“El caminante sobre el mar de nubes” del pintor alemán Caspar David Friedrich.
El que viaja, aunque desea llegar a un lugar, lo que en el fondo anhela es vivir el tránsito que trae consigo una aventura.
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Lo mejor del viaje: preparar las maletas, imaginar lo venidero, disponerse a lo desconocido. Lo peor del viaje: reacomodar las maletas, reconocer lo propio, prepararse para lo conocido.
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El viaje es un llamado del exterior al interior. Una incitación del valiente “afuera” al temeroso “adentro”.
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Los primeros viajes –quizá los más fantásticos– no se hicieron por tierra o por mar, sino a través de la geografía incorpórea de nuestros sueños.
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Viajar es un intento apresurado por convertir lo extraño en familiar. Un recurso para apropiar en contadas horas o en pocos días una vasta cultura o una inmensa ciudad. El que viaja es un practicante de la sinéctica condensada.
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“A lo lejos, bien en lo distante está mi destino”, dice el viajero. “El lejano horizonte es mi estímulo y mi meta”, vuelve a repetir contemplando el infinito.
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El viajero que vuelve a una ciudad ya conocida se ve obligado a descubrirla en otras dimensiones. Lo extraño solo emerge cuando ya hemos traspasado el umbral de lo evidente.
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El estómago es el primero que se resiste a la aventura. La mente del viajero, ávida de novedades, vive en permanente lucha con el vientre acostumbrado a las tradiciones.
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El consejo sigue siendo válido: hay que llevar la maleta liviana cuando partimos para traerla llena cuando regresemos. Si se quiere aprender a viajar hay que ser leves o, por lo menos, saber aminorar el peso de nuestras posesiones.
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Algunas religiones más que organismos metafísicos parecen ser compañías promotoras de turismo: lo que prometen al final de su destino es un lugar paradisíaco, un sitio donde no hay más que tranquila felicidad.
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Los taxistas son para los viajeros humildes cartógrafos de un territorio desconocido. Y las rutas o indicaciones que ofrecen son el primer mapa que el extranjero debe aprender a leer a partir de conversaciones informales.
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Algunos viajeros siguen a pie juntillas un mapa o una guía turística. Otros, se dejan llevar por las orientaciones del azar o por la inesperada presencia de las oportunidades.
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El que muestra a otros las fotografías de un viaje anhela compartirles una emoción, un asombro. Los demás –curiosos– ansían captar esa epifanía, pero apenas ven una montaña, un mar, un edificio antiguo, unas personas sonrientes. Las fotografías del viaje son un misterio revelado únicamente al viajero.
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Lo nuevo tiene un límite: hay un momento en que el viajero anhela –con fulminante nostalgia– la tibieza de su hogar. El retorno sigue siendo el as en la manga del aventurero.
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¿Cuál es la magia del viaje? La fascinante emoción de recordar la aventura mediante la narración. Quizá el viaje verdadero no esté en el trasegar de los caminos o en los puertos exóticos, ni siquiera en las peripecias más increíbles, sino en la rememoración tranquila relatada por las palabras del viajero.
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Extraña condición la del viajero: necesita encerrarse por un tiempo en un medio de transporte para llegar a su destino. Por eso las ventanillas son un puente entre la reclusión y la libertad.
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Los viajes, que están hechos para aprender de otras culturas y personas, nos llevan irremediablemente a descubrir lo que somos; son un espejo móvil, una fuente iridiscente para acabar de conocernos.
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Los viáticos, tan necesarios en asuntos comerciales, resultan inútiles para nuestro último viaje.
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Algunos viajes no son el resultado de nuestra voluntad sino forzados por las circunstancias adversas. Los migrantes o desplazados no son viajeros de la querencia sino de la obligación. Estos viajes son dolorosos porque convierten lo nuevo en una condena inapelable.
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Las excursiones de fin de año de algunos escolares no tienen como propósito el descubrimiento de lo extraño sino afianzar los lazos entre los conocidos. Los adolescentes viajan lejos para celebrar que van a seguir cerca.
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¿Qué es una agencia de viajes? Un lugar en donde la difusa y atemporal fantasía del viajero se convierte en un destino concreto con un itinerario prefijado.
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Cuando el hastío o la desesperanza pueblan el espíritu de los jóvenes de nuestro tiempo dejan de esforzarse por emprender viajes en la geografía de la tierra y optan por usar alucinógenos para viajar dentro de los laberintos de su propia mente.
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Las vacaciones son el tiempo laboral de los viajeros.
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Me gusta la imagen cristiana del peregrinaje. Pero no tanto por el final prometido, sino por la riqueza contenida en su origen: “ir por los campos”. Somos peregrinos, decía Ortega y Gasset, porque estamos “andando por el mundo”. Lo que importa, entonces, es el caminar y no tanto el paraíso.
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La globalización ha traído un desencanto para el viajero: por más kilómetros que se aleje siempre hallará lo mismo: la misma comida, la misma arquitectura, la misma moda. La globalización lleva a la inercia del viajero.
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El viaje es una cuerda tendida entre “el cerca” y “el lejos”. La pericia del viajero, por lo mismo, depende de su confianza y equilibrio para moverse sobre esa cuerda insegura.
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El nomadismo es la enfermedad congénita del viajero.
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Para el viajero los extranjeros resultan exóticos; para los lugareños son los viajeros los que parecen pintorescos o estrambóticos. Forastero y nativo son nomenclaturas de la mirada, enfoques de perspectiva para describir al diferente.
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Se viaje en el espacio pero se recuerda en el tiempo.
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Hay quienes sufren demasiado para viajar. Sus maletas, aún antes de partir, están demasiado cargadas de hábitos y nostalgias.
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Los viajes son una escuela de la vivencia. Lo que nos pasa en el trayecto o el recorrido es, en sí mismo, una lección de experiencia. Los viajes son una forma de aprendizaje situado.
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El viajero toma fotografías para retener la emoción de lo vivido por primera vez; sin embargo, cuando mira las imágenes en su lugar de residencia, lo que descubre es que ha tomado dispositivos para el recuerdo.
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Hay muchos medios de transporte para viajar; pero el más potente, el de mayor alcance, sigue siendo la oportuna y ligera imaginación.
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Todo viajero es un explorador. Es decir, alguien que va en pos de un “dorado” o una maravilla oculta. Para los viajeros genuinos el mundo es siempre un laboratorio fantástico de descubrimientos.
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Ir rápido o despacio. Dos formas de ser y comprender al viajero. Al primero le importa llegar cuanto antes para conocer su destino; al segundo, demorarse para saborear las peripecias del viaje.
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No es fácil convivir con otra persona, tampoco elegir al compañero de viaje. Las mejores compañías para los viajeros son aquellas que ven en el azar no una amenaza sino un aliado de la aventura, y las que de manera espontánea asumen las condiciones o los vínculos de la complicidad.
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Los viajes a pie tienen la bondad de convertir el exterior en un paisaje continuo.
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Se necesita algo de valentía o de riesgo para empezar un viaje. Las aventuras se encaran o acometen como si fueran obstáculos por vencer.
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Cada viajero tiene en su alma la impronta de Caín. Errar es el destino de los que sienten hastío del Paraíso.
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Las maletas perdidas no son un accidente o un olvido; son un indicio secreto de que los objetos viajan más lento que las personas.
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Los viajeros perfectos son los vagabundos. Ellos han renunciado al punto de retorno y al destino preciso.
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El que viaja necesariamente se desplaza. En este sentido, la verdadera nacionalidad de los viajeros es la de saberse ciudadanos de frontera.
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Los filósofos y poetas han analogado la existencia del hombre con un viaje: de acuerdo. El nacimiento es el punto de partida, y la muerte el punto de llegada. Pero, ¿y el retorno? Porque el sentido de viajar necesita la etapa del regreso. Allí es, precisamente, donde las religiones han ofrecido algunas respuestas.
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Los regalos o “souvenirs” que el viajero trae a sus familiares y conocidos son la prueba de la aventura, las evidencias del encuentro con lo desconocido. Los viajeros, inconscientemente, conservan el mismo espíritu de los primeros cazadores: les importa traer a casa la presa.
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¿Qué son los pies cansados, las incomodidades al dormir o las dificultades de todo tipo cuando el viajero tiene ante sí lo que era el objetivo de su búsqueda? Poca cosa. Lo desconocido exige una aduana a los que desean entrar en sus dominios.
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La hospitalidad es la manera como un extranjero reconoce en un viajero la cara de un coterráneo.
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Muchos viajeros llevan un diario. Pero no solo como una ayuda para la memoria sino para disfrutar de ese otro placer que conlleva el releer más tarde, en la quietud, lo que fue pleno movimiento. La escritura permite, entonces, una segunda o tercera travesía sedentaria.
Desde por la mañana y durante el resto del día las niñas de ojos azules tenían que cargar rieles color añil, láminas de aceite y aluminio encerado… Todos esos fardos de olor penetrante debían llevar sobre sus espaldas, confiadas en la esperanza de que al llegar la noche alguien las liberara de aquel peso… Y cuando a “La Doña” se le olvidaba tal cosa, Greta y Rita no podían dormir, o, si lo hacían, el poco tiempo de sueño estaba repleto de pesadillas.
Se veían a sí mismas aplastadas por rocas gigantescas o, lo más extraño, sentían que todo a su alrededor se hacía más negro o sucio, como si una densa niebla cubriera cada objeto o cualquier espacio. Esa oscuridad era tan intensa que terminaba por metérseles adentro de sus ojos hasta quitarles cualquier posibilidad de mirar. A tientas –y ese era el momento más terrible de la pesadilla– las niñas de ojos azules empezaban a andar de un lugar para otro pero con esa zozobra y esa continua sensación de vértigo, de caída en el abismo. Afortunadamente “La Doña” se levantaba temprano y Greta y Rita, aunque no hubieran descansado, celebraban con alegría el despertar de aquella pesadilla.
Después, cuando la mujer entraba a la ducha, las niñas de ojos azules, aprovechaban la oportunidad para tratar de quitarse de encima algunos de esos rieles parafinados, pero como eran tan grasosos, sus pequeñas manos no podían agarrarlos. Entonces se consolaban con la sensación de sentir el agua resbalar por sus cuerpos y, así, aliviar un poco el cansancio muscular.
Tal vez el único momento de descanso, era aquel cuando “La Doña” volvía del baño a su alcoba y con una experticia increíble, levantaba con facilidad aquella pesada carga. Claro que tal descanso no era sino por unos minutos. Porque la mujer, después de vestirse, se situaba frente a un espejo que había a la entrada del cuarto, y volvía a poner sobre los hombros de las niñas de ojos azules –con la misma maestría con que había antes izado aquella carga– esos pesados rieles, esas láminas negras y enceradas, esas cadenas tanto más pesadas cuanto más largas.
Muy distinto era cuando “La Doña” a bien tenía no olvidar liberarlas de aquella esclavitud. Greta y Rita esperaban con ansiedad ese momento cuando la mujer, después de tomar una ligera cena y ver algunas horas de televisión, se desnudaba, se ponía una pijama blanca de rayas azules y se metía dentro de su cama. Sentada y recostada en unos cojines verdes, la mujer empezaba con lentitud a liberar a las niñas de ojos azules de aquel trabajo de Atlas. Poco a poco les iba quitando los listones parafinados, aquellas varillas negras de olor dulzón y emborrachador.
Greta y Rita, en esos casos, sentían un alivio infinito, y aunque era de noche, ellas veían con más claridad; se les ponían los ojos más azules, más brillantes, casi verdes, y podían conciliar un sueño profundo y plácido, con imágenes refrescantes y olorosas a flores y a hierbabuena recién cortada. Sólo así, cuando al otro día, la mujer les volvía a colocar sobre sus frágiles hombros los delgados pero pesados listones de aluminio y cera, ellas, las niñas de ojos azules, sentían sus brazos llenos de vigor y su ánimo estaba renovado hasta el punto de olvidar la sucia y grasosa maleta que debían cargar por más de quince horas sobre sus espaldas.
Pero el problema de ese mes de junio era que “La Doña” estaba volviendo costumbre el despreocuparse de aliviarlas de ese acarreo seboso y renegrido. Greta y Rita, entonces, ansiaban tener voz para agradecerle o llenar de bendiciones al esposo de la mujer que le insistía, con voz cariñosa, para que liberara a las niñas de ojos azules, para que les quitara de encima esos listones encerados, esa pasta color añil. Pero los ruegos de su amigo −porque aunque él no lo supiera ya lo consideraban un amigo− esos ruegos no surtían efecto en “La Doña”. A veces porque estaba tan cansada como ellas, o porque el sueño la sorprendía cuando menos lo esperaba.
No era que la mujer hiciera esas cosas para molestarlas o con el fin de propinarles algún castigo. La mujer siempre las trataba bien, pero al ser bastante olvidadiza, quien terminaba sufriendo las consecuencias de su desmemoria o sus descuidos cotidianos eran las niñas de ojos azules. Como ahora, que Greta y Rita, por más que han intentado soliviar un poco ese acarreo negruzco, nada han conseguido, nada han podido hacer para remover aquel lastre aceitoso de sus hombros maltratados y de sus tiernas espaldas. Y aunque el esposo le ha vuelto a insistir a su mujer para que libere a las niñas de ojos azules, lo cierto es que “La Doña”, después de dar un giro en el lecho, no ha querido cumplir con esa petición. Por eso Greta y Rita presienten venir esa densa niebla, esa oscuridad enceguecedora, aquella interminable pesadilla de caminar a tientas sobre un abismo. Ojalá su amigo vuelva a interceder por ellas. Ojalá él, que es poeta, escuche sus gritos inaudibles de auxilio. ¡Ojalá!
A pesar de ser muchos los aspectos relacionados con una didáctica de la literatura, dando por descontada la necesidad de ampliar esos mismos puntos, me interesa en esta oportunidad concentrarme en nueve de ellos, por considerarlos prioritarios o al menos dignos de interés para aquellos educadores dedicados a enseñar literatura. Por esa misma razón, a la par que explore y describa el ser de estas cuestiones también me atreveré a plantear caminos de solución o alternativas a manera de propuestas.
Propiciar el gusto por la literatura
Antes de cualquier ejercicio de análisis o de estudio intrínseco de las obras literarias, el primer deber de un maestro de literatura es el de enseñar a degustarla. Promover su lectura, hacer circular textos diversos, poner en alto relieve autores, animar al descubrimiento de los libros más cercanos a los intereses de los aprendices, incitar con exquisito tacto la relectura de las “obras clásicas”. Todo ello corrobora para que la literatura habite a sus anchas en el aula; para que esté cotidianamente servida como un pan caliente a la mesa del salón de clase.
Por supuesto, esa tarea no puede hacerse sin que el maestro dé un testimonio real de su propia relación con ese arte o esa “materia”. Si es el gusto por la literatura el que deseamos propiciar en nuestros estudiantes, debemos dar prueba de ello todos los días y no sólo en el aula de clase. Cuando en verdad padecemos esa herida viva por la literatura ni el texto escolar determina nuestra didáctica, ni son suficientes los aspectos de la gramática, ni la mera historiografía agota las obras y los autores. Ese testimonio, nos insta a contagiar a nuestros estudiantes de un poema que aunque no está en el programa nos parece “lúcido” o “perfecto” para explicar aquel sentimiento que a la mayoría de ellos les atenaza la garganta o los hace deambular por las calles; o llevarles a la clase, a manera de genuina seducción, un cuento que sugiere, con sutileza y profundidad, una salida ante la desesperanza o el fracaso.
Pero el gusto –que parece tan natural y personal– necesita educarse, formarse de alguna manera. La sola exposición o promoción comercial de un determinado autor o género no son suficientes. Es necesario ahondar en la sensibilidad, pasar de la emoción a la experiencia estética para que el gusto halle su sabor y su “maduración”. Y el maestro, en cuanto mediador para tal proceso formativo de los sentidos, debe estar atento para ofrecer aquellos alimentos que la sociedad de consumo no ofrece o para aquilatar esas otras mercancías literarias que a todas luces parecen reclamar la atención del gran público. Hay en esta labor de los educadores una responsabilidad que poco a poco hemos ido relegando o entregando irresponsablemente a los medios masivos o al capricho individual de los pequeños o los más jóvenes.
Ejercitar y cualificar la lectura en voz alta
Este parece ser hoy otro punto relevante para una pedagogía de la literatura. Es urgente que “demos de leer”; que nuestra lectura en voz alta se convierta en una práctica habitual. Además de promover la lectura individual, los maestros tenemos que cualificarnos como lectores competentes en lectura entonada: esa lectura con matices, con altos y bajos que convocan la atención; con aceleraciones y desaceleraciones, con cambios de ritmo, capaces de comprometer la emoción del que escucha; esa lectura con un manejo oportuno de pausas y silencios, tan poderosos como para provocar el suspenso; y con un manejo de los énfasis o las reiteraciones capaces de cautivar el interés y la recordación en nuestros estudiantes.
Cabe señalar aquí que la lectura entonada difiere de la perfecta decodificación o la recitación decimonónica. Al hablar de “dar de leer” nos referimos más a una competencia comunicativa o a una dramatización de los textos, que va más allá del logro lingüístico. El “dar de leer”, además del reconocimiento del código de la lengua, toca nuestro cuerpo y su relación con el espacio. Cuando se “da a leer” entran en juego el dominio de nuestra kinésica y nuestros conocimientos de proxémica: ya no se trata de un ejercicio mental entre los ojos y el código, sino de las relaciones entre una voz, un cuerpo y un espacio. Para decirlo de otra manera, cuando los maestros “damos de leer” ponemos en escena la literatura, la resucitamos de su condición de letra muerta.
El avalar esta práctica de la lectura entonada tiene que ver, en una primera instancia, con favorecer el desarrollo de la escucha en nuestros estudiantes; en cualificar la disposición receptiva ante la magia de la palabra y cierta apertura del espíritu para lo maravilloso. Y, en segunda medida, apunta a recuperar el sentido primero y ritual de la palabra oral. Porque es desde ese imaginario, desde esa primera voz convocante de la tribu, de donde nació la fascinación por la literatura. Entonces, todo educador que lee en voz alta vuelve a asumir el rol de Sherezade para posponer, con su seductora voz, lo irremediable; o se convierte en una especie de mago que, con sus entonadas palabras, teje puentes entre la gastada vigilia y los inexplorados mundos del sueño o la ensoñación.
Enseñar modos y maneras de leer
Una de las cosas que debería aprender cualquier estudiante de básica primaria o secundaria (y mucho más los de universidad) es que hay diferentes maneras o modos de leer los textos literarios. O, si se me presta retomar a Umberto Eco, que la obra literaria es plural, que se la puede acceder desde distintos miradores o desde perspectivas diversas. Que no es lo mismo leer estructuralmente una obra que hacerlo en perspectiva simbólica; que hay diferencias notorias entre una aproximación psicoanalítica y otra lectura preocupada por ver en un texto los intertextos sociales o históricos. En fin, enseñarles a nuestros alumnos que la lectura es una práctica social, que cambia y responde a ideologías y mentalidades; y que hay también tipos de lectores y que el género y la cultura intervienen de manera definitiva en la manera de leer determinado texto literario.
Esto no significa que leer la literatura sea decir de ella cualquier cosa. Aún la recepción más “aberrante” necesita de cierta argumentación que la soporte o le de visos de validez. Y esto también hay que enseñarlo. En literatura, hay un juego amplio de interpretaciones, hay muchos caminos para llegar a ese mar o esa selva fantástica, pero hay que hacerse responsable de la ruta que asumamos como posible, hay que dar cuenta de ese itinerario, de esa ruta que a bien tuvimos izar como bandera de nuestra interpretación.
Acá es donde puede ser de mucha utilidad para nuestra tarea docente el explorar y profundizar en la crítica literaria. Considero que las pistas o las luces de la crítica pueden servirnos, a nosotros los maestros, para no andar a tientas en la valoración de las obras o para llevar nuestras inestables opiniones hasta el terreno firme de los juicios. La crítica, aunque parezca tautológico decirlo, nos da criterio, nos afina la intelección y nos permite disponer de teorías y modelos, de lentes finos o de útiles analíticos para mostrarles a nuestros estudiantes la riqueza o la complejidad de una obra literaria. Con ella, con la crítica, podemos sobreponernos –nosotros y nuestros alumnos– al mero impacto o al impresionismo pasajero, para ir adentro y ver con lujo de detalles la médula verdadera, el palpitar vivo de la literatura. Más que ser talanqueras o anteojeras para nuestro oficio, la crítica puede abrirnos los ojos para atender aspectos pasados por alto de las obras literarias o para hacernos sensibles a otras dimensiones de la literatura sólo visibles cuando aprendemos sus mapas categoriales, y sus cartas de navegación donde convergen las formas, la historia, y la sociedad.
Retomar los aportes de la retórica
Durante mucho tiempo, al menos en Occidente, cuando se enseñaba literatura se mantenía en alto también el aprendizaje de la retórica. La retórica, en cuanto saber hacer persuasivo, invitaba al que aprendía literatura a preguntarse por las partes del discurso, por el tipo de género que emplearía y por las “figuras” o “licencias” que podrían servirle para llegar de mejor manera a su auditorio. La retórica estaba en los Manuales de preceptiva literaria y se enseñaba a partir de la imitación de ciertos modelos. Todo aquel capital didáctico lo dejamos escapar o nos pareció tan poco creativo que decidimos sepultarlo o marcarlo con la impronta de la “educación tradicional”. Sin embargo, cuánto podrían servirnos esos aportes de la retórica para contrastar o enriquecer las imperiales miradas de la lingüística actual.
Me refiero a esa retórica que valora la función comunicativa de la lengua y pone a la literatura en un sitial donde la persuasión se conjuga con las cualidades del estilo y las posibilidades combinatorias del lenguaje. Una retórica que nos invita a pensar en la organización del discurso (en su cohesión y coherencia) y, al mismo tiempo, en el efecto que pretendemos alcanzar (las emociones y las pasiones en juego). Una retórica que nos permita o nos posibilite entender que el lenguaje es también actuación y no sólo cementerio de palabras. La retórica y su cantera de recursos para la invención; sus variadas maneras de organizar los elementos; sus incontables figuras para renovar la expresión y volverla más interpelativa. La retórica, tan celosa de las virtudes del estilo como de las características del público al cual nos dirigimos.
Bastaría añadir que a esa riqueza de la retórica habría que sumarle los aportes de la poética, esa otra fuente primordial para cualquier maestro de literatura. La poética, repertorio para creadores; punto de referencia cuando de componer literatura se trata; punto de enlace entre lo imaginable y lo creíble, entre las acciones y los personajes, entre los hechos y las elocuciones… Mas no perdamos el norte. Para cerrar este apartado, insistamos en que la retórica tiene una bondad adicional para los educadores: puede servirles para cualificar su discurso, para tener conciencia de auditorio, para entender que la clase es un género discursivo y, como tal, obedece a ciertas leyes de verosimilitud y a determinados tópicos que la hacen tanto o más efectiva, menos o más significativa para aquellos que aprenden. Ese parece ser un beneficio adicional de la retórica: el permitirle descubrir al maestro los alcances y limitaciones del tipo de discurso que emplea.
Resignificar los géneros y las tipologías textuales
Tal vez como un coletazo de la llamada posmodernidad, los maestros nos hemos contentado con afirmar que ya no hay géneros, que “todo lo sólido se ha desvanecido en el aire”, y que es inútil esforzarse en establecer algunas distinciones en este campo de la literatura. Muy por el contrario, me parece vertebral para una didáctica de la literatura que los educadores tengan criterios claros sobre las fronteras de cada uno de los géneros, aún aquellos otros considerados como mixtos o híbridos. Sea cual sea la postura, lo importante es que el estudiante entienda que hay intencionalidades distintas cuando se escribe lírica, dramática o narrativa. Y que hay marcas textuales que nos permiten diferenciar un género de otro.
Igual podemos decir de las tipologías textuales. Al alumno le debe quedar claro (y en esto hay que trabajar muchísimo en el aula) que existen tipologías textuales; que, por ejemplo, ni la intención, ni el modo de organizarse de un texto expositivo es igual a otro argumentativo o narrativo; que tal diferenciación no sólo es útil cuando se lee un tipo de texto, sino fundamentalmente cuando se construye o redacta. Y que un verdadero dominio del lenguaje (las socorridas competencias) consistiría en saber utilizarlo según esas diferentes tipologías. Pero para lograr tal cometido, debemos hacer en nuestras clases un esfuerzo intelectivo, un ejercicio de análisis donde quepan los rasgos distintivos y las marcas de filiación a una determinada familia.
Se me ocurre ahora –guiado por un deseo didáctico– que es prioritario afianzar en los alumnos las características más notorias de cada género o tipología textual, dejando para luego esos rasgos finos que se mueven en uno u otro lugar. Para no confundirlos o llenarlos de mezclas, vale la pena de manera sencilla mostrarles las cualidades sobresalientes de un género o un tipo textual. Más tarde, cuando esos conocimientos ya estén interiorizados, podremos exponerlos a esas obras (pienso en la narrativa de hoy) donde los géneros se amalgaman o se fusionan a la manera de un collage o un mosaico bizantino. Si tal objetivo no lo logramos, muy seguramente nos encontraremos con estudiantes que utilizan unas herramientas de lectura inapropiadas para dar cuenta de determinado género textual o no sabrán bien cómo definir la situación comunicativa cuando redacten cierto tipo de texto.
Estudiar y cualificarse en narratología
Para no caer en el activismo sin norte o las lúdicas sin derrotero (particularmente cuando enseñamos asuntos relacionados con el cuento o la novela) lo mejor es que los maestros de literatura estudiemos o nos cualifiquemos en narratología. Este campo de saber sobre los relatos, su funcionamiento y estructuración, puede ayudarnos enormemente a ir fijando en el estudiante un repertorio de recursos o técnicas –validadas por la tradición– con las cuales él puede construir mundos posibles verosímiles. Y no hablo de relegar o subsumir los motivos iniciales que traen nuestros alumnos, sino de ofrecerles una gama de colores con la cual puedan convertir dichas emociones primeras o esas iniciales experiencias en un cuadro capaz de soportarse por sí mismo, de aspirar a algo más que una anécdota. La narratología, en cuanto estudio de las maneras de elaborarse la ficción, con el apoyo de sus distinciones conceptuales y sus categorías, con su topología de niveles, planos y componentes del relato, puede servir de gran ayuda para superar el inmediatismo del aplauso escolar o la repetitiva aspiración de los maestros para que sus alumnos sean más creativos cuando escriben. La narratología es una caja de herramientas con la cual es posible construir firmemente castillos de palabras.
Desde luego, en la narratología confluyen los aportes de la retórica y de la poética; también los logros de la semiótica y la crítica literaria. Allí, en ese nicho de saber, se refunden las tradiciones de la poética, la estilística y la estética, del análisis de los textos y las propuestas del formalismo ruso y el estructuralismo francés. Y en cuanto reserva de constructos mentales, la narratología está ahí, a la mano de los educadores, para cualificar su mirada analítica frente a las obras literarias y, además, para hacer visibles los útiles y las lógicas de los procesos de composición tan definitivos como fundamentales al momento de hacer cosas con palabras.
En este mismo sentido, la narratología puede contribuir a desmitificar la literatura. Ya no se trata de seguir entendiéndola como el fruto de la genialidad romántica o el producto de seres “iluminados”; más bien hay que comprenderla y aprehenderla desde sus procesos de composición. En lugar de seguirla idealizando desde una inescrutable “caja negra” o desde la inaccesible “torre de marfil” es necesario mostrarla a nuestros estudiantes como un proceso fino de elaboración, como un trabajo artesanal en donde cuenta por supuesto el talento individual, pero donde son igualmente importantes el asiduo trabajo y el dominio de ciertas herramientas descritas y tipificadas por la misma narratología.
Recuperar el acercamiento a la poesía y la enseñanza de la escritura poética
He aquí un campo que cada día los profesoras y profesoras de literatura están dejando de lado o apenas tocan de manera tangencial en sus aulas de clase. La poesía es el más desamparado de los géneros literarios. Es raro el maestro que se detiene en enseñar los tipos de estrofa o de verso, la música o los ritmos propios de esta excelsitud de la palabra. Y si se promueven algunos ejercicios de escritura poética se favorecen aquellos en donde campea el “verso libre” más por desconocimiento de las otras formas que por un genuino deseo de composición. Son pocos los maestros que se proponen en nuestros días enseñar y animar a sus alumnos para que exploren la estructura musical de un soneto. Todo parece estar gobernado por el repentismo creativo cuando no por un mutismo hacia este género. Apenas se mencionan determinados autores nacionales con sus “respectivas obras representativas” y eso porque los textos escolares los han vuelto un lugar trasegado o ejemplos de algún movimiento o época de la historiografía literaria.
Se produce entonces un círculo sin salida en esto del acercamiento a la poesía. De un lado están los estudiantes que dicen no gustarle o comprenderla, y de otro, están los maestros arguyendo que por tal motivo no vale la pena enseñarla o ponerla a leer. Paradoja incesante: si a ellos les gustara la poesía, aclaran los educadores, sería más fácil llevarla al aula; como nadie nos enseña a conocerla, dicen los alumnos, pues no sabemos cómo gustar de la poesía. Lo cierto es que para salir de este falso atolladero tenemos que retomar en serio la enseñanza de la poesía, o al menos lo propio de la escritura poética. Es muy difícil que un estudiante llegue a comprender la poesía si uno de maestro no ha hecho un esfuerzo por mostrarle el ritmo, la precisión semántica, el giro en la construcción del verso, la medida, la economía y la sutileza de los términos, las relaciones inéditas o insospechadas que el poeta plasma en una obra. La comprensión de la poesía se alcanza evidenciando la forma como el poeta construye esa estructura de palabras, como nombra de nuevo el mundo, como reapropia sus experiencias para darles un toque personal, un marca de su carácter o su manera de ser.
Es probable que, con el tiempo, esa comprensión jalone los resortes del gusto. Y si a eso sumamos los vericuetos de la escritura poética, de propiciar en nuestros aprendices el producir ese tipo de textos, pues muy seguramente ese gusto se afianzará hasta convertirse en una manera de sentir y percibir el mundo y la vida. Porque en últimas, el verdadero objetivo de educar en la poesía consiste en desarrollar el campo de los afectos y los sentimientos, la zona de lo sensible que hay en cada ser humano. La poesía es sutileza frente a la dureza; mediatez frente a lo inmediato; es un salto cultural simbólico frente a la determinación de la especie. Por eso no podemos renunciar los maestros de literatura a enseñar poesía; porque estaríamos dejando mutilada una parte esencial de nuestros estudiantes, porque no les facilitaríamos un “amuleto” para refigurar la realidad, para cambiarla de lugar o para pintarla con otros matices. Y, lo que es más grave, los condenaríamos a la limitación de los sentidos, a la emoción sin imaginación, a los órganos sin posibilidad de rostro o de mirada.
Incorporar la tradición de los mitos y la riqueza de los símbolos
Estoy convencido de que uno de los lubricantes más potentes de la literatura es el de los símbolos y los mitos. A través de ellos, se desarrolla lo imaginario y lo fantástico. Los mitos traen consigo una fuerza gravitacional nueva para el que aprende literatura; los mitos explican la vida de otra manera: se apoyan en la experiencia y, a partir de los símbolos que son su carne, sus huesos y sus nervios, nos ayudan a comprender lo inexplicable y complejo de la condición humana. Los mitos, de todas las tradiciones y todas las culturas, son una cartilla básica del maestro de literatura.
Digo esto porque los mitos, sobre todo en los más pequeños, van abriendo un lugar para que crezca lo maravilloso y para que sea posible traspasar los linderos de lo real. El mito es más que el relato; lo que hace en verdad es abrirnos nuevas dimensiones de lo real, ampliarnos el espectro de nuestra existencia, mostrarnos lugares inéditos de nuestra personalidad. El mito hace más dúctil nuestra mente, más liviana nuestra condición finita, más amplio el espacio de nuestro pecho; y al producir en nosotros esa metamorfosis, nos prepara para lo trascendente, para aquello que no podemos ver pero que podemos presentir, para todo lo que no podemos explicarnos con nuestra razón y para esas otras dimensiones alcanzables solamente a partir de lo mágico o lo milagroso. El mito dispone o ambienta al estudiante para ir más allá del nivel literal de los textos literarios.
Otro tanto podríamos decir del papel de los símbolos. Recuerdo ahora a Jean Chevalier que nos enseñó que el símbolo procede no por la reducción de lo múltiple a lo uno, sino por la explosión de lo uno hacia lo múltiple. Además de estar cargado de afectividad (y este puede ser un aspecto capitalizable con los estudiantes) el símbolo es dinámico, es dual, reúne los contrarios, hace que lo fracturado se junte en una nueva significación. El símbolo nos pone en comunicación con el pensamiento analógico, con la red imaginaria de correspondencias, con la experiencia totalizante y pluridimensional.
Salta a la vista que esta incorporación del mito y de lo simbólico a la enseñanza de la literatura comporta el aprendizaje o la familiarización con otra disciplina: la hermenéutica. Ese arte de Hermes, del dios mensajero, necesita ser también conocido y manejado por los educadores. Hay métodos efectivos en esto de saber interpretar, como también hay sobreinterpretaciones que diluyen los textos literarios. Es fácil perderse entre los senderos o los vericuetos de la hermenéutica: así como hay pistas para conducirnos al sentido profundo de los textos, también hay señales falsas que pueden llevarnos a conclusiones muy lejanas de nuestra obra en cuestión. Por eso, si deseamos familiarizarnos con la hermenéutica tenemos que, a la par, aprender su método, para no perdernos fácilmente entre el laberinto de las interpretaciones.
Atreverse a mostrar la propia producción literaria
En la medida en que la literatura no sólo es un campo de saber sino un hacer, el educador necesita mostrar sus propias producciones. Bien sea, presentando ensayos, cuentos o poemas; o llevando al aula sus lecturas escritas del análisis de obras; o haciendo esos ejercicios de composición que solicita con ahínco a sus alumnos. La idea es que su relación con la literatura no sea únicamente desde fuera, o tangencial. Hago este llamado, porque cuando se desea enseñar literatura, así como sucede con otras artes, hay que acreditar las pruebas del oficio. No sólo para ganar cierto respeto académico sino para mostrarle a los alumnos que es posible realizar aquello que pregonamos o exigimos en nuestras clases.
En esta misma vía, cuando asumimos esa relación con la literatura mejoramos o nos cualificamos en la evaluación de la misma. Dejamos de verla como algo “genial” o instantáneo y comenzamos a descubrir su urdimbre fina y el entramado que va dando como resultado el tejido de la obra. Pasamos de las tareas por cantidad a detenernos en la complejidad de una sola página; revaloramos el tachón y el borrador inacabable; pregonamos el proceso y destituimos el trabajo en limpio, porque aprendemos desde la propia experiencia que la escritura literaria siempre está haciéndose, corrigiéndose, mejorándose. De igual modo, nos volvemos más sensibles a la manera como hacemos un comentario o una crítica; dejamos de ser más generalistas y empezamos a señalar con cuidado aquel punto, ese aspecto, ese giro que puede mejorarse o amerita pensarse con mayor detenimiento. Si uno produce literatura, la didáctica que emplee será distinta porque tendrá sus raíces no sólo en los textos de literatura sino en el humus de la propia experiencia, en el enfrentamiento con nuestras dificultades con la palabra y en esa aduana no siempre gratificante de hacer pública nuestra intimidad.
De otra parte, el atrevernos a presentar nuestras propias producciones literarias o nuestras lecturas críticas puede contribuir en gran medida para que el oficio de maestros no consista sólo en replicar o reproducir el conocimiento sino en aportar algo a ese caudal de nuestra cultura. Nuestra relación con la tradición literaria debe mantener un doble movimiento: de un lado, retomarla para entregarla a otros, asumirla como los mojones o los hitos más queridos de nuestra literatura; de otro, reapropiarla o darle un nuevo significado, para hacer que ella avance, para que no se fosilice o se desmorone entre nuestras manos. Y así como es de importante para el maestro recuperar la tradición, el tener un saber literario; de igual modo es valioso lanzarse a escribir su propia voz, testimoniar su manera particular de hacer literatura.
(Este texto fue publicado originalmente en la revista internacional Magisterio N° 22, Agosto-Septiembre, 2006, pp. 36-40).
Gary Oldman y Winona Ryder: la bestia seduciendo a la bella.
Ya en otros textos he presentado ejemplos de cómo adelantar una lectura simbólica de textos literarios (véanse, por ejemplo: “Ese rosado objeto del deseo. Una lectura simbólica de El lugar sin límites de José Donoso” o “Me mataron los murmullos. El simbolismo en las voces de Pedro Páramo”, contenidos en mi libro La enseña literaria. Crítica y didáctica de la literatura). Dediquémonos esta vez a compartir la lectura simbólica de una película: Drácula, de Bram Stoker de Francis Ford Coppola (1992).
Uno: La sangre como fluido
En Drácula, la sangre circula. Desde el comienzo de la película, en ese río inicial (río al cual se lanza Elisabeta) hasta los ríos de sangre brotados de la espada del conde que hiere el centro de la cruz, o los ríos de sangre del final del film. El dinamismo de la sangre está en los glóbulos de Lucy cuando presiente que se acerca Drácula; ríos de sangre los que produce el mismo Drácula, convertido en lobo, al devorar a Lucy; ríos de sangre los que lanza Lucy por su boca al doctor van Helsing, cuando este último intenta salvarla; ríos de sangre los que Drakul hizo en nombre de Dios y ríos los que produce en su venganza. La sangre no está quieta: circula, se mueve. La vida requiere ese dinamismo. La sangre estancada es la muerte eterna. Sin sangre Drácula no puede vivir; hay que chuparla, conseguirla; sin sangre no puede vivir tampoco Mina, al reconocer su amor al príncipe y por eso la bebe de su costado; sangre necesitan las vampiresas; sangre necesita el demente, Rendfield… Este dinamismo de la sangre podría simbolizar otra cosa: la verdadera muerte consiste en la separación o en el detenimiento: clavar una estaca en el corazón (detenerlo); cortar la cabeza del vampiro (separación: no contacto, fractura entre cuerpo y mente) y, finalmente, quemar: destruir… Digamos que el fluido del fuego puede destruir ese otro fluido… Pienso ahora que el mismo Drácula emplea otros fluidos para llegar a sus víctimas: niebla, rocío, vapor… Es a través de ese fluido verde como mata al demente y como llega a la habitación de Mina… Lo fluido. Pero ese fluido tiene una limitante, la tierra. Es en la tierra donde el vampiro recobra sus fuerzas… Tal vez por eso al vampiro no le gustan los espejos; porque el espejo fija, detiene la vida. Por eso no se puede ver en los espejos. El espejo es la muerte. ¿Puede acaso verse la muerte directamente a los ojos? ¿Imposible? A él se lo ve, pero él no puede verse. El vampiro no tiene reflejo… Este dinamismo, finalmente puede estar relacionado con aquellos que lo transportan: los gitanos. Símbolo de un pueblo nómada. Negación al sedentarismo. De igual modo está el mar y el viento; otros fluidos a través de los cuales Drácula viaja. Los elementos de la naturaleza son tan dinámicos como la misma sangre. En este mismo sentido, el contagio es otro fluido. El vampirismo es la continuidad de la dinámica de la sangre. El contagio que es como una plaga: Y las plagas se propagan: se multiplican, como se multiplican también las ratas… Y también se contagian las enfermedades venéreas, las de Venus, las propias de la sangre… Van Helsing ya lo sabía: civilización y sifilización van de la mano. Infectarse es entrar de lleno en la circulación de la sangre. Fluida es la sangre y fluida es la transfusión que le hacen a Lucy para tratar de reanimarla. Se bombea para sacarla y se bombea para inyectarla. Sangre chupada que como en un carrusel viaja de cuello en cuello en progresión infinita. Por eso también la simbología del diente hueco: lo que permite herir y, al mismo tiempo, dejar entrar. Beber o chupar sangre: en síntesis, hacer circular la vida.
Dos: La sangre como impronta o marca (presencia del color rojo)
Desde el inicio de la cinta, en las letras, en el color del ocaso, en la coraza del traje de Drácula, hasta la capa del conde, el color del vestido de Lucy o el color de los ojos del lobo, el rojo domina toda la película. Sabemos que el rojo es símbolo de la pasión, de la energía, de la vitalidad. Y, por antonomasia, el rojo es símbolo de la sangre. Como todo símbolo, cumple una función ambivalente: está ahí para señalar las fuerzas de la vida pero también las de la muerte: roja es la capa del conde, rojo el vestido de Lucy y roja la bufanda de van Helsing como rojas las cubiertas de su Biblia. Rojas las rosas del jardín de Lucy (las mismas que se tornan violetas cuando el vampiro pasa), y rojo el paño de la caja en donde se guardan las pistolas; rojos los ojos de la bestia y rojas las lágrimas de Drácula al recibir la carta de despedida de Mina. Un rojo expresa el deseo y otro simboliza el dolor. El rojo, como todo símbolo, es pasivo y activo: representa el deseo sexual y el sufrimiento de la pérdida. El rojo simboliza el rubor de la inocencia (la de Mina) y también el rojo de la lascivia (el rojo de la bestia). El rojo es ruta de viaje, rúbrica, indicio, sol perfecto, tinta premonitoria, círculo protector, luz que purifica, señal de la bestia. El rojo, lo sabemos, “simboliza una pasión primitiva y de fuerte emocionalidad”. Es el símbolo básico del instinto, de la pulsión sexual: de los actos imperiosos y la excitación vigorosa. El rojo quema, como quema la llama y como quema el deseo. Y por eso se asocia con el vino. Y el vino es como otra sangre. Rojo es el dinamismo brutal del guerrero, del Dracul de las cruzadas; y rojo es el vestido de las mujeres cuando van al encuentro de la bestia. El rojo atraviesa toda la película bien como liturgia, como sacrificio, como rito. Rojo: éxtasis y expiación. Pecado y redención.
Tres: La sangre como extensión o transmutación (presencia de las bestias)
En la escena 22, el príncipe Drácula le dice a Mina, acariciando un lobo blanco, “que hay mucho que aprender de las bestias”. Tal vez porque él mismo es una de ellas. Una bestia que prefiere no ser vista. Esa bestia, como todos los otros animales sobre los cuales tiene dominio, está relacionada fuertemente con la sangre. En primer lugar el lobo: sus colmillos, su voraz hambre, su vida nocturna. Animal carnicero, predador, carroñero, lujurioso; el murciélago: chupador de sangre, nocturnal; mosca: transmisora de la peste, chupadora de sangre; la rata: devoradora nocturna, lasciva por su rápida reproducción; la serpiente; dientes venenosos, ojo que seduce… Las bestias, en tanto permanecen más fieles a su impulso primario: devorar para sobrevivir, simbolizan o hacen las veces de Drácula. Hay continuas transformaciones en la película: de hombre a bestia, de hombre a lobo, de bestia a ratas, de tierra a serpiente, de mujer a monstruo… Esas transformaciones testimonian de nuevo el dinamismo de la sangre: para poder sobrevivir Drácula adquiere variadas formas. Ese don de la transmutación (o de la transubstanciación, en el caso del cristianismo) recalca la no quietud del vampiro. O si se prefiere, es la forma como el vampiro consigue su eternidad. Y las bestias son mediadores efectivos para ese propósito. Carnívoros o chupasangres, engullidores o infectadores, los animales aliados de Drácula lo anuncian, lo suplantan o lo testimonian a través de sus garras, sus fauces o sus colmillos.
Cuatro: La sangre como vínculo
Unión a través de la sangre (Mina). Desde el hilillo de sangre: el de Elisabeta, al inicio de la película, hasta la sangre de las heridas en el cuello y en el corazón del Conde, hacia el final, la sangre establece un vínculo. Si en un inicio simbolizó la causa de la venganza, al término de la cinta la sangre misma resarce dicha falta. La sangre vincula dos dinámicas opuestas: el que hace la afrenta (al clavar la espada en la cruz) y la que posibilita el perdón (Mina), la sangre que brota al cortar la cabeza de Drácula. Ese vínculo se refuerza en que Elisabeta y Mina no sólo son representadas por la misma actriz, sino porque son las mujeres que pueden amar a Drácula en verdad. O al menos por las que el conde dice sentir amor. Ese vínculo es tanto más fuerte cuanto que está engarzado a través de los sueños o de la sombra (ese podría ser otro fluido que permite alargar las manos, alargar los ojos, alargar las fronteras del espacio). La sangre, simbolizada en la tinta que se riega sobre el retrato de Mina, vincula el futuro encuentro, la futura posesión de Drácula. La sangre salida del pecho del Conde, otro símbolo, la herida de la sangre, vincula al vampiro con la víctima y a ésta con el primero. Ese vínculo debe propagarse como una maldición. La epidemia o la enfermedad son los ejemplos de ese vínculo eterno. Las imágenes de las mil y una noches, ese libro, vincula el deseo de Mina con el deseo de Lucy; el vestido rojo, que es también un simbolismo de la sangre, vincula a Lucy con Mina y a Mina con el Conde. Del acostumbrado azul, Mina va a la cita vestida de rojo. El ajenjo, otro líquido, vincula el deseo de Drácula con el de Mina… Y lo que rompe ese vínculo son los ajos, la cruz, el agua bendita, el sol, el puñal en el corazón, la espada que decapita. El exorcismo rompe ese vínculo, la curación es quebrar ese vínculo. Pienso que hay un vínculo también entre la tierra de Transilvania y el Conde; la sangre donada vincula a los donantes con Lucy… Lo que se opone es no beberla (de allí por qué la pregunta de van Helsing a Jonathan cuando estuvo preso de las vampiresas). Si se bebe o chupa la sangre del vampiro inmediatamente se establece un puente con otra forma de existencia… Una forma que permite dominar el viento y las tormentas, dominar a los animales inferiores, ser eternos pero, a la vez, quedar preso de necesitar sangre para seguir viviendo, buscar donantes-víctima para proseguir la cadena. Desde luego, ese vínculo tiene mucho que ver con la pulsión sexual, con el semen, con la sangre blanca, con ese otro fluido que es también una manera de perpetuar la especie, de irradiar en el tiempo la herencia de un individuo. La idea de posesión está muy asociada a este vínculo simbolizado en la sangre pero abierto a otra constelación de símbolos: seducir como él (Mina al doctor van Helsing), dominar las fuerzas de la naturaleza (Mina hacia el final de la película), mantener la comunicación más allá de las montañas (Mina, Lucy, el demente), gozar del dolor… Y, al mismo tiempo, soportar las necesidades y las limitaciones de esos poderes sobrenaturales: estar muerto pero saberse vivo; estar sin sangre pero necesitar beberla; ser una bestia deforme pero simulando ser un príncipe; aparecer como mujer seductora y perfecta pero saberse monstruo deforme condenado a la noche…
“Sin identidad”, ilustración del peruano Manuel Loayza.
Cada día está volviéndose más común que los periodistas dejen de informar y se vuelvan editorialistas o que tomen partido por un grupo de poder o un sector político. O para decirlo de otra forma: se confunde a la opinión pública, con el sofisma de que se actúa así porque la gente debe estar bien informada.
Y en países como Colombia, en el que es fácil atizar el odio o la venganza, los periodistas se han ido desviando de su tarea profesional para asumir una postura hostigadora y, por qué no decirlo, absolutamente irresponsable. Los problemas o los acontecimientos dejan de ser investigados para convertirse en motivos noveleros cuando no en oportunidades para despotricar, enjuiciar o someter al escarnio.
Los medios masivos de información deben ayudar a construir sociedad, a fortalecer los lazos ciudadanos. Claro que deben ser críticos, pero sin convertir su tarea en una tribuna sin posibilidad de defensa. Es muy peligroso confundir o desorientar a los oyentes o los televidentes; no es útil dejarle a la gente las cosas a medio camino o con el sabor de una verdad contada a medias. No es sano para una sociedad pretendidamente democrática que los medios masivos lancen la piedra y escondan la mano.
El otro asunto al que hemos estado expuestos en los últimos tiempos, especialmente en los telediarios, es un flagrante amarillismo noticioso. Cada vez es más insistente y extensiva una orientación de estos espacios hacia el crimen, la violación, el asesinato, la agresión violenta. Los noticieros de televisión han vuelto la sangre otro plato de nuestro almuerzo o nuestra cena. Se dice que eso es lo que quiere la gente (aludiendo quizá inconscientemente al pan y circo de los antiguos romanos), que el “rating” así lo confirma. Pero, podemos volver a hacernos la misma pregunta: ¿cuál es la función social de medios masivos de información?, ¿todo deber alarmismo y frivolidad? ¿No hay en ello una actitud cómoda y facilista para evitar tomarse en serio el noble y fundamental oficio de informar cabal y verazmente?
O cambiando de mirador: ¿ante quién deben responder estos medios? Y si, como hay tantos ejemplos que lo confirman, la noticia dada y amplificada durante un día, resulta al final ser una mentira o una soterrada estrategia para desorientar a la justicia o a los estamentos de autoridad, ¿cuál es la sanción o la pena? Tal vez la concentración del poder económico en unas pocas manos ha vuelto el periodismo es un oficio burocrático, de oficina, de hacer una llamada y conformarse con lo primero que alguien dice o comenta. Me niego a aceptar que los medios masivos de información se presten al juego de la calumnia o a la todavía más peligrosa labor de alimentar la zozobra o el miedo colectivo. Es urgente recuperar a los reporteros, a los que sienten como obligación sopesar y cotejar las fuentes, a los que gastan un tiempo “cotejando las fuentes” y dándole densidad a lo que por esencia es pasajero. Me parece prioritario darle toda la importancia al periodismo investigativo, al periodismo que contextualiza y pone en situación una noticia, lejos del odio irracional o el favoritismo manipulador.
Sé de primera mano que esa era una propuesta curricular y de docencia de las Facultades de Comunicación Social. Pero también sé que, en la mayoría de los casos, lo que termina constituyendo esta profesión no proviene de las reflexivas aulas sino de la inmediatez de la práctica. Por eso el novato periodista termina imitando más un modo de proceder establecido o las mañas de determinado director de noticias que siguiendo las orientaciones o requisitos de un saber profesional. Quizá eso haya llevado a una actitud de acomodamiento, de falsificar los estandartes de una profesión por el plato de lentejas o la vanagloria personal. Existe hoy una cierta traición a esos mandatos de la ética de las profesiones tan recalcada en la formación universitaria. Nos hemos quedado sin ningún filtro moral para percibir y valorar el mundo seductor del espectáculo.
Considero que por ese estado de cosas es que debemos propiciar en todos los espacios de formación, llámese familia o escuela, la lectura crítica de los medios. Los maestros, en particular, tenemos la obligación de ayudar a cualificar la mirada, de desarrollar la perspicacia, de mantener alerta la capacidad de juicio de nuestros estudiantes para que no sucumban a la ingenuidad o se presten para los intereses soterrados de otros. La lectura crítica debería ser una de las competencias básicas de todo ciudadano de nuestro tiempo. Si eso hacemos, tal vez ayudemos a mermar en las nuevas generaciones el fanatismo y el chismorreo malintencionado. Con un buen equipamiento de lectura crítica será más fácil mirar la letra menuda de la realidad que siempre los “avivatos” de los medios masivos tienden a hacerla minúscula o casi invisible. Allí veo algo profundamente liberador y, al mismo tiempo, un antídoto contra la parcialidad y la morbosidad reinantes.
Me parece, igualmente, que los medios masivos deberían distinguir en su agenda noticiosa qué es información y qué es opinión personal de sus periodistas. Las audiencias o los televidentes necesitan saber tal cosa para tener elementos de juicio más equitativos y menos sesgados de los hechos o los acontecimientos. Sigue siendo vital para la opinión pública la distinción clásica de los periódicos entre sección editorial, páginas informativas y columnas de opinión. No todo cabe en el mismo saco ni responde a los mismos intereses. Por lo demás, hay que insistir en la responsabilidad social de la profesión periodística; no es correcto seguir teniendo como único objetivo las lógicas del mercado. Quiérase o no, de manera explícita o de forma indirecta, los medios masivos educan. Y ya dependerá de los directores de estos medios o de los periodistas asumir el compromiso de contribuir a formar el pensamiento y el juicio crítico de los ciudadanos o de persistir en mantener la opinión sectaria, la intolerancia y el resentimiento de las masas.
Las preguntas de los niños son ingeniosas y sorprendentes porque no atienden a las leyes de la lógica o las convenciones sociales. El exceso de socialización le quita a la pregunta su espontaneidad.
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Ciertas preguntas hacen las veces de ajuste de cuentas; otras, son espejos inquisidores.
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Hay relaciones de amor forjadas desde una confesión y, otras, mantenidas por una pregunta sin respuesta.
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Con preguntas llegamos a formular un problema; con preguntas, también podemos resolverlo.
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Algunas preguntas inesperadas sirven de lubricante en la seca vía de nuestras certezas.
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Los maestros verdaderos son profesionales de la pregunta. Es decir, buscan por todos los medios despertar en el aprendiz el asombro o la reflexión.
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¿Cómo sabe un investigador que tiene mal planteada una pregunta? Cuando al redactarla ya conoce de antemano la respuesta.
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No toda pregunta despierta la reflexión; algunas, apenas rozan tangencialmente la memoria.
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Si bien es cierto que el investigador necesita de un método; lo más importante es haber descubierto una buena pregunta.
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¿Por qué es tan difícil para un aprendiz lanzarse a preguntar? Porque necesita, antes de cualquier cosa, aceptar en sí mismo la posibilidad del error.
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El que pregunta, aunque espera una respuesta, lo que en verdad desea es un nuevo motivo para hacer otro cuestionamiento.
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Determinadas preguntas de los enamorados son interrogantes tan íntimos que solo ameritan responderse con el silencio.
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Las tumbas deberían tener en sus lápidas no un epitafio celebratorio por lo ya vivido, sino un signo de interrogación sobre lo venidero.
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La mayéutica fue el método practicado por Sócrates. Una estrategia del filósofo en la que el continuo preguntar llevaba –poco a poco– a minar en el interlocutor la fortaleza de sus certidumbres.
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Las mejores preguntas no tienen soluciones definitivas sino respuestas insospechadas.
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Dejamos de preguntar porque creemos, erróneamente, que tenemos respuestas suficientes. De allí que sean las cosas inexplicables o misteriosas las que vuelven a ponernos en la situación de la pregunta.
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El envés de las preguntas formuladas por los buenos maestros poco tiene que ver con las respuestas y sí mucho con el autocuestionamiento.
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¿Qué es una pregunta? Una red lanzada para capturar asombros.
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El investigador es un especialista de la pregunta. Un detective de lo desconocido; un sabueso de la incertidumbre. En síntesis: es un perseguidor de lo que siempre escapa.
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Un interrogatorio es un laboratorio forzado de preguntas.
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La persona más común y realista, ante la inminencia de su muerte, siente por primera vez la necesidad de hacerse preguntas trascendentales: “¿Por qué a mí, Dios mío; por qué?”
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Los filósofos son los aristócratas del preguntar.
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Ciertas preguntas –hechas de manera casual por un amigo– nos quedan gravitando en la conciencia como una sombra o una herida insanable.
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Los profesores tienen muchas respuestas; los investigadores, algunas preguntas.
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La trampa de ciertos exámenes escolares consiste en que no son un repertorio novedoso de preguntas sino un listado prefijado de respuestas.
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El examen de conciencia es una silenciosa e íntima sesión de preguntas hechas a nuestra alma.
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En muchas ocasiones es mejor no preguntar; y, en otros casos, lo más aconsejable es no responder.
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Cuando el maestro, al terminar una exposición, dice a sus estudiantes: “¿Alguna pregunta?”. En ese instante, cesa la enseñanza y empieza el aprendizaje.
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Las preguntas formuladas por los jurados en los reinados de belleza son cuestionamientos envenenados. Siempre se quiere buscar algún lunar a lo considerado como perfecto.
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Los amantes celosos temen preguntar porque en su corazón ya saben previamente la respuesta. Ese es, precisamente, su mayor sufrimiento.
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¿Qué?, ¿quién?, ¿cómo?, ¿dónde?, ¿cuándo?, ¿por qué?… He ahí la cartilla del parvulario del preguntar.
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Los soberbios o presuntuosos académicos creen que cualquiera de sus interrogantes es siempre la última pregunta.
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La pregunta por el sentido de la vida pone en tensión dos hechos naturales: nuestro nacimiento y nuestra muerte.
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Los brazos levantados de los estudiantes en clase son una amenaza para el profesor dogmático y un gesto de triunfo para el maestro dialógico.
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Los creativos son los excelsos cultivadores de la pregunta. No solo porque preparan la mente para albergar sus semillas, sino porque saben cómo abonarlas hasta lograr sacar de ellas los mejores frutos.