Nietzsche–, al verse envuelto en tan intrincado como inexplicable suceso: “nunca le pareció legítimo que la vida se sirviera de tantas casualidades prohibidas a la literatura, para que se cumpliera sin tropiezos una muerte tan anunciada”.

Otra situación que debemos tener en cuenta al hablar del destino es la explicación “a posteriori” de los acontecimientos. Una vez ocurridos los hechos se brinda alguna explicación de los mismos, pero cuando esa respuesta es imposible de dar, la intervención de la idea de destino se hace inevitable. Por eso, cada uno de los familiares y conocidos de Santiago Nasar lo vieron de una determinada manera el día de su muerte, y sólo en ese día. Divina Flor no sintió susto al sentir las caricias cotidianas de Santiago sino “unas horribles ganas de llorar”; Clotilde Armenta al verlo vestido de pontifical le pareció “un fantasma”; Cristo Bedoya notó “una insistencia rara” de Margot al invitar a desayunar a Santiago Nasar, a pesar de ser una costumbre familiar.

Los acontecimientos narrados se tornan grandiosos, misteriosos, desconcertantes, tan sólo al cumplirse el asesinato. De otra manera, no habrían tenido ninguna trascendencia. Todo el pueblo sabía de la muerte de Santiago Nasar, pero ninguno logró avisarle porque como bien lo escribiera el juez instructor en el folio 382: “la fatalidad nos hace invisibles”. Otro tanto sucedió con Plácida Linero que aunque era la mejor intérprete de los sueños, ese día se equivocó en el vaticinio y anunció a su hijo que “todos los sueños con pájaros son de buena salud”.

Un segundo aspecto que compromete la idea de destino es la no explicación causal de los fenómenos. Podríamos decir que en Crónica de una muerte anunciada, el asesinato de Santiago Nasar es una profecía que debe cumplirse aun a costa del no entendimiento de la misma. De ahí la reacción de Santiago ante los asesinos que “no fue de pánico, sino que fue más bien el desconcierto de la inocencia”. Entre la respuesta sentenciosa de Ángela Vicario dada a sus hermanos y el asesinato de Santiago Nasar, existe lo aleatorio. Ese espacio pertenece a lo fortuito, pero al mismo tiempo, está determinado por una fuerza superior que hace del “honor una acción que no espera”. Y como “la honra es el amor” y “los asuntos de honor son estancos sagrados a los cuales sólo tienen acceso los dueños del drama”, el círculo profético se cierra sobre la humanidad de Santiago Nasar que, al decir del autor, “murió sin entender su muerte”.

LAS TRES CARNICERÍAS

Santiago Nasar le había dicho a Victoria Guzmán, cuando ella arrancó de cuajo las entrañas de un conejo: “No seas bárbara, imagínate que fuera un ser humano”, esa frase no logró ser interpretada a tiempo por la cocinera. Ella no era adivina; por tanto, las entrañas de los animales no le reportaban ninguna significación. Desde este episodio, los intestinos juegan un papel fundamental dentro del desarrollo de la “Crónica”. Las tripas aparecen como una facultad negada, como una forma adivinatoria prohibida.

Pedro y Pablo Vicario son carniceros, y aunque ningún carnicero “cuando sacrifica una res se atreve a mirarle los ojos”, ellos sí pudieron contemplar el sacrificio de Santiago Nasar y ver cómo salían los verduzcos intestinos. Más adelante, cuando el padre Amador hace la autopsia, que es la segunda muerte de Santiago, nuevamente el símbolo visceral abarca todo el espacio narrativo. La descripción de la autopsia es idéntica a la del asesinato, pero en lugar de ser los cuchillos que entran, son los hierros de artesano los que van abriendo el cuerdo de Santiago. Por cada puñalada, una incisión; por cada incisión, una herida.

La causa de la muerte de Santiago Nasar según el informe del cura–médico se debió a “una hemorragia masiva ocasionada por cualquiera de las siete heridas mayores”; pero esto que podría cerrar la etapa del descuartizamiento, no basta. El párroco que “había arrancado de cuajo las vísceras destazadas”, sin saber qué hacer con ellas, “las tiró en el balde de la basura”. Indudablemente, la frase de Santiago Nasar dirigida a la madre de Divina Flor, fue una sorprendente “revelación”.

Gabriel García Márquez no abandona este simbolismo en ningún instante, y ya al final de la obra lo torna paradojal: el horror de Santiago Nasar por las tripas tiradas a los perros se convierte en veneración íntima; pues él, aún herido de muerte, “tuvo el cuidado de sacudir con la mano la tierra que quedó en las vísceras colgantes”. Quizá esta forma de aceptar su destino, no fue otra cosa que una gran metáfora de su “resurrección”.

LA “DESCRESTADA” DEL OBISPO

El gusto del obispo por consumir únicamente las crestas de los gallos y botar el resto de los cuerpos, es un símbolo de la gran “descrestada” al pueblo, que tanto se entusiasmó con su venida, pero que tuvo que contentarse con una sarta de bendiciones hechas de memoria. Este acontecimiento condiciona la novela. El obispo es esa “ave de mal agüero” que llena de soledad y desconcierto cada una de las vidas de los habitantes de este pueblo ribereño. Y Santiago Nasar no podía ser la excepción.

Plácida Linero no se equivocó. El obispo no se bajó del buque, “echó una bendición de compromiso y se fue por donde vino”. El odio del obispo se tradujo en el chorro de vapor a presión que dejó ensopados a los que estaban más cerca de la orilla. El autor de Cien años de soledad vuelve a mezclar lo real y lo fantástico en esta “ilusión fugaz”. Lo trascendental no es que el obispo hubiera hecho caso a la multitud y se detuviera para hacer el protocolo de rigor, sino que, muy por el contrario, lo esencial de esta visita del obispo reside en el hecho mismo de venir. Él es la anunciación de la tragedia y, en esa medida, los gallos que cantaban en los huacales, la banda de músicos, el pito de dragón del buque, no son sino manifestaciones de su llegada, otras formas de estrella de Belén. Y es Margot precisamente quien nos habla de ese gozo fallido: “estaba haciendo un tiempo de Navidad”.

Pero si el obispo no hubiera anunciado su visita, Santiago Nasar no habría vestido el pontifical y tampoco habría salido por la puerta principal. Sin embargo, a Santiago “los fastos de la iglesia le causaban una fascinación irresistible”, no pudo detener la curiosidad por el espectáculo, que fue más fuerte que el sueño. Le bastó una hora para reponerse de la parranda de la noche anterior. Santiago Nasar sabía que todo ritual “es como el cine”.

El obispo es la piedra de toque. Tan sólo fue necesario su aliento para que Santiago Nasar se encontrara de una vez por todas con su propio destino.

LA CASA DE LA FELICIDAD

La casa de la felicidad “estaba en una colina barrida por los vientos, y desde la terraza se veía el paraíso sin límite de las ciénagas cubiertas de anémonas moradas”; allí, el viudo de Siux había sido dichoso con su Yolanda. Este es el edén de la novela.

Bayardo San Román compra la quinta del viudo de Siux de la misma manera como adquirió todos los puestos de la rifa de la ortofónica. El reto de la adquisición consistía en ser la casa más bella de todas las del lugar, y Bayardo San Román era antes que nada un triunfador; por algo “andaba de pueblo en pueblo buscando una mujer con quien casarse”.

La casa quinta era un lugar limpio. En ella sólo había habido felicidad por más de 30 años. Cada uno de los muebles, que luego del incidente fueron desapareciendo paulatinamente, representaban para el viudo Siux una parte de dicha compartida con su esposa. El coronel Lázaro Aponte en una de sus sesiones de espiritismo logró comprobar que Yolanda de Siux “estaba recuperando para su casa de la muerte los cachivaches de la felicidad”. Bayardo San Román compra la casa precisamente por eso, porque deseaba la felicidad.

Sólo a través de la casa de los Siux Bayardo San Román consigue la cualidad de “víctima”. Cualidad que le permitiría ser considerado como “un pobre hombre”, llorado por las plañideras de sus hermanas como en un antiguo cortejo romano y, finalmente, amado por la misma mujer a quien rechazó.

Después del suceso de la entrega “el pobre Bayardo” entra en un estado de intoxicación etílica mayúscula. Abandona el pueblo “dejando un rastro de tierra desde la cornisa del precipicio hasta la plataforma del buque”. Desde este instante, la casa de los Siux empieza a desmoronarse. La felicidad se rompe. El encanto representado en la quinta se derrumba. Hasta el mismo alcalde percibe que “todas las cosas parecían debajo del agua”. Por eso, muchos años después, cuando Ángela Vicario “nació de nuevo” y la locura por Bayardo San Román se tradujo en las 20.000 cartas vírgenes, el lugar de la felicidad es otro. Junto a la sal del Caribe, en medio de la máquina de bordar, la mujer del “secreto que nunca se había de aclarar” esperó al hombre que años atrás la despreció.

Disuelto el paraíso edénico, Ángela Vicario se sintió “dueña por primera vez de su destino”; descubrió que “el odio y el amor son pasiones recíprocas” y recordó la frase de Purísima del Carmen, aquella de que “también el amor se aprende”. La quinta de los Siux ya no representa nada, ahora “ella era dueña de su albedrío” y “volvió a ser virgen sólo para Bayardo San Román y no reconoció otra autoridad que la suya ni más servidumbre que la de su obsesión”. Ángela Vicario ya no necesitaba de “la maletita de mano” para engañar al esposo.

LA SANGRE MULTIFORME

Las amigas coberteras de Ángela Vicario cuando supieron que ella no era virgen, optaron por decirle que los hombres “lo único que creen es lo que ven en la sábana”; y lo que verdaderamente contaba era enseñar al otro día “la sábana de hilo con la mancha del honor”. Hasta lograron darle algunos consejos para evitar que el hombre se diera cuenta de su perdida virginidad. Este requisito de la sangre es otro de los grandes simbolismos en Crónica de una muerte anunciada.

La sangre que no se pudo exhibir se transforma en venganza, en sed de sangre. Pedro y Pablo Vicario reciben este “horrible compromiso” como “cagada de pájaros” y deben llevarlo a cabo porque, al menos desde la visión de Prudencia Cotes, se “trababa de cumplir como hombres”. Esta dependencia de honores se fundamenta en la sangre. Esa misma sangre que en forma de “témpanos, junto al lodazal del contenido gástrico y materias fecales sirvió de cuna a la medalla de oro que Santiago Nasar se había tragado a la edad de cuatro años”.

La sangre se convierte luego en olor. Una esencia imborrable. Pablo Vicario, cuando le asestó la cuchillada en el lomo a Santiago, vio cómo su camisa se empapaba de ese líquido “que olía como él”. Es el mismo olor que percibió María Alejandrina Cervantes cuando, queriendo hacer el amor con el autor, se detuvo porque también Gabriel García Márquez olía a Santiago Nasar. Es la misma fragancia que persiguió a los hermanos Vicario hasta el calabozo; ese aroma que Pedro Vicario, aun restregándose con jabón y estropajo, no podía quitarse.

El juez instructor escribe con la tinta roja del boticario, otra metamorfosis de la sangre. La vida de Santiago Nasar se extiende hasta los folios del sumario, en forma de notas marginales: “dadme un prejuicio y moveré el mundo”, o en dibujos de corazones atravesados por una flecha. Esta tinta sangre, como rechazando la injusticia cometida, se trastrueca en “distracciones líricas, contrarias al rigor del oficio”.

La sangre derramada por Santiago Nasar es el símbolo más perfecto del sacrificio. El refrán de los árabes: “La sangre ha corrido, el peligro ha pasado”, expresa análogamente la idea central de la novela.

LA “ALTANERÍA” DE LAS FLORES

La frase inicial de Gil Vicente: “La caza de amor es de altanería”, no es gratuita. Uno imagina el raudo vuelo del halcón que, luego de clavar sus afiladas garras en la presa, la devora con su cortante pico; hasta puede pensarse que esa manera de cazar, tan típica de la época feudal, no se diferencia en nada a la llevada a cabo por Pedro y Pablo Vicario, quienes clavaron sus garras en la piel de Santiago Nasar “que era tan delicada que no soportaba el ruido del almidón”.

Pero los hermanos Vicario son únicamente los instrumentos de la fatalidad, ellos son los intermediarios del destino, las Parcas que ejecutan las órdenes de Moros. Los verdaderos culpables nacieron en un jardín. Santiago Nasar lo presentía: “el olor de flores encerradas tiene relación directa con la muerte”. Fueron otras personas las que adiestraron a los “halcones Vicario”, fueron otros seres los que quitaron las caperuzas a estas aves de presa.

Aunque Santiago Nasar “no quería flores en su entierro”, hubo varias de ellas en su vida: Divina Flor, Flora Miguel, y otros personajes que enloquecieron o no soportaron la conmoción, como fue el caso de Hortensia Baute y Rogelio de la Flor. Este marco floral debían conocerlo cabalmente los hermanos Vicario que, para no desentonar con el ambiente narrativo, habían puesto a sus cerdos nombres de flores.

Las flores mataron a Santiago Nasar. Ángela Vicario, la otra flor que mimetiza su nombre porque en la realidad fue aborrecida, es quien dicta la decisión irrevocable: “buscó en las tinieblas, lo encontró a primera vista entre los tantos nombres confundibles de este mundo y del otro, y lo dejó clavado en la pared con su dardo certero, como una mariposa sin albedrío cuya sentencia estaba escrita desde siempre”. 

Los lugares de la clase

02 viernes May 2014

Posted by fernandovasquezrodriguez in Ensayos

≈ 8 comentarios

Pintura del canadiense Rob Gonsalves.

Pintura del canadiense Rob Gonsalves.

La clase es un lugar físico, no siempre cómodo y confortable, pero en lo posible limpio y adecuado a las necesidades educativas de reunirse para compartir saberes y experiencias. En este primer sentido, la clase se emparenta con el escenario de un teatro o la sala de cine. Advirtamos que, en cuanto espacio preparado para una función específica, la clase demanda ciertos comportamientos y normatividades: no cualquiera puede entrar a ella y, dentro de ella, hay que atender a determinadas prácticas que pueden convertirse en genuinos rituales.

Pero la clase es también un “no lugar” en donde confluyen expectativas no cumplidas, deseos subterráneos, conflictos de una determinada edad, angustias y esperanzas de aquellos que se consideran estudiantes. Este otro sentido de la clase, tan cercano a lo que algunos estudiosos han llamado el currículo oculto, también habita o gravita en el lugar físico. La clase, desde esta mirada, puede ser sentida como “pesada”, aburrida”, “innecesaria”, “cansona” al sopesarla o aquilatarla con ese otro fluir de los jóvenes en el que parece más necesaria la aventura, el estar en movimiento o el experimentar la vida que comienza. Esta fractura es inevitable. Entre otras cosas porque el estar en clase riñe muchas veces con una verdadera vocación o porque en la edad de las diásporas no siempre es fácil aceptar el sedentarismo.

Por supuesto, existen docentes capaces de involucrar o percatarse de ese no ambiente en su salón de clase. Maestros con apropiadas estrategias didácticas para volver  interesante o al menos entretenido ese espacio físico de las cuatro paredes. Educadores que no dejan por fuera las angustias, los sueños, los conflictos, las frustraciones, los miedos de sus estudiantes. A veces logran cabalmente su cometido y, otras, los no lugares de los estudiantes se quedan como sombras o brumas informes afuera de la clase. No siempre es fácil que confluyan; no siempre es conveniente; no siempre puede saberse con certeza que hemos logrado apropiarlas o delinear su figura.

Si tenemos en mente a Roland Barthes, cuando hablaba del seminario, lo más interesante de la clase, es el “ir a ella”. En esa acción de camino, de tránsito, puede entreverse un escenario esencialmente educativo o formativo. Decimos, en esa misma perspectiva, que vamos al cine o vamos de paseo. Ese ir subraya una intención, una voluntad y un propósito. Quizá nuestros estudiantes no han acabado de entender las implicaciones de tal encaminarse, o de pronto nos ha faltado tacto a las instituciones educativas para enseñarles lo esencial de tal acción. A lo mejor hemos dejado el ir a clase como ocupar un sitio en un lugar físico, dejando de lado “los no lugares” que también acompañan a nuestros estudiantes.

Es posible también que los docentes hayamos banalizado este acto y nos quedamos con la mera cáscara de la asistencia de nuestros estudiantes. Especialmente cuando las resonancias de lo virtual parecen desdibujar los espacios físicos. Sin embargo, así sea en la fría mole de un edificio o en el confortable espacio de nuestro cuarto, el ir a clase demanda entrar en una zona o una dimensión diferente a las cotidianas. Implica disponerse o adentrarse en el espacio del aprendizaje. O, si se prefiere, conlleva a que nuestros estudiantes reconozcan y asuman las particularidades del territorio educativo. Una tierra que sigue siendo, a pesar del tiempo, zona sagrada.

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