NuncaJaime Torres BodetNunca me cansará mi oficio de hombre.Hombre he sido y seré mientras exista.Hombre no más: proyecto entre proyectos,boca sedienta al cántaro adherida,pies inseguros sobre el polvo ardiente,espíritu y materia vulnerablesa todos los oprobios y las dichas…Nunca me sentiré rey destronadoni ángel abolido mientras viva,sino aprendiz de hombre eternamente,hombre con los que van por las colinashacia el jardín que siempre los repudia,hombre con los que buscan entre escombrosla verdad necesaria y prohibida,hombre entre los que labran con sus manoslo que jamás hereda un alma digna,¡porque de todo cuanto el hombre ha hecho,la sola herencia digna de los hombreses el derecho de inventar su vida!
Parece natural que, por el hecho de nacer, ya seamos hombres. El poeta mexicano Jaime Torres Bodet, en su poema “Nunca”, nos muestra que no es así. Que el convertirnos en hombres es una tarea de toda nuestra vida; un oficio al cual debemos entregarnos mientras existamos. En este poema podemos ratificar que la vida no es sólo una cosa dada sino, fundamentalmente, una invención forjada con nuestras propias manos.
El poeta afirma que nuestro oficio de hombres posee una serie de tareas. La primera de ellas es la de ir siempre en búsqueda de algo, de alguien. Dada nuestra esencia, nuestra boca está siempre sedienta. No nos conformamos, siempre estamos en pos de una meta, una obra, un propósito. Hagamos lo que hagamos, cualquiera sea nuestro origen o nuestra raza, los seres humanos vamos en continuo camino. Por todo esto, el hombre es un “proyecto entre proyectos”. Su interior, su corazón, su espíritu, es una especie de arco en tensión, una fuerza distendida que lo hace escudriñar y explorar tierras lejanas.
En cuanto insistente perseguidor, Jaime Torres Bodet agrega que el hombre es un buscador de jardines imposibles. Se suma a otros hombres por ciertas causas perdidas pero necesarias para satisfacer su hambre de utopías. Esa es su grandeza y la causa de su dramático destino. De igual modo, es un salteador de verdades prohibidas, un altruista libertario. Y cuando más parece que todo a su alrededor está en ruinas, más se aferra a necesitar y reclamar una verdad. Gran parte de sus oficios consiste en labrar algunos principios o ciertos valores tan llenos de sentido como para legarlos a otras generaciones venideras.
Mas no por ello se siente un ser todopoderoso. Jaime Torres Bodet reconoce que el hombre sediento de horizontes es profundamente vulnerable. Tanto por los oprobios como por las dichas. No se trata de un organismo inmune o invencible. La materia prima de que está hecho lo ha convertido en un ser sensible y afectable por el mundo y las personas. Precisamente por ello, por saberse frágil y lastimable, es que toma con beneficio de inventario los honores, el poder o la perfección. Y si no se siente “rey destronado” es porque sabe que esos escaños son pasajeros, que hay bastante oropel y mentira en tales ambiciones palaciegas. Tampoco se asume como “ángel abolido”, pues más de una vez, a pesar de la maldad que le coquetea complaciente, ha mantenido impoluta su alma; y otras veces, sabiéndose limpio, ha dejado caer sus alas en los terrenos oscuros de la inmoralidad.
Ese oficio de ser hombre lo ha llevado de igual modo a ser o convertirse en un aprendiz permanente. Cada día que llega, cada cosa que hace, cada relación que establece, le ofrece innumerables ocasiones para acabar de formarse, para asimilar experiencia, para ejercitarse en habilidades diversas, para repasar o profundizar en conocimientos. Su vida misma es un continuo aprendizaje. Desde el vientre materno hasta las últimas horas de su existencia, tendrá que recoger y digerir, aprehender y entender, estudiar y conocerse. Así camine de manera insegura, así sus semejantes lo repudien, no podrá renunciar a este apetito adherido a sus sentidos y a su mente.
Pero la tarea fundamental, la que podríamos llamar de una vez su derecho más alto, es la de “inventar su vida”. Nadie puede ni debería quitarle esa labor. Porque no hay dos vidas semejantes, porque a cada ser humano le corresponde delinear y configurar su existencia. Las coordenadas o el mapa de nuestra vida dependen de cada uno de nosotros. Imposible, por no decir falso, que haya un modelo del cual podamos derivar cabalmente nuestro ser; puede que tengamos mentores, ayudantes, referentes, puntos de partida; pero el diseño final, la obra definitiva, es sólo fruto de nuestra responsabilidad. A cada hombre le compete ese oficio: inventarse el territorio de sí mismo. El poeta afirma que no debemos cansarnos nunca de tal ocupación; que allí está el temple de nuestro carácter. Se trata, en últimas, de un asunto de dignidad. Porque el oficio de inventar la propia vida es la verdadera herencia que un hombre puede legarle a otros hombres.
(De mi libro Vivir de poesía. Poemas para iluminar nuestra existencia, Kimpres, Bogotá, 2012, pp. 35-40).
Sin lugar a dudas, el principal objetivo de la literatura es conmover o producir un efecto estético en el lector. Algunos autores prefieren decir que su propósito es entretener y otros, que su deseo es comunicar una experiencia personal o expresar una obsesión interior.
Sea como fuere, la literatura es un arte capaz de conmover, apasionar y poner en movimiento la sensibilidad de un lector. Pero, también la literatura pone en circulación unos valores, un conjunto de actitudes o comportamientos relacionados con el ser o el convivir. En la medida en que son un producto cultural, las obras literarias participan y recrean los valores de determinada sociedad. A veces, para describirlos o exaltarlos y, otras, para criticarlos o verles sus mecanismos ocultos.
No obstante, la literatura no opera como una cartilla de moral o un código de buenas conductas. Su proceder es indirecto, sutil; usando la sugerencia, la ambigüedad, el humor o la ironía. O recurriendo al símbolo con su capacidad de evocación y potencial analógico. La literatura muestra, pero no demuestra; presenta unos valores pero sin que por ello anhele adoctrinar o catequizar.
Digo lo anterior porque a veces los educadores, en su afán de la formación ética de los alumnos, descuidan o dejan de lado la dimensión estética de las obras literarias. Hasta pueden llegar a instrumentalizar la literatura para tipificar –de manera simplista– un listado axiológico fijado en el proyecto educativo de la institución donde laboran. No digo con ello que la lectura de las obras literarias no contribuya a la formación de los estudiantes. Claro que sí. Pero no es un asunto inmediato y mecánico. La literatura reclama que los lectores descifren sus claves (siempre plurales, diversas) y así logren sacar el mayor provecho de sus páginas. Por eso es fundamental que los maestros ayuden a sus estudiantes a ver las relaciones entre los personajes, la genealogía de los conflictos, las transformaciones de una conducta, la complejidad de determinada situación literaria. Lo peor que le puede pasar a la literatura y a la formación ética es emplear las obras literarias como si fueran artefactos de un solo uso, o artilugios para un único fin.
Creo que la literatura, desde la perspectiva de una didáctica de los valores, ofrece motivos para el diálogo, para la discusión en clase. El trabajo del maestro, entonces, es propiciar el discernimiento, la argumentación, el análisis crítico. Esos temas recurrentes expresados por la literatura deben ser explorados en sus diversos niveles de significación, mostrando siempre el haz y el envés de un hecho; ayudando con preguntas intencionadas a que los alumnos clarifiquen valores y descubran los dilemas morales cuando entra en juego la libertad o el relacionarse con sus semejantes.
Por lo mismo, el maestro debe ser cuidadoso y perspicaz al momento de elegir las obras que va a trabajar en clase. Ojalá seleccione obras literarias lo suficientemente ricas, en su elaboración y contenido, que posibiliten apreciar la cara poliédrica de la realidad o las infinitas máscaras de las personas. En muchas ocasiones, obras literarias acusadas de presentar antivalores, pueden ser un excelente recurso para contrarrestar el obcecado moralismo de ciertos docentes o la inmaculada concepción de los seres humanos que tienen algunas instituciones educativas.
De otra parte, y eso es bueno recordarlo, los valores no se enseñan y menos se aprenden como otra asignatura. Requieren de tiempo y de un contexto adecuado; implican la participación del núcleo familiar y la sociedad; traen consigo la necesaria creación de hábitos. En consecuencia, mal haríamos en suponer que la lectura de una obra literaria sea suficiente para enseñar determinado valor. Quizá la literatura, al presentar situaciones y acontecimientos en donde se viven y debaten valores, sirva de piedra de toque para que los estudiantes “tomen conciencia” o dimensionen imaginariamente las consecuencias de una determinada actitud o decisión. Es probable que a través de esos ejemplos ficticios se espolee el nervio moral de los alumnos y se vayan acendrando ciertos comportamientos o se talle discretamente un carácter. Es factible que la escuela –en sentido amplio– logre con esas obras literarias crear un repertorio de “ejemplos” lo suficientemente luminoso como para irradiar en el futuro el actuar ético de los alumnos. Pero eso es apenas una posibilidad y se requiere, por lo demás, la concurrencia de otros factores y otros actores si se quiere garantizar una genuina formación moral de las nuevas generaciones.
Recalquemos en nuestra idea inicial: la literatura es un arte de la palabra cuyo principal fin es sensibilizar a los lectores sobre la variada y compleja condición humana. Una forma creativa del lenguaje mediante la cual se reconfigura la realidad al tiempo que se promueve el desarrollo de la fantasía y la imaginación de sus potenciales lectores. Tengamos bien presente esta finalidad estética de la literatura cuando la usemos con propósitos didácticos o cuando hagamos de ella un recurso para la formación en valores.
Creo que la oferta poética que circulaba en los textos escolares, de hace por lo menos cuarenta o cincuenta años, era mayor que la de ahora. Más rica, más acorde a las edades de los estudiantes, más pensada en términos formativos, y altamente valorada por los maestros. Por lo demás, la práctica de aprender los poemas de memoria, era una forma de hacer que los estudiantes guardaran un ritmo particular del lenguaje, un repertorio de situaciones o experiencias ajenas a partir del cual era posible comparar o contrastar la propia vida. En suma: la poesía era de esos asuntos que involucraba a toda la escuela.
Lo que sucede hoy, y eso se evidencia a partir de investigaciones tanto de los planes de formación como de la práctica docente, es que la poesía ha ido perdiendo valor e importancia. Apenas se retoman algunos textos de los poetas “consagrados”, pero más para cumplir con los lineamientos oficiales que como una genuina convicción del maestro. Se alega que a los alumnos no les gusta ese tipo de textos y, desde allí, se pasa al silenciamiento de la poesía o a darle un trato de cosa vieja y pasada de moda. Con muy contadas excepciones, la poesía hoy no convoca a la escuela, no es un punto vertebral de su agenda formativa.
Sin embargo, el contacto, la lectura y el trabajo frecuente con la poesía en la escuela, es importante por las siguientes razones: a) porque es una forma particular de acercarnos a la realidad; otro tipo de conocimiento, b) porque es una modalidad de lenguaje en el que las imágenes, los símbolos, se convierten en otra manera de completar nuestros alfabetismos, c) porque además de mostrarnos un lenguaje medido y preciso, es un medio de educar nuestra sensibilidad y d) porque es un testimonio o una modalidad expresiva para dar cuenta de la compleja condición humana.
Por supuesto, para subsanar este abandono, una primera estrategia didáctica tiene que ver con la lectura habitual de poesía en los diversos escenarios de la escuela. Leerla, en principio, para disfrutarla, para ir acostumbrando a nuestros alumnos a esos ritmos, a ese lenguaje, a esas comparaciones. La lectura de poesía implica, además, un cambio de práctica: del poema recitado, al poema entonado. Esta primera estrategia es para el profesor. Él es el directo responsable y no necesariamente supone una actividad posterior de los alumnos, y menos una calificación. Es tomarse unos minutos para que los alumnos se habitúen a escuchar esta otra música.
Un segundo nivel o un grado mayor de contacto con la poesía es el de involucrar a nuestros alumnos con el comentario del texto poético. Pero no se trata sólo de indagar por el gusto o el impacto. Es más bien una tarea de hacerla legible, de dar pistas no siempre evidentes, de ir de línea en línea sin perder el conjunto, de indagar en los ritmos o en las imágenes del poema… Aunque puede hacerse, por supuesto, de manera oral, el comentario es una oportunidad para poner al estudiante en relación con la escritura. El comentario de textos es una lectura que combina el explicar y el comprender. Un ejercicio de exégesis, de genuina hermenéutica.
También puede ser muy útil enseñarles a nuestros alumnos lo propio del pensamiento relacional, que sigue siendo una de las materias primas para elaborar y leer la poesía. Este tipo de pensamiento, cuyo mejor ejemplo es la analogía, es un pensar de múltiples aristas, un pensar abierto, plural; un pensamiento que a pesar de las diferencias entre los seres y las cosas es capaz de encontrar entre ellas variadas semejanzas. Un pensamiento que, por eso mismo, es menos dogmático, menos sectario, menos intransigente. El pensamiento relacional es el germen de lo simbólico, el lubricante del interculturalismo y de lo trascendente.
De otra parte, la lectura de poesía puede ser una cartilla para que los más jóvenes empiecen a leer el abecedario de los sentimientos y las pasiones. Que tengan otro discurso diferente al de la sociedad de consumo; un lenguaje que les permita confrontar el simplismo y el esquematismo de la cultura light del espectáculo. Es urgente que hablemos en clase, por ejemplo, de cómo nace, se desarrolla y cambia el amor. Y también hablar del desamor, de esa otra dimensión que el mundo frívolo de hoy desea ocultar o ridiculizar. Leyendo poesía podemos mostrar la complejidad de los sentimientos, con el fin de no banalizarlos o convertirlos en idealizaciones de telenovela.
Concluyamos afirmando que la poesía es un refugio para el alma; un murmullo sonoro capaz de aconsejarnos en circunstancias esenciales o determinantes de nuestra vida. Puede que al inicio los estudiantes la perciban innecesaria. Pero los maestros sabemos que fomentar el gusto y la lectura de poesía es una semilla que da sus mejores frutos en el tiempo futuro, cuando sean las dificultades o la desesperanza las que obstaculicen el camino. Vale la pena tener una reserva de poemas, conservar esa caja de primeros auxilios cerca a nuestros haberes más queridos.
Un arteElizabeth BishopNo es difícil dominar el arte de perder:tantas cosas parecen llenas del propósito de ser perdidas,que su pérdida no es ningún desastre.Perder alguna cosa cada día. Aceptar aturdirse por la pérdidade las llaves de la puerta, de la hora malgastada.No es difícil dominar el arte de perder.Después practicar perder más lejos y más rápido:los lugares, y los nombres, y dónde pretendíasviajar. Nada de todo esto te traerá desastre alguno.He perdido el reloj de mi madre. Y, ¡mira!, voy por la última–quizá por la penúltima– de tres casas amadas.No es difícil dominar el arte de perder.He perdido dos ciudades, las dos preciosas. Y, más vastos,poseí algunos reinos, dos ríos, un continente.Los echo de menos, pero no fue ningún desastre.Incluso habiéndote perdido a ti (tu voz bromeando, un gestoque amo) no habré mentido. Por supuesto,no es difícil dominar el arte de perder, por más que a vecespueda parecernos (¡escríbelo!) un desastre.
Son más las voces y los textos que nos hablan hoy del ganar, del atesorar, del perdurar y del enriquecernos, que aquellos otros enfocados en reflexionar sobre las pérdidas y las derrotas. Es en esta última perspectiva donde se ubica el poema “Un arte” de la poetisa norteamericana Elizabeth Bishop. Un texto profundamente meditativo, centrado más en el aprendizaje de las pérdidas que en la algarabía de los que pregonan el éxito fácil y el triunfo a cualquier precio.
Mirado en conjunto, el poema de Bishop nos invita a ir en un crescendo, de lo nimio a lo más grande: desde los objetos banales hasta las estimadas posesiones; después, aprender a perder las reliquias atesoradas, los ambientes amados, las ciudades queridas… Y luego, lo más difícil, aprender a perder a las personas, a los seres que hemos amado. Así, aunque parezca difícil de aceptar, debemos ir aprendiendo el arte de perder. La poetisa considera que tal proceso es un arte, entre otras cosas, porque se va aprendiendo poco a poco. No es un aprendizaje que se dé de un momento a otro en nuestra vida; hay que ir asimilándolo día a día, con experiencia, con sabiduría.
¿Y por qué estas pérdidas no son un desastre? ¿Por qué Elizabeth Bishop nos dice que debemos escribirlo? Porque olvidamos que además de piel y músculos, de nervios y sangre, estamos hechos de tiempo. Somos seres de memoria y de costumbres. Dada esa condición, tenemos la capacidad para adaptarnos a las nuevas circunstancias; quizá buena parte de nuestra sobrevivencia como especie se deba a esa vocación para la adaptabilidad. Es normal, por lo mismo, que nos acostumbremos a un ambiente, a determinados objetos, a ciertas personas; pero, de igual modo, nos vamos acostumbrando también a su ausencia o a su pérdida. Porque además tenemos la facultad del olvido, esa otra manera de “aprender a perder”. Tal vez sepamos estas cosas, pero cuando enfrentamos la pérdida de algo o de alguien, nos obstinamos en no aceptarlo. La vida sigue adelante, esa es una lección para repetirnos cada vez que perdamos alguna de nuestras posesiones más queridas.
De otra parte, está nuestra terquedad por el apego. Ese es uno de los grandes inconvenientes para aceptar las pérdidas en nuestra vida. El apego, debemos tenerlo presente, es una de las causas profundas de nuestros sufrimientos. El apego es la no aceptación de que las cosas cambian, de que las personas crecen, de que la vida evoluciona. El apego es nuestra terquedad por mantener inalterables la siempre dinámica y sinuosa vida. Nos hemos creído, o lo hemos aceptado cándidamente, que todo debe permanecer inmodificable, que nuestros cuerpos no pueden envejecer, que siempre seremos jóvenes, que nunca se agotará el dinero en nuestras arcas. Nos hemos apegado tanto a los bienes materiales y a las personas que para donde miremos usamos el ojo paralizante de Medusa. Allí, en esa dependencia del apego, hay otra razón para que sea difícil el aprendizaje de perder.
Es innegable que echaremos de menos a algunas personas cuando ya no estén con nosotros; por momentos, sentiremos pesadumbre al perder un empleo al que estábamos acostumbrados o una posesión por la que luchamos arduamente; padeceremos oleadas de incisiva rememoración por épocas o momentos pretéritos que nos fueron altamente significativos, pero eso será por un tiempo y “no será ningún desastre”. Otras personas ocuparán el puesto que nosotros teníamos; nuevos proyectos y nuevos ideales desplegarán sus alas; inéditas tierras reclamarán el tesón y la valentía de jóvenes descubridores. Así ha sido siempre a lo largo de nuestra humanidad. También es esa la manera como la vida avanza y crece y fructifica. Si nos quedáramos paralizados por el rostro de la Gorgona de la conservación eterna, sólo tendríamos a nuestro alrededor un museo de cosas y personas muertas.
Realista y sincero el poema de Elizabeth Bishop del cual hemos hablado. Realista porque nos advierte que no somos irremplazables ni inmortales. La finitud y el olvido también están en nuestros genes. Y sincero porque, usando ese tono de fraterna compañía, nos ofrece un consejo esencial sobre nuestra condición humana: hay que aprender a perder porque, de otra manera, no seguiríamos adelante. Las pérdidas, si así lo hemos comprendido, son el lastre que debemos liberar si es que ansiamos continuar ascendiendo en el globo de nuestra existencia.
(De mi libro Vivir de poesía. Poemas para iluminar nuestra existencia, Kimpres, Bogotá, 2012, pp. 71-76).
“La envidia”, según el grabador holandés Jacob Matham.
El corazón del envidioso tiene las características de los dientes de los roedores: su rencor crece a medida en que va desgastándose.
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El que cultiva envidias cosecha recelos y almacena semillas de odio.
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La codicia del envidioso se consume, como las llamas, en su propio resentimiento.
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La envidia es un padecimiento: un anhelo que termina por doler en el propio cuerpo.
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Donde los demás ven aliados, los envidiosos perciben rivales.
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Schopenhauer consideraba que la envidia era un enemigo de nuestra felicidad. Eso es cierto. La envidia nos quita la posibilidad de disfrutar lo que tenemos por andar mirando en otros lo que nos falta.
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La envidia es el lado cortante de la admiración.
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La envidia es una forma de resentimiento. Una rabia contra los demás por una ofensa fraguada sólo en nuestra imaginación.
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La envidia es una forma de egoísmo. No toleramos que nadie más tenga o sea como nosotros.
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El envidioso es un esclavo de lo que apetece. Un servil dependiente de aquello que detesta.
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El envidioso sufre por exceso o por defecto. Algo le falta o algo le sobra. El envidioso padece la inconformidad caprichosa de los niños.
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El envidioso es un celoso obsesivo: Imagina rivales en todas partes.
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El espejo ha sido un objeto socorrido para simbolizar la envida. Quizá porque en el fondo el envidioso no sea sino un ser ensimismado luchando con su propio reflejo.
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La envidia es una variedad de la disnea: se vive suspirando permanentemente por lo que no se tiene.
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La envidia, como ciertos isópteros, va carcomiendo el alma. El corazón del envidioso termina hueco sin que él se dé cuenta.
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La envidia es un monstruo que anda dormido en nuestro interior. La ostentación y la vanagloria lo despiertan.
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La envidia tiene algo de fuerza demoníaca o posesión inexplicable que, a pesar la persona, se apodera de su voluntad y su pensamiento. Por algo María Zambrano la llamó “el mal sagrado”.
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El envidioso es un ladrón en potencia: sufre del deseo intenso de obtener lo ajeno.
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A Jesús no lo mataron por la expulsión de los vendedores del Templo sino por envidia. Muchos fariseos esperaban en el fondo de su corazón ser el Mesías.
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La envidia es una forma de autofagia. El envidioso termina devorándose a sí mismo.
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Los envidiosos concitan para propagar la animadversión o el descrédito hacia aquel que descuella, triunfa o sobresale. Así ha sido siempre: lo común envidia a lo excepcional.
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Cierta forma de envidia se siente en los dientes. Es como si el bien ajeno nos destemplara el alma.
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¿Por qué ese tiene lo que yo no tengo?, se pregunta enconado el envidioso. ¿Por qué me da pesar saberlo?, vuelve y se interroga entristecido.
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El envidioso padece de la vista. No puede ver a los demás sino con la mirada torcida de la malevolencia.
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Hay personas más inclinadas a la envidia. Aquellos que nunca están satisfechos ni con lo que son ni con lo que tienen.
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Las críticas del envidioso son dardos de una alta precisión. Obvio, parten de identificar en los demás aquellos asuntos que él no posee.
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La tarea del envidioso consiste en magnificar detalles o minimizar prestigios.
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El envidioso usa el “pero” como una forma de ver en las obras de su colega primero la mancha antes que el logro.
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Luzbel, que era soberbio, es un envidioso encarnizado. Y su mayor maldad es tentar al ser humano para que caiga al igual que él. Luzbel busca que el hombre pierda el paraíso de su terrena felicidad.
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La bala que el envidioso apunta sobre el envidiado tiene como diana su propia cabeza.
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La emulación nos obliga a ser mejores; la envidia nos lleva a sacar lo peor de sí.
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El soberbio mira a los demás con desprecio; el envidioso lo hace con apasionada atención.
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Las injusticias que el envidioso argumenta son, en verdad, formas de expresar su resentimiento.
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El envidioso sufre porque nadie le reconoce lo que, según él, es un bien o un logro importante. Los demás –afirma– son ciegos para sus virtudes. Esa es la causa de su resentimiento.
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El envidioso es un astuto; sus actividades tienen un fin doble para hacer creer que no padece aquello que en su interior le corroe.
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El envidioso, por mirar torcidamente, no se percata de las cualidades del envidiado. O si las mira, lo hace distorsionándolas. Todo envidioso sufre de miopía o astigmatismo.
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El envidioso trata de ocultar la envidia como el tímido su rubor. Y entre más niega su ojeriza por alguien más se evidencia su antipatía.
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Todo envidioso es un pesimista. La vida siempre le parece injusta y sus propios talentos despreciables.
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¿Y si Dios hubiera visto con buenos ojos las ofrendas de Caín? ¿Habría en el corazón de Abel lugar para la envidia? ¿O será que únicamente habita en los espíritus que son avaros en ofrendas y faltos de gratitud?
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De la historia bíblica de Saúl y David podemos aprender una cosa: el envidioso confía en que algún filisteo mate al envidiado. Y, otra más: si se quiere ofender a un envidioso lo mejor es contestarle como David respondió a los oficiales de Saúl, “yo no soy más que un hombre común y corriente”.
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En el paraíso de la amistad ronda ocultándose la serpiente de la envidia.
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La envidia es una tentación que, al morderla, conduce al éxodo.
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Hay envidias que llevan a la emulación y, otras, a la animadversión. Todo es cuestión de simpatía o de miedo ante el semejante.
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La envidia es una forma de masoquismo moral.
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“La envidia es una herida en el alma”, dijo Sócrates. Una herida incurable, habría que agregar.
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La envidia, para aniquilar a su presa, lanza primero su perro de caza preferido: la calumnia.
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Antes se usaba la palabra “livor” para definir a la envidia; seguramente por la relación de la cara del envidioso con el color morado propio de los muertos.
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Existe un vínculo entre la envidia y la codicia. En ambos casos se trata de un irrefrenable deseo por poseer los bienes ajenos.
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La prosperidad ajena aguijonea a la envidia como la espuela a la cabalgadura.
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El padecimiento de la envidia no tiene convalecencia. Por el contrario, es una enfermedad que tiende siempre a empeorar.
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La envidia es un sentimiento que, después de un tiempo, ya es una posesión.
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Parte del éxito del envidioso es que el envidiado nunca sabe de sus intenciones. Simulación y silencio forman parte del camuflaje de la envidia.
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El envidioso siente que si emula a alguien se humilla. Cree que todo amor conlleva a la esclavitud.
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La ingratitud y la desconfianza son los heraldos de la envidia.
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Covarrubias, en su Tesoro de la lengua castellana, simbolizaba a la envidia con una lima sobre un yunque: exacta alegoría de una pasión que a la par que desbasta va al mismo tiempo desgastándose.
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El infierno del envidioso consiste no sólo en su tristeza eterna sino en su envenenada soledad.
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El codicioso desea tener los bienes del prójimo; el envidioso, anhela su ser.
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Escribe San Basilio que la envidia es parecida a un buitre: huele los defectos y las fallas del envidiado, nunca la grandeza de sus obras. La envidia ulcera lo vivo.
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La envidia es un veneno que se irriga más rápidamente y surte su mayor efecto cuanto más el envidiado aumenta sus bienes o multiplica sus logros.
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De todas las hijas que Santo Tomás atribuía a la envidia, las más poderosas son la murmuración y la detracción. Y lo son porque tienen pies ligeros y ofrecen placer con facilidad.
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Los cristianos oponen a la envidia la caridad. Interesante manera de entrever que en el máximo bienestar del prójimo siempre hay una zona de carencia. Se es caritativo porque el otro algo necesita.
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Existe un remedio casero contra la envidia: alegrarse con el triunfo de los amigos. Desde luego, hay que macerar lentamente el egoísmo con el agua cristalina de la confianza.
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Bien vale la pena recordar la personificación de la envidia propuesta por los renacentistas: es una mujer vieja, flaca y sucia, que se alimenta de víboras, devora su propio corazón y lleva como soporte una vara de espino. ¿Podría imaginarse mayor sufrimiento?
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El envidioso solo ríe cuando ve que el envidiado cae en desgracia.
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Las enmiendas del envidioso tienen la misma consistencia de la Hidra: apenas se corta un remordimiento reaparecen dos nuevas murmuraciones.
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La envidia es una bestia de caza: anda al acecho oliscando espíritus afortunados.
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El sol del éxito proyecta siempre una sombra: la envidia.
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En el escudo de armas del envidioso puede leerse esta divisa: “Calumnia, calumnia , que algo queda”.
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La reina del cuento de Blancanieves es un buen ejemplo de la obsesiva preocupación de la envidia: “Espejito, espejito que me ves, la más bella de todo el reino, dime, ¿quién es?”.
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La virtud tiene una compañera silenciosa: la envidia.
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De los tres perros feroces de que hablara Lutero (ingratitud, soberbia y envidia) el más peligroso es el último porque este perro persigue sus presas aún después de muerta la víctima.
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Los que afirman que la envidia es un principio del igualitarismo dejan de lado el valor de la meritocracia. El talento, lo sabemos, es más aristocrático que populista.
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Los espacios cerrados o amurallados son más proclives a la envidia. La cercanía y la constante familiaridad traen consigo la mutua observación. En los pueblos y los conventos el murmurar atenúa el aburrimiento.
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Al gran simulador, que es todo envidioso, lo peor que le puede pasar es que se descubra su malquerencia por alguien. La envidia, entonces, se transforma en descrédito.
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Desconocer las cualidades del hermano o reconocerlas. Ese es el dilema del envidioso.
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“La envidia ve el mar pero no las rocas”, dice un proverbio ruso. Eso pasa con el envidioso: supone que los bienes del vecino se lograron sin esfuerzo o que el talento del colega no conllevó ninguna disciplina. El envidioso desea los beneficios pero evitándose toda fatiga.
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Es un grado muy sutil el que va de la admiración a la envidia. Todo depende de la sensibilidad del espíritu y la consistencia del carácter.