La alegría y el júbilo contagioso de estos días decembrinos crean un ambiente propicio para hablar del perdón. De los alcances y beneficios del aprender a perdonar. Porque no es fácil reconstruir los lazos familiares, laborales o de una comunidad si no se cuenta con tal disposición. El perdón ofrece oportunidades para resarcir las faltas, reconstruir los vínculos sociales y es el mejor antídoto contra el resentimiento y las envenenadas manifestaciones del odio y la venganza.
Los que se sienten inclinados al perdón son los seres que reconocen en sí mismos y en los demás la falibilidad. Si nos sabemos imperfectos, predispuestos al equívoco, necesariamente deberemos aceptar el perdón como parte de nuestro desarrollo moral. Los otros, los que consideran la perfección como el único rasero o los que tienen tal dureza de corazón como para no aceptar las falencias ajenas, son los soberbios y déspotas. Perdonamos, en consecuencia, porque comprendemos que la equivocación no es una mancha o una anomalía sino parte constitutiva de nuestro ser.
Por momentos olvidamos esa particularidad de las personas. Pasamos por alto que no nacemos como productos terminados. Somos criaturas perfectibles. Con cada experiencia, con torpezas o tanteos vamos afinando nuestro temperamento o nuestro carácter. Y cuando formamos pareja, familia o equipo nos obcecamos en pedirles a los demás una impecabilidad cercana a los seres sobrenaturales o los entes ideales. Precisamente, el saber perdonar es una forma de asumir en la práctica una convivencia con individuos de carne y hueso, con personas sujetas a la variabilidad. El perdón humaniza y, a la vez, revitaliza la confianza.
De otra parte, considero que el perdón valora o pone en alto relieve la rectificación, los procesos de resarcimiento y mejora. Cada uno de nosotros, como padre, hermano, pareja o vecino puede y tiene la posibilidad de enmienda. Reformarse, corregirse, reparar lo mal hecho, son acciones a las que el perdón da cabida. Si cancelamos esos actos de reposición –tanto más complejos cuanto nos hayan herido o lastimado– estaremos condenando a la otra persona a la fatalidad de lo irremediable. Perdonar es ofrecer opciones al culpable, aliviar los remordimientos, hallar cierta paz proveniente del olvido de la afrenta o la maledicencia. Quien perdona ofrece una cura para los males del espíritu.
Por supuesto, no es fácil perdonar con el rencor a cuestas. Tampoco si los lastres del odio son los consejeros de nuestro corazón. Y menos si esperamos que nuestro colega, familiar o amigo –esos que han cometido una falta contra nosotros– se humille hasta la degradación. Para perdonar hace falta no quedarse en el pasado, superar la condición fija de la piedra, estar en la otra orilla del río. El que perdona avanza, no se deja carcomer por las espinas de lo ya pasado. Perdonar es evolucionar hacia la reconciliación; es afirmar la fuerza renovadora de los vínculos.
Es aconsejable aprovechar esta época de navidad para ponernos en actitud de perdón. Bien sea para pedirlo o aceptarlo. Tal vez ahí cerca de nosotros esté el familiar al que debemos sorprenderlo con nuestra solicitud de perdonarnos algún insulto o injuria; o un tanto más lejos, se encuentre aquel amigo que debemos perdonar, a pesar de su flagrante insolidaridad. Esa podría ser una magnífica tarjeta navideña: la de entregarles a aquellos que hemos ofendido una palabra o un gesto para que nos perdonen, o exonerar de nuestra animadversión al individuo que en el pasado nos llenó de agravios.
Cecilia Bustamante dijo:
Querido Maestro:
¡Cuán importante es el perdón!. Gracias, muy trascendentales las situaciones a las que haces referencia y las recomendaciones al respecto. Edifican y cimentan nuestra vida.
El perdón es un dispositivo que sirve para que yo sea libre de la amargura que dejó aquella acción desafortunada en mi corazón. Desde luego, el perdón no exime de culpa al ofensor, sino que libera al ofendido. En este sentido, yo puedo decidir perdonar a alguien que no está arrepentido de verdad, la intención al perdonar, no es que esa persona quede libre de culpa, si no que yo quede libre, tenga paz, que yo pueda vivir bien, que haya desatado la ligadura que me tenía estancado.
De ahí, que es muy importante saber, que necesitamos decidir perdonar, para ser libres en una de las dimensiones de las que hablábamos en la reflexión del tercer día de la novena: las heridas del alma.
A este respecto, muchas veces hemos escuchado la frase: “yo perdono, pero no olvido”, y pensamos seriamente que si no olvidamos, es debido principalmente a que no hemos perdonado, pero esto también es un error, el perdón no implica nunca que olvidemos porque el perdón no produce amnesia, no es indispensable que olvidemos para perdonar, el éxito está, en que puedo perdonar y estar consciente del daño que se me hizo, pero he decidido que ya no va a afectar nunca más mi vida. En consecuencia, hemos perdonado cuando decidimos no criticar, murmurar o agredir a la persona que nos ofendió.
Hay algo bien importante y lo digo por experiencia, lo aprendí hace mucho tiempo y me ha funcionado, cuando decidamos perdonar a alguien digámoslo en voz alta.
A veces podemos tener en frente a la persona para decírselo pero, en algunas ocasiones no, esto ocurre cuando por ejemplo, supe que alguien habló mal de mí y me enteré por un tercero, entonces, en este caso no le puedo decir a la persona: es que me enteré que… porque eso sonaría a chisme y a veces se puede agigantar un problema que puede quedar como está o incluso más pequeño. Lo aconsejable entonces, es en lo íntimo de su habitación decir en voz alta que perdona a (x) persona por hacerle tal o cual cosa. En caso de poder hablar con la persona en cuestión, mucho mejor.
A veces nos pasa con las personas más cercanas, nuestros padres por ejemplo, y es que podemos escoger nuestro cónyuge, nuestro amigo, nuestro confidente, pero no a nuestra familia. Ojalá que a alguien le sirva esto. Me pasó con mi madre. Yo la veía como una señora muy buena, “pero no como mi madre”, pues como es natural, quería sentirlo, poder tener esa relación tan cercana que tenía mi hermana con ella. Un día, conversé con ella y le pedí perdón por no verla como mi madre y ella enseguida me dijo: noo, yo soy la que tengo que pedirle perdón porque no fui la madre que necesitó cuando pequeña. Todo fue llanto y abrazos, y desde entonces, tenemos una excelente relación, hay libertad, confianza y se desató el nudo que nos impedía ser felices. Por eso es necesario decirlo en voz alta. Hay una marcada diferencia entre pensarlo y decirlo.
Ahora, hay muchas maneras de pedir perdón: a través de una llamada telefónica, de una carta, de un correo electrónico o de una tarjeta, si la persona lo perdona o no ese no es problema suyo, usted ya es libre de ese nudo que lo tenía amarrado en su corazón. El perdón es un elemento, que sirve para que nuestro corazón sane de las heridas, para que nuestra alma brille, y nuestra vida sea mejor.
fernandovasquezrodriguez dijo:
Cecilia, gracias por tu comentario.
fernandovasquezrodriguez dijo:
Marleny, gracias por tu comentario.
Marleny_ Carazo@yahoo dijo:
Escritor FERNANDO: cordial saludo navideño, súper que este escribiendo estas reflexiones cada día de la novena. Muchas gracias. Felicitaciones
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