Ilustración de Quint Buchholz.

Hay libros que buscamos y, otros, que silenciosamente nos encuentran.

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La entrega del libro a su lector es absoluta: si él quiere tomarlo, se ofrece sin reparos; si lo abandona, mantiene intacta su disposición inicial.

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Si a un amante de los libros se le pierde un volumen, convertirá dicha pérdida en un caso policial: ¡Búsquenlo!, ¡Tiene que aparecer!

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Ciertos libros son de engañosa seducción: recién uno lee entusiasmado las dos primeras páginas, rápidamente siente el deseo de abandonarlos.

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Subrayar los libros es otra forma de tatuaje: cada marcación es una extensión de la identidad de nuestro espíritu.

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Algunos libros siguen esperando al lector ideal, al príncipe azul que los despierte de su letargo silencioso.

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Como ciertas parejas amorosas, existen libros que sólo al llegar al final sabemos si valió la pena el tiempo empleado en esa relación.

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A veces nos sorprende un subrayado hecho por nosotros en un libro tiempo atrás. La explicación es sencilla: lo que consideramos importante depende de la experiencia acumulada.

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Los diseñadores gráficos son los estilistas de los libros.

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Las formas y colores de la portada son un desesperado llamado del contenido del libro para mostrarle al lector el encanto guardado en  su monótona textura interior.

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El tipo de papel en el que se imprimen los libros es la piel de su contenido. Y aunque solo sirva de soporte lo cierto es que debe ser acariciado y olido por el lector apasionado. El tipo de papel define el modo de acariciar propuesto por cada libro.

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El que guarda libros lo que anhela atesorar es el testimonio de cada encuentro.

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El polvo es un lector asiduo de los libros. Un lector –si lo permite el tiempo– compenetrado hasta la médula.

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La goma usada en los libros mal empastados está hecha del mismo material de los padres irresponsables.

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El libro virtual confía en su presencia discontinua; el de papel, pega y cose discontinuidades.

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El que regala un libro más que dar un objeto prefigura un gesto y una emoción futura.

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La venta de libros usados es un azaroso mercado regido por la ley de desechar lo inútil o encontrar algún tesoro.

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Ciertos libros tienen el don de la regeneración: entre más los leemos más cosas interesantes les encontramos.

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Los libros que releemos son como cómplices amorosos de una aventura apasionada del pasado.

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A veces pasa que dejamos de leer un libro no porque perdamos el interés, sino porque el calado de sus páginas resuena en la profundidad de nuestra vida. Por lo tanto, no es un asunto de apatía sino de íntima afectación.

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El libro pide dos cosas para abrir sus misterios: atención concentrada y fértil imaginación.

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Algunos libros nos impactan del tal manera que necesitamos recomendarlos como si fuéramos poseídos por un fervor contagioso.

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Sorprende que determinados libros vayan pasando de padres a hijos como si fueran una especie de herencia inagotable.

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Los libros sagrados exigen que los ojos del lector, además de leer signos, puedan leer misterios.

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El libro es como un oráculo: depende de las preguntas que tengamos, así las respuestas.

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El pasado tiene sus emisarios: los silenciosos libros.

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En la medida en que nos adentramos en un libro fascinante empezamos a creer que ese libro fue escrito especialmente para nosotros.

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¿Por qué será que así hayamos visitados cientos de veces la misma librería, terminamos encontrando algo que no habíamos visto o que estaba oculto en lo evidente?

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El que convive entre muchos libros habita en un plácido inquilinato compuesto por personas de distinta época, lengua y condición pero extrañamente pertenecientes a una misma familia.

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Los libros, para que suelten sus mensajes, debemos hacerlos sonar y resonar en nuestra cabeza.