“El regreso del pródigo” del pintor inglés Edward John Poynter.

La alegría y el júbilo contagioso de estos días decembrinos crean un ambiente propicio para hablar del perdón. De los alcances y beneficios del aprender a perdonar. Porque no es fácil reconstruir los lazos familiares, laborales o de una comunidad si no se cuenta con tal disposición. El perdón ofrece oportunidades para resarcir las faltas, reconstruir los vínculos sociales y es el mejor antídoto contra el resentimiento y las envenenadas manifestaciones del odio y la venganza.

Los que se sienten inclinados al perdón son los seres que reconocen en sí mismos y en los demás la falibilidad. Si nos sabemos imperfectos, predispuestos al equívoco, necesariamente deberemos aceptar el perdón como parte de nuestro desarrollo moral. Los otros, los que consideran la perfección como el único rasero o los que tienen tal dureza de corazón como para no aceptar las falencias ajenas, son los soberbios y déspotas. Perdonamos, en consecuencia, porque comprendemos que la equivocación no es una mancha o una anomalía sino parte constitutiva de nuestro ser.

Por momentos olvidamos esa particularidad de las personas. Pasamos por alto que no nacemos como productos terminados. Somos criaturas perfectibles. Con cada experiencia, con torpezas o tanteos vamos afinando nuestro temperamento o nuestro carácter. Y cuando formamos pareja, familia o equipo nos obcecamos en pedirles a los demás una impecabilidad cercana a los seres sobrenaturales o los entes ideales. Precisamente, el saber perdonar es una forma de asumir en la práctica una convivencia con individuos de carne y hueso, con personas sujetas a la variabilidad. El perdón humaniza y, a la vez, revitaliza la confianza.

De otra parte, considero que el perdón valora o pone en alto relieve la rectificación, los procesos de resarcimiento y mejora. Cada uno de nosotros, como padre, hermano, pareja o vecino puede y tiene la posibilidad de enmienda. Reformarse, corregirse, reparar lo mal hecho, son acciones a las que el perdón da cabida. Si cancelamos esos actos de reposición –tanto más complejos cuanto nos hayan herido o lastimado– estaremos condenando a la otra persona a la fatalidad de lo irremediable. Perdonar es ofrecer opciones al culpable, aliviar los remordimientos, hallar cierta paz proveniente del olvido de la afrenta o la maledicencia. Quien perdona ofrece una cura para los males del espíritu.

Por supuesto, no es fácil perdonar con el rencor a cuestas. Tampoco si los lastres del odio son los consejeros de nuestro corazón. Y menos si esperamos que nuestro colega, familiar o amigo –esos que han cometido una falta contra nosotros– se humille hasta la degradación. Para perdonar hace falta no quedarse en el pasado, superar la condición fija de la piedra, estar en la otra orilla del río. El que perdona avanza, no se deja carcomer por las espinas de lo ya pasado. Perdonar es evolucionar hacia la reconciliación; es afirmar la fuerza renovadora de los vínculos.

Es aconsejable aprovechar esta época de navidad para ponernos en actitud de perdón. Bien sea para pedirlo o aceptarlo. Tal vez ahí cerca de nosotros esté el familiar al que debemos sorprenderlo con nuestra solicitud de perdonarnos algún insulto o injuria; o un tanto más lejos, se encuentre aquel amigo que debemos perdonar, a pesar de su flagrante insolidaridad. Esa podría ser una magnífica tarjeta navideña: la de entregarles a aquellos que hemos ofendido una palabra o un gesto para que nos perdonen, o exonerar de nuestra animadversión al individuo que en el pasado nos llenó de agravios.