En las fiestas de fin de año se combinan dos fuerzas igualmente significativas: una de carácter retrospectivo, centrada en los balances; y otra, prospectiva, puesta más en el cambio y la renovación. Tanto una como otra son dignas de celebración y las dos han sido cantadas y exaltadas por los grupos de música bailable. Apenas como un ejemplo bastaría recordar un tema musical de la Billo’s Caracas Boys de Venezuela, la orquesta de Luis María Frómeta: “Año nuevo, vida nueva”.
La primera fuerza, decía, hace énfasis en poner en la balanza las cosas hechas o dejadas de hacer. Las fiestas de año nuevo invitan a poner nuestra vida en tono de rememoración, y a ver qué tanto de lo experimentado tuvo trascendencia o cuántas de las peripecias tenidas fueron apenas fárrago existencial. Este balance, muy de “ajuste de cuentas” con nosotros mismos, puede hacer renacer algunas heridas –en especial cuando hubo pérdidas de seres queridos– o reavivar las alegrías de algún proyecto conquistado y del cual nos sentimos orgullosos. Pero de todo ese pasado, las fiestas de fin de año celebran lo inolvidable, esas cosas o circunstancias que por ser tan positivas ya son parte nuestra. Eso es, precisamente, lo que la voz de Tony Camargo inmortalizó: “Yo no olvido el año viejo”, una canción del colombiano Crescencio Salcedo.
El otro movimiento, quizá el de mayor potencia, es el de convertir esta fecha en motivo para la renovación. Las fiestas de fin de año son un tiempo mágico para los augurios, los parabienes, para todo tipo de deseos y manifestaciones de prosperidad. Más allá de los errores cometidos o de un revés en la fortuna, en esta fecha se hacen votos por lo mejorable, por lo que seguramente alcanzará un mejor bienestar o una situación llena de felicidad. Nada de lo malo puede seguir igual; lo que se avecina son los buenos tiempos, el futuro abre sus brazos como un dios bondadoso. Y si se pinta o se hacen mejoras de nuevo en la casa, si nos sentimos animados a proponernos cumplir una meta postergada o si se cambia alguna práctica en nuestra forma de vivir es porque el año nuevo genera en nuestro espíritu un giro hacia la renovación, hacia el cambio. Las fiestas de año nuevo imantan el corazón de optimismo y esperanza. Además, lo maravilloso de esta fuerza renovadora es que no se predica únicamente para nosotros sino que desea hacerse extensiva a familiares, amigos y a todos nuestros congéneres. Como ilustración de esta segunda fuerza de las fiestas de fin de año vale la pena escuchar “Tres deseos”, una composición de Kike Santander, interpretada por la cubana estadounidense Gloria Estefan.
Esa doble confluencia de fuerzas es el objeto de celebración de las fiestas de fin de año. Así que, asumiendo la mirada de Jano –el dios bifronte de los antiguos romanos– en este día hacemos un doble brindis. Por el pasado, para agradecer los éxitos o quemar la desventura, y hacia el porvenir para convocar el bienestar o la buena fortuna. Un gesto de despedida y otro de bienvenida se conjugan al estrechar los brazos o al levantar las copas. Hacia el final de la noche del treinta y uno de diciembre las añoranzas se aúnan con las renovadas ilusiones, y antiguas melodías recobran su sentido y dan más colorido a la fiesta. Entonces, mientras suenan las doce campanadas, escuchemos un tema clásico de Guillermo Buitrago: “La víspera de año nuevo”.
A pesar de haber publicado varios libros, el tener una nueva obra entre las manos sigue produciéndome una alegría extraordinaria. La emoción corresponde a una variedad de cosas: desde el hecho de ver realizado en físico lo que apenas era un proyecto en el diseño, en los tanteos de color, en la elección del papel, hasta la satisfacción de cumplirle a mi padre la promesa de publicar una obra cada año. Tal júbilo trae consigo, por lo demás, el afán porque el texto llegue cuanto a los lectores, para que sean ellos los que cierren un proceso empezado en los inicios del 2011.
Repasando mi diario noto que el primer ensayo del reciente libro La palabra inesperada lo escribí el 7 de enero. Lo titulé “La mirada desnuda de la poesía”; el segundo texto está fechado dos días después: “El poeta aviva la luz de las cosas”. Los otros ensayos se produjeron con intervalos de uno o dos días, en una época en la que venía preparando otro libro publicado en el 2012, Vivir de poesía, y en la que concluía y entregaba a Editorial Kimpres mi antología poética Ese vuelo de palabras. El orden de los diferentes textos en el libro de este año no corresponde a la secuencia en que se escribieron. El último de los ensayos, “Las palabras que jamás asoman” lo consigné el 31 de enero del 2011, un “épodo” de José Gorostiza servía de epígrafe; el de “Cuando ya no tengamos al poeta” lo elaboré el 25 de ese mismo mes. Me parece oportuno transcribir acá lo que escribí en el diario al cerrar ese proceso: “he leído, como en los años en que estudiaba literatura, muchísima poesía. He revisado libros y he entrado en relación con otros autores que no había estudiado en profundidad. La biblioteca dedicada a la poesía es ahora insuficiente: me ha tocado abrir espacio en algunos estantes de las bibliotecas de otras habitaciones. He comprado varias antologías y he investigado apasionadamente las poéticas de variados escritores de poesía… Todo esto lo ha provocado mi nuevo libro Vivir de poesía. Y aunque mi primera intención era empezar a escribir los textos que acompañarían a cada uno de los cincuenta poemas que ya he seleccionado, lo cierto es que emergió este nuevo proyecto como si fuera una antesala, un escenario reflexivo sobre el hecho poético”.
Así que el nuevo libro ha tenido más de tres años de maduración. El diseño preliminar lo hice en Page Maker el 17 de junio de 2012. Después, el 5 de enero de 2013 convertí el documento a Adobe InDesign, y en ese mismo año las manos de Nancy Cortés contribuyeron a que el libro adquiriera la fisonomía interna que ahora tiene. Lo más demorado no fue la corrección de estilo que me remitió desde Argentina mi querida amiga María Angélica Ospina sino elaborar el índice temático, ahí la colaboración amorosa y diligente de mi Margarita fue definitiva. Compramos un folder de argolla, le colocamos hojas rayadas, conseguimos separadores alfabéticos, y empezamos la tarea. Yo iba mirando cuáles términos podrían crear una constelación de lectura y acceso a la obra. Esa fue una labor lenta pero entretenida. Margarita hacía las veces de amanuense dedicada. Este índice fue revisado en varias oportunidades, debido a que por un cambio en el diseño que afectó la paginación, los números de referencia ya no correspondían al de las páginas. Muchos términos al final los eliminé porque no cumplían la condición de obtener por lo menos dos citaciones en la totalidad de la obra. El otro aspecto demorado fue el diseño de la portada. Ya había decidido desde el comienzo que iba a ser en rojo, pero el cabezote gráfico ideado por mí sufrió modificaciones. Paola Rivera, la diseñadora de la Universidad de La Salle, me dio la idea de mirar en internet texturas en un portal específico y allí encontré una que sugería, en su lenguaje abstracto, mis aproximaciones al poema y la poesía. Con todo esto volví a revisar el libro hacia finales de noviembre de este año. Pedí la ayuda a Estercita Guzmán, la heredera de la experiencia de editorial de Kimpres, para que lograra en un corto tiempo imprimirme el texto. Ella misma me sugirió el tipo de papel: blanco bond bahía. Ese fue el toque definitivo para hacer que el rojo y el gris interno adquieran un mejor contraste.
Se trata de un libro sobre la poesía, sobre esa fuerza íntima a la que está asociado todo proceso creativo; a esa dimensión rítmica de la cual participan también la voz y la música. La poesía, que tiene mucho que ver con nuestra dimensión sensible y con nuestras facultades imaginativas; la poesía, que nació en el canto y que continúa siendo el medio ideal para expresar las heridas y el gozo profundo de los corazones humanos. Pero también es un libro sobre sobre el ser y significado de ese pequeño organismo concentrado de palabras, el poema. Sobre esa criatura hecha de signos que intenta de alguna forma apresar a la poesía. El poema que es testimonio de una lucha con la sinuosidad comunicativa de los términos y, al mismo tiempo, es el esfuerzo de los seres históricos por atrapar el instante. El poema: forma madura de la palabra escrita; trabajo artesanal para desbastar las palabras de su cansancio o su rutinaria manera de andar de boca en boca. El poema, que ha servido y sigue sirviendo para entender mejor el misterio de la vida y las no siempre claras manifestaciones de la existencia humana. Sobre esos dos motivos convergen las páginas de La palabra inesperada.
Tal es lo evidente de la obra. Pero lo que también palpita en el subsuelo del libro es mi aspiración, desde los años de estudiante de literatura en la Universidad Javeriana, de escribir un texto reflexivo sobre la poesía. A Rodolfo y Germán, en las charlas interminables sostenidas en “El Griego”, sazonadas con la risa estridente de Natalia Romero y la sonrisa meditativa de Andrés Díaz, acalorados por el aguardiente y los poemas de Cernuda –leídos siempre en voz alta– y por la descarnada lírica de César Vallejo, les compartía a esos amigos mi intención de algún día parodiar el libro que en aquella época era nuestro consejero mayor: El arco y la lira del mexicano Octavio Paz. Y ese propósito era reiterado horas más tarde en otras mesas de bohemia, en “Arte y cerveza”, y en las caminatas por las calles de una Bogotá nocturna y en los desayunaderos, especialmente el de la calle 42 con Caracas, y proseguía rondándome cuando a altas horas de la madrugada me dedicaba con absoluta devoción a la escritura de mis ensayos que tenían como palestra ese otro sueño común llamado “Trocadero”. Una revista hecha en honor a otro poeta tutelar de aquellos tiempos, el maestro cubano José Lezama Lima. Como puede colegirse, esta obra es la cosecha de varias décadas de asidua lectura de poemas ajenos y, por supuesto, de otras tantas cultivando mi propia parcela de los versos. O para decirlo sin aspavientos, en este libro está la síntesis o el añejamiento de mis ideas sobre el poema y la poesía rumiadas en mi mente por casi 30 años.
Considero que esa aspiración se vio reforzada por mi trabajo posterior en la formación de maestros. Me di cuenta en las muchas charlas sobre didáctica de la literatura que impartía la falta de un texto, escrito de manera cercana, para que los educadores pudieran con sus alumnos incursionar en el ámbito de la poesía. La bibliografía circulante en el mercado era escasa o consistía en obras impregnadas fuertemente de aplicación lingüística o textos con un tufo historicista que ocultaba las características y posibilidades de esta forma de escritura. Así que, el profesor de literatura cuando llegaba al tópico de la poesía en su aula o bien pasaba rápido por ese punto del programa o se contentaba con impartir cierto impresionismo sin sustancia estética. Faltaba un libro que sirviera de mediación o que ofreciera algunas pistas para acercarse de mejor manera a estos pequeños artefactos expresivos. Mis posteriores investigaciones sobre este problema corroboraron aquellas primeras intuiciones. Por eso confío que La palabra inesperada, además de ser un libro interesante y gustoso en su lectura para todo tipo de lectores, sirva de igual manera a todos los neófitos estudiosos de la poesía. Creo que allí están consignados mis propios descubrimientos sobre la lírica y hay un repertorio de aspectos enfocados en la tipología textual del poema a partir de la cual los docentes de literatura podrían desarrollar o enriquecer sus clases.
Pero volvamos al libro. Espero que la lectura de La palabra inesperada sea semejante a la que me compartió María Angélica Ospina, mi correctora de cabecera. Ella me envió, el 3 de agosto de 2013, junto con las revisiones del libro un correo por internet que decía: “Hola Fernando. Antes que nada quería elogiarte este lindo texto, que parece fruto de un profundo proceso de transformación personal y expresiva. Formalmente, manejas elegantemente el estilo corto, lo cual hace muy fluido y agradable el escrito. Pero me parece aun más importante que el libro se eleva a niveles realmente poéticos, no sólo por tratar de poesía, sino porque creo que buena parte de la obra es un extenso poema con apariencia de prosa muy sencilla. Pienso que el texto es verdaderamente valioso. Aporta de manera fácil una notable cantidad de elementos y reflexiones para entender la poesía y la tarea poética para legos y expertos”. Eso es lo que anhelo: que mi libro contribuya a apreciar más y mejor la poesía. Sirva, entonces, el testimonio fraterno de esa primera lectora como un gesto premonitorio o un buen augurio para el futuro de este nuevo libro.
Concluyamos este día de la novena de navidad reflexionando sobre el papel de las tradiciones. Hablemos de este tiempo en el que, como si fuera una resonancia mágica, vuelven otra vez ritos, comidas, costumbres, actividades destinadas a una época específica. Y de cara al pesebre o al árbol de navidad, compartiendo una cena o abriendo unos regalos, levantando una copa de vino o ansiosos por empezar el baile, redescubramos la fuerza social de las tradiciones.
Una primera evidencia de la tradición es su poder aglutinador. Las tradiciones son bisagras para el vínculo social. La tradición, a la par que es un tiempo para evocar, también es una época de convocación. Las tradiciones celebran y conmemoran a la vez. Los pueblos necesitan mirar hacia atrás para descubrir sus orígenes o sus hitos fundacionales; es como si el pasado necesitara ser reconocido para darle continuidad al presente. Este acto de retorno y vuelta, en el que la mayoría de los habitantes de un clan o los miembros de una familia se reconocen, es tan importante que amerita celebrarse. Las festividades son el clamor de las tradiciones, son el canto y exaltación de sus raíces. Pero no es una contemplación nostálgica, sino un genuino acto de renovación. Las tradiciones actualizan el pasado, hacen que nos sintamos parte de una historia, nos hacen deudores de un linaje, un credo, un legado simbólico.
La tradición, de igual modo, es una forma de enaltecer o rememorar a los que nos precedieron. Son gestos de agradecimiento. Las tradiciones desean conservar, no dejar perder el caudal de experiencia o los réditos de una cultura. Cuando así nos comportamos es porque queremos exaltar a los mayores, porque consideramos que la vida misma o la historia no empiezan soberbiamente con nosotros. Hay otros que nos precedieron y a ellos les debemos buena parte de lo que somos. Las tradiciones, entonces, son el homenaje a esas figuras o emblemas instauradores. Por eso, reavivar las tradiciones es convertirnos en guardianes de determinadas efemérides, es negarnos a convertir el pasado en olvido, es seguir llevando flores al panteón de nuestros progenitores.
Otro aspecto de las tradiciones, relacionado con el campo ideológico y religioso, es que ellas están ligadas hondamente a la zona sagrada de nuestras creencias. Hay un elemento sensible que baña cada rito o cada frase de la tradición. No es un asunto meramente racional; las tradiciones movilizan el flanco emocional y sentimental de nuestras conductas. Se pone demasiado corazón cuando se entra en el tiempo de las tradiciones. Eso explica, en gran parte, la exaltación, el fervor, las ofrendas, la corriente imantada de las expresiones masivas. Las tradiciones forman parte de nuestros lazos afectivos con el pasado, son el lado visceral de las creencias.
Por supuesto, estas épocas recientes del frenesí por la moda, del consumo rápido y de las mercancías desechables, parecieran desconocer lo que las tradiciones movilizan. Por eso es valioso explicarles a las nuevas generaciones –con nuestro testimonio– lo que se pone en juego cuando se arma un pesebre o se decora un árbol de navidad; vale la pena dialogar con los más jóvenes sobre el sentido de una novena de aguinaldos o la comunicación profunda de un regalo. No hay que permitir que las tradiciones caigan en el terreno inerte del consumismo. Si banalizamos estos rituales quedaremos huérfanos de pasado y, en esa medida, seremos un grupo social muy frágil para entrever el porvenir.
“La esperanza” del pintor inglés George Frederick Watts.
De las bondades de estas fiestas navideñas la más valiosa es, sin lugar a dudas, la esperanza. Nuestro espíritu recupera su capacidad de renovación, su inquebrantable condición de sobreponerse a las dificultades. Todo nuestro ser toma nuevos bríos; y en cada uno de nuestros actos se percibe un aliento remozado. La esperanza trae consigo la confianza y una certidumbre especial en las posibilidades infinitas de la vida. La alegría de la navidad aleja las desilusiones y diluye la desconfianza.
Son muchas las manifestaciones de la esperanza que abundan en estos días. En principio, están los saludos, las dedicatorias en los regalos, los mensajes electrónicos, las consignas de cierre de labores en las empresas. Cada persona desea a los demás, felicidad y prosperidad; la insistencia es para que todo vaya mejor: la salud, los negocios, las relaciones, el devenir de la existencia. Por decirlo de otra forma, la esperanza es el papel moneda usado en la época decembrina. Es como si al hacerlo se creara una fuerza premonitoria hacia lo positivo, una energía en la que lo factible se muestra cercano para su logro o realización.
Una segunda característica de la esperanza, típica de nuestra humanidad, es la de mantener imperecederos nuestros sueños, nuestras ilusiones más preciadas. Quien se esperanza no deja morir sus utopías, mantiene viva la fe en determinados anhelos. Las personas esperanzadas, por lo mismo, son más luchadoras, menos proclives al derrotismo y la inacción quejumbrosa. Los esperanzados pertenecen al bando de los emprendedores, de los que tienen en su corazón y en su mente una falencia por superar, una meta para conquistar, un proyecto que los insta a mirar el porvenir con ánimo y convicción a toda prueba. Los seres esperanzados tienen dentro de sí el fuego inextinguible de la motivación.
La esperanza subraya, además, el aspecto mejorable de las situaciones por las que pasamos o de las actuaciones que realizamos. Los que están enfermos se esperanzan en su mejoría; los que han sufrido un revés de la fortuna se esperanzan en que dicha fatalidad se repare con el tiempo; los que han cometido un error o provocado una falta esperan repararla o resarcirla. En esta perspectiva, la esperanza es un remedio efectivo contra la predestinación o los determinismos paralizantes. No hay cosas ya fijadas de antemano, parece decirnos la esperanza. Los seres humanos contamos con libertad y podemos hacer que la porfía de nuestra voluntad se imponga a las condiciones más aciagas y desfavorables.
Y cuando estamos esperanzados siempre encontraremos aliados para nuestros sueños, siempre hallaremos cómplices para esos proyectos extraordinarios. Si es la esperanza nuestro santo y seña muchos serán los amigos que hallemos en el transcurrir de nuestra vida. A veces, la presencia y fuerza de los vientos favorables depende de qué tanto velamen posee el barco de nuestra esperanza. Los auxilios, los mecenazgos, los apoyos incondicionales, dependen –en gran medida– de la envergadura de nuestra esperanza. Si es vigorosa, si tiene rápida capacidad de reposición, si no claudica en su búsqueda de horizontes, seguramente seremos depositarios de las manifestaciones de la gratuidad y habrá en el cielo una estrella refulgente que ilumine nuestro camino.
Cerremos estas consideraciones afirmando que la navidad rubrica la virtud de la esperanza. No pasemos por alto las señales de este beneficio. Dejemos que la favorabilidad habite en nuestro interior, y roguemos para que ese estado de ánimo se mantenga incandescente durante mucho tiempo.
Mal haríamos en estas fiestas si nos entregáramos desaforadamente al despilfarro enloquecido. Necesitamos de cierta mesura para disfrutar sin entrar en la disipación y del buen juicio para no estar en el futuro ahogados por las deudas y la angustia de no saber cómo pagarlas. Dediquemos, entonces, algunos minutos a reflexionar sobre el sentido de la mesura y sus beneficios.
Sabemos que las fiestas son un tiempo propicio para el derroche y la sobreabundancia. Quién no se anima a llenar su mesa de manjares en tiempo de navidad; quién no siente que puede darse unas merecidas vacaciones; quién no ve posible adquirir determinado objeto o regalarlo a sus seres más queridos. Eso acontece especialmente en navidad. Sin embargo, podemos mantener y participar de ese espíritu festivo sin enloquecernos, sin gastar lo que no tenemos, siendo cautos a la hora de firmar un crédito o disponer de nuestras reservas económicas. Ese tacto propio de la mesura a la hora de asumir débitos es el que debería orientar nuestro proceder en estos días.
No podemos caer en las trampas de lo innecesario; debemos ser realistas de cara a los espejismos del “lleve ahora y pague después”. Es definitivo que aprendamos a descubrir los miles de trucos con que cuenta hoy la sociedad de consumo. Hay infinidad de bienes, que si los analizamos concienzudamente, no necesitamos; y hay mercancías que acechan al incauto como la serpiente ponzoñosa al desprevenido transeúnte. Si somos sensatos al momento de elegir un regalo, si tenemos la cautela necesaria para buscar precios más razonables, si tenemos templanza al impulso irrazonable de “comprar por comprar”, seguramente seremos menos dilapidadores y enseñaremos a nuestros hijos a no malbaratar lo que nos ha costado tanto.
Quizá esta falta de mesura radique en el deseo de aparentar. A veces no aceptamos nuestras condiciones económicas o simulamos tener un nivel de vida muy lejano al que podemos acceder. Eso crea una profunda fisura en nuestro psiquismo. Es probable que el exceso de frivolidad, al que nos tiene acostumbrado la cultura farandulera, haya contribuido también al disimulo y al fingimiento. Habitamos en lugares que sobrepasan nuestras posibilidades, nos hacemos a bienes inalcanzables para al rango de ingresos que tenemos, llevamos un estilo de vida muy lejano al que nos corresponde. Nos hace falta mesura para aceptar sin vergüenza nuestra condición social.
Pero, además, la mesura está relacionada con la moderación en otros campos. Se puede estar feliz y en un ambiente caluroso de fraternidad con familiares y amigos sin necesidad de exagerar en el insumo de licor; para conquistar la suprema alegría no hay que emborracharse hasta la dejación. Podemos ser moderados también en las comidas para evitar una merma en nuestra salud o acelerar dolencias sobre las cuales no podemos abandonar el propio cuidado. No se piense, por ello, que deberíamos comportarnos como abstemios o espíritus frugales, eso sería desconocer el ambiente propio de las festividades decembrinas. Lo que digo es que la mesura debería resguardarnos cuando los excesos toquen a nuestra puerta.
Me gusta pensar que la mesura debería ser una de las virtudes que podemos legar a las nuevas generaciones. Tener mesura para no exagerar y ser sencillos; adquirir mesura para saber comportarse y no llegar a la disipación; actuar mesuradamente para, si es el caso en tiempos adversos, ser austeros sin terminar en la depresión o la desesperanza. En muchos aspectos la virtud de la mesura se asemeja a la sensatez y, en otros tantos, es una manifestación de la prudencia al momento de enfrentar los límites.
Es indudable que el símbolo mayor de la navidad está representado en la familia. Alrededor de ella, de su importancia, giran otros valores de estas fiestas decembrinas. Las comidas en común, las visitas a distintos miembros del grupo de parientes, los paseos con allegados, el compartir con los mayores en unión con toda la progenie es lo habitual en estos días. Estar en familia, reunirse, es el objetivo de los más allegados y de la parentela distante.
Aprovechemos, entonces, este día para reflexionar un poco sobre la familia. Lo primero que deberíamos reconocer, así en estas épocas parezca secundario, es el papel vital de la familia en la crianza. Mucho de lo que somos depende de lo que hacen los mayores con nosotros cuando niños. Es por su cuidado, por su decisión en proveernos de hábitos, por su voluntad en darnos una excelente educación, como adquirimos la suficiente fuerza en nuestras raíces para el crecimiento posterior. En familia reafirmamos nuestra identidad, comenzamos a desarrollar nuestras potencialidades y encontramos el estímulo y la fortaleza para salir a enfrentar el mundo con sus vicisitudes. Sin el calor y la firmeza de la familia muchas serán nuestras debilidades y abundantes los vacíos en diversas dimensiones de nuestra personalidad.
La familia también es un refugio, una certeza en el espacio, un lugar de protección. A ella acudimos cuando decaen las fuerzas, con ella contamos cuando la enfermedad o el dolor nos afligen, sin ella vivimos en la orfandad o el ostracismo. Así sea como alimento o techo, como lugar de consejo o caudal de experiencia, la familia sirve de acogida y de amparo. Lo fundamental de este nicho de la sociedad es el rol de alojamiento existencial que provee; la zona sagrada que instituye, generada por los vínculos de la sangre y el afecto. Por eso nuestra casa, por humilde que sea, se convierte en un fortín espiritual, en una fortaleza en la que podemos sentirnos tranquilos y confiados.
Otro aspecto esencial de la familia, con implicaciones altísimas en el campo educativo, es el servir de semilla para la convivencia, para aprender a ser con otras personas. Nuestra familia es un laboratorio en el que vamos cultivándonos para ser tolerantes, para combatir nuestros egoísmos, para seguir unas normas y hacernos responsables de los actos de nuestra libertad. En ese micromundo de la familia se prefiguran patrones de comportamiento, se afianzan valores como el respeto por los demás, se dimensiona la dignidad propia y ajena. La familia nos prepara para ser luego pareja, equipo de trabajo, comunidad. Sin esas primeras lecciones de coexistencia dadas por la familia seríamos más tarde torpes para interactuar con los extraños y sentiríamos como ajenos los derechos y los deberes ciudadanos.
Siendo tan importante la familia para el desarrollo de los seres humanos es clave tomarnos un tiempo para meditar sobre si lo que hacemos, como padres, hijos o hermanos, corresponde al lugar indicado. Porque lo que vemos mayoritariamente hoy es una dejadez o abandono por actuar como familia. Muchos hogares se han convertido en hostales y se confía peligrosamente en que cada miembro haga lo que mejor le parezca. Los roles parecen haberse diluido en una falsa veneración por el libre desarrollo de la personalidad. Considero que el miedo o la complacencia han terminado minando lo que debería ser obligación o genuina responsabilidad.
Aprovechemos la navidad para darle trascendencia a la vida familiar. Es prioritario que convoquemos el estar en familia, impongámonos la tarea de hablar y compartir experiencias entre mayores y menores, rompamos las burbujas individuales y propiciemos la comunicación cara a cara. Hagamos que los abuelos se sientan necesarios y útiles; sintámonos corresponsables de la suerte de sobrinos y nietos. Fortalezcamos los vínculos y celebremos con entusiasmos los rituales propios de la filiación o el parestesco. Y, sobre todo, enseñemos a las nuevas generaciones el prestigio y la riqueza incalculable de tener un hogar.
Cómo no hablar de la alegría en estos días navideños. Esa parece ser la emoción de la mayoría de las personas o lo que se transpira en el ambiente. Los alumbrados en las calles, los decorados brillantes en locales comerciales y la música festiva que resuena en la radio contribuyen a que nos sintamos menos apesadumbrados o irascibles. Hasta las mismas vacaciones colectivas se suman a este clima de risas y optimismo, a este regocijo de campanas en el que anda nuestro espíritu.
La alegría es un estado de afirmación a la vida. Es una expresión de certeza y satisfacción con lo que somos o tenemos. No hay fractura con nuestra interioridad; todo parece fluir y nos consideramos bendecidos por la suerte. El que está alegre ve menos sombras en el paisaje de su existencia y cuenta con una reserva de ánimo ilimitada. Cuando así nos sentimos somos más tolerantes y nuestras manos se saben más generosas. Sin parecer demasiado filosóficos podemos decir que la alegría es la mensajera predilecta de la felicidad, el rostro visible del gozo.
La alegría, por lo demás, está relacionada con el juego. Y el juego es el ámbito en donde se abandonan todas las armas y las apariencias para ser como somos, para poner en escena nuestra autenticidad. Sin temores, sin miedo al repudio o al enjuiciamiento. La alegría es, en este sentido, el florecer o germinar de nuestra libertad. Quien está alegre se siente liberado, manumitido de presiones sociales o demandas ajenas. Por eso la alegría es un desahogo y por eso también es traviesa, porque la médula de nuestra humanidad no soporta las cadenas.
Tan fuerte es la emoción de la alegría que busca manifestarse en el baile, en la fiesta. Ansiamos que esa sensación se contagie. No parece suficiente guardarla para nosotros; es menester que se irradie, que pueda ser compartida. Y con cada grito de exaltación, con cada movimiento rítmico de nuestro cuerpo, la alegría establece puentes para restituir la igualdad entre los hombres. La hermandad de la alegría diluye diferencias de clase, credo, etnia o edad. Nadie puede quedarse por fuera de este alborozo. El esparcimiento se vuelve el cometido común. Tal es la importancia de las fiestas populares que tienen como fin irradiar la alegría a toda una comunidad. Con la alegría certificamos el valor de la convivencia y el encuentro.
Es apenas natural que durante estas fechas decembrinas participemos y promulguemos la alegría. Nuestro espíritu necesita desprenderse de los huraños quejumbrosos y apartarse de los cascarrabias empecinados. Basta agregar una sonrisa a nuestra comunicación cotidiana para descubrir el impacto y los beneficios producidos. Es necesario darle mayor flexibilidad a nuestro espíritu para no andar rompiéndonos el alma por cualquier tontería. Es más: si logramos con nuestras acciones o nuestras palabras contribuir a que otro ser humano redescubra su potencial de alegría, habremos cumplido una de la obras secretas de la misericordia.
Las campanas de navidad, los cantos, los adornos multicolores, nos advierten de que no podemos perder la alegría. A pesar de los problemas, las adversidades o los sufrimientos, sigue habiendo motivos para levantar las manos y celebrar. Ahí están, a nuestro lado, familiares que nos quieren; pese a todos los obstáculos, algún proyecto personal ha logrado terminarse; contamos con salud y trabajo; seguimos manteniendo en alto varios sueños; tenemos manos amigas que nos ayudan; hemos conseguido por fin un techo propio… Siempre habrá razones para estar alegres. Sabernos vivos es ya, de por sí, una causa para sentirnos contentos.
“El regreso del pródigo” del pintor inglés Edward John Poynter.
La alegría y el júbilo contagioso de estos días decembrinos crean un ambiente propicio para hablar del perdón. De los alcances y beneficios del aprender a perdonar. Porque no es fácil reconstruir los lazos familiares, laborales o de una comunidad si no se cuenta con tal disposición. El perdón ofrece oportunidades para resarcir las faltas, reconstruir los vínculos sociales y es el mejor antídoto contra el resentimiento y las envenenadas manifestaciones del odio y la venganza.
Los que se sienten inclinados al perdón son los seres que reconocen en sí mismos y en los demás la falibilidad. Si nos sabemos imperfectos, predispuestos al equívoco, necesariamente deberemos aceptar el perdón como parte de nuestro desarrollo moral. Los otros, los que consideran la perfección como el único rasero o los que tienen tal dureza de corazón como para no aceptar las falencias ajenas, son los soberbios y déspotas. Perdonamos, en consecuencia, porque comprendemos que la equivocación no es una mancha o una anomalía sino parte constitutiva de nuestro ser.
Por momentos olvidamos esa particularidad de las personas. Pasamos por alto que no nacemos como productos terminados. Somos criaturas perfectibles. Con cada experiencia, con torpezas o tanteos vamos afinando nuestro temperamento o nuestro carácter. Y cuando formamos pareja, familia o equipo nos obcecamos en pedirles a los demás una impecabilidad cercana a los seres sobrenaturales o los entes ideales. Precisamente, el saber perdonar es una forma de asumir en la práctica una convivencia con individuos de carne y hueso, con personas sujetas a la variabilidad. El perdón humaniza y, a la vez, revitaliza la confianza.
De otra parte, considero que el perdón valora o pone en alto relieve la rectificación, los procesos de resarcimiento y mejora. Cada uno de nosotros, como padre, hermano, pareja o vecino puede y tiene la posibilidad de enmienda. Reformarse, corregirse, reparar lo mal hecho, son acciones a las que el perdón da cabida. Si cancelamos esos actos de reposición –tanto más complejos cuanto nos hayan herido o lastimado– estaremos condenando a la otra persona a la fatalidad de lo irremediable. Perdonar es ofrecer opciones al culpable, aliviar los remordimientos, hallar cierta paz proveniente del olvido de la afrenta o la maledicencia. Quien perdona ofrece una cura para los males del espíritu.
Por supuesto, no es fácil perdonar con el rencor a cuestas. Tampoco si los lastres del odio son los consejeros de nuestro corazón. Y menos si esperamos que nuestro colega, familiar o amigo –esos que han cometido una falta contra nosotros– se humille hasta la degradación. Para perdonar hace falta no quedarse en el pasado, superar la condición fija de la piedra, estar en la otra orilla del río. El que perdona avanza, no se deja carcomer por las espinas de lo ya pasado. Perdonar es evolucionar hacia la reconciliación; es afirmar la fuerza renovadora de los vínculos.
Es aconsejable aprovechar esta época de navidad para ponernos en actitud de perdón. Bien sea para pedirlo o aceptarlo. Tal vez ahí cerca de nosotros esté el familiar al que debemos sorprenderlo con nuestra solicitud de perdonarnos algún insulto o injuria; o un tanto más lejos, se encuentre aquel amigo que debemos perdonar, a pesar de su flagrante insolidaridad. Esa podría ser una magnífica tarjeta navideña: la de entregarles a aquellos que hemos ofendido una palabra o un gesto para que nos perdonen, o exonerar de nuestra animadversión al individuo que en el pasado nos llenó de agravios.
“El Zulo” del escultor español Víctor Ochoa Sierra.
Retomemos el tema del recogimiento como motivo de reflexión para este día. Considero que el estar de vacaciones y el deseo de viajar o participar del jolgorio decembrino no debe ocultarnos la necesidad de cavilar o dedicar un tiempo para recapacitar y volver al interior de nosotros mismos. Así sea en un templo o en nuestra propia casa es aconsejable recogernos y regalarnos unas horas para dialogar con nuestro espíritu.
He mencionado el recogimiento. Me refiero a una actitud solitaria y meditativa. A detener el agite o la avalancha de compromisos con el fin de –reposadamente– escuchar nuestros pensamientos o la silente conciencia. Para lograr tal ensimismamiento necesitaremos romper con la agobiante barahúnda de los medios de información, clausurar los llamados permanentes de las nuevas tecnologías y regalarnos las bondades del silencio. Tal vez caminar en algún sitio apartado refuerce tal propósito. Lo importante, en todo caso, es tener unas horas para reencontrarnos, para dejar de ser objetos insensibles y recuperar la dignidad de ser personas. Recogerse es dejar de responder a las demandas gritonas del afuera y escuchar con cuidado los susurros de nuestra interioridad.
Así, a solas, podremos hacer balance. Discernir sobre lo que hemos logrado, evidenciar aquellas zonas donde hemos tenido fallas o descubrir una tarea que aplazamos inexplicablemente. El discernimiento nos pone en sintonía con nuestro proyecto vital; nos vuelve a lo esencial del sentido de nuestra vida. Discernir es dejar de sobrevivir y recuperar la rica experiencia de estar en el mundo. Retomar lo que la vida posee de gratuito y maravilloso; reconocer todo lo que perdemos por andar atrapados o engolosinados con los espejismos del consumo y las necesidades fatuas. Discernir es, en últimas, volver a tomar las riendas de nuestro destino.
Darse un tiempo para el recogimiento es abrir, de igual modo, un espacio para la meditación. Meditar en el sentido de establecer un vínculo con la dimensión profunda de nuestro ser. Redescubrir nuestra vocación por las preguntas esenciales de la existencia. Y en esa tarea de concentración y serenidad que constituye el acto meditar, expandir nuestro espíritu hasta los confines del universo. Aquí la meditación se emparenta con el orar y el diálogo con nuestra conciencia. Al hacer estos pequeños “ejercicios espirituales” lograremos hacer catarsis, liberarnos del autoengaño y redireccionar nuestra vida.
El recogimiento no es un estado sólo para santos o religiosos consagrados. Si en verdad se quiere, cualquier persona puede dejar de dispersarse, escuchar su voluntad y dejar de ser una hoja al capricho del viento. El que se recoge busca aquilatar o poner en sintonía sus sentidos y apetitos; se niega a ser esclavo de los demás o de las circunstancias. Demasiada disipación hace que perdamos el gusto por las cosas sencillas, el exceso de voluntarismo conlleva al hastío y a la desesperanza. En los tiempos que vivimos, recogerse es un buen recurso para contrarrestar la fragmentación de nuestra subjetividad y el sinsentido de la vida.
Reiterémoslo: independientemente del credo que se tenga, considero oportuno aprovechar estas fiestas navideñas para apartarnos algunas horas del “mundanal ruido” y recogernos. Esa puede ser una buena terapia interior. Meditar, ensimismarnos, hacer discernimiento es un regalo personal que no podemos prohibirnos.
“El buen samaritano” del pintor catalán Pelegrí Clavé i Roqué.
La consideración en esta oportunidad deseo centrarla en otra dimensión o valor propio de estos días navideños: el compartir. En esa disposición para hacer más amplia nuestra mesa o en el deseo de participar a otros, aunque sean reducidos, nuestros haberes materiales. Ese parece ser un mandato interior al cual nos adherimos tanto los más humildes como los más favorecidos por la fortuna. Compartir: bella consigna navideña.
Pero, ¿qué hay de profundo en esta actitud del compartir? Un primer asunto es el de renunciar por un tiempo –que ya por eso mismo lo convierte en sagrado– a nuestro habitual egoísmo. Más allá de la cautelosa planeación o del maquiavelismo de los negocios, el compartir nos convoca a entrar en la lógica del don, de tener el suficiente corazón para renunciar al acaparamiento y lograr dividir con otros un plato de comida o algunas de nuestras posesiones. Es una dinámica de manos pródigas y brazos siempre abiertos.
De otra parte, quien comparte pone su avaricia entre paréntesis. Somete a juicio los malhechores de la usura y el beneficio personalista. Y así sea animado por el ambiente de hermandad que impregna cada casa, por los adornos que decoran cada calle de su ciudad, o por las canciones decembrinas que repiten incansablemente la paz y la concordia, el que comparte pone en su corazón la enseña de la filantropía y una disposición indeclinable para ser generoso. Esa parece ser la maravilla o el ambiente espiritual de estas fiestas: el hacer que el ruin y codicioso ceda ante la magnanimidad.
Se me ocurre que el compartir está profundamente vinculado con el desprendimiento. Porque dar no es igual a desocuparse de lo inútil o salir de los estorboso y desechable. Dar es una confrontación con aquello que consideramos nuestra riqueza o nuestras posesiones más estimadas. Quien da, quien se atreve a compartir, entrega algo que le ha costado. En este sentido es una especie de ofrecimiento. Quizá ahí esté la clave del ágape, de la caridad o la compasión. Lo esencial del compartir estriba en ser sensibles ante la carencia o el sufrimiento ajeno. El que comparte es un genuino ser solidario.
Desde luego, no se comparten únicamente cosas. De igual modo pueden compartirse palabras de aliento o espacios de compañía. De allí que sea tan importante en estas fechas asistir a los solitarios, ofrecer alegría a los desesperanzados, dar muestras de entereza a los enfermos desfallecientes. Podemos compartir nuestra palabra, nuestro entusiasmo o nuestra presencia. Todo eso hace parte de la actitud festiva de esta época. Y entre más compartamos, en la medida en que ampliemos el radio de acción de nuestro dar, mayor contribuiremos a restablecer la convivencia entre los hombres y, de alguna forma, a enaltecer la dignidad del ser humano.
Hagamos un alto reflexivo en estas fechas. Desencadenémonos de las imperiosas y desalmadas leyes de los negocios y los dividendos y hagamos que el compartir torne leve nuestro corazón; le insufle alas de altruismo y liberalidad. Dividamos nuestro pan, sintámonos corresponsables con nuestro prójimo, hagamos realidad cotidiana la parábola del buen samaritano. Pongamos en letras luminosas, a la entrada de nuestra casa, un aviso en el que el compartir titile como un signo de invitación para los peregrinos menesterosos.