Es como para que no se aflojen los músculos de la mano, para que no pierdan su agilidad o las múltiples posibilidades de movimiento. Es puro ejercicio, pero así como en el ballet, o en la música. Se trata de una práctica. Un ejercitamiento… O como dice Augusto Monterroso, se trata de “educar el cuerpo y deseducar la mente para que sea el cuerpo el que escriba, como es el cuerpo del bailarín el que baila y el del alpinista el que escala montañas”.

Escribir, continúa Monterroso, “implica siempre un esfuerzo que la mente (de por sí propensa al autoengaño) se halla con frecuencia dispuesta a desarrollar, pero al que el cuerpo, el brazo, la mano, se niegan”. Y se niegan, precisamente, porque empiezan a sufrir de una especie de cansancio, de desidia, de agotamiento por inacción; una especie de flaccidez que termina por postergar siempre la escritura. “Mañana”, “después”, “cuando tenga más tiempo disponible”, “cuando esté mejor de salud”… tales afirmaciones no son más que autoengaños, son pura falta de dedicación para enfrentar la resistencia, cuando no la modorra, que opone el cuerpo a la escritura.

Hace poco, cuando visité mi médico, volvió a repetirme la importancia del deporte, del ejercicio físico. “Por aquello de la circulación”. Y ahora, quizá porque estoy hablando del cuerpo, y últimamente no me he sentido del todo bien de salud, se me ocurre que para que la escritura fluya, para que la sangre de la idea no tenga ningún obstáculo, se requiere una dieta o un programa de ejercicios cotidianos. Para que no se pierda o desaparezca la fuerza y el vigor propios de una escritura “siempre joven”, tenemos que ponernos la “sudadera”.

Sudar el cuerpo puede ser el párrafo o las dos hojitas consignadas en mi libreta de notas, o esas otras frases apuntadas en cualquier recibo o en cualquier tarjeta de presentación, o las glosas o comentarios hechos al margen del libro que estoy leyendo. Sudar el cuerpo son las dos horas diarias (a pesar del cansancio del día), sentado aquí, frente al computador. La disciplina, se dirá. Yo corregiría: se trata de la resistencia o de aprender a persistir; de sobreponerse al sueño, a ese estado de ensoñación que nos invita –de manera un tanto absurda– a buscar cualquier programa insulso de la televisión o a ir de un sitio a otro de la casa, como un sonámbulo, entregado al hacer nada.

Está claro que la mano, el brazo, el cuerpo se resiste a la escritura. Escribir no es un acto mecánico. Si no hay una anticipada y continuada preparación física, el proyecto escritural queda atrapado en el desánimo, el cansancio o la flojera. Piénsese que flojo no sólo remite al apático, sino también a lo que está suelto, a lo que no es consistente o apretado. Flojedad es falta de músculo, de lasitud y, a la vez, de distensión o desmadejamiento.

A lo mejor ese es el sentido o la utilidad del diario. Un escenario o arena de papel para el calentamiento. Pienso ahora en los Cuadernos de Notas de Henry James, o enos Diarios de Kafka, o en el de Virginia Woolf. Hasta el mismo Oficio de vivir, oficio de poeta de Pavese. Los diarios son como gimnasios para que el cuerpo se mantenga en forma; y, cumplen, además, la función adicional del hábito, de la constancia. Buena parte de los diarios de escritores, más que un recuento pormenorizado de las actividades cotidianas, son escenarios para que la escritura ensaye, para que la mano, el brazo, el cuerpo no pierdan su estado físico. Los diarios permiten que el escritor no entre en frío a una obra de envergadura o de alto vuelo; son como los combates de estudio o las peleas previas a la gran noche. Los diarios permiten que el escritor se conserve o mantenga en forma: la conquista de un estado corporal que termina por convertirse en una confianza.

Y si no es el diario, algunos escritores prefieren imponerse la tarea del artículo en el periódico o el comentario semanal en la revista. No más de cuartilla y media, le advierten; entregarlo a más tardar el jueves en la tarde, vuelven a repetirle. Tales recomendaciones pueden convertirse en otros lugares o sitios para que el cuerpo se acostumbre, para que no desconozca –como el caballo que dura largo tiempo sin monta– el ritmo y el movimiento propios de la escritura. Pienso ahora que estos trabajos de ejercitar la mano, incluso pueden llegar a asumir el rostro de la docencia; de la clase escrita como labor previa a la exposición oral. ¡Cuántos lazos de filiación hay entre escritura y educación, entre escribas y pedagogos!

Las anteriores reflexiones  –el ejercicio de escritura precedente– nacieron de mi lectura, entre las horas de la madrugada de ayer y la tarde de hoy, del texto La letra e (Fragmentos de un diario) de Augusto Monterroso. Allí, en ese libro, mezcla de artículos publicados en periódicos, notas para conferencias, rememoración de lecturas…, se ve cómo el escritor guatemalteco prepara la mano, el brazo, el cuerpo. Allí, hay un buen ejemplo de lo que podríamos llamar calistenia escritural.

(De mi libro Escritores en su tinta. Consejos y técnicas de los escritores expertos, Kimpres, Bogotá, 2008, pp. 554-557).