
Julio Verne, Juan Rulfo y Lawrence Durrell: obras y lecciones.
Cada uno de nosotros tiene en su haber novelas que lo han fascinado, entusiasmado o que lo han conmovido profundamente. Y después de varios años vividos son muchos los títulos y los autores que han ido tallando nuestra manera de sentir o imaginar. Si echo mano de mi memoria, sé que las novelas de Thomas Mann, especialmente Muerte en Venecia, La montaña mágica y José y sus hermanos, han sido determinantes en mi gusto por la narrativa novelística y por tratar de comprender la compleja condición humana. También han sido fundamentales García Márquez y Ernest Hemingway. Otro tanto ha sido la lectura de Balzac, de Knut Hamsun, de Samuel Beckett, James Joyce, de Faulkner o Proust. Hay novelas que seguramente para otras personas no tuvieron la misma incidencia vital que para mí: pienso en La muerte de Virgilio de Hermann Broch y la biografía novelada de Van Gogh, Lujuria de vivir, de Irving Stone, obras que me llevaron a tomar la decisión de abandonar mis estudios de derecho y asumir en serio mi vocación por la literatura. Cuántas noches compartí con amigos, en “El griego”, capítulos de Bajo el volcán de Malcolm Lowry, esa novela en la que el amor desesperado se refunde con el abismo del alcohol; o de esa otra novela que se convirtió en aquellos años en una “biblia” de las técnicas narrativas que deseábamos aprender y emular, José Trigo de Fernando del Paso. Y novelas como Narciso y Goldmundo de Hesse, o las Memorias de Adriano de Marguerite Yourcenar, o Las olas de Virginia Woolf, o Eumeswil de Ernst Jünger iban conmigo a todas partes, a la manera de compañeros de viaje mientras hacías mis estudios universitarios. Les debo tanto a varios novelistas que se necesitarían muchas páginas para mostrar cabalmente esas deudas tanto por haber gozado de sus páginas como por las sutiles experiencias extraídas de sus personajes. Pero vale la pena compartir, así sea con rápidas pinceladas, una antología de esas novelas que he leído y de las lecciones que asimilé para mi propio oficio de aprendiz de escritor.
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La primera novela que leí cuando niño fue una de Julio Verne, Viaje al centro de la tierra. No sé si porque los ambientes descritos en ella se parecían a las montañas y la naturaleza exuberante que vi en mi infancia, lo cierto es que la devoré en unos pocos días. Tal vez en esa novela está el germen de mi gusto por los juegos de palabras, porque allí, en los manuscritos descubiertos por el profesor Otto Lidenbrock estaba oculta toda una fascinación por el descubrimiento y la aventura. Adentrarse en la novela era una especie de enigma por descifrar; un criptograma que poco a poco iba develándose a medida que pasaba las hojas. Tengo vivo en mi memoria el escepticismo de Alex, sobrino de Lidenbrock y narrador de la historia, y me sigue pareciendo misterioso Hans, el guía de la expedición. Verne combina en esta novela los avances científicos de la época con la fantasía, creando un escenario de ficción en el que abundan las descripciones y las peripecias, los datos de un mundo real con otro fantástico y extraordinario.
Si hubiera una lección para aprender de esta novela que leí de niño a la par que me maravillaba con el libro de texto Viajemos por el mundo de Levy Marrero, especialmente con esas páginas a todo color sobre los mayores volcanes del mundo, es que la escritura o lectura de una novela requiere la elaboración de un espacio en el que puedan moverse los personajes. Existen, desde luego, diversos tipos de espacios: los naturales o realistas, los subjetivos y los fantásticos. Hay espacios símbolo y espacios personaje. Para algunos estudiosos y críticos de la literatura, si los espacios subrayan lo físico, el ambiente corresponde al clima psicológico.
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Otra novela que leí cuando estaba terminando mi primaria fue Don Quijote de la Mancha, en una edición ilustrada y abreviada, que me dio como regalo mi profesor Luis Germán Soto. De esa novela, en gran formato, me llamaba la atención la cantidad de situaciones por las que pasaba el personaje principal: Don Quijote luchando contra los molinos de viento, o con los odres de vino, con el bravo caballero del bosque o con los muñecos de pasta del titiritero… Cada capítulo era, en sí mismo, una aventura. A la par que copiaba las ilustraciones me divertía leyendo esas historias en las que las cosas más descabelladas parecían tan cotidianas que no había tiempo para descalificarlas por inverosímiles o poco verdaderas. Aún hoy, pienso que la maestría de Cervantes estuvo en intercalar diferentes historias dentro de una historia mayor, la del viaje de Don Quijote y Sancho, su fiel escudero, no sólo para sazonar o variar la narración sino para renovar el interés de los lectores. En todo caso, en ese texto pude darme cuenta de que Cervantes mostraba, con humor, no a un héroe invencible, sino a un ser humano sujeto a los desengaños y la infortuna.
Una de las lecciones aprendidas de El Quijote de la Mancha, que sigo leyendo con devoción y regocijo, es que al leer o escribir una novela hay que estar pendientes de su estructura, y de cómo se organizan los diferentes episodios o capítulos. Y más allá de la clásica estructura de la novela ─planteamiento, nudo y desenlace─, lo cierto es que las acciones, los hechos y los acontecimientos se ordenan en partes, capítulos o episodios. Los episodios, como sucede en El Quijote, son apartados con cierta autonomía y se relacionan en virtud de la presencia del protagonista de los mismos. Es el protagonista o los personajes centrales los que le dan unidad a esos otros relatos intercalados o yuxtapuestos en la novela. Sobra decir que la división en episodios, capítulos o partes coincide con modificaciones en el tiempo, el espacio o los cambios de estado psicológico de los protagonistas. O son divisiones necesarias para que la historia resulte interesante para el lector.
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Creo que como muchos estudiantes de secundaria tuve la tarea de leer María, la novela de Jorge Isaacs y La Vorágine de José Eustasio Rivera. Lo que más recuerdo del primer texto, además de las descripciones de los paisajes vallecaucanos, y los diálogos entre los dos personajes, fue la historia de amor entre Efraín y María. Sin lugar a dudas, el tema del amor era lo que irrigaba y daba sustento a esta novela romántica. El amor adolescente, el amor en secreto, el amor perdido. Y de la segunda de las novelas, lo que más cautivó mi atención fue el tema de la violencia manifiesta en aquel micromundo de la explotación del caucho. Arturo Cova con Clemente Silva se sumaban a ese espacio devorador de la selva que hacía enloquecer y deshumanizaba a cuantos entraran en sus dominios. Nuestro profesor de español insistía en que, además de su valor literario, esta era una novela de denuncia social, de búsqueda de justicia para los explotados.
Si tenemos que sacar otra lección de estas dos obras colombianas es la de que al leer o escribir una novela es clave identificar el tema o asunto fundamental que sirve de base para el argumento de la misma. El tema es como la idea central en torno a la cual gira la novela; el tema es más general que los motivos, que dan concreción a las acciones de los personajes; los motivos organizados forman la estructura temática de la novela. Los temas pueden ser directos o indirectos y, según otros, abstractos y universales. El desarrollo pormenorizado del tema constituye el argumento de la novela.
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Mucho después, movido por la sugerencia de mi profesor Jorge Zabaleta, leí una novela que al primer momento me desconcertó: Pedro Páramo, de Juan Rulfo. Y aunque me gustaban los personajes y la descripción fantástica de los ambientes, de un pueblo semejante al de mi niñez, no lograba descifrar cómo operaba el tiempo en la obra. Parecía por momentos que se narraba en un pasado y luego, en otro apartado, ya estábamos en un presente. Por lo demás, no había capítulos sino doble espacio en blanco entre uno y otro. Pero lo que más me atrapaba era ese ambiente desolado de Comala y esos diálogos escuetos entre difuntos. Juan Preciado, Susana San Juan y otros personajes iban y venían en un tiempo fluido, mítico. Lo real y lo irreal se mezclaban creando un ambiente mágico. Reconozco que tuve que releer varias veces segmentos de esta novela para entender cómo el recuerdo se hacía añicos al encontrarse con un pasado estático, y cómo los monólogos del protagonista eran un susurro de la desesperanza.
De las variadas lecciones que un lector o escritor de novelas podría sacar de esta novela de Juan Rulfo, destacaría la de identificar y valorar el empleo del tiempo en la narración. Ese tiempo puede ser el de una época, de la totalidad de una vida o de un período determinado. Habría que diferenciar entre el tiempo real (el de los relojes) y el tiempo ficticio (el “transformado” o “fragmentado” por el narrador); o entre el tiempo exterior y el tiempo interior o psicológico. También son interesantes las distinciones hechas por Gérard Genette entre el tiempo de prospección (cuando se adelanta o se antepone la narración de un acontecimiento que debería relatarse después) y el tiempo de retrospección (cuando se relatan acontecimientos anteriores al tiempo de una primera narración). La organización del tiempo es fundamental para crear la intriga. Los juegos del tiempo fueron objeto de interés por novelistas como Virginia Woolf o William Faulkner.
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Cuando empecé a trabajar muy joven en el periódico El Espectador, saqué mi primer crédito para comprar los ya clásicos volúmenes de Ediciones Aguilar. Entre los primeros libros que adquirí estuvieron las Obras completas de Fiedor Dostoievski, y fue todo un descubrimiento adentrarme en la novela Crimen y castigo. La figura de Rodion Raskólnikov me atrapó desde el inicio. Dostoievski construía sus personajes de tal forma que uno como lector podía saber sus dudas, sus pensamientos más íntimos, sus angustias, sus dilemas y sus sueños. Por supuesto que el asesinato de la usurera, la que Raskólnikov consideraba inútil para la sociedad, es el motivo central de la novela, pero lo que más me subyugaba eran los tormentos, los delirios, los conflictos del protagonista narrados hábilmente por Dostoievski. Crimen y castigo fue la novela que me permitió conocer de primera mano un personaje completo, con sus características físicas y sus conflictos morales. Cuánto me conmovía esa lucha interior entre la culpa y el arrepentimiento de Raskólnikov, y cómo me solidarizaba con Sonia, la joven y sufrida prostituta, confidente de Raskólnikov, y cuánto odié a Arcadio Ivánovich, por cínico y mentiroso.
Las lecciones en este caso, con uno de los maestros de la novela rusa, son múltiples. Sin embargo, para un lector o escritor de novelas cabría destacar la de identificar y saber crear personajes. Los personajes constituyen uno de los aspectos primordiales de cualquier novela, son el centro de interés de la narración. Los personajes pueden caracterizarse de modo directo (como principales o secundarios) o indirecto (mediante objetos, espacios o relaciones con otros personajes). Los personajes pueden ser estáticos o en procesos de evolución; pueden ser individuales o colectivos; y pueden ser protagonistas o testigos en el proceso narrativo. El personaje puede presentarse, según Bourneuf y Oullet, de cuatro maneras: por sí mismo, por otro personaje, por un narrador exterior a la acción o de manera mixta (desde el exterior y desde su interior). Desde luego, los buenos lectores o escritores de novelas saben distinguir entre personajes redondos y planos; es decir, entre personajes caricatura y personajes complejos.
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No sé la fecha exacta cuándo empecé a leer el Cuarteto de Alejandría de Lawrence Durrell, pero estoy seguro de que el detonante fue mi propia exploración en el mundo del amor. Esta novela es una tetralogía: Justine, Balthasar, Mountolive y Clea. La temática es, precisamente, el amor en todas sus formas y el escenario de fondo es Alejandría, o la Alejandría cantada por Cavafis. Cada novela puede leerse de manera independiente y, las cuatro, constituyen un todo narrativo. Lo que me pareció original fue la propuesta de Durrell de presentar cuatro puntos de vista de un mismo escenario, de unas mismas vivencias y de un mismo tiempo. Si mal no recuerdo, él llamaba a esa propuesta, una novela prismática. Por eso mismo, dependiendo de la mirada de cada uno de los cuatro amigos, así narrará sus emociones, sus sentimientos y su juicio sobre los demás. Y si uno estaba de acuerdo con las apreciaciones de Justine, luego, cuando leía a Balthasar podría encontrar flagrantes contradicciones en lo que ella había dicho. La lectura de esos cuatro volúmenes, que subrayaba con marcadores de diferente color, me confirmó lo multidimensional de la realidad y lo relativo o precario de sólo atender a un punto de vista. En especial, cuando lo que deseamos narrar es el mundo de los sentimientos.
Es apenas natural, para un lector o escritor de novelas, que la lección de El cuarteto de Alejandría estriba en conocer y apreciar el valor del punto de vista (la focalización) o los diversos modos como el narrador cuenta su historia. Aunque son múltiples los matices y variantes, básicamente hay tres tipos de narradores: el testigo, el protagonista, y el omnisciente. Siguiendo de cerca a Jean Pouillon, podemos decir que hay tres tipos de punto de vista: la visión “por detrás”, cuando el narrador lo sabe todo acerca del personaje; la visión “con”, en la que el narrador sabe lo mismo que los personajes; y la visión “desde fuera”, en la que narrador sabe menos que los personajes. Lo importante es aprender que cada punto de vista tiene sus ventajas y sus inconvenientes.
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En épocas distintas, pero con igual interés, leí dos novelas: Rayuela de Julio Cortázar y La vida está en otra parte de Milan Kundera. En el primer caso, y atendiendo a las indicaciones del mismo Cortázar, seguí el orden propuesto por él, a partir del capítulo 73, y no la secuencia lineal como estaba organizado el libro. Fui un lector de saltos, de ir adelante y atrás, como Horacio Oliveira, buscando a La Maga. En cuanto a la novela de Kundera, de entrada me pareció un texto mosaico en el que cada estela iba conformando la figura final. Había episodios que estaban relacionados solo con Jaromil y otros dedicados especialmente a la poesía o a los poetas. Después leí una entrevista a Kundera en la cual decía que había tenido en cuenta diferentes movimientos musicales al momento de escribir dicha novela: había capítulos escritos con la velocidad del moderato, otros en alegro y otros más en adagio o prestissimo. Estas dos novelas me hicieron comprender que yo, como lector, completaba o suturaba con mi imaginación aquellos vacíos entre uno y otro apartado. Que yo era un colaborador del hilo narrativo.
La lección para un lector o escritor de novelas es evidente: Rayuela y La vida está en otra parte muestran que la novela es una composición en la que cada capítulo se organiza tejiendo una trama. Que los episodios necesitan jerarquizarse y organizarse para favorecer la intriga. La trama lo que hace es entretejer inteligentemente los episodios para producir un efecto estético o para garantizar la estructura de la novela. Hay tramas simples, en las que es el hilo cronológico el que va ordenando los episodios; y hay tramas compuestas, en las que se entrecruzan diferentes historias. Sobre este punto hay que distinguir entre la estructura tradicional de la novela (lineal) y la estructura moderna de la misma (en paralelo, en espiral o calidoscópica). A veces la trama sigue un orden temporal predecible pero, en otras obras, emplea estratagemas y recursos en los que los capítulos corresponden más a la lógica de la intriga que a la secuencia natural de la historia. Las tramas se componen previendo momentos de clímax o tensión.
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Aunque en el bachillerato ya había leído Cien años de soledad de Gabriel García Márquez y durante mi carrera de Estudios literarios había hecho una relectura de la misma, fue al convertirme en maestro que leí con fruición y total dedicación esta obra descomunal y maravillosa. Todo parece confluir o emerger de esta novela: el mito, la leyenda, la historia, los sueños, el milagro. Es, por supuesto, el relato de la estirpe de los Buendía a lo largo de siete generaciones, pero a la vez es el sentir e imaginar de una región específica, el caribe colombiano, simbolizada en un pueblo: Macondo. En Cien años de soledad conviven la magia, el testimonio, la tradición oral y la exageración de los genuinos creadores de fábulas. José Arcadio, Úrsula, Melquíades o el coronel Aureliano Buendía participan de la suerte de un pueblo agobiado por los conflictos sociales, en los que la violencia y la guerra son tan importantes como la magia de lo cotidiano.
La gran lección para lectores o escritores de novelas, después de haber leído Cien años de soledad, es que este tipo de narrativa es la construcción, en sí misma, de un mundo, de un universo con sus propias lógicas, leyes y situaciones. Si se puede decir de otra manera, la novela es un micromundo autónomo y suficiente. En este sentido, el novelista plasma en su obra una cosmovisión sobre la condición humana. Más allá del tema, del espacio, el tiempo y los personajes, lo que en verdad hace el novelista –y eso es evidente en Cien años de soledad– es poblar el cosmos de una nueva realidad lo suficientemente organizada como para reclamar para sí una identidad propia. Macondo, Comala, Yoknapatawpha, sus habitantes, sus conflictos, sus historias, aunque son productos de la ficción ya forman parte de la humanidad. Tal vez esa sea la tarea más alta de un novelista.
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Miro mi biblioteca y sé que he sido injusto con otras novelas a las cuales debería darles su lugar preponderante: Madame Bovary de Flaubert, El lugar sin límites de José Donoso, Sobre héroes y tumbas de Sábato, Santo oficio de la memoria de Mempo Giardinelli, El corazón de las tinieblas de Conrad, El hombre sin atributos de Musil… Sí, son muchas las historias y las deudas contenidas en cada una de esas novelas, y variadas las lecciones que poco a poco fui destilando de sus páginas. Pero para justificar esas y otras omisiones, me conformo diciendo que esta es una primera entrega, o un avance de una futura obra que está en proceso de elaboración.