A primera vista parece simple describir un objeto. Observe con cuidado y pinte lo que mira, nos dicen. Haga un listado de sus características, vuelven a insistirnos. Pero si bien es útil tener en mente dichas recomendaciones, no podemos dejar de lado la riqueza y complejidad propia de los objetos. Ignorar sus peculiaridades, por no decir su esencia, es condenar la descripción al fracaso o a una tarea superficial.

Es que los objetos, así los consideremos desechables, tienen una relación profunda con las personas. Por momentos son como una extensión del hombre y, en otras ocasiones, son la evidencia silenciosa de la forma de ser o actuar de un individuo.

Los objetos se parecen a su dueño. Hay objetos que a pesar de los años siguen siendo útiles, mientras otros a los pocos días de uso ya parecen un vejestorio. Desde luego, esto se debe al trato o al vínculo que los hombres establecen con sus cosas. Por eso vemos vehículos pulcramente tenidos y también automóviles desaliñados y descuidados hasta el exceso. Y por la misma razón, hay personas que con celo acicalan y atesoran sus objetos como hay otras que con rapidez los destrozan o los dejan desnudos a las fuerzas de la herrumbre o la intemperie.

Analícese cómo la mesa donde escribimos va perdiendo su laca justo donde nuestros brazos o nuestras manos la recorren cotidianamente; o qué decir de aquella silla que ya parece haber tomado la forma de nuestras posaderas. Y ni hablar de los mangos de madera de los cuchillos de cocina que se desgastan según la huella de las manos que los utilizan o nuestros zapatos en los que cada arruga reproduce las señales inequívocas de una anatomía. He visto objetos con aristas de aluminio ir perdiendo su espesor por la continua suavidad de unas manos; y he comprobado más de una vez la moldura adquirida de los sacos al acompañar por mucho tiempo a su dueño.

Sabemos, además, que a los objetos se adhieren los perfumes, las manchas, y el ambiente como si fueran una pátina indeleble. Los objetos están inmersos en un contexto, en una época, en una cultura. Por eso, aunque al momento de salir de la fábrica sean idénticos, lo cierto es que al entrar en relación con un individuo o con una comunidad específica, sufren transformaciones, adaptaciones, mutilaciones, mutaciones. De igual modo las características de una profesión los impregnan de nuevos significados o los dotan de un simbolismo insospechado. De allí porque el perfume, por ejemplo, cambia su intensidad o su acidez según un tipo de piel o una determinada sudoración; y en ese mismo sentido, hay objetos que lucen maravillosamente en un cuerpo y dejan de ser vistosos al ser usados por otra persona.

De otra parte, es común que determinados objetos formen una familia para poblar determinados espacios. Esa unión de objetos, muchas veces atendiendo a elaboradas estéticas, se convierte en un deber ser social o en una silente radiografía de una época. Existen protocolos a los cuales obedecen los objetos y tenemos objetos que desencadenan ritos, etiquetas, festividades o ceremonias de diversa índole. Es común, por lo mismo, hablar de mobiliario o de baterías de cocina, o de caja de herramientas. Los médicos hablan de instrumental y los industriales, los ingenieros o los militares de equipamiento. El mundo de la escuela tiene lista de útiles, material didáctico, recursos audiovisuales y dotaciones de variado tipo. Por momentos el espacio del salón de clase es, en sí mismo un objeto y, en otros, es todo el edificio de la institución, toda la estructura la que se comporta como si fuera una mole unificada y dotada de identidad.

Repensadas así las cosas, describir un objeto se torna difícil. Lo más fácil es enumerar una serie de características; tal vez las más evidentes. Pero se olvida que los objetos dependen de la relación que tengan con las personas; que cambian según el trato y el cuidado; que están sometidos al clima y el tiempo; que guardan historias muchas veces evidentes en una raspadura, una mella o la falta de una pieza. Es imperativo medirlos y conocer de qué material están hechos; por supuesto que necesitamos precisar su color, su fisonomía y estructura. Eso es necesario. Más no es suficiente. Las buenas descripciones, las que son fieles a la hipotiposis de los retóricos clásicos, necesitan “hacer ver”, “poner ante los ojos” las peripecias del objeto, sus vínculos, sus cicatrices, su trasegar por el mundo. Las buenas descripciones hacen que las cosas revelen su acontecer, ponen a los objetos en el sitial de lo contemplado. El que así describe un objeto, en consecuencia, debe admirarlo tranquilamente para dar testimonio en su escritura de tal encuentro.