Son muchos los modos y las preocupaciones de los poetas cuando invocan o buscan a Dios a través de sus poemas. Pero de todas esas maneras, hoy me voy a referir sólo a una corriente: aquella centrada en el Dios buscado, en el Dios que se intuye o se necesita pero del cual no se tiene certeza. Un Dios que, de alguna forma, se mantiene oculto o lejano. Un Dios adivinado, presentido, pero al mismo tiempo ajeno.
Empecemos con un poema del mexicano Octavio Paz titulado, precisamente, “El ausente”. El poeta empieza su texto considerando a Dios como un “sediento que refresca su sed en las lágrimas del escritor”, como un “vacío capaz de golpear su pecho con un puño de piedra”, como un “silencio más grande que el silencio del hombre”. Paz nos dice que el ser de dios es hueco, que es un vacío sangrante, un vacío que lo guía. Y a esa sangre, “la del vino frenético que canta en la primavera”, es que dedica buena parte del grueso de su poema. La sangre, “la sangre derramada en la noche del sacrificio”. Pero, es hacia el final del texto, donde puede evidenciarse mejor esa manera de entender a Dios como una búsqueda. Escribe, Octavio Paz:
“Te he buscado, te busco, en la árida vigilia, escarabajo de la razón giratoria; en los sueños henchidos de presagios equívocos y en los torrentes negros que el delirio desata: el pensamiento es una espada que ilumina y destruye y luego del relámpago no hay nada sino un correr por el sinfín y encontrarse uno mismo frente al muro”.
La búsqueda de Dios presentada por el poeta es siempre fallida. Al menos es lo que podemos inferir de sus versos:
“Te he buscado, te busco, en la cólera pura de los desesperados, allí donde los hombres se juntan para morir sin ti, entre una maldición y una flor degollada. No, no estaban en ese rostro roto en mil rostros iguales”.
Paz insiste, persiste en esa búsqueda. Busca a Dios en las ruinas de la noche, en los despojos de la luz, en los niños mendigos, en los rostros de “niebla y cuchillada”, pero al final, debajo o detrás de ese rastreo no halla sino nuevas preguntas. Algo que se confunde con su propio rostro al momento de borrarse o algo semejante a su nombre al momento de decirse. El poeta mexicano conduce esa búsqueda de Dios hacia el desvanecimiento. Hacia la disipación o el desaparecer. Ese Dios, que es motivo, que es guía, que es testimonio de “la sangre de la tierra”, que es resurrección y “estrella hiriente”, cuando queremos verle su rostro frente a frente, o cuando deseamos agarrarlo con nuestras manos lo que nos muestra es una estela de desaparición, una ausencia absoluta. Un Dios desierto que invita a deshabitarnos.
Vayamos ahora a los versos del uruguayo Mario Benedetti, a su poema “Ausencia de Dios”. Leámoslo completo para darnos una cabal idea de lo que el poeta quiere comunicarnos:
Digamos que te alejas definitivamente hacia el pozo del olvido que prefieres, pero la mejor parte de tu espacio, en realidad la única constante de tu espacio, quedará para siempre en mí, doliente, persuadida, frustrada, silenciosa, quedará en mí tu corazón inerte y sustancial, tu corazón de una promesa única en mí que estoy enteramente solo sobreviviéndote. Después de ese dolor redondo y eficaz, pacientemente agrio, de invencible ternura, ya no importa que use tu insoportable ausencia ni que me atreva a preguntar si cabes como siempre en una palabra. Lo cierto es que ahora ya no estás en mi noche desgarradoramente idéntica a las otras que repetí buscándote, rodeándote. Hay solamente un eco irremediable de mi voz como niño, ésa que no sabía. Ahora qué miedo inútil, qué vergüenza no tener oración para morder, no tener fe para clavar las uñas, no tener nada más que la noche, saber que Dios se muere, se resbala, que Dios retrocede con los brazos cerrados, con los labios cerrados, con la niebla, como un campanario atrozmente en ruinas que desandara siglos de ceniza. Es tarde. Sin embargo yo daría todos los juramentos y las lluvias, las paredes con insultos y mimos, las ventanas de invierno, el mar a veces, por no tener tu corazón en mí, tu corazón inevitable y doloroso en mí que estoy enteramente solo sobreviviéndote.
Lo primero que podemos sacar en claro de este poema de Benedetti es la manera como califica esa ausencia de Dios: “insoportable”; entre otras cosas, porque esa búsqueda no es sólo de una noche en particular, de esta noche sonde se siente “enteramente solo”. El poeta nos dice que ha habido y hubo otras ocasiones en que de manera idénticamente desgarradora buscó a Dios, trató de rodearlo, pero sólo se encontró con un eco, con su propia voz de niño; una voz que él desconocía o no sabía que tenía. Por eso, por haber buscado tantas veces, es que ya no necesita que Dios quepa en una palabra. Lo que sí lamenta, o al menos de eso tiene miedo o vergüenza, es que no tenga en reemplazo de esa ausencia una “oración para morder”, una fe “para clavarle las uñas”. Benedetti es consciente de que ese Dios se le ha resbalado de las manos, que ese Dios ha retrocedido, que ha cerrado sus brazos cuando él ha querido abrazarlo, que ha mantenido cerrados sus labios cuando el poeta ha buscado una respuesta a sus ansias. Benedetti sabe que está solo y, en ese reconocimiento de su soledad, se lamenta de “no tener nada más que la noche”. Sabe que su Dios se ha “alejado definitivamente hacia el pozo del olvido”, sabe que puede usar su “insoportable ausencia”, pero es tan feroz la soledad de esta noche que daría lo que fuera, “la ventanas de invierno”, el mar, las lluvias, para que el corazón inevitable y doloroso de Dios pudiera estar acompañándolo. El Dios de Benedetti es un espacio vacío, un espacio silente que se asemeja demasiado a una promesa, a una “promesa única”.
Son abundantes los poemas que ahondan en esta misma perspectiva. El británico Gerard Manley Hopkins afirmaba en uno de sus poemas que “no sabemos cómo llevarle a Dios nuestros dones, / ni en qué sitio buscarlo con nuestros pies descalzos”; el mexicano Raúl Macín, ha dicho que a veces buscamos a Dios sin creer que lo encontraríamos y, otras veces, “lo encontramos cuando menos creemos”. En esa fiebre de encontrar a Dios, el poeta mexicano Xavier Villaurrutia descubrió que cuando tendía sus redes hacia él, entre “más avanzaban, Dios retrocedía”; y el gran Antonio Machado, hizo una radiografía ejemplar de esa búsqueda que “yerra por los caminos, sin camino”: “así voy yo, borracho melancólico, / guitarrista lunático, poeta, / y pobre hombre en sueños, / siempre buscando a Dios entre la niebla”.
En todo caso, aunque el poeta mexicano Amado Nervo —haciendo eco a Pascal— creía que si uno buscaba a Dios, “si lo buscaba con ahínco”, era porque ya lo había encontrado, lo cierto es que la poesía se ha sentido a sus anchas para cantar la búsqueda de Dios o ha intentado con sus versos, de mil maneras, formular la inquietud por su silencio, por su mutismo convocante. Recuerdo ahora los versos del poeta español Juan José Domenchina, la primera estrofa de su poema “Te busco desde siempre”, que bien pudieran sintetizar lo que vengo diciendo:
“Te busco desde siempre. No te he visto nunca. ¿Voy tras tus huellas? Las rastreo con ansia, con angustia, y no las veo. Sé que no sé buscarte, y no desisto”.
Es posible que no podamos desistir de esa búsqueda; o quizá en esa búsqueda está la clave del misterio o la razón profunda de aquello que nos trasciende. O esta forma de aproximarse a Dios por parte de los poetas se asemeje a la de algunos místicos que, siguiendo fieles a las palabras del profeta Isaías, “Realmente, tú eres un Dios oculto”, han puesto en esa oquedad, en ese silencio fascinante, en ese Deus absconditus, la piedra de toque para explicarse lo que “el alma sueña”; esa condición nuestra de ser ríos, y que al decir del poeta español José Luis Hidalgo, ríos deseosos de conocer el mar infinito:
“Déjame que, tendido en esta noche, avance como un río entre la niebla hasta llegar a Ti, Dios de los hombres, donde las almas de los muertos velan. Los cuerpos de los tristes que cayeron helados y terribles me rodean; como muros encauzan mis orillas, pero tengo desiertas mis riberas. Yo no sé dónde estás, pero te busco, en la noche te busco y mi alma sueña. Por los que ya no están sé que Tú existes y por ellos mis aguas te desean. Y sé que, como un mar, a todos bañas; que las almas de todos Tú reflejas, y que a Ti llegaré cuando mis aguas den al mar de tus aguas verdaderas”.
Cerremos este acercamiento al Dios-búsqueda de los poetas, mostrando el aspecto positivo de esa fallida exploración. Echemos manos de los versos de la mexicana Guadalupe Amor; detengámonos en su poema titulado “No tengo nada de ti”:
“No tengo nada de ti, ni tu sombra, ni tu eco; sólo un invisible hueco de angustia dentro de mí. A veces siento que allí es donde está tu presencia, porque la extraña insistencia de no quererte mostrar es lo que me hace pensar que sólo existe tu ausencia”.
Como puede advertirse, la ausencia de Dios —afirma la poetisa mexicana— es lo esencial de su presencia. En ese “invisible hueco” está la respuesta a las preguntas o el resultado de la búsqueda. Y si Dios insiste en no mostrarse es para revelar mejor su ser o su significación más profunda. En esta misma óptica el poeta argentino Roberto Juarroz ha encaminado sus versos. Tomemos un ejemplo de su Poesía vertical, el poema que se inicia diciendo: “La ausencia de dios me fortifica”:
“La ausencia de dios me fortifica. Puedo invocar mejor su ausencia que si invocara su presencia. El silencio de dios me deja hablar. Sin su mudez yo no hubiera aprendido a decir nada. Así en cambio pongo cada palabra en un punto del silencio de dios, en un fragmento de su ausencia”.
Es evidente que el poeta argentino no se lamenta de la ausencia de Dios. Por el contrario, la convierte en un aliciente para seguir su búsqueda; ese vacío o ese silencio lo fortifican. La ausencia de Dios es lo que le ha permitido al poeta decir sus palabras, entonarlas. Es la ausencia lo que ha posibilitado el aprendizaje de la oración, de la plegaria, del mismo verso. La mudez de Dios es el acicate para que emerja la fragmentaria palabra de los hombres.