El manantial de la poesía
Temo que mueran mis sentimientos
y se seque esa fuente de mis versos
y que a mi alma, después de tanta inquietud,
nada le incite más que los recuerdos,
y que mis ojos contemplen el Universo, indiferentes
ante la belleza del crepúsculo y de la aurora.
Temo que la desesperación haga mella en mi corazón
y éste desespere de sus fines.
Ahmad Rami
Si hay un temor que ronda a los poetas es el de perder la sensibilidad; o que su alma ya no sea interpelada por el universo. Un temor a convertirse en un ser indiferente ante la existencia propia y la de los demás. Este miedo, que puede llevar a la desesperanza, es el enemigo de fondo de los poetas; el pozo sin fondo de sus angustias, el abismo que puede conducirlo al suicidio, al silencio o a la locura.
Es comprensible esa angustia. Si un objetivo de su vida ha sido, precisamente, el mantener todos sus sentidos erizados y dispuestos a captar lo imperceptible, entonces, su temor mayor es convertirse en un individuo que apenas sobreviva. Que a pocas cosas le dé trascendencia y se entregue, como le sucede a buena parte de la sociedad en que vive, a trabajar para conseguir lo necesario y satisfacer sus necesidades más inmediatas. Alguien simple, sin mayores afectaciones. En otras palabras, a que ya no le duela el mundo o que pierda el sentido fino para escuchar la melodía de la vida.
De otra parte, el temor del poeta está relacionado con que se seque la fuente o el río de donde extrae la mejor agua para sus composiciones. Puede parecer una obviedad, pero los seres dedicados a la creación saben que trabajan con un material o una riqueza natural no siempre inagotable. Han aprendido que hay vetas y yacimientos –períodos o momentos, dirán otros– en que fluye a manos llenas el oro líquido de su inspiración, los depósitos de sus más queridas confesiones. Como también hay meses o años en que nada brota de esa tierra, en que ni una sola piedra preciosa puede extraerse de aquella cantera. Y a medida que va pasando la edad, cada noche, cuando se dispone a escribir, cuando la hoja en blanco tarda en llenarse, o cuando lo sorprende la madrugada sin ni siquiera haber escrito una línea, el poeta teme que esté seco, que ya no quede nada en su aljibe interior. Tal sequía de motivos o de temas lo circunda como una hiena hambrienta.
Los poetas románticos asociaban este miedo de perder el caudal de la creación con el de la poca inspiración. Para enfrentar ese temor, revivieron la imagen de “La Musa”, un ser alado al cual se invocaba en aquellos momentos cuando la imaginación escaseaba o cuando los motivos parecían escapárseles de las manos. Desde el poeta mayor, Homero, que la consideraba la verdadera gestora de sus versos, hasta poetisas como Anna Ajmátova que la esperaba en las noches para que le prestara por unos minutos los mismos caramillos que le habían servido a Dante, la Musa era considerada un antídoto, un talismán que protegía de la escasez o la exigüidad en los versos. Aunque, desde luego, también la Musa podía encender el espíritu con tal intensidad –provocar el arrobamiento o el paroxismo–, y llevar al poeta hasta las montañas del Etna, como Silvia Plath o Hölderlin, para despeñarlo por los acantilados de la locura.
De igual modo, el miedo del poeta puede venir de que por dedicarse a los oficios de la sobrevivencia –conquistar un techo, mantener una familia, trabajar para adquirir un alimento– pierda sus mejores años, cuando se es más productivo o más imaginativo; que malgaste ese tiempo en que las palabras se entregan con facilidad a los caprichos del artista. Ese temor también lo acecha. Por eso algunos poetas prefieren asumir una vida miserable con tal de no perder el camino o el mandato de su vocación; otros les roban tiempo a sus obligaciones laborales o se destierran por unos días de las demandas sociales. También están los que se imponen, con una disciplina espartana, encerrarse todas las noches en su estudio, con el fin de no dejar morir su relación con las palabras. Con las celosas palabras de la poesía.
El poeta, hemos afirmado, tiene miedo a endurecerse o anestesiarse ante las variadas manifestaciones del universo, la naturaleza o la existencia humana. Le angustia pensar en esa condición de hombre cómodo, sólo preocupado por la riqueza y libre de conmociones o sentimentalismos. Teme, en últimas, que pierda su capacidad para hacerse preguntas, que claudique en su permanente oficio de anteponer el asombro a lo trillado o consabido. Y porque vive en ese temor, le reclama a la misma poesía, así como en los versos del boliviano Eduardo Mitre, que no lo vaya a abandonar, que persevere, “que persista en él pese a la miseria que ha hecho de esta vida”. Que nunca lo vaya a dejar –y aquí es importante agregar el plural– sin esa voz que es la que “nos despierta y bautiza los nombres de la tierra”.
(De mi libro La palabra inesperada. Aproximaciones al poema y a la poesía, Kimpres, Bogotá, 2014, pp. 95-100).