Colombia está frente al mundo. El fútbol es el escenario y la tribuna que convoca multitudes; pero, más que eso, es la imagen del país ante otros territorios y otras gentes. En el fútbol, lo individual, o la negación de la solidaridad se deshacen frente a la sensación del patriotismo, el fervor y la identidad de un pueblo.
Un Mundial es un punto de encuentro. Cada partido, cada espectáculo representan la armonía de muchas naciones unidas. Cada raza, pueblo o país se reúnen en torno del juego y, simultáneamente, constituyen un sólo género: el género de la diversidad. La reunión de tantas culturas en torno del fútbol constituye un espacio que permite el juego del pluralismo, que da lugar al abanico de lo heterogéneo y consigue un consenso universal sobre un único punto: la convivencia pacífica.
La coyuntura de este Mundial también nos puede ayudar a pensar lo fundamental que es el trabajo en equipo. Sirva de ejemplo la colaboración entre un estratega experimentado como Pékerman, la preciosa armonía de los pases de James, la velocidad impredecible de Cuadrado y las atajadas imposibles de Ospina. El Mundial nos sirve para valorar la importancia de un proyecto en común, de un sueño en el cual es tan importante el buen arquero, la defensa segura, la ofensiva eficaz, como el mediocampo organizador y oxigenado.
Colombia está en los cuartos de final; en Fortaleza, Brasil, bajo el clamor de mil banderas, con la camiseta en alto, el sudor en el cuerpo y su fútbol festivo, allí estará nuestra selección. Y de igual manera estaremos cada uno de nosotros, acompañándolos, siguiendo de cerca cada jugada, cada toque y cada avance, cada gol de esos que llenan las calles de nuestro país en un júbilo que a todos nos torna hermanos; un gol de esos que nos permite volver a abrazar al vecino, dialogar con aquellos otros que apenas saludábamos, compartir una bebida olvidándonos de las pequeñas diferencias cotidianas.
Ojalá los días del Mundial sean un tiempo y un espacio propicios para recibir y generar más alegría, para ser más solidarios, para tener una sonrisa a la mano. Un tiempo para reconquistar la tolerancia y la confianza hacia los otros. !Sí, sí, Colombia!..
Es como para que no se aflojen los músculos de la mano, para que no pierdan su agilidad o las múltiples posibilidades de movimiento. Es puro ejercicio, pero así como en el ballet, o en la música. Se trata de una práctica. Un ejercitamiento… O como dice Augusto Monterroso, se trata de “educar el cuerpo y deseducar la mente para que sea el cuerpo el que escriba, como es el cuerpo del bailarín el que baila y el del alpinista el que escala montañas”.
Escribir, continúa Monterroso, “implica siempre un esfuerzo que la mente (de por sí propensa al autoengaño) se halla con frecuencia dispuesta a desarrollar, pero al que el cuerpo, el brazo, la mano, se niegan”. Y se niegan, precisamente, porque empiezan a sufrir de una especie de cansancio, de desidia, de agotamiento por inacción; una especie de flaccidez que termina por postergar siempre la escritura. “Mañana”, “después”, “cuando tenga más tiempo disponible”, “cuando esté mejor de salud”… tales afirmaciones no son más que autoengaños, son pura falta de dedicación para enfrentar la resistencia, cuando no la modorra, que opone el cuerpo a la escritura.
Hace poco, cuando visité mi médico, volvió a repetirme la importancia del deporte, del ejercicio físico. “Por aquello de la circulación”. Y ahora, quizá porque estoy hablando del cuerpo, y últimamente no me he sentido del todo bien de salud, se me ocurre que para que la escritura fluya, para que la sangre de la idea no tenga ningún obstáculo, se requiere una dieta o un programa de ejercicios cotidianos. Para que no se pierda o desaparezca la fuerza y el vigor propios de una escritura “siempre joven”, tenemos que ponernos la “sudadera”.
Sudar el cuerpo puede ser el párrafo o las dos hojitas consignadas en mi libreta de notas, o esas otras frases apuntadas en cualquier recibo o en cualquier tarjeta de presentación, o las glosas o comentarios hechos al margen del libro que estoy leyendo. Sudar el cuerpo son las dos horas diarias (a pesar del cansancio del día), sentado aquí, frente al computador. La disciplina, se dirá. Yo corregiría: se trata de la resistencia o de aprender a persistir; de sobreponerse al sueño, a ese estado de ensoñación que nos invita –de manera un tanto absurda– a buscar cualquier programa insulso de la televisión o a ir de un sitio a otro de la casa, como un sonámbulo, entregado al hacer nada.
Está claro que la mano, el brazo, el cuerpo se resiste a la escritura. Escribir no es un acto mecánico. Si no hay una anticipada y continuada preparación física, el proyecto escritural queda atrapado en el desánimo, el cansancio o la flojera. Piénsese que flojo no sólo remite al apático, sino también a lo que está suelto, a lo que no es consistente o apretado. Flojedad es falta de músculo, de lasitud y, a la vez, de distensión o desmadejamiento.
A lo mejor ese es el sentido o la utilidad del diario. Un escenario o arena de papel para el calentamiento. Pienso ahora en los Cuadernos de Notas de Henry James, o enos Diarios de Kafka, o en el de Virginia Woolf. Hasta el mismo Oficio de vivir, oficio de poeta de Pavese. Los diarios son como gimnasios para que el cuerpo se mantenga en forma; y, cumplen, además, la función adicional del hábito, de la constancia. Buena parte de los diarios de escritores, más que un recuento pormenorizado de las actividades cotidianas, son escenarios para que la escritura ensaye, para que la mano, el brazo, el cuerpo no pierdan su estado físico. Los diarios permiten que el escritor no entre en frío a una obra de envergadura o de alto vuelo; son como los combates de estudio o las peleas previas a la gran noche. Los diarios permiten que el escritor se conserve o mantenga en forma: la conquista de un estado corporal que termina por convertirse en una confianza.
Y si no es el diario, algunos escritores prefieren imponerse la tarea del artículo en el periódico o el comentario semanal en la revista. No más de cuartilla y media, le advierten; entregarlo a más tardar el jueves en la tarde, vuelven a repetirle. Tales recomendaciones pueden convertirse en otros lugares o sitios para que el cuerpo se acostumbre, para que no desconozca –como el caballo que dura largo tiempo sin monta– el ritmo y el movimiento propios de la escritura. Pienso ahora que estos trabajos de ejercitar la mano, incluso pueden llegar a asumir el rostro de la docencia; de la clase escrita como labor previa a la exposición oral. ¡Cuántos lazos de filiación hay entre escritura y educación, entre escribas y pedagogos!
Las anteriores reflexiones –el ejercicio de escritura precedente– nacieron de mi lectura, entre las horas de la madrugada de ayer y la tarde de hoy, del texto La letra e (Fragmentos de un diario) de Augusto Monterroso. Allí, en ese libro, mezcla de artículos publicados en periódicos, notas para conferencias, rememoración de lecturas…, se ve cómo el escritor guatemalteco prepara la mano, el brazo, el cuerpo. Allí, hay un buen ejemplo de lo que podríamos llamar calistenia escritural.
(De mi libro Escritores en su tinta. Consejos y técnicas de los escritores expertos, Kimpres, Bogotá, 2008, pp. 554-557).
El odio no es más que carencia de imaginación. Graham Greene
Además del lastre que trae consigo el odio, además de minimizarnos la grandeza de nuestro corazón, el odiar a alguien nos evidencia también nuestra pobreza de espíritu. Quien odia reduce la riqueza y la pluralidad de otro ser humano a unas cuantas características físicas, a unas determinadas palabras o a unas contadas ideas. El odio, por lo mismo, es una mirada simplista sobre los demás. Una pasión que estrecha nuestro entendimiento y restringe nuestra convivencia.
Analicemos nuestra tesis. El odio nos hace esclavos de aquello que despreciamos. Dependemos de él. Y aunque buscamos por todos los medios hacerle daño a esa otra persona, lo cierto es que nos convertimos en sus criados. Tan pendientes estamos de cada acto, de cada palabra dicha por aquel ser objeto de nuestro odio, que condenamos nuestra propia vida a estar encadenada a una vida ajena. Cuando se odia siempre se va a la zaga, siempre se está servilmente detrás de nuestro prójimo. Por eso mismo, el odiar es una manera de mermar o acotar nuestra libertad; cuando esa pasión nos atraviesa perdemos nuestra mirada de águila y asumimos la enceguecida condición de los topos. Aunque nuestro fin es castigar o dañar a un semejante, las lesiones que provoca el odio terminan por herirnos a nosotros mismos.
De otra parte, muchos de nuestros odios tienden a volverse algo repetitivo. Siempre volvemos a la misma frase desagradable, siempre buscamos provocar la misma zancadilla, siempre nos ocupamos de elaborar las mismas estratagemas para “desaparecer” al otro, así sea simbólicamente. Cuando se odia, el tiempo se nos vuelve circular. No se sale del mismo comportamiento. Por eso se habla del odio “encarnizado”, porque en ese caso no hacemos más que redundar en la misma conducta para agredir a alguien, porque no hay variación en ese empeño exterminador, porque asumimos como ritmo vital la monotonía de la animadversión.
Como puede verse, son más las desventuras que trae el odiar que los beneficios. Tal vez deberíamos tomar como consigna en nuestra existencia superar nuestros odios. Obligarnos a no depender eternamente de una ofensa, de una antipatía, de alguna agresión. Ponernos como tarea no quedar prendidos a “eso que tanto dolor nos produjo o que tantas desventuras nos provocó”. Tratar, en lo posible, de desprendernos de esa rémora que a bien tiene enredársenos entre pecho y espalda: cortarla –ojalá de raíz– y dejarla caer por su propio peso en el fondo de su rencor. Tenemos que ser capaces de perdonar. Aprender a dejar atrás, sin remordimientos, el insulto, el perjuicio, la fechoría, el golpe más brutal. Si así actuamos, más fácilmente recuperaremos nuestra salud física y moral, y hasta podremos curar también a aquel que pretende dañarnos.
Un esfuerzo por comprender la naturaleza humana puede sernos muy útil en esto de rebasar o adelantarnos a las furias del odio. Hay personas que actúan negativamente sobre nosotros porque tienen miedo o porque algún rasgo de nuestro ser los amenaza o los pone en evidencia; hay seres humanos que desean fracturar algún espacio profesional nuestro porque lo que hacemos es justo lo que ellos más desearían; hay colegas que se esconden para clavarnos el puñal por la espalda porque no soportan de frente la claridad de nuestra alma. Si se mira con cuidado a cada persona que enfila sus baterías para rompernos el espíritu o para magullarnos el cuerpo, siempre descubriremos algo que explica sus actuaciones o algún motivo no siempre evidente. Entonces, al comprender la causa de ese odio hacia nosotros, bien porque no compartimos una misma ideología o porque tenemos una forma diferente de ser, cuando eso hagamos, lograremos develar sin sufrimientos el trasfondo elemental que da pie a la canallada o la malignidad.
Todo odio nos arrastra hacia el abismo de la destrucción. El odio es el otro nombre de la desolación, porque cuando odiamos queremos que nuestros hermanos desaparezcan. De allí que el odiar vaya en contra de la continuidad de la vida. Y si uno se obstina en odiar, poco a poco se va quedando solo, se va aniquilando hasta la médula, se va despedazando en una horrenda carnicería. El odio es una forma de autofagia. Una imperfección que debemos corregir a toda costa, si es que anhelamos ser constructores de vida y no propagadores de muerte.
(De mi libro Custodiar la vida. Reflexiones sobre el cuidado de la cotidianidad, Kimpres, Bogotá, 2009, pp. 149-152).
El valor del respeto es, en su esencia, un sentimiento o una actitud de preocupación por nosotros mismos y por nuestros semejantes. Algunos filósofos han hecho énfasis en esta actitud de “miramiento” o de consideración que está en la base del respeto. Quien respeta es porque se siente interpelado por lo que lo rodea.
Somos respetuosos porque nos sentimos parte de algo: de una tradición, de una familia, de unas creencias, de unos referentes morales. La persona respetuosa se siente interpelado por el ambiente, por sus congéneres, por la trascendencia, por sí mismo. Y esa interpelación se le convierte en una obligación, en una demanda que lo lleva a atender determinados rituales o hablar de una especial manera o a actuar o comportarse de una particular forma. En este sentido, el ser respetuoso se sabe corresponsable de su entorno y de sus semejantes. No le son indiferentes ni su pasado ni el porvenir de la humanidad o del planeta en el que habita. Para decirlo lacónicamente: el respeto riñe con la indiferencia.
De otra parte, el respeto está fuertemente enraizado con la dignidad. En este caso, el respeto subraya esa cualidad o condición esencial de las personas, eso que las convierte en sujetos de derechos y deberes y que las hace únicas e irrepetibles. La dignidad que puede estar referida a un cargo, a una edad o a una envestidura se hace extensiva a una forma de pensar, creer o actuar. El respeto, entonces, es la consecuencia o el resultado de proteger y defender en primerísimo lugar la dignidad del ser humano. Aquí cabe decir, de una vez, que por eso mismo a veces el respeto no hay que solamente ofrecerlo sino, en algunas ocasiones, exigirlo. A sabiendas de que esa dignidad de las personas ha sido, a través de la historia, una conquista de los seres humanos, merece demandarla o darle el lugar de ser un derecho fundamental en todas las naciones. Por eso el respeto es un valor esencial para la garantía práctica de muchas de las normatividades legales y un heraldo de las características esenciales de los seres humanos.
Precisamente, y ese puede ser uno de los aportes mayores de Inmanuel Kant, todos los seres humanos, indistintamente de su riqueza material, sus talentos individuales o su estatuto social, está dotado de dignidad, en tanto participa de una naturaleza racional. Es esa capacidad para imponerse obligaciones morales la que le permite a cualquier persona saberse digna, más allá de los méritos, rangos o profesiones. Y por considerarse sujetos de dignidad es que los seres humanos se imponen ciertas actitudes, asumen una compostura o eligen determinados comportamientos apropiados.
Pero hay más. El respeto es un valor mediador para garantizar la convivencia entre los individuos. Bien vale la pena recordar lo que cuenta Platón en su diálogo del Protágoras al respecto. Allí se relata que Zeus, para evitar la discordia y facilitar la paz entre los hombres, envió a Hermes con dos regalos, el respeto (aidos) y la justicia (dike); dos garantes para facilitar los vínculos de amistad entre los habitantes de las ciudades. Como puede inferirse el respeto es uno de los valores fundacionales de la convivencia. Sin él, no habría posibilidad de continuidad de la especie humana. El respeto contiene en sí mismo a otro valor, la tolerancia y sin él, sin su sangre nutricia, sería muy difícil alcanzar la confianza y con ella la colaboración o la solidaridad. El respeto posibilita el diálogo genuino y lleva a que los miembros de una comunidad puedan sentirse en libertad para expresar sus diferencias o resarcir sus errores. El respeto, en últimas, es garantía para la paz y, de alguna manera, un vocero cotidiano de la justicia.
Otra manera de entender el respeto es como la “capacidad o la actitud de ponerse en el lugar del otro”. Cuando así se comprende el respeto lo que se pone en alto relieve es su relación con la capacidad de escucha para lograr “comprender desde dentro” a otra persona; es esa escucha activa la que nos permite asumir, así sea por un momento, el punto de vista de nuestro interlocutor, para así ser sensibles a determinado hecho o situación ajena. Si en verdad nos ponemos en lugar del otro, el respeto hace que nos tomemos en serio a nuestro semejante o que le demos la importancia que merece. Y si se quiere ir más a lo profundo, es esta actitud la que posibilita los gestos de compasión genuina, al considerar a la otra persona como un hermano o compañero de viaje existencial. Digamos que el respeto, en esta perspectiva, es esencial para el mutuo reconocimiento.
Tocamos aquí otra de las bondades del respeto: la de dar cabida al reconocimiento. Dicho reconocimiento puede darse a un lugar de nacimiento, a un linaje, a ciertos ritos, a símbolos o prendas de vestir. El reconocimiento es un acto incluyente. Por eso es fundamental tener presente a qué grupo pertenecen las personas con que tratamos o en cuáles creencias o ideales están inscritas; esas diferentes formas de pertenencia son claves al momento de definir una identidad y hacen parte de los haberes morales que debemos estar atentos a reconocer o subrayar cuando establezcamos nuestra relaciones interpersonales.
Por eso, entre otras cosas, es que el respeto es lo contrario a la humillación. Cuando humillamos lo que hacemos es rechazar algunas de las formas de pertenencia a las que está ligada una persona. La humillación segrega, expulsa a un individuo de la comunidad humana: lo deja, por decirlo así, huérfano de los vínculos sociales. De allí también que el respeto busque valorar esas diferencias de género, de religión, de política o de gustos estéticos. El respeto, así entendido, refrenda la autoestima de las personas y, en última instancia, favorece la autonomía de cada ser humano. Cuando respetamos avalamos el inalienable uso que tiene cada persona de su libertad y de ser sujeto de derechos.
Sobra decir que aprender a respetar demanda una disciplina racional y una voluntad de cuidado sobre sí mismo y sobre los demás. Aquí es importante el papel de la crianza y la tarea formativa de la escuela, sin dejar de lado los aportes que puede hacer la sociedad en su conjunto y otros mediadores de comunicación e información. Recordemos que al capricho voluntarioso de los niños hay que ir educándolo para que tenga límites. Igual sucede con los jóvenes que necesitan ir incorporando a su espíritu libérrimo los linderos de la responsabilidad y la obligación. Tal vez aprender a respetar sea, como quería Kant, la mayoría de edad de nuestra libertad. Y cuando eso se dé ya no necesitaremos de otros que nos digan cómo utilizarla, sino que sabremos, por el contrario, hasta dónde pueden ir sus fronteras y que deberes se derivan de su pleno ejercicio.
Aschenbach en “Muerte en Venecia” de Luchino Visconti.
Belleza…, la mano extendida, temblorosa, moribunda; la mano ligeramente temerosa, indecisa por la mirada ya borrosa, ya perdida. Belleza que aún a la muerte se atreve a seducir, que aún puede volver la vista (la misma mirada pero desde otra visión) y despreciar la vida. Esquivarla –si se quiere– coquetamente. Belleza, la mano moribunda, inmoral, tratando de asir la eternidad. Belleza es una mascarada por abarcar en un único instante la totalidad del tiempo. Belleza no habita en la confianza, en el lugar seguro de lo deducible, no; ella se mantiene junto al mar, en la arena o en la noche, siempre moviéndose en el espacio de lo infinito, de lo inconmensurable.
Si alguien pregunta ¿dónde está la belleza? Yo –mostrándole algunos de mis poemas– le diré: “Toma, léelos y te darás cuenta de lo que no es la belleza”; y si insistiese en su pregunta, sólo podría darle un argumento más: “Belleza es tan cercano a muerte, a Dios… Cuando quieres tenerlos y, son tuyos, ya no puedes saber dónde hallar su presencia. Belleza es ansiedad de ver el envés de la vida, la espalda de las cosas, el dorso impenetrable de la sangre… Lo visible, lo que uno se atreve a mostrar como belleza: el poema, la escultura, la pintura: la obra, no recoge la esencia de lo bello, nunca ha podido. Lo que retiene la obra de arte es el apetito, el ansia furibunda de otear aquella ignorada pradera donde, según se dice o se intuye, viven las presencias angélicas, los héroes, la luz intermitente de una virgen y el sello tranquilo con que se impusieron las señales al mundo… Lo que retiene la obra de arte es lo que ella, por sí misma, nunca logrará ser. La belleza que se aposenta no existe, su ser es el movimiento; pero un ritmo tan perfecto que logra ser quietud. La belleza detiene el flujo de lo interior y lo exterior en su fluctuar, lo torna puro equilibrio, símbolo del símbolo”.
Mortalidad que, reconociéndose, se afianza en lo inmortal. Finitud que, contemplándose en el espejo, descubre la nostalgia o la reminiscencia del infinito. Muerte que, desde su corte brusco o inesperado –siempre venidero– se levanta insensata, proclamando resurrección. “¡Oh, Dios. Tú que nos has hecho para morir, ¿por qué nos inundaste la sed de eternidad, que hace al poeta?”, reclamaba Luis Cernuda. Belleza es un vaivén, un árbol majestuoso quejándose por no llegar al cielo…; lo bello es seducción de sacrificio, llamado que es destino, camino que es olvido. Bello es el viento en su presencia ausente, en su caricia sin mano, en su frescura impalpable. No, la belleza no está en lo determinado; si hay belleza, ella es ambigüedad. No es bella la mujer, no es bello el hombre; tan solo son hermosos. ¿Quién, entonces, en la vida retiene un soplo de lo bello? ¿Quién juega a mantener la monstruosa sensación de la belleza? Ese quien no se muestra y, si de veras existe, es una peligrosa unión, un contraste de labios rojos, manos largas y ojos tristes somnolientos a playa: el adolescente, la adolescencia. Sólo la juventud; sí, ahí, en el despertar indeciso, en la alegría que es ausencia de conocimiento; ahí, se reclina momentáneamente la belleza, se deja ver, pero no debe tocársele. La mano que roza la belleza, la caricia que se unta de lo bello, quema ardiendo la flor, destruye el espejismo: se conoce su engaño. Su verdad era efímera, su gesto era apariencia. Belleza no hay en las dimensiones conocidas ni en las realidades propuestas por la historia; belleza no se encarna en lo visible, en lo sensual; belleza siempre es límite… limitación del límite. Límite de lo humano que todavía no ha alcanzado más allá de sí mismo y, en esta dirección, límite también de lo inhumano, juego simbólico en el extremo límite terreno. Belleza: el juego en sí, el juego que el hombre juega con sus propios símbolos y así, simbolizando –lo único posible– escapar a la angustia de la soledad.
No es belleza lo que las obras buscan; es belleza lo que las obras niegan. Nada hay perfecto en la imperfección y sólo la imperfección sabe ir a lo perfecto. El barro quiere ser luz iridiscente, la luz tiempo vacío, el tiempo cuerpo, el cuerpo eternidad. No es belleza lo que el poema busca, es belleza lo que huye del poema. Toda obra de arte es imperfecta porque, de otra manera, sería divinidad o mera muerte; y la obra, se esfuerza por ser vida o afirmación de la vida. Así que, tiene que resignarse a la mutilación o lo incompleto. No es belleza lo que el poeta busca; es belleza lo que no es el poeta. Allí, la vida, la realidad manchada de costumbre; allá, lo bello, lo innombrable dispuesto a la sonrisa. Allí, la sensación, el vestigio primario de la esencia; allá, el espíritu, la resistencia imperturbable a ser naturaleza; allí y allá; allá y allí: la levantada insatisfacción, el abandono a lo imposible. No es belleza lo que la vida busca, es belleza lo que la vida ignora. Toda obra de arte repite el mismo movimiento de búsqueda, perpetúa el tintineo de husmear en la prohibición, en el misterio de lo santo. Hay tantas experiencias negadas al entendimiento. Toda obra de arte repite el grito salvador en medio de la peste, la blancura de un traje en medio de la podredumbre del abismo. Toda obra de arte baja como Dante a los infiernos y repite la aventura del sentido. Odisea, travesía, correría. ¿Dónde, dónde la belleza? Al final nunca habita, nunca vive al comienzo. ¿Dónde, dónde la belleza? En el esfuerzo, en el intento, en la paciencia del artesano, en la ignorada persistencia, en el golpeteo constante, en la obra; sí, en la obra de arte se encuentra la belleza, pero sólo sus vestigios. No es belleza lo que las obras tienen; es belleza de lo que las obras dan indicios y… de nuevo, la búsqueda: arte. La promesa: “Lo bello no es tan operante como prometedor”, decía Goethe, y son “solo pocos los que recuerdan lo sagrado que han contemplado”.
Belleza… la mano extendida, temblorosa, moribunda; la mano ligeramente temerosa, indecisa por la mirada ya borrosa… La mano del poeta John Keats: “Estoy convencido de que escribiría por puro anhelo y amor de lo bello, aun cuando el trabajo de mis noches apareciera quemado cada mañana y ningún ojo la llegara a contemplar”.
Hay libros que buscamos y, otros, que silenciosamente nos encuentran.
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La entrega del libro a su lector es absoluta: si él quiere tomarlo, se ofrece sin reparos; si lo abandona, mantiene intacta su disposición inicial.
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Si a un amante de los libros se le pierde un volumen, convertirá dicha pérdida en un caso policial: ¡Búsquenlo!, ¡Tiene que aparecer!
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Ciertos libros son de engañosa seducción: recién uno lee entusiasmado las dos primeras páginas, rápidamente siente el deseo de abandonarlos.
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Subrayar los libros es otra forma de tatuaje: cada marcación es una extensión de la identidad de nuestro espíritu.
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Algunos libros siguen esperando al lector ideal, al príncipe azul que los despierte de su letargo silencioso.
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Como ciertas parejas amorosas, existen libros que sólo al llegar al final sabemos si valió la pena el tiempo empleado en esa relación.
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A veces nos sorprende un subrayado hecho por nosotros en un libro tiempo atrás. La explicación es sencilla: lo que consideramos importante depende de la experiencia acumulada.
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Los diseñadores gráficos son los estilistas de los libros.
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Las formas y colores de la portada son un desesperado llamado del contenido del libro para mostrarle al lector el encanto guardado en su monótona textura interior.
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El tipo de papel en el que se imprimen los libros es la piel de su contenido. Y aunque solo sirva de soporte lo cierto es que debe ser acariciado y olido por el lector apasionado. El tipo de papel define el modo de acariciar propuesto por cada libro.
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El que guarda libros lo que anhela atesorar es el testimonio de cada encuentro.
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El polvo es un lector asiduo de los libros. Un lector –si lo permite el tiempo– compenetrado hasta la médula.
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La goma usada en los libros mal empastados está hecha del mismo material de los padres irresponsables.
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El libro virtual confía en su presencia discontinua; el de papel, pega y cose discontinuidades.
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El que regala un libro más que dar un objeto prefigura un gesto y una emoción futura.
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La venta de libros usados es un azaroso mercado regido por la ley de desechar lo inútil o encontrar algún tesoro.
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Ciertos libros tienen el don de la regeneración: entre más los leemos más cosas interesantes les encontramos.
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Los libros que releemos son como cómplices amorosos de una aventura apasionada del pasado.
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A veces pasa que dejamos de leer un libro no porque perdamos el interés, sino porque el calado de sus páginas resuena en la profundidad de nuestra vida. Por lo tanto, no es un asunto de apatía sino de íntima afectación.
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El libro pide dos cosas para abrir sus misterios: atención concentrada y fértil imaginación.
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Algunos libros nos impactan del tal manera que necesitamos recomendarlos como si fuéramos poseídos por un fervor contagioso.
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Sorprende que determinados libros vayan pasando de padres a hijos como si fueran una especie de herencia inagotable.
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Los libros sagrados exigen que los ojos del lector, además de leer signos, puedan leer misterios.
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El libro es como un oráculo: depende de las preguntas que tengamos, así las respuestas.
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El pasado tiene sus emisarios: los silenciosos libros.
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En la medida en que nos adentramos en un libro fascinante empezamos a creer que ese libro fue escrito especialmente para nosotros.
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¿Por qué será que así hayamos visitados cientos de veces la misma librería, terminamos encontrando algo que no habíamos visto o que estaba oculto en lo evidente?
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El que convive entre muchos libros habita en un plácido inquilinato compuesto por personas de distinta época, lengua y condición pero extrañamente pertenecientes a una misma familia.
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Los libros, para que suelten sus mensajes, debemos hacerlos sonar y resonar en nuestra cabeza.