El escenario político que estamos viviendo en Colombia, la facilidad con que se calumnia o se busca desacreditar a un oponente, la imprudencia en el decir y en el actuar, me ha hecho reflexionar sobre el sentido del liderazgo. Pero no solo del de los políticos sino de todos aquellos que tienen la responsabilidad de orientar, guiar o servir de referentes a un grupo de personas.
Creo que el actual momento histórico está signado por líderes que buscan únicamente sacar provecho personal pero negándose a aceptar las responsabilidades de dicho rol o misión. Es tal la avaricia de poder, de dinero, que se actúa maquiavélicamente sacrificando cualquier cosa con tal de alcanzar los fines. Nada parece importar o servir de límite: ni los valores, ni los principios, ni la vergüenza. Muy por el contrario, se acude a cuanta estratagema haya –desde las más burdas hasta calculadas y sofisticadas intrigas– para hacer creer que el beneficio propio es una necesidad o una prioridad de la mayoría.
Este tipo de líderes (si es que este apelativo puede aplicárseles con propiedad), muy cercanos a las formas de ser del tunante o el comerciante sin escrúpulos, hoy cuentan con nuevos medios de comunicación y con conglomerados económicos que amplifican –sin saberlo o sabiéndolo– sus ideas, sus voces, sus discursos a cada hora. La idea de fondo es saturar a la opinión pública de unas consignas lo suficientemente altisonantes y emocionales como para ensordecer el análisis o adormecer la indagación sobre los propósitos que las animan o los intereses que encubren. Estos líderes, por lo mismo, acuden a estrategias de medios y estrategias de mercadeo. Así, como si se tratara de vender un detergente o un producto de consumo. Bien podríamos decir que estos líderes más que representar o abogar por otros, se venden a sí mismos. Y lo que debería ser servicio se convierte en beneficio; y lo que es proyecto social se convierte en negocio de unos pocos.
Precisamente, y de esto participan los políticos actuales, es la poca o nula relación con un programa, un plan, una agenda de gobierno. La minucia y alcance de los proyectos, los grandes propósitos nacionales, quedan sepultados por el eslogan incendiario, la consigna insustancial o una banalidad de declaraciones magnificadas por la imagen de la televisión o las redes sociales. Lo que cuenta, en consecuencia, es el rumor, el chisme farandulero, la última declaración repetida una y mil veces por los “seguidores”. Y al presentarse así, por ser aceptados de esta manera, a estos líderes en el futuro no puede confrontárseles o pedírseles cuentas por un programa de gobierno o un proyecto. Refundido el plan o la ruta de navegación, pueden al final sacar cualquier disculpa o dejarnos varados en cualquier lugar. Al igual que con los ídolos del momento, semejantes a los artículos de consumo, lo que le queda al gran público, a la sociedad, es cambiar de producto o asumir un escepticismo conformista.
Sin embargo, deberíamos recordarles a los líderes de nuestra época algunos asuntos que han olvidado o que astutamente anhelan que los ciudadanos o la sociedad ignoren o no les den la suficiente importancia.
Lo primero es que el liderazgo genuino conlleva múltiples responsabilidades: con los contemporáneos pero, especialmente, con las nuevas generaciones. El líder verdadero es capaz de interpretar una herencia del pasado y vislumbrar los escenarios del porvenir. No es un funcionario del presente. Su labor consiste, precisamente, en tejer los logros de sus antecesores con las rutas por las que sus sucesores podrán transitar en el mañana. El líder retoma y entrega; recoge y da en herencia. Por eso, ¿qué se puede esperar de unos dirigentes que desconocen con sus actuaciones, con sus palabras, el efecto que tienen en los más jóvenes?, ¿qué tipo de políticos son aquellos que por favorecer un interés personal mandan al traste la institucionalidad o que desconocen las leyes constituidas?
Otro rasgo del liderazgo está en la “zona de referencialidad” que irradia, en el “campo de réplica” que produce. El líder, insisto, es emulado. En consecuencia, la prudencia parece ser su mejor consejera. Prudencia en lo que dice, en cómo actúa; prudencia en lo que hace, en las actividades en que participa; prudencia en sus pasiones y en sus afectos; prudencia en lo que escribe o lo que firma. Por ser un “objeto de mirada” el líder necesita dar ejemplo de manera continua; y su vida privada se convierte en una extensión de su vida pública. Eso era lo que los griegos antiguos llamaban areté; esa “excelencia” reconocida por sus semejantes; esa virtud regulada por el deshonor, el descrédito o la vergüenza.
La tercera condición de un genuino líder está asociada a las cualidades del servicio, de interesarse por las necesidades de sus semejantes. Aunque parezca obvio decirlo, no hay liderazgo sin altruismo, sin una sensibilidad social o una preocupación por subsanar una injusticia, propiciar condiciones más equitativas o luchar por un futuro más favorable para todos. Si un líder pierde este interés por el prójimo; si solo escucha al sanedrín más próximo, irá perdiendo su razón de ser, su esencia. Aquí es oportuno señalar la diferencia entre servicio y demagogia; la preocupación auténtica del favor oportunista. Un líder no es un salvador ni un dispensador de prebendas. Su tarea es más estructural, menos casuística. Y por eso necesita de un equipo, de un grupo de convencidos que compartan ese mismo horizonte de construir condiciones favorables para la mayoría; un equipo ocupado de lo importante para una sociedad y no de las urgencias de unos pocos; un equipo para diseñar escenarios, utopías, en las que puedan realizarse de mejor manera los seres humanos de su tiempo y aquellos otros que están por nacer.
Una cuarta cualidad de los líderes auténticos podría centrarse en poseer un temperamento o una disposición para asumir los cambios. Para saber cuándo la obcecación debe ceder su lugar a la tolerancia, y cuándo las convicciones rayan con el fanatismo. Los líderes genuinos pueden flexibilizar sus ideas sin quebrarse; pueden reconocer puntos de vista diferentes sin ver en cada contrincante un enemigo peligroso; son plurales, abiertos, hábiles en fomentar la participación y el disenso. Quizá la mayor tentación de un líder esté en ese anhelo de perpetuar una creencia o volver determinada ideología en un dogma irrefutable. Los autoritarismos, las dictaduras y los totalitarismos son ejemplos de esta negación al cambio y a las variadas formas de manifestarse la condición humana. Digámoslo en voz alta: los líderes auténticos se renuevan sin perder su esencia, aceptan las contradicciones sin que por ello renuncien a sus fundamentales propósitos.
Pero, entre todas las posibles cualidades, sin lugar a dudas es la integralidad la que más debe regir las acciones de un líder. Sin honradez y rectitud es imposible mantener la condición de dirigente. Esta integralidad –tan determinante en un político– es lo que genera confianza y la que rubrica adhesiones sinceras. Gracias a esta cualidad la verdad se convierte en una bandera cotidiana y la honestidad en una línea de conducta. Sin integralidad no hay transparencia y sin integralidad se pierde la autoridad y el respeto de los demás. Por supuesto, para ser íntegro es indispensable tener un temple moral a toda prueba y unos valores que sirvan de guardianes en cualquier toma de decisiones. De allí por qué, para ser un auténtico líder no sea suficiente con presentar credenciales de un eficaz administrador; también es indispensable o definitivo el haber cultivado a lo largo de la vida unas virtudes y haber mantenido encendida la luz de ciertos principios éticos.
Decía al inicio que la motivación principal de estas reflexiones sobre el liderazgo ha sido la desalentadora política colombiana actual. Me he sentido ultrajado como ciudadano y especialmente como educador. Ojalá las cualidades de los líderes auténticos arriba esbozadas les sirvan de recordación a los actuales dirigentes pero, muy especialmente, sean una advertencia o consejo para las nuevas generaciones que anhelan adentrarse en el camino sinuoso de la política.