Lo veo absorto. Oigo las notas del piano tan dinámicas, tan explosivas y es inevitable percibir el contraste con su rostro: aparentemente inexpresivo. La mirada perdida en el espacio infinito. Nada lo distrae de lo esencial. La expresión del pianista es la de alguien poseído por la música, como si ella lo habitara desde dentro. Las manos rápidas y el rostro hiératico, fascinado con un misterio íntimo. Por momentos el pianista contrae su cuerpo como si no le cupiera la melodía dentro de sí; es un gesto del éxtasis místico, de quien está en contacto con una dimensión extraordinaria. Es como si tocara esa sonata para él mismo. El público parece no importarle. Los ojos del pianista se regodean divagando en su particular cielo. Luego, con sutileza, las manos buscan encontrar entre el teclado lo que sus ojos han entrevisto en las alturas. Cada nota es un encuentro, un diálogo secreto. Es una partitura que se sabe de memoria. El rostro da muestras de algo que recuerda, evoca o de una sorpresa contenida por una antigua fascinación. Observo de nuevo sus manos que acarician las teclas del piano como aves aladas de una certera precisión.
Qué regalo para el espíritu es escuchar y ver las interpretaciones al piano realizadas por Wilhelm Kempff de las obras de Beethoven. Y en especial, el tercer movimiento de la sonata para piano N° 17, op. 31, denominada “La tempestad”.
A Basho, el célebre poeta japonés, le gustaba conversar con los amigos sobre su pasión por las semejanzas.
—Los pétalos de las rosas son como los labios de una mujer.
Los amigos se reían de sus ocurrencias y, en algunas ocasiones, especialmente cuando habían consumido altas cantidades de sake, agregaban en broma sus propios comentarios.
—Las mujeres tienen muchos pétalos secretos.
Basho se mantenía en silencio. Es sabido que nunca se embriagaba y podía pasar largas horas con una taza entre sus manos bebiéndola a sorbos insignificantes.
—Los rayos del sol son espadas de luz.
El poeta cargaba un pequeño cuaderno en donde escribía sus ocurrencias e iba coleccionando frases de otros escritores relacionadas con el tema de las semejanzas.
—Oigan este poema que encontré en una antología compilada por Fushimini. Pongan atención: “Me he pasado la vida afilando la espada. Y ahora, cuando me enfrento a la muerte, la desenvaino, y he aquí que la hoja está rota”.
Era común que Basho saliera con este tipo de reflexiones en medio de una conversación informal o que fracturara el discurrir de un tema de manera inesperada.
—¿No les parece una sorpresa esa relación de la vida con la espada?
Los amigos siempre quedaban atónitos con aquellas elucubraciones. Lo miraban largo tiempo esperando que él mismo respondiera esos interrogantes. Basho comprendía que sus frases no habían sido entendidas o que la situación no era la más indicada para pronunciarlas. Pasados unos minutos, la charla retornaba a asuntos banales o giraba alrededor de alguna anécdota del día.
—¿Cuándo tendremos la suerte de leer tu nuevo libro?
Ahora fue el poeta el sorprendido. Guardó la libreta de pasta negra e ingiriendo un pequeño sorbo de sake dijo que hacia finales de noviembre saldrían los primeros ejemplares.
—¿Y no nos puedes compartir un adelanto?
Basho dejó la pequeña taza sobre la mesa. Miró al grupo de contertulios con un gesto de complicidad fraterna. Poniéndose de pie entonó muy pausadamente uno de sus versos: “Las flores que caen de los árboles son como mariposas muertas”.
Los aplausos de los amigos retumbaron fuertes en el pequeño salón. Basho intentó sentarse pero varias manos se lo impidieron. ¡Otro más!, poeta, otro más!, exclamó al unísono el pequeño grupo.
—“Los pájaros enjaulados tienen la misma tristeza del viento silencioso”.
Mientras el poeta volvía a su postura inicial los amigos levantaron las manos y las pequeñas tazas con sake en un brindis entusiasta: “¡Salud!”, gritaban. “¡Por la poesía!”, “¡Por el nuevo libro!”
—¿Qué título le pusiste? —preguntó animado Oshida, el más joven del grupo.
—“Manchas de voces” —respondió Basho.
—Entonces: “¡Por Manchas de voces!” —dijeron en coro los amigos, haciendo sonar las tazas de porcelana en un nuevo brindis.
*
Cierta noche, después de haber compartido una abundante cena en la que Basho había dicho que las ventosas eran los redondos dedos de los pulpos, y en la que había hecho de manera continua no menos de quince comparaciones mientras ingerían un plato de estos moluscos, esa noche de luna llena, el grupo de amigos decidió salir a caminar por las angostas calles de Kioto.
—Los faroles son luciérnagas encerradas en papel de seda —dijo el poeta señalando un chouchin colgante.
Kitamura, uno de los amigos más cercanos de Basho, a manera de réplica le preguntó al poeta por qué eran tan importantes para él las semejanzas.
El poeta sonrío, y parándose debajo del farol se colocó en el centro del grupo. Levantó sus brazos y entretejiendo las manos empezó una larga exposición de motivos, apenas interrumpida por el ladrido lejano de los perros.
—Las cosas no están desligadas. El universo es un conjunto de relaciones. Los cielos y la tierra se alimentan mutuamente. Por eso me habéis escuchado decir que “con el néctar de las flores la mariposa se perfuma” y también que “los ojos de los peces son lágrimas congeladas al ver partir la primavera”. Todo está conectado. El cosmos infinito es una música de equivalencias y correspondencias. Lo que pasa, amigos míos —las manos de Basho se convirtieron en puños encontrados— es que vosotros percibís el mundo de manera enfrentada y como entidades sueltas. Mi gran maestro Yoshitada me decía: “las estrellas gobiernan a los hombres y los hombres con sus actos afectan el movimiento de los astros”. Vosotros debéis haber oído una de sus frases más famosas: “el aleteo de una mariposa en algún lugar cambia el mundo”.
La voz de Basho sonaba clarísima. El frío de la noche parecía no tocarle la garganta. Estaba ensimismado en su discurso. Aunque parecía hablarle a cada uno de los tres amigos, lo cierto era que el poeta estaba en uno de sus trances meditativos. Levantó su cara hacia el cielo y con el brazo derecho señaló la luna. Por cierto que esa noche el cielo estaba profundamente despejado.
Fíjense por un momento en la luna. En nada parece que ese círculo plateado afectara al gigantesco mar o al vientre de las mujeres. Pero sus cambios tienen réplicas en las mareas y en los ciclos femeninos. Todo está relacionado, a veces de manera imperceptible o de forma indirecta y misteriosa. Por eso me habéis oído insistir en la necesidad de cualificar nuestros sentidos para sentir o percibir la armonía presente en el universo o para descubrir las analogías entre las cosas. Miren la luna. Su redondez me hace pensar en el iris de nuestros ojos y en las formas del taiko, nuestro tambor sagrado.
—Pero para eso se necesita tener espíritu de poeta —lo interrumpió Oshida.
—O aprender a detenerse y mirar con cuidado y perspicacia la vida. ¿En verdad habéis observado la luna? ¿Qué es la luna?, os pregunto.
El cuestionamiento tomó por sorpresa a los tres amigos. Kitamura se atrevió a dar una respuesta:
—La luna es el sol de la noche.
Basho lo miró de reojo, sin dejar de mantener su cabeza levantada hacia el astro refulgente.
—Todo lo redondo está contenido en la luna; todo lo circular está convocado por su forma. El yin y el yang le son inevitables, como también la tierra misma en que habitamos. Todo lo circular es atraído e irradiado por la luna. Todo lo perfecto que está en continuo movimiento. La luna se asemeja al anillo, al cinturón y a la corona. Y también a la rueda, y la rueda lo sabéis desde niños, está asociada íntimamente con el tiempo…
—La luna es un queso gigante servido por las noches en el cielo.
Los amigos rieron de buena gana con el apunte de Saikaku. El maestro apenas se percató del bromista del grupo.
—Cuántas cosas sabríamos si aprendiéramos a mirar la luna. Cuánto entenderíamos a los dementes y develaríamos algunas costumbres de los lobos. ¿Por qué los lobos le aúllan a la luna?, ¿qué saben los lobos de la luna que nosotros no sepamos?
El grupo de amigos empezó a caminar de nuevo. Kitamura tomó suavemente del hombro a Basho, invitándolo a seguir el recorrido. El poeta proseguía musitando palabras, como si estuviera pronunciando para sí una oración sintoísta:
—“Por ser plateada la luna es semejante a la pureza y la pureza se relaciona con el loto y el loto que sale de la oscuridad está vinculado con la luz espiritual…”
Luz Adriana: ¿Viste la ilustración de la pasada entrada del blog del maestro?
Mónica: Sí. Me parece que a él le gusta mucho ese músico.
Luz Adriana: Yo creo que la intención era otra…
Mónica: ¿Cuál?
Luz Adriana: Pues, la de darnos una pista para la tarea.
Mónica: ¿Cómo así?
Luz Adriana: Se me ocurre que el trabajo del director de orquesta es análogo a la labor del maestro.
Mónica: De pronto. A mí me parece que la fotografía era para reforzarnos lo que nos mostró en la pasada sesión del Nivelatorio.
Luz Adriana: No creo. Yo pienso que, como tantas cosas que a él se le ocurren, era una forma de insinuarnos una posible analogía.
Mónica: ¿Y por qué lo dices con tanta convicción?
Luz Adriana: Porque, inspirada en esa imagen y en el video de Baremboim mostrado en clase, me puse a pensar en las relaciones que hay entre el director de orquesta y el maestro.
Mónica: Cuéntame a ver si saco material para mi tarea.
Luz Adriana: Mira. Acá tengo el cuadro comparativo con la lista de rasgos puestos en dos columnas.
Mónica: Ya veo…
Luz Adriana: Pero esto es sólo el escenario. Lo importante es la tesis que anima ese cuadro.
Mónica: ¿Cuál?, si se puede saber.
Luz Adriana: Sencilla: la tarea del maestro se parece a la ejecutada por el director de una orquesta.
Mónica: Suena bien.
Luz Adriana: ¿Y cómo lo voy a argumentar?, te preguntarás. Una primera cosa, y fíjate que sigo la lista de características de mi cuadro, es que así como el maestro organiza y lidera a sus alumnos, el director de orquesta tiene a su cargo o maneja unos músicos.
Mónica: Y no siempre es fácil controlarlos… Sobre todo ahora, en esta época, en que la autoridad del maestro es poco reconocida.
Luz Adriana: Sigo… Tanto el director de orquesta como el maestro están al frente de un grupo. Lo dirigen, por decirlo así.
Mónica: Ya entiendo…
Luz Adriana: Y controlan el grupo con su mirada, sus gestos, su postura. Claro, el maestro también usa las palabras; en cambio el director de orquesta utiliza un lenguaje no verbal. O mejor, son sus manos las que hablan, son sus brazos los que comunican o dicen un cambio en el ritmo o en la intensidad de unas notas.
Mónica: Eso es porque a los músicos les interesa estar allí y seguir al director; en clase el asunto es bien distinto. Hay alumnos que no les importa estar en el aula.
Luz Adriana: Pero, tanto el director como el maestro, dirigen a otros, a un grupo de personas. Cada uno usa recursos comunicativos diferentes, pero ambos están preocupados por organizar un conjunto heterogéneo.
Mónica: En algo se parecen, según lo que dices; pero yo creo que son diferentes los dos grupos de personas por ellos dirigidos.
Luz Adriana: Lo fundamental al hacer la analogía, según entendí por la explicación dada el viernes, es sacarle el mayor provecho a las similitudes.
Mónica: ¿Y qué más tienes en tu cuadro?, ¿qué otra cosa has descubierto?
Luz Adriana: Descubrí que una de las finalidades del director de orquesta es lograr que cada quien toque su instrumento pero sin descuidar el resultado armónico del conjunto.
Mónica: Me perdí… Explícame más despacito.
Luz Adriana: Me parece que el director de orquesta como el maestro necesitan darle valor y relevancia a cada persona de su grupo. El director de orquesta y el maestro saben que sin el aporte de cada uno no se logrará el resultado armonioso del final.
Mónica: No lo había visto de esa manera.
Luz Adriana: Yo creo que el éxito de un director de orquesta y de un maestro es que atienden a lo individual para lograr el objetivo común.
Mónica: Digamos que hacen una tarea personalizada.
Luz Adriana: Así parece. Y fíjate que si un músico o un alumno no colaboran o se desconectan de quien dirige el resultado será un fracaso.
Mónica: Y según tus reflexiones, ¿Qué sería lo análogo de la partitura?
Luz Adriana: Podría ser el libro de texto…
Mónica: Ya veo… ¿Y el vestido de frac de los músicos sería como el uniforme de los estudiantes?
Luz Adriana: Puede ser… Pero pienso que la elegancia de los músicos es para resaltar la importancia del evento. Es una ceremonia o un rito, así como también es un rito la clase.
Mónica: Sí. Un rito con sus horarios establecidos, sus fórmulas de saludo y despedida, sus formas de hablar…
Luz Adriana: Eso también lo escribí entre los rasgos semejantes. Así como el director de orquesta está en una sala, el maestro está en su salón. Y es similar que en una y otra situación se tenga prohibido hablar en voz alta o comer.
Mónica: Pero eso será en los países desarrollados, porque en nuestro país…
Luz Adriana: Digo que el espacio del director de orquesta y el del maestro son espacios ritualizados. Y debemos comportarnos de una especial manera si queremos estar allí o participar de ese escenario.
Mónica: ¡Qué interesante! ¿Y qué más similitudes has encontrado?
Luz Adriana: Una que me parece muy importante…
Mónica: Soy toda oídos.
Luz Adriana: Me puse a buscar en internet y vi en youtube a varios directores de orquesta en acción. Me acuerdo ahora de Karajan y de Bernstein, y cada uno dirigía a la orquesta de manera diferente, así fuera una obra del mismo compositor. Cada uno tenía su estilo.
Mónica: Has estado muy estudiosa.
Luz Adriana: Sí, señorita. Entonces, se me ocurrió que de igual modo sucede con nosotros los maestros. Cada uno tiene su estilo de enseñar, de interactuar con los estudiantes, de motivarlos o de controlar un grupo.
Mónica: Eso es cierto. A mí, por ejemplo, me gusta mucho que los estudiantes trabajen en grupo, y poco hago exposiciones magistrales.
Luz Adriana: Yo, en cambio, prefiero el trabajo en grupo para el momento de la motivación inicial. La parte gruesa de los temas las asumo siempre con una exposición magistral.
Mónica: Es inevitable. Cada quien le imprime a su enseñanza unas marcas de su personalidad.
Luz Adriana: Y esos rasgos repetitivos son los que constituyen un estilo, según leí en uno de los libros del maestro.
Mónica: Ah, sí…
Luz Adriana: Entonces, así como el director de orquesta tiene un estilo de dirigir, el maestro de igual manera tiene un estilo para enseñar.
Mónica: Qué interesante…
Luz Adriana: ¿A ti te gusta la música clásica?
Mónica: No tanto. O mejor, poco conozco de esa música.
Luz Adriana: A mí tampoco. Pero después de lo que nos presentó el maestro en el Nivelatorio sobre Baremboim dando esas lecciones de música, me picó la curiosidad y me puse a indagar las sonatas de Beethoven… y me extasié con una en particular…
Mónica: ¿Pero de dónde sacas tiempo para hacer tantas cosas?
Luz Adriana: Me he organizado… El domingo pasado me regalé la audición de varias sontas de Beethoven tocadas por Baremboim. Encontré el video en internet que el maestro nos presentó en clase.
Mónica: Pásame la dirección a ver si yo también aprendo algo de esa música.
Luz Adriana: Te mando el enlace por correo…
Mónica: Que no se te olvide.
Luz Adriana: Tú sabes que no.
Mónica: Pero no me acabaste de contar lo de tu analogía.
Luz Adriana: Ah sí… Tengo en mente desarrollar otros rasgos que comparten uno y otro. Por ejemplo, el hecho de que el director de orquesta conoce, casi siempre de memoria, la partitura que está interpretando cada músico. Por eso puede dirigirlos. Igual le pasa al maestro: debe conocer en profundidad aquello que desea enseñar.
Mónica: Y eso le da a uno, además, seguridad.
Luz Adriana: Sí. Eso me parece fascinante de los directores de orquesta… tener todas esas notas en la cabeza. Sorprendente.
Mónica: Son genios. Y, según leí, tienen que estudiar más de 10 años para llegar a ser directores.
Luz Adriana: Te contaba que tengo otras características en mi cuadro pero me falta desarrollarlas. Por ejemplo, que el “estudio” de la partitura hecha por el director de orquesta corresponde a la preparación de la clase del maestro… y que los “ensayos” del director se asemejan a los ejercicios en clase del maestro con el fin de apropiar o dominar un tema.
Mónica: Tantas cosas similares, ¿no?
Luz Adriana: Y no sé todavía con qué puedo analogar la batuta usada por el director de orquesta.
Mónica: Con las tareas…
Luz Adriana: No. Hace parte de la comunicación en el aula. Es un elemento que amplifica la instrucción del director de orquesta…
Mónica: Entonces, con la tarima que hay en los salones de clase.
Luz Adriana: Déjate de bromas. Mejor ayúdame a encontrar una relación “adecuada y pertinente”, según nos indicó el maestro en su blog.
Mónica: Dame unos días y te cuento…
Luz Adriana: Mejor, recoge tus cosas y apúrate que, con este paro de transporte, a lo mejor no conseguimos en qué llegar temprano a casa.
Mónica: Voy corriendo. Espérame. No te vayas a ir sin mí. Tú sabes que no me gusta salir sola a la avenida.
Luz Adriana: Aquí te espero… mientras sigo pensando en mi analogía.
Una buena manera de aproximarse al sentido del quehacer docente es usar analogías. He mostrado con anterioridad un repertorio de ellas para tratar de entender el ser y actuar del maestro. Porque en muchas cosas se asemeja el educador con un partero, un agricultor, un pastor o un escultor; y, en otras tantas, con una estrella polar, un ladrón del fuego o con el anfitrión que ofrece un banquete. En esta misma perspectiva, y con el propósito adicional de aprender a argumentar con analogías, les he propuesto a los estudiantes del primer semestre de la Maestría en Docencia, elaborar una analogía en la que logren presentar la esencia del oficio de ser maestro.
No sobra recordar que al elaborar la analogía deben tenerse en cuenta por lo menos tres requisitos. El primero, es buscar para la realidad que deseamos analogar una semejante a partir de la cual logremos hacer comprensible la primera que nos convoca. No es cuestión de aventurarse con cualquier comparación, sino de hallar meditativamente esas posibles realidades que tienen una adecuada y pertinente correspondencia con el tema base de la analogía. Eso es lo primero. Lo segundo, que opera en paralelo con el punto anterior, es encontrar el mayor número de rasgos equivalentes entre el objeto fuente y el objeto diana. Es decir, inquirir con cuidado en el más alto grado de detalles semejantes. Por eso, no es bueno contentarse con los parecidos de superficie; lo mejor es indagar en semejanzas de fondo, en asuntos sustanciales de las dos realidades puestas en equivalencia. Aquí es conveniente repetir una condición de calidad de las buenas comparaciones: entre mayores sean los rasgos parecidos más fuerte será la validez o el alcance de la analogía. El último de los requisitos es apropiar el vocabulario propio de la realidad analogada. Esos términos de la segunda realidad son los que dan consistencia y amarre; son los que posibilitan una transferencia cabal; sin ellos los puntos de encuentro quedarían como ruedas sueltas. El dominio de ese vocabulario es la soldadura o amalgama de la analogía.
En consecuencia, es bueno, antes de lanzarse a escribir la analogía, hacer un cuadro comparativo en el que se aprecien las dos realidades y un listado de los diferentes aspectos con las respectivas relaciones en cada columna. Habrá rasgos que nos parecerán obvios y otros para los cuales necesitaremos investigar o empaparnos más de la realidad analogada. Dicho cuadro comparativo servirá, además, como ruta o lista de chequeo sobre aspectos significativos al momento de redactar el ejercicio. Pero no debe perderse de vista jamás la apuesta argumentativa que está en juego. Se busca la analogía para avalar una tesis, una idea o un punto de vista. La analogía está al servicio de un planteamiento y, en esa medida, el desarrollo de la misma debe ir acumulando razones para hacer más convincente una proposición determinada. Digo esto para no confundir la elaboración de la analogía con un catálogo de comparaciones o una descripción expositiva de similitudes.
Con estas recomendaciones en mente bien se puede comenzar a escribir. Confío en que la primera realidad, el objeto fuente (me refiero en esta ocasión al maestro) sea lo suficientemente conocida como para no perder las especificidades, las características y los pormenores de dicha profesión. Lo que sigue, en consecuencia, es meditar en otras realidades semejantes para descubrir qué tanto evidencian, permiten profundizar o ponen al descubierto lo particular de ser docente. Espero, de igual modo, que al redactar estas analogías los estudiantes de posgrado tomen un tiempo para reflexionar sobre su práctica y revaloren la dignidad de ser maestro.
La esperanza es un aveque se posa en el almay canta una melodía sin palabras,y nunca acaba su canción.Emily Dickinson
Además de su fuerza y de su tenacidad, más allá de su inteligencia, su imaginación y su potencial creativo, el hombre cuenta con otra potencia igualmente valiosa: la esperanza. En el centro de su espíritu, como si fuera otro corazón, los seres humanos están dotados de esta facultad para el consuelo o la seguridad existencial. Por medio de la esperanza, cada persona puede reconciliarse con lo inevitable, mantener en vilo un sueño o conservar una reserva de optimismo frente a la desgracia o la mala fortuna.
Esperanzarse es, antes que nada, una actitud de confianza. Una forma de asumir la vida en la cual cuenta más el optimismo que la derrota, más lo posible que lo inalcanzable. Quien se esperanza es porque cree sinceramente en la favorabilidad del mundo o de las personas. Alguien que puede superar la siempre falsa y proclive condición humana para apreciar a los seres más en lo que tienen de conversión, de enmienda, de reforma o rectificación. Quien se esperanza es porque, después de poner a los hombres en la balanza, ha descubierto un peso mayor en las virtudes de la corrección que en las ya sabidas manías del vicio o la maledicencia. Además, esperanzarse es partir de otra premisa: hay que creer en fuerzas o energías gratuitas, confiar en presencias invisibles que intervienen o colaboran en muchos de nuestros proyectos, tener fe en ciertos azares o ciertas coincidencias en las cuales participa todo el cosmos. En este caso, la esperanza es la consecuencia de mirarnos como integrantes del universo y no sólo como individuos alejados del amplísimo sistema de la vida.
Bien vale la pena, por lo mismo, no desechar este brío que nos añade la esperanza. Con esa fortaleza nos será más fácil emprender muchos caminos y enfrentar nuestros problemas. Viéndolo bien, la esperanza puede convertirse en un regenerador o vivificador de nuestra existencia. Con su energía podemos de nuevo “recargarnos” para seguir adelante. La esperanza es lo contrario al derrotismo, al pesimismo más chato. La esperanza más que mirar hacia atrás, más que detenerse en lo que ya fue, pone su mira en lo que aún no ha sido, en lo que podría llegar a ser o suceder. No actúa como la esposa de Lot –esa mujer a la que se le dio la posibilidad de salvarse a cambio de no voltear su vista–, ni como Orfeo –ese dios al que se le permitió recuperar su gran amor a cambio de no mirar hacia atrás–, sino que pone todo su empeño en un horizonte donde nada todavía está escrito, en donde cabe todo el juego de fuerzas de la vida misma. La esperanza nos insufla nueva sangre, nos aprovisiona de aire más limpio; nos reanima con un “maná” capaz de darnos las fuerzas suficientes para atravesar los muchos desiertos con que nos encontramos a diario.
Y aunque muchas veces el demasiado esperanzarnos puede ponernos a las puertas de la desilusión, bien vale la pena conservar ese tono interior, esa confianza en la bondad de lo humano, en la realización de nuestros sueños, en la mejoría de los seres y sus obras. La esperanza le da a los seres humanos cierta resistencia espiritual para no doblegarse, para no renunciar, para mantener arriba el ánimo. Hay esperanza en el enfermo por curarse y la hay también en el preso o el condenado que aspira a la libertad; hay esperanza de justicia en el pobre y necesitado, y hay esperanza en los pueblos en guerra que no dejan de soñar en una convivencia pacífica. Tiene esperanza de compañía el más solo de los hombres, de amor, el más incomprendido, y de ayuda, todos esos que deambulan por las calles mendigando un pedazo de pan o unas pocas monedas. Tanto hombres como mujeres actuamos o nos comportamos así porque a todos nos está permitida una “segunda oportunidad”, porque no todo está perdido, porque mientras tengamos vida aún nos queda la posibilidad de la esperanza.
Hay que permitirle a la esperanza que cante silenciosamente sus melodías en nuestra alma. Debemos consentir, de vez en vez, a esta ave de buen agüero. No espantarla para siempre de los alares de nuestro pecho. Debemos oírla con cuidado y tratar de aprender su música. Pues nunca sabremos con certeza cuándo necesitaremos de esos cantos para aliviar nuestro corazón, para serenar los pregones de nuestras dolencias o para no perder el entusiasmo frente al asedio de las propias derrotas.
(De mi libro Custodiar la vida. Reflexiones sobre el cuidado de la cotidianidad, Kimpres, Bogotá, 2009, pp. 213-216).
Johana: No. Estoy, como dice el maestro, dejando en salmuera mis dos párrafos.
Oscar: Recuerda que él nos solicitó enviar cuanto antes el ejercicio para alcanzar un mayor número de correcciones.
Johana: Sí, de eso me acuerdo. Lo que pasa es que no me gusta mucho lo que tengo.
Oscar: No importa. Tenemos que lanzarnos. O si no, ¿cómo podemos mejorar nuestros escritos?
Johana: Razón tienes… pero…
Oscar: Mejor envía lo que escribiste así no esté perfecto.
Johana: Bueno. Pero, vi en el blog que el maestro te dijo que tu tarea estaba muy bien.
Oscar: Aunque me falta lo de la puntuación. Casi no uso el punto seguido. Tengo mucha coma, mucha coma…
Johana: Ese problema también yo lo tengo.
Oscar: Sin embargo, me siento contento con mis párrafos.
Johana: ¿Y cómo lo lograste?
Oscar: Primero que todo me leí y releí los textos que el maestro nos recomendó. En el orden sugerido.
Johana: A mí me faltó leer dos de los textos.
Oscar: Eso te pasa por no haber asistido a la última sesión del Nivelatorio.
Johana: Quería venir pero se me presentó una cosa en el colegio. Ni modo. Pero, no me respondiste del todo…
Oscar: Bueno. Después de eso me gasté un buen tiempo revisando las seis citas que nos entregó el maestro. Busqué la forma de agruparlas, de reunirlas alrededor de un aspecto o una situación. Ahí me gasté mis minutos largos; pero ya con eso tuve como una idea de lo que podía hacer.
Johana: O sea que no empezaste como yo….
Oscar: ¿Y cómo lo hiciste tú?
Johana: Pues, primero pensé en lo que era la felicidad y después miraba dónde podía ir metiendo algunas de las citas.
Oscar: Me parece que así es más difícil. A lo mejor los escritores con experiencia logren hacerlo. Pero a mí me funcionó de la manera como te cuento.
Johana: Y después, ¿qué?
Oscar: Con las citas ya agrupadas me puse a meditar sobre la felicidad. Lo que trataba era de hallar una tesis a la cual pudiera irle anexando mis grupos de citas. En esa tarea me gasté mi buen tiempo.
Johana: ¿Y cómo supiste que ya tenías una tesis?
Oscar: Miré los apuntes de la clase pasada del profe y me ayudé con el libro del maestro, Pregúntele al ensayista.
Johana: Sí, me dijeron que debería adquirirlo. Que es muy útil.
Oscar: Es un libro que sirve como un tutor, cuando uno está escribiendo un ensayo.
Johana: ¿Dónde lo conseguiste?
Oscar: Fui a la Panamericana, pero otros lo han conseguido en la Librería Lerner.
Johana: Y después, ¿qué hiciste?
Oscar: Me fijé un pequeño plan para cada párrafo. Me decía: voy a hablar de esto primero y, enseguida, meteré esta cita y cerraré con una reflexión centrada en este asunto.
Johana: ¿Tú, todo lo haces así?
Oscar: Algunas cosas…
Johana: ¿Y entonces?
Oscar: Me puse a redactar mi primer párrafo. Me acordé de lo que había dicho el maestro: la escritura es un trabajo artesanal. Por eso mismo fui por etapas, por pedazos. Siempre leyendo lo anterior antes de lanzarme con la nueva idea.
Johana: ¿Parece fácil? Pero a mí me ha resultado complicado.
Oscar: ¿Y no será que, por el afán, esperas que el texto te salga de una?
Johana: De pronto es por eso… Lo que pasa es yo no tengo paciencia. Soy como mi mamá…
Oscar: Mala cosa, para esto del escribir.
Johana: En la escuela yo me desesperaba en las manualidades.
Oscar: Yo era bueno para dibujar. Me encantaba colorear figuritas de animales.
Johana: No. Yo sí soy negada para dibujar. Bueno… Pero nos fuimos por las ramas. Oscarito, cuéntame tu secreto.
Oscar: No hay secreto. Es puro cuidado. Fíjate que el maestro subió al blog la ilustración de una mano tejiendo… Me parece que es un buen símbolo del ejercicio. Mejor dicho, es coger una voz de un autor y tejerla con nuestra propia voz.
Johana: ¿Y los conectores serían como la aguja?
Oscar: Brillante has estado, mi coequipera de investigación. Los conectores son el puente, las bisagras de que uno se vale para zurcir esos hilos del pensamiento. En la primera corrección que me hizo el maestro me sugirió cambiar dos de ellos.
Johana: Entonces, ni para qué le envío mis desconectados párrafos.
Oscar: Ya te dije que lo mejor es lanzarse al agua.
Johana: Ya veo que necesito salvavidas… Me estoy ahogando.
Oscar: Y fíjate que hay diferentes familias de conectores; se usan para distintas cosas.
Johana: ¿Y dónde encontraste eso?
Oscar: En el libro del maestro.
Johana: Dichoso tú que ya saliste del problema.
Oscar: Aún sigo luchando con una cita que, según la última respuesta del maestro, desarmoniza con mis planteamientos.
Johana: Sabes una cosa, Oscar, en todos los años que llevo estudiando es la primera vez que alguien me lee con tanto cuidado. Recibí cinco correcciones en el pasado ejercicio del contrapunto.
Oscar: Eso es lo que me tiene más contento. Y me he dado cuenta de lo mucho que he avanzado.
Johana: Pues yo también he crecido un poquito. Al menos ahora me fijo en por qué pongo donde pongo los signos de puntuación.
Oscar: A mí me da mucha brega el punto seguido. Y todavía no sé cómo emplear correctamente los dos puntos.
Johana: A mí el signo de puntuación que más me gusta es el punto final.
Oscar: Bueno, compañera, menos risa y más trabajo. ¿Qué esperas para enviar tus dos párrafos?
Johana: Espero que tú me ayudes. Oscarito, ¿por qué no me colaboras con uno de los textos? No seas malito. Al menos ayúdame con el primer párrafo.
Oscar: Muestra a ver… porque o si no quién te aguanta.
Johana: Mira, aquí están mis pequeñas producciones. Léelos, pero sé benigno con el garrote.
Oscar: Voy a leer en voz alta porque el maestro nos dio ese consejo para saber qué tan acertada era nuestra puntuación.
Johana: Lee, de una vez.
Oscar: “Filósofos, psicólogos y otros intelectuales han escrito sobre la felicidad. Cada uno ha dado una visión diferente como el pensador Fontenelle que decía que ‘un gran obstáculo para alcanzar la felicidad es el prometerse una felicidad demasiado grande’ …”
Johana: No, mejor no. Presta mi cuaderno. Me arrepentí de que me ayudes. Yo solita voy a ver cómo me las arreglo. Ni bruta que fuera.
Oscar: Esa es la actitud. Así habla mi coequipera de proyecto.
Johana: Búrlate. Ya verás cuando aparezca mi texto en el blog con un “excelente”… Envidia te va a dar…
Un problema frecuente de los estudiantes de posgrado, en particular cuando redactan el marco teórico de su investigación, es el de hilar de manera coherente las voces referenciadas o que avalan su pesquisa. Casi siempre el resultado es una colcha de retazos o una entrecortada citación de fuentes sin ningún norte en el discurso. Buena parte de esa dificultad está en el poco conocimiento de los conectores lógicos y de su importancia para darle cohesión y coherencia a las ideas.
Por ello, he invitado a los estudiantes de primer semestre de la Maestría en Docencia a que tejan u organicen dos párrafos tomando como referencia seis citas de diferentes autores sobre el tema de la felicidad. La idea es que incorporen esas frases dentro de un texto de corte argumentativo, muy en el tono ensayístico, y que al hacerlo aprendan a usar los conectores lógicos según cada necesidad y puedan descubrir las posibilidades de emplear uno u otro marcador textual.
Para animar a los maestrantes, he hecho primero la tarea. Las citas elegidas, desde luego, no son sobre la felicidad sino sobre el tema de la lectura. No obstante, espero que el ejemplo sea un buen incentivo para aprender esta habilidad de escritura que consiste en imbricar el pensamiento de otros con la propia voz.
Las citas elegidas
“Una lectura amena es más útil para la salud que el ejercicio corporal”. (Kant)
“El arte de leer es, en gran parte, el arte de volver a encontrar la vida en los libros, y gracias a ellos, de comprenderla mejor”. (André Maurois)
“Seríamos peores de lo que somos sin los buenos libros que leímos, más conformistas, menos insumisos y el espíritu crítico, motor del progreso, ni siquiera existiría”. (Mario Vargas Llosa)
“No debemos leer sino para ejercitarnos en pensar”. (Gibbon)
“Jamás tuve un pesar que no olvidara después de una hora de lectura”. (Montesquieu)
“La lectura es una conversación con los hombres más ilustres de los siglos pasados”. (Descartes)
Las citas conectadas
Son muchos y variados los beneficios de la lectura. En principio, y esa parece ser su mayor bondad, leer nos permite entrar en relación con la tradición, con una herencia del pensamiento. En este sentido, Descartes afirmaba que “la lectura es una conversación con los hombres más ilustres de los siglos pasados”. Pero no es un diálogo pasivo; más bien se trata de “leer para ejercitarnos en pensar”, como esperaba el historiador británico Edward Gibbon. En otras palabras, con la lectura nos hacemos partícipes del pasado y activamos nuestra inteligencia.
De otra parte, la lectura alberga o tiene un poder curativo. El leer puede ayudarnos a mermar nuestras preocupaciones o nuestros males del alma. Bien decía Kant que “una lectura amena es más útil para la salud que el ejercicio corporal”, y Montesquieu, el político de la Ilustración, nos compartió una confesión semejante: “jamás tuve un pesar que no olvidara después de una hora de lectura”. Cuando leemos, entonces, apaciguamos nuestras heridas interiores, reflexionamos sobre nuestra existencia o, parafraseando a André Maurois, al leer volvemos “a encontrar la vida en los libros, y gracias a ellos, la comprendemos mejor”.
Cabe mencionar un beneficio adicional: la lectura contribuye enormemente a socavar prejuicios e ignorancias esclavizantes. Leer es adquirir un medio de liberación. Mario Vargas Llosa lo dijo de manera contundente en el discurso de recepción del premio nobel: “seríamos peores de lo que somos sin los buenos libros que leímos, más conformistas, menos insumisos y el espíritu crítico, motor del progreso, ni siquiera existiría”. Por eso, aprender a leer es apropiar también un útil con el cual podemos transformar lo establecido.
Como puede observarse en el ejemplo, he procurado básicamente hacer dos cosas: la primera, buscar un eje de articulación a las diferentes citas y, después, armonizar las distintas voces con mi propia tesis. Esa parece ser una buena indicación cuando se trabaja este tipo de escritura: empezar ubicando algún criterio o aspecto que permita aglutinar lo disperso (que de paso nos podrá dar una orientación para saber cuántos párrafos necesitamos) y luego proceder a tejer las referencias en cuestión.
Es evidente que en el caso expuesto las citas ya estaban escogidas. Lo más común y difícil es buscar a esos autores, conseguir las citas adecuadas y pertinentes para un proyecto de investigación o un texto argumentativo. No siempre estarán a la mano y habrá que invertir largas horas de lectura para encontrar “esos pequeños textos precisos” que sirvan a nuestros propósitos y que, al incluirse, no desentonen con el conjunto.
Precisamente, el otro asunto es el ensamblaje de las citas de autoridad. No basta con ponerlas unas delante de otras; hay que entretejer lo que dicen esas citas con nuestras propias ideas. En algunas ocasiones es necesario “prepararles” un espacio en el desarrollo de nuestro texto y, en otras, retomar lo que afirman para no dejarlas truncas o huérfanas de argumentación. Dicho de otra forma: las citas hay que apropiarlas. Y si notamos que las palabras dichas por el autor no encajan exactamente en nuestra disquisición lo mejor es “editar” una parte de ellas o “parafrasearlas”, retomando lo que afirman pero no haciéndolo de manera literal sino adaptándolas a nuestro interés comunicativo.
Por supuesto, no siempre retomamos las citas de autoridad porque estamos de acuerdo con lo que dicen. En muchas ocasiones esas referencias están ahí para ser confrontadas o puestas en discusión. Sea como fuere, no tendremos buenos resultados en el marco teórico de una investigación o en un ensayo sin el hábito de construir esta modalidad de textos. Es el ejercicio frecuente con las voces intelectuales de la tradición el que nos permitirá saber cómo hallar un lugar adecuado para expresar nuestras ideas. Saber citar, en consecuencia, es una tarea de escucha atenta; un ejercicio de lectura crítica al pasado con el fin de descubrir aquellas ideas que merecen conservarse o esas otras que necesitan una seria reelaboración.
«Hablando estrictamente, sólo la explicación es metódica. La comprensión es más bien el momento no metódico que, en las ciencias de la interpretación, se compone con el momento metódico de la explicación. Ese momento precede, acompaña, clausura y de este modo envuelve la explicación. En compensación, la explicación desarrolla analíticamente la comprensión. Este vínculo dialéctico entre explicar y comprender tiene como consecuencia una relación muy compleja y paradójica entre ciencias humanas y ciencias de la naturaleza.»Paul Ricoeur
En ese juego dialéctico entre el explicar y el comprender, me gustaría, aunque sea de manera muy puntual, bordear o delinear algunos de los rasgos sobresalientes de tal encuentro.
Empecemos diciendo que el momento de la explicación es más interno, más formal, más metódico. La explicación aboga por la significación; cuentan mucho las diferencias; el signo es reconocido, descrito, relacionado. La explicación, de otra parte, necesita ir construyendo sus propias categorías –cuando no son la aplicación de modelos ya consolidados–; es como si fuera una etapa de distinciones y análisis progresivos. Aquí la parte, el detalle, el paso a paso, es sumamente importante. La explicación desestructura, descompone, desarma el reloj.
La comprensión, por el contrario, es un momento más externo, más histórico, más vital. La comprensión pretende ir en pos del sentido. Ahora los signos se enfrentan a sus múltiples contextos; la interrelación, los cruces, las correspondencias. La comprensión se sitúa, encarna en un tiempo y un espacio particulares. En este caso, lo relevante está en lo genérico, en lo englobante, en la totalidad. La comprensión reestructura, recompone, reconstruye el tiempo.
Y si la explicación mantiene una vocación abstracta, sincrónica; la comprensión está ahíta de concreción, de diacronía. En un estadio, el individuo, la persona de carne y hueso es como olvidada o no tenida en cuenta, precisamente por buscar unos “universales”, unas leyes, unas reglas totalizantes; en el segundo estadio, lo particular recobra toda su valía; los matices, las gamas, las tonalidades, afloran con todo vigor. En la explicación queremos conocer como científicos de la naturaleza; en la comprensión, indagamos como científicos del espíritu.
He hablado de momentos. No es que la explicación y la comprensión sean cosas absolutamente distintas. Diríamos más bien que son etapas o posibilidades de mirada. Es más: si uno no pasa por la explicación, difícilmente puede llegar a comprender; pero, en esa misma medida, si no logramos colocar la explicación en el suelo de la comprensión, tal semilla no dará ningún fruto. Paul Ricoeur ve en ese trueque, en esa simbiosis, en ese juego, el camino propicio para una interpretación de peso.
Digámoslo de una vez: la interpretación se funda en ese trabajo de péndulo entre la explicación y la comprensión. Y cuanto más profundizamos en la explicación, más elementos, más datos tenemos para ir configurando la comprensión. Y tal comprensión, enriquecida, nos permite tener mejores luces sobre la misma explicación. Heidegger hablaba del círculo hermenéutico; Wittgenstein mencionaba los juegos del lenguaje. Aunque con matices distintos, es lo mismo que postula Ricoeur: la interpretación se mueve entre esos dos métodos; uno, explica las causas; otro, comprende los motivos. Claro, no es que se dé primero uno y luego el otro; no es así. La realidad conjuga lo que, por motivos metodológicos, debemos escindir.
Esta dualidad puede formularse de otra manera: para llegar a la interpretación tenemos que combinar un momento semiótico y un momento hermenéutico. Sin embargo, lo que más nos interesa de este razonamiento es la imbricación que resulta. Así, por ejemplo: la explicación fría se llena de historia; la opinión gratuita se fortifica con categorías; lo formal accede a la encarnación. Entre estos dos momentos, no hay ni dualidad ni monismo. Repitamos, hay más bien una síntesis. Algo nuevo. Vayamos a un texto, por ejemplo, a un poema: el momento estructural nos permitiría explicar cómo se organiza el tejido poemático; cuál es su configuración; cuál su composición y organización sígnica. El momento estructural es como un zoom – micro a la materia del texto. Pero, cada inmersión en el texto, me va proporcionando nuevos índices, otras variables de lectura. La etapa hermenéutica pone la mirada en espacios más amplios. Nos saca del texto hacia los contextos, hacia los paratextos, hacia el architexto que cada uno de nosotros posee al ser hijo y creador de cultura. El momento de la comprensión, entonces, nutre el proceso de la explicación, lo amplía, lo expande, le da nuevas perspectivas. Nuevos horizontes. Es un zoom – macro sobre el texto. Dicho en otras palabras, si cuando explicábamos queríamos dar cuenta del árbol, la comprensión nos dirá que no hay que olvidarse del bosque.
La explicación y la comprensión son como el encuentro de dos campos, uno cerrado y otro abierto. Es la conjugación entre lo intrasígnico y lo extrasígnico. Entre lo inmanente y la referencia. Entre el significado y el sentido. Y cuanto mejor nos explicamos, mejor comprendemos; y cuanto mejor comprendemos, más fácilmente nos explicamos. La explicación ve el detalle; la comprensión, el conjunto. Una y otra se fortalecen, se nutren, se apoyan. Por ende, interpretar es lograr comprender explicativamente y, al mismo tiempo, poder explicar de manera comprensiva.
Bibliografía mínima
Barthes, Roland y otros, Exégesis y Hermenéutica, Madrid, ediciones Cristiandad, 1976.
Bengoa Ruiz de Azua, Javier, De Heidegger a Habermas (Hermenéutica y fundamentación última en la filosofía contemporánea), Barcelona, editorial Herder, 1992.
Melano Couch, Beatriz, Hermenéutica metódica (Teoría de la interpretación según Paul Ricoeur), Buenos Aires, Centro de Investigación y Acción Educativa (CINAE), 1983.
Ricoeur, Paul, “El conflicto de las interpretaciones” y “Método hermenéutico y filosofía reflexiva”, en Freud: una interpretación de la cultura, México, Siglo XXI editores, 1970, pág. 22-52.
— “Explicar y comprender. Texto, acción, historia”, en Hermenéutica y acción, Buenos Aires, editorial Docencia, 1985, pág. 75- 93.
(De mi libro La cultura como texto. Lectura, semiótica y educación, Javegraf, Bogotá. 2002, pp. 35-37).