A pesar de que intentamos comunicarnos con la divinidad mediante oraciones, el verdadero diálogo se produce en el silencio.
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En un mundo gobernado por el ruido permanente y el bullicio comercial, el silencio es –en sí mismo– amenazante. La masa vocinglera teme a la soledad ensimismada.
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El silencio, en la muerte, se transforma en ausencia. La pérdida es el silencio perfecto.
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En algunos casos, especialmente en el amor apasionado, el silencio puede ser el lenguaje del anhelo supremo o la evidencia del desinterés.
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Dos perros fieros encarcelan el silencio: el orgullo y la soberbia. Dos aves mansas lo dejan libre: la prudencia y la compasión.
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En el carcaj de Cupido hay flechas untadas de palabras y otras envenenadas con silencio. Esa es la razón por la cual los recién enamorados hablan demasiado o no saben qué decir.
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Los místicos han cancelado las demandas de su lengua para que broten los dones de la escucha.
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La ciencia es el empleo riguroso e indiscutible de las palabras; la sabiduría, el cuidadoso y oportuno uso de los silencios.
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En las discusiones deberíamos recordar que los silencios tienen el mismo impacto que las palabras. No decir o responder es tan efectivo como acusar o inquirir.
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El bullicioso y enardecido griterío de las masas puede ser aplacado por un minuto de silencio.
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Por ser las ondas del pensamiento de baja frecuencia es que necesitamos de la concentración para captar en plenitud sus mensajes susurrantes.
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Es bueno, a veces, imponernos el castigo de escuchar en silencio. La escuela de la escucha empieza con el aprendizaje de morderse la lengua.
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El silencio es para el secreto su razón y garantía. La confesión y el misterio pierden su esencia cuando andan de boca en boca.
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Hay amores que se apagan por la ausencia de palabras y, otros, que aumentan su brío cuanto más permanecen en silencio.
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La discreción es la etiqueta del silencio.
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Para estar cerca del diablo se requiere invocar ciertas palabras; para acercarse a Dios es necesario el silencio.
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Por saber tan poco de las formas comunicativas del silencio es que resulta ambiguo descifrar su rostro. A veces, el mutismo que parece decir no es un flagrante y necesitado sí.
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La alusión o los sobreentendidos son, en la comunicación, la presencia recatada del silencio.
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La palabra es un puente suspendido entre dos silencios.
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Las mafias, más que ser expertas en la ley del silencio, son hábiles administradoras del silenciador.
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No siempre el que calla, otorga. A veces, el silencio es nuestra mayor demanda.
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Bien analizadas las cosas, los lapsos sin hablar en una charla muestran que el continuum de la conversación no está en las palabras sino en el silencio.
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Los muros del silencio están hechos para aguantar el peso abrumador de las lamentaciones o las confesiones desesperadas.
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Los pactos de silencio son actos sagrados. De allí el valor del juramento y las advertencias condenatorias al infligirlos.
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La fuerza del silencio estriba en su variada consistencia: puede ser impenetrable o arrollador, pero también clamoroso o elocuente. A veces toma la forma de los fantasmas y, en otras ocasiones, la densidad de los aceites.
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Algunos silencios hieren tanto como las espadas. Especialmente cuando nuestro abandono o nuestra desventura son los que claman una palabra compasiva.
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En las bibliotecas reina el silencio. Así debe ser: el saber de los libros se comunica levemente a través del murmullo de las hojas.
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Las marchas en silencio combinan bien con el ondear pacífico de las banderas blancas.
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Aunque el sentido del oído es el mejor preparado para captar los secretos, en el amor es la mirada la que mejor interpreta los silencios.
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Cuando, súbitamente, interrumpimos lo que venimos diciendo en una conversación es porque comprendemos la necesidad de dejar hablar al silencio.