Todo parece indicar que la poesía viene o nace de zonas profundas de nuestra interioridad. Aflora. Puede que este origen, al igual que los nacimientos de agua, no pueda ubicarse con certeza o que emerja despreocupadamente. Por eso hay poetas populares, analfabetos, que van por las veredas cantando sus emociones y preocupaciones. La poesía, entonces, nace cercana a nuestras vísceras, a lo más interno de nuestra condición humana. Es como otro sentido inherente a nuestro ser; un sentido de afectación tanto de lo que somos como de lo que nos rodea. Un sentido que nos permite la introspección al mismo tiempo que la capacidad de admirarnos y sorprendernos de los seres y el mundo.
Por supuesto, el primer canto poético debió confundirse con el viento. Perderse. De allí la importancia de fórmulas y recursos memorísticos. Técnicas para guardar lo que merecía recordarse. Los versos, la rima, las estrofas, aquellas diversas formas de encapsular ese asombro, contribuyeron de gran manera a conservar tal testimonio. Y lo que parece más importante para la supervivencia de la tradición, posibilitaron que las nuevas generaciones tuvieran acceso a esas creaciones. La poesía que había sido libre, que brotaba donde mejor pudiera y que ya era parte de la tribu, comenzó a necesitar de mentores para poder transmitirla. En algunos de esos espíritus, por supuesto, yacía escondida la misma agua originaria, el mismo anhelo de celebración. Con ellos la corriente subterránea de la poesía pudo continuar su camino. Pero hubo otros aprendices, los más simples y carentes de sensibilidad, que sólo alcanzaron a captar la cáscara del mensaje, el artefacto usado para guardar el tesoro del canto. Fue por ellos como la poesía terminó refundida y confundiéndose con una técnica de pirotecnia verbal o malabarismo rítmico. Lejos de aquella motivación íntima –esa impronta fundacional–, la poesía terminó en manos de especialistas apenas preocupados por el efecto o la agudeza de su ingenio.
Sin embargo, allí donde un ser humano se maravilla ante la vida, en esos espacios donde este ser finito contempla las estrellas; o en los momentos donde lo sobrecogen las mil peripecias de la existencia, allí, vuelve a renacer la poesía. Renace el legado de los antiguos rapsodas, de esos caminantes o viajeros extasiados por lo que sentían o conmovidos por las acciones de sus semejantes. Tal vez hasta parezcan, a los ojos de los demás, poco prácticos o demasiado soñadores, pero no es así. Su manera de enfrentarse a la existencia es librándose de ropajes, de simulaciones; así, desnudos, abiertos y dispuestos como la misma naturaleza, asumiendo una actitud de completa receptividad, vuelven a nombrar lo que les rodea. Se dejan interpelar por el afuera y, poco a poco, terminan modificando su propia constitución. Se hacen más livianos, más perspicaces, más sutiles para desentrañar la vastedad del universo.
Es evidente que después de muchos siglos de canto y celebración los poetas hayan descubierto, además de los recursos nemotécnicos para fijar algunos de sus versos, la fascinación con las propias palabras. Esa materia con la que cantaban permitía variaciones, inflexiones, cambios de estructura… Y, además, si se la organizaba de una manera u otra producía diversos significados. Cada uno de estos descubrimientos hizo que el poeta se detuviera mucho más tiempo en elegir los términos precios para dar cuenta de sus emociones o sus pensamientos. Es acá donde se empezó a asociar la figura del poeta con la del mago o el chamán. Alguien que sabía organizar y declamar ciertas palabras; una figura que con sus palabras invocaba, convocaba, provocaba y establecía relaciones con seres invisibles o con fuerzas que suscitaban temor y temblor. Y todo por la fuerza particular de las palabras; de unas determinadas palabras dispuestas y dichas de una especial manera.
Pero ese río de la poesía cambió su curso cuando los lazos de lo común fueron rotos por las cortantes aristas de la soledad. Lo que se ha llamado Romanticismo no es sino la evidencia de esta ruptura del hombre con los demás; su desgarre, su nostalgia de tribu. Y la voz del poeta recobró su desnudez, esta vez de la piel hacia adentro, para expresar o mostrar sus carencias, sus angustias, sus temores. Poco parecía ahora el asombro hacia la naturaleza idílica y mucho más nítidos sobresalieron los paisajes interiores: otro mundo cobró fuerza y a él también dedicó su mirada el poeta. Tal vez esta ruta de las aguas de la poesía sigue mucho más viva hoy, cuando se exacerba el individualismo y a nadie le parece importar lo que le sucede a los demás.
En todo caso, y eso es lo que deseo subrayar, la poesía –en cuanto sentido de afectación y disposición para el asombro– aparece en aquellos espíritus conmovidos por sí mismos y por su exterioridad. Seres que mantienen abiertas durante toda su vida las ventanas del preguntar y preguntarse; seres que no se conforman con sobrevivir o pasar de largo por la existencia; seres habitados por presencias angélicas o por demonios; seres, que en definitiva, andan en permanente actitud de contemplación y rememoración… Estos seres saben que “las palabras no nos reflejan como los espejos”, pero también han comprobado que “es por estar desnudas que brillan las estrellas”.
(De mi libro La palabra inesperada. Aproximaciones al poema y a la poesía, Kimpres, Bogotá, 2014, pp. 17-23).
El humor es la inteligencia vuelta sobre sí misma. El gusto del alacrán por picarse con su propio aguijón.
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Los mecanismos con que se elabora el humor son semejantes a los de la poesía. Lo que cambia es el ropaje y el efecto producido.
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A pesar del sufrimiento o de la enfermedad, no obstante los desengaños y la desilusión, más allá de los fracasos o el infortunio, al hombre le queda la posibilidad de reír. El humor, en este sentido, es la genuina resiliencia.
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Si se mira con cuidado lo que hacemos o dejamos de hacer muy seguramente descubriremos en tales actuaciones algún intersticio de ridículo o de torpeza. El nacimiento del humor proviene de nuestra innata condición para el error.
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No hay que dejarse engañar por la carcajada estridente o por el gesto burlón del humorista. Detrás de ese regocijo está la amarga cara de la incredulidad o la pérdida de la inocencia.
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El humorista se aleja, mediante su razón, del acaecer del mundo y de la vida. Por eso prefiere no comprometer demasiado sus emociones o sus sentimientos. El humorismo es el arte de la toma de distancia.
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El humorista anda al acecho. ¿De qué? De eso que los seres humanos temen en sociedad: mostrar sus imperfecciones, caer en lapsus al hablar, perder la compostura o el equilibrio. Los apuntes del humorista son como “comparendos” a las infracciones esencialmente humanas.
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El mejor terreno para laborar el humorista es la perfección y el poder. En el primer caso, porque la suma excelencia es ya de por sí imposible; y, en el segundo, porque la obcecación por el mando lleva a los hombres a convertirse en bestias.
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Cuando el humor toma el camino del cuerpo se convierte en comedia; cuando acude a la palabra se torna en chiste. De allí por qué ni todos los cómicos sean chistosos; ni todos los que echan chistes necesiten disfraces y maquillaje.
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Las personas que demoran un tiempo en comprender un ingenioso apunte o percatarse del doble sentido de un chiste es porque tienen muy bajo sus niveles de pensamiento relacional. Es decir, escuchan el mundo en una sola frecuencia, perciben la vida en una misma tonalidad, andan presos de la inmediatez y lo repetitivo.
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La risa que proviene después de sortear un accidente fatal o haber salido ileso de un peligro mayúsculo demuestra que el humor es el antídoto contra el miedo. Aunque también la risa nerviosa es un preludio del temor.
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Nos reímos de los apuntes del humorista porque él, con ingenio, nos reconcilia con nuestras fragilidades y nuestros defectos. El aplauso es, en el fondo, el agradecimiento por habernos quitado de encima –así sea por un momento– el lastre de siempre parecer firmes, irrompibles y virtuosos.
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La pérdida de lo espontáneo y lo auténtico conduce irremediablemente a la graciosa condición de los autómatas. La risa, por lo mismo, es una vigía que nos previene de la repetición inconsciente.
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Los buenos humoristas son los infieles de la diosa Isis. Más que ir a los templos a ocultar los misterios lo que hacen es quitar, una y otra vez, los velos y los artificios. La desnudez del humor ha reñido siempre con la pompa y el ornato de lo sagrado.
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El humor es una transgresión a lo celosamente establecido. Y entre más reglas, prohibiciones y censuras haya más hilarantes resultarán sus irreverencias. No hay como los regímenes autoritarios para aumentar la tasa de crecimientos de los humoristas.
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El humorista tiene vena de filósofo. De filósofo pragmático. Le gusta llevar los principios de la lógica formal hasta sus límites: el ser es y no es al mismo tiempo, siempre hay un término medio, no todo tiene que estar fundado.
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El bufón se disfraza por dos razones: la primera, porque el disfraz le permite diluir su identidad y, la segunda, porque las verdades más crudas se asimilan mejor cuando son pronunciadas por una máscara festiva.
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Los juegos de lenguaje son una muestra del ingenio, pero también una manifestación del recreo de la inteligencia. El humor es el tiempo lúdico de nuestro pensamiento.
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La predilección por los chistes de contenido sexual evidencian una cosa: celebramos que alguien vuelva público lo que a toda costa queremos guardar como privado. Los chistes “verdes” son una especie de voyerismo a nuestra propia alcoba.
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El humor fino exige a la inteligencia tener las manos excesivamente ágiles para atrapar el fugaz movimiento de la sutileza.
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Los payasos construyen sus rutinas bajo el amparo de la simulación: parece que se golpean, parece que se caen, parece que no logran un propósito. Tal fingimiento provoca en la audiencia, especialmente infantil, el asombro festivo de ver cómo, ante sus ojos, la mentira oculta la verdad.
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La comedia no es muy querida por las instituciones religiosas. Eso es comprensible: lo sagrado necesita de rostros hieráticos y silentes. La risa, por el contrario, trae consigo la descompostura y el escándalo. El misterio es adusto y cerrado; la alegría, simpática y flexible.
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Podemos engañarnos con la alegría pero jamás con el dolor. En consecuencia, las tragedias están hechas para producir catarsis; las comedias, para provocar diversión.
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Las burlas tienen como plaza el cuerpo; la ironía, el campo moral de las personas.
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El humor es la sal que necesita el alimento de la vida. La pimienta que da sabor a la existencia.
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Las bromas de los amigos son la prueba fehaciente de que ellos son dueños de nuestra confianza. Las chanzas resultan una ofensa para los desconocidos.
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El humor es el “coco” con que espantamos nuestros miedos.
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Los caricaturistas sacan provecho de los defectos ajenos. Su materia prima está en las debilidades y desperfectos de los hombres. Desde luego, el efecto de sus obras será mayor si las personas se obstinan en parecer impecables, puras y perfectas. Los caricaturistas, como Don Quijote, también tienen su origen en la mancha.
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El humorismo es la secreción de nuestras glándulas más ocultas.
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¿Qué hace un mimo dramático cuando nos imita? Transforma lo espontáneo en un acto artificioso. Bergson tenía razón: lo natural convertido en mecánico produce risa.
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El miedo al ridículo es un regulador social: nadie puede ser o actuar de manera distinta al parecer de la mayoría. El ridículo es el control social ante el diferente.
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La risa es la exteriorización del optimismo. El regocijo con que se manifiesta la esperanza.
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La seriedad discrimina y pone distancias; el humor iguala y genera cercanías. Por eso la aristocracia se divierte yendo a la ópera y el pueblo se desternilla a lo grande en un carnaval.
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Sin el carburante de la razón el humor no contaría con un vehículo potente; sin una chispa de locura no habría el detonante para ponerlo en marcha.
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Los humoristas son fieles devotos de Tertuliano, uno de los padres de la iglesia: “creen, porque es absurdo”.
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Los “chistes bobos” son los primeros pasos del humorismo; los de “doble sentido”, una carrera de velocidad.
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Los aforistas emplean el humor porque a la agudeza le viene bien usar la ironía y el sarcasmo. Pero, también, porque nada es más irritante que la pequeña picadura de los aguijones.
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El mimo dramático convierte el tiempo real en un tiempo en diferido. Su forma de hacer humor es cambiar la rápida percepción de la película por una exposición cuadro a cuadro.
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Pirandello afirmaba que en la percepción de los contrarios estaba el germen del humorismo. Percatarnos de que la verdad tiene un reverso en la mentira, de que la desilusión es la antípoda del ideal, de que no hay virtud sin algún vicio opuesto. La mirada del humorista es bifocal: ve la cara y el envés de las personas o sus actuaciones al mismo tiempo.
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Los chistes escuchados o vistos de manera repetida le quitan al humor su poder de asombro. Lo previsto devela la magia de lo inesperado.
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La ironía y el sarcasmo, la caricatura y la parodia son algunos de los recursos empleados por el humor para alcanzar sus fines. Aunque el más efectivo, por supuesto, sigue siendo el arte de evidenciar y poner en ridículo.
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Lo que Pierre Reverdy pedía para lograr un impacto mayor en la poesía opera igual para el humor: “entre más lejanas estén la realidades que se asemejan más impactante e inesperado será el efecto producido”.
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Las risas pregrabadas que se ponen como cortinillas en los programas de humor importados son las emisarias del contexto de ese territorio. El chiste es celosamente local.
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Las cosquillas son la risa involuntaria del cuerpo.
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Mofarse de alguien es una manera de detectar en otra persona sus zonas de ridículo. Un tanteo soberbio y desdeñoso sobre la fragilidad moral de un semejante.
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El lenguaje vulgar recupera con el humor su insurgencia comunicativa. Las malas palabras –por unos segundos– dejan su celda proscrita y miserable para salir a la calle a denunciar la dictadura del eufemismo y la reticencia.
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El bufón es aceptado y rechazado; acogido y criticado. El bufón puede decir la verdad, pero no toda; puede burlarse de todos, pero no de todo. El bufón refleja lo que el poder no quiere ver y, al mismo tiempo, refracta lo que el dominado necesita decir. Por eso, su oficio está siempre en el filo de la espada.
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La secuencia del humor gráfico dispone –viñeta por viñeta– un escenario para el suspenso. El último recuadro es el dibujo perfecto de lo inesperado.
La casa de La Laguna: el contexto de las leyendas.
Desde muy pequeño escuché a mis mayores referirme historias y cuentos. Eran relatos sobre apariciones y espantos, como los de “La Patasola”, “El Pollo de viento” o “La Candileja”. Esas historias las escuchaba de niño, después de que los trabajadores terminaban de cenar y, sentados en el andén del piso de cemento, se dedicaban a tomarse un café, fumarse un cigarrillo y dar rienda suelta a sus recuerdos y fabulaciones.
Me parece que allí, en ese contexto nocturno, un tanto majestuoso por el sonido de los grillos y la densidad de la noche, es que nace mi disposición y mi gusto por los cuentos. En esa edad, tal vez tendría cuatro o cinco años, vivíamos en una amplia casa en la vereda de “La Laguna”. Era una casa de techos altos, tejas de zinc y una alberca gigantesca. Alrededor de esa casa había naranjos y mandarinos y un árbol de anón en el que por las tardes me subía yo a esperar a que mi padre llegara de su trabajo. En esa casa, embriagado por el olor del café y tendido en el piso de cemento, mi imaginación recibía aquellas historias como si fueran relatos fantásticos. Me quedaba extasiado oyéndolas hasta que el sueño era superior a mis fuerzas y me dormía. Supongo que mi viejo me cargaba hasta el dormitorio y en mi sueño seguía escuchando el relato de la mujer con una sola pierna que perseguía a los hombres enamoradizos para devorarlos y que se acerba a ellos cuanto más respondían a sus gritos seductores, o la historia de las tres bolas de candela que se alejaban de uno tan sólo si las maldecía con las groserías más vulgares y desaforadas.
Pero además, al lado de los relatos de mis padres y esos trabajadores, los cuentos tenían una caja de resonancia cuando hablaba con mis tíos y mis tías o con mi abuela Ñoa. Ellos también, y especialmente, los jornaleros de la vereda, reforzaban aquellos relatos o los amplificaban hasta bordear lo fantástico. Mi tío Ulises, que había sido un gran viajero, no sólo le añadía a los relatos colores y texturas de otras ciudades sino que era capaz de interpretar y meter las voces de los personajes de la región: Don Urbano, Arnulfo, Marcelino, La señora Dioselina, Zambrano… cada uno de ellos personificaba los cuentos que, ahora después de tantos años, sé que formaban parte del mundo narrativo de mi querida Capira. O para decirlo de otra manera, esos relatos eran otros habitantes de esta vereda anclada entre las montañas, las palmeras y el sinuoso Magdalena. Entonces, hablara con quien hablara, siempre había un punto de confluencia, un tronco común para referirse “al que sabemos” o para advertirme de una manera juguetona sobre los riesgos de no obedecer a los mayores o de perder el tiempo o de transgredir ciertas prohibiciones.
Misael: los cuentos de la cacería.
Capítulo aparte merece Misael, el compañero de los últimos años de mi abuela. Él, además de agricultor, era un apasionado por la cacería. Y cuando, tiempo después, yo iba de vacaciones, lo acompañaba a esas odiseas. Al ir de camino hacia “La peña” o hacia “Caracolí”, en busca de una siembra de maíz o de yuca donde estaba cebado el animal, Misael ambientaba el viaje con historias de aparecidos o de “entierros” que alumbraban sólo hacia las doce de la noche en determinados días de semana santa. O hablaba del “Cazador errante”, de su grito distante y el ladrido lastimero del perro que lo acompañaba. Lo hacía en voz queda, como para exacerbar mi temor o para darle al viaje una sazón misteriosa. Después, cuando llegábamos a la siembra o el cultivo, él seleccionaba un árbol de mango o un guásimo de ramaje frondoso. Allí, nos trepábamos y comenzaba la larga tarea de la espera. Ya la tarde rendía sus últimas horas y la noche que venía de abajo, desde el plan del Tolima, cubriéndolo todo, nos circundaba como si fuera un cobertor gigantesco. Los mosquitos hacían su banquete en mis brazos de niño. Misael apenas musitaba algunas palabras. La escopeta que llevaba era una de fisto, esas escopetas que había que cargarlas con pólvora y munición. Un arma rudimentaria pero efectiva. Lo que esperábamos era el “ñeque” o guatín. Aunque en esa oscuridad yo no sé cómo Misael podía saber por dónde aparecía ese animal de monte. De pronto, yo sentía que Misael cambiaba de posición. Se erguía lentamente y levantando el arma, observando con sumo cuidado por la mira de la escopeta, manteniendo con la mano izquierda una linterna, de manera rápida, al tiempo que encendía el foco de luz, disparaba. Algunas veces vi brillar entre la oscuridad un par de ojos; otras, apenas olía el humo del fulminante. “Ahí cayó”. Esa frase de Misael me advertía que había dado en el blanco. Como un mico él se bajaba del árbol y alumbrándose caminaba hacia donde había hecho el disparo. Y mientras yo con torpeza llegaba al pie del árbol, él ya venía con el animal muerto entre sus manos. “Para que le lleve una presa a Marujita”.
A veces la espera no rendía ningún beneficio. Dos horas perdidas esperando al escurridizo “guatín”. Pero Misael se las arreglaba para inocularme la esperanza y entonces me contaba de la vez que había cazado un venado en las montañas de “Lomalarga” y de cómo le había pegado un tiro en el codillo pero, a pesar de ello, el venado había cogido quebrada abajo, por “Aguas Claras”, y él siguiéndole el rastro, con una perrita llamada Canela, y que hacia el final de la tarde por fin dio con el animal y que en cuantas se había visto para echárselo a la espalda y llegar con él hasta la casa. “El cuero es el que tiene su abuela al pie de la cama”, decía para rematar su historia, poniendo esa piel seca como una evidencia de su cacería. O se deleitaba en contarme cómo había capturado un armadillo o una boruga. Lo cierto es que entre historia e historia el camino se hacía más corto y la noche parecía menos oscura. O tal vez parecía iluminada por la costumbre de Misael de echarme adelante e irme alumbrando con su linterna de forma intermitente, a la manera de un cocuyo gigantesco.
Beatriz, la esposa de mi tío Ulises, era otra gran narradora. De pronto mis horas con ella, mientras me preparaba las avecillas que mataba con mi cauchera, fueron determinantes en mi gusto por los relatos. “Triz”, como yo la llamaba, era mi cómplice. Recuerdo que ella le metía a los relatos y a los cuentos que circulaban en Capira, un toque religioso tanto más fuerte cuanto que para ella, como para otras mujeres de la región, las leyendas de las Cien lecciones de Historia Sagrada formaban parte de este escenario rural. A veces ella mezclaba los cuentos con las historias sagradas y se producía un efecto capaz de amedrentarme o al menos atormentar mi fantasía por las noches. Sin embargo, Saúl, un primo mayor que yo, hijo de Ulises, era el que me ayudaba a salir de tales miedos. Y no porque contara historias sino porque con él se vivían. Gracias a ese primo mi infancia estuvo repleta de aventuras maravillosas. Era, según decían mis tíos, alguien desobediente y terco como una mula. Y no sirvió que mi tío lo castigara muchas veces. Saúl era un personaje de la travesura, de la transgresión permanente. Digo que no era un gran contador de historias. Su manera de engatusarme era invitándome a emprender tareas para mí inéditas o insospechadas. Por ejemplo, irnos a sacar vino de palma. Resulta que cuando las palmas caen, si se hace una herida amplia en su tallo, y se deja reposar, la misma palma bota un líquido que tiene sabor de vino agreste, pero vino al fin de cuentas. Y nos fuimos con Saúl a ese plan, porque la noche anterior había habido una borrasca y una de las palmas “reales”, la que quedaba en uno de los potreros de mi tío Ulises, se había ido al piso. Saúl cogió el hacha y nos fuimos con dos botellas en la mano. Pero antes de empezar la tarea, después de unos dos golpes en la palma caída, cuando en uno de los intentos mi primo levantó el hacha, me golpeó la cara, me rompió una ceja, y no fue vino lo que conseguimos sino mi sangre. Y volvimos corriendo asustados a la casa. Y mi abuela me echó panela rallada y se paró la sangre y esa noche todos los familiares velaron mi accidente. Al otro día Saúl se había olvidado del hecho y ya me estaba invitando para que fuéramos a jugar al tejo en el “Cerro colorado” o que nos escapáramos a bañarnos desnudos en “Aguas Claras”, o que lo acompañara a jugar tute con los otros jornaleros que por esa época se quedaban en la casa de los Rodríguez mientras pasaba la cosecha de piña. Saúl no era un buen contador de historias, porque él mismo era una permanente aventura. Quizá por no saber contar relatos es que tomó la decisión de matarse, o de pronto no supo cómo engatusar o persuadir con palabras a la incansable y desvelada muerte.
Custodio: el narrador mayor.
Pero, sin lugar a dudas, el narrador mayor fue mi padre. Mi viejo había pasado su niñez en el plan del Tolima. Fue caporal y ayudante a las órdenes de un viejo curtido por la guerra de los mil días, Don Bonifacio Guerra. Mi padre trabajó muchos años con él, y durante ese tiempo no sólo se hizo hombre sino que aprendió muchos oficios, fue boga, recogedor de algodón, sembrador de millo, pescador de atarraya… Creo que todo ese mundo fantástico del plan del Tolima se le metió en la sangre y lo acompañó durante toda su vida.
Y digo que era un relator maravilloso porque además de la anécdota propia del cuento, mi papá tenía el don de generar intriga. Cualquier historia contada por él adquiría el brillo de la curiosidad. El lugar donde siempre lo escuché contar sus historias fue en el comedor, bien de la fábrica de jabones López donde fue almacenista y celador, bien en las otras casas por donde pasamos como gitanos desplazados por la violencia. En ese espacio lo oí rememorar cuentos y relatos que aún hoy, después de doce años de haberlo perdido, siguen resonando en mi memoria como si fueran vívidas aventuras personales. Afortunadamente tengo dos cuadernos autobiográficos que él me escribió y en los que recogió algunas de sus peripecias. Pero la que más me pareció escucharle repetir fue la de uno de los hijos de Don Bonifacio. Mi papá contaba que este hijo, llamado Capitolino, era un muchacho peleador, tomador de trago y muy busca pleitos. Hacía una y otra maldad, y el viejo acababa por ayudarle a salir de sus problemas. Pero una vez, por andar de borracho, en que con una barbera Capitolino en una pelea hirió gravemente a otro trabajador y por tal motivo estuvo preso en Facatativá, el viejo Bonifacio, después de hablar y pedirle ayuda al alcalde de Cambao y lograr que el hijo saliera de la cárcel, después de eso, hizo una gran fiesta y en medio de los invitados, llamó a su hijo y le dijo: “Pongo por testigo a toda esta gente que si usted, Capitolino, vuelve a meterse en un problema, se podrá podrir en la cárcel, pero no haré nada por ayudarlo”. Y que desde ese día, el tal Capitolino, no volvió a tomarse un trago y definitivamente se ajuició. Por supuesto, mi padre caracterizaba a los personajes: Don Bonifacio era un hombre bajito, de piel muy morena, casi morada, que usaba franela y unos pantalones cortos y que casi nunca se ponía zapatos. Don Bonifacio era de voz pausada, por momentos silencioso. Y al igual que muchos de los habitantes de Capira, mi padre imitaba su voz y sus gestos; les pintaba un temperamento y los dotaba de un carácter.
Creo que todas esas voces contribuyeron a que mi espíritu se tornara afectable y mi mente dispuesta a recoger relatos. Tengo cierta disposición para escuchar atentamente lo que las personas me cuentan o para detectar en medio de una conversación casual, aspectos, circunstancias o personas que con cierta dosis de imaginación podrían convertirse en materia prima para un cuento. Digamos que esa herencia de oralidad, de relatos y voces que andan sueltos como el viento libre de Capira, se me contagió o se convirtió en una habilidad. Y por eso también cargo siempre una libreta de notas, con el fin de no dejar pasar determinados giros de expresión o un nombre o un argumento dicho de pronto por algún desconocido. Es probable que los primeros narradores procedieran de esa misma manera, oyendo aquí y allá historias, acumulando esos cuentos, y luego al llegar a nuevas tierras convertían tales historias en relatos extraordinarios. Porque estoy seguro de que cada uno de ellos algo agregaba a los relatos oídos, o le imprimía sus propias marcas de entonación o su particular forma de manejar los silencios. Así, como mi tío político Manuelito Cáceres, el que según me relata mi madre, acostumbraba también relatarles a los obreros sus historias, pero exigía un silencio absoluto. Si alguno se atrevía a interrumpir o enredarse en charlar con el vecino, don Manuelito, así estuviera para finalizar el cuento, se levantaba de su butaca y de manera categórica les decía a los asistentes que ya estaba dando sueño y lo mejor era ir a acostarse.
Ahora que menciono a mi madre, pienso que de igual manera ella es otra fuente inspiradora de este gusto por la narrativa. O, para ser más precisos, es de mi madre que aprendí la curiosidad por los seres humanos, por la variada y compleja condición de hombres y mujeres. Mi mamá es una gran cronista oral. Hace sus investigaciones sobre las personas que viven cerca de donde habitamos; conoce las historias del señor que acaba de vender su casa dos cuadras más debajo de la nuestra; sabe cómo murió el dueño del granero donde compramos regularmente el maíz “peto”; se conoce la suerte y las peripecias de familiares tanto propios como ajenos. “¿Sabe quién murió ayer? Don Carlos. El dueño de víveres ‘El rápido’. Estaba viendo televisión y de pronto, tal vez por el estrés de ese señor, quedó tieso de un infarto que le dio”. He notado que le preocupan los pequeños detalles o esas cosas que por, insignificantes, la mayoría de los que la rodeamos las pasamos inadvertidas. Y cuando habla con familiares o conocidos les pide detalles o les saca minucias que luego, a la hora de compartir la cena o en diálogos casuales, los organiza de una manera que siempre empieza con esta muletilla: “Le tengo una chiva”. Por eso creo, igualmente, que no se pierde ningún noticiero de la radio o de la televisión. Las noticias, cercanas o distantes, le fascinan. Mas no para guardárselas, sino para convertirlas en motivo de su conversación. Con esas noticias mi madre teje sus relatos cotidianos. Y ahora que lo pienso mejor, esto se debe a que por sus años y su salud, como ya ni puede salir o caminar demasiado, la única forma de apropiar el mundo lejano que la rodea es mediante la radio o la televisión. Es a partir de esos medios de comunicación como sacia esa sed ancestral de historias, y continúa participando activamente de la agitada realidad.
Luego no fueron los libros o los textos de consagrados cuentistas los que me persuadieron inicialmente de esta pasión por escribir relatos. Más bien fueron personas de carne y hueso o todo un ambiente rural los que determinaron este gusto por hilar sucesos. Tampoco ha habido antes escritores de ficción en mi familia. Deduzco, entonces, que dadas las particularidades de mi espíritu y las condiciones en que me crié, esas narraciones de cuentos y espantos, ese continuo reciclar de anécdotas de propios y extraños, esa perspicacia para saber deletrear lo particular de las personas en medio de lo común de sus vidas, todo ello, contribuyó a ir creando las condiciones para descubrir una vocación y una afición por ahondar en la construcción de relatos. Y por eso mismo, en mis primeros años, cuando ya vivíamos en Bogotá, hallaba una gran fascinación en escuchar las radionovelas, especialmente “Arandú” y “Kalimán”. Allí, al lado de un pequeño radio de pilas, volvía a reencontrarme con las voces de mis mayores, y las selvas magníficas de las radionovelas se confundían con las montañas de mi niñez, y las odiseas de los personajes se aunaban con las de rostros conocidos. Tal vez detrás de todo ese escenario urbano seguía –y sigue vivo– el niño criado en Capira. El niño fascinado por la riqueza y el misterio del mundo, y curioso por escuchar las mil anécdotas de que está hecha toda vida humana.
Julio Verne, Juan Rulfo y Lawrence Durrell: obras y lecciones.
Cada uno de nosotros tiene en su haber novelas que lo han fascinado, entusiasmado o que lo han conmovido profundamente. Y después de varios años vividos son muchos los títulos y los autores que han ido tallando nuestra manera de sentir o imaginar. Si echo mano de mi memoria, sé que las novelas de Thomas Mann, especialmente Muerte en Venecia, La montaña mágica y José y sus hermanos, han sido determinantes en mi gusto por la narrativa novelística y por tratar de comprender la compleja condición humana. También han sido fundamentales García Márquez y Ernest Hemingway. Otro tanto ha sido la lectura de Balzac, de Knut Hamsun, de Samuel Beckett, James Joyce, de Faulkner o Proust. Hay novelas que seguramente para otras personas no tuvieron la misma incidencia vital que para mí: pienso en La muerte de Virgilio de Hermann Broch y la biografía novelada de Van Gogh, Lujuria de vivir, de Irving Stone, obras que me llevaron a tomar la decisión de abandonar mis estudios de derecho y asumir en serio mi vocación por la literatura. Cuántas noches compartí con amigos, en “El griego”, capítulos de Bajo el volcán de Malcolm Lowry, esa novela en la que el amor desesperado se refunde con el abismo del alcohol; o de esa otra novela que se convirtió en aquellos años en una “biblia” de las técnicas narrativas que deseábamos aprender y emular, José Trigo de Fernando del Paso. Y novelas como Narciso y Goldmundo de Hesse, o las Memorias de Adriano de Marguerite Yourcenar, o Las olas de Virginia Woolf, o Eumeswil de Ernst Jünger iban conmigo a todas partes, a la manera de compañeros de viaje mientras hacías mis estudios universitarios. Les debo tanto a varios novelistas que se necesitarían muchas páginas para mostrar cabalmente esas deudas tanto por haber gozado de sus páginas como por las sutiles experiencias extraídas de sus personajes. Pero vale la pena compartir, así sea con rápidas pinceladas, una antología de esas novelas que he leído y de las lecciones que asimilé para mi propio oficio de aprendiz de escritor.
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La primera novela que leí cuando niño fue una de Julio Verne, Viaje al centro de la tierra. No sé si porque los ambientes descritos en ella se parecían a las montañas y la naturaleza exuberante que vi en mi infancia, lo cierto es que la devoré en unos pocos días. Tal vez en esa novela está el germen de mi gusto por los juegos de palabras, porque allí, en los manuscritos descubiertos por el profesor Otto Lidenbrock estaba oculta toda una fascinación por el descubrimiento y la aventura. Adentrarse en la novela era una especie de enigma por descifrar; un criptograma que poco a poco iba develándose a medida que pasaba las hojas. Tengo vivo en mi memoria el escepticismo de Alex, sobrino de Lidenbrock y narrador de la historia, y me sigue pareciendo misterioso Hans, el guía de la expedición. Verne combina en esta novela los avances científicos de la época con la fantasía, creando un escenario de ficción en el que abundan las descripciones y las peripecias, los datos de un mundo real con otro fantástico y extraordinario.
Si hubiera una lección para aprender de esta novela que leí de niño a la par que me maravillaba con el libro de texto Viajemos por el mundo de Levy Marrero, especialmente con esas páginas a todo color sobre los mayores volcanes del mundo, es que la escritura o lectura de una novela requiere la elaboración de un espacio en el que puedan moverse los personajes. Existen, desde luego, diversos tipos de espacios: los naturales o realistas, los subjetivos y los fantásticos. Hay espacios símbolo y espacios personaje. Para algunos estudiosos y críticos de la literatura, si los espacios subrayan lo físico, el ambiente corresponde al clima psicológico.
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Otra novela que leí cuando estaba terminando mi primaria fue Don Quijote de la Mancha, en una edición ilustrada y abreviada, que me dio como regalo mi profesor Luis Germán Soto. De esa novela, en gran formato, me llamaba la atención la cantidad de situaciones por las que pasaba el personaje principal: Don Quijote luchando contra los molinos de viento, o con los odres de vino, con el bravo caballero del bosque o con los muñecos de pasta del titiritero… Cada capítulo era, en sí mismo, una aventura. A la par que copiaba las ilustraciones me divertía leyendo esas historias en las que las cosas más descabelladas parecían tan cotidianas que no había tiempo para descalificarlas por inverosímiles o poco verdaderas. Aún hoy, pienso que la maestría de Cervantes estuvo en intercalar diferentes historias dentro de una historia mayor, la del viaje de Don Quijote y Sancho, su fiel escudero, no sólo para sazonar o variar la narración sino para renovar el interés de los lectores. En todo caso, en ese texto pude darme cuenta de que Cervantes mostraba, con humor, no a un héroe invencible, sino a un ser humano sujeto a los desengaños y la infortuna.
Una de las lecciones aprendidas de El Quijote de la Mancha, que sigo leyendo con devoción y regocijo, es que al leer o escribir una novela hay que estar pendientes de su estructura, y de cómo se organizan los diferentes episodios o capítulos. Y más allá de la clásica estructura de la novela ─planteamiento, nudo y desenlace─, lo cierto es que las acciones, los hechos y los acontecimientos se ordenan en partes, capítulos o episodios. Los episodios, como sucede en El Quijote, son apartados con cierta autonomía y se relacionan en virtud de la presencia del protagonista de los mismos. Es el protagonista o los personajes centrales los que le dan unidad a esos otros relatos intercalados o yuxtapuestos en la novela. Sobra decir que la división en episodios, capítulos o partes coincide con modificaciones en el tiempo, el espacio o los cambios de estado psicológico de los protagonistas. O son divisiones necesarias para que la historia resulte interesante para el lector.
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Creo que como muchos estudiantes de secundaria tuve la tarea de leer María, la novela de Jorge Isaacs y La Vorágine de José Eustasio Rivera. Lo que más recuerdo del primer texto, además de las descripciones de los paisajes vallecaucanos, y los diálogos entre los dos personajes, fue la historia de amor entre Efraín y María. Sin lugar a dudas, el tema del amor era lo que irrigaba y daba sustento a esta novela romántica. El amor adolescente, el amor en secreto, el amor perdido. Y de la segunda de las novelas, lo que más cautivó mi atención fue el tema de la violencia manifiesta en aquel micromundo de la explotación del caucho. Arturo Cova con Clemente Silva se sumaban a ese espacio devorador de la selva que hacía enloquecer y deshumanizaba a cuantos entraran en sus dominios. Nuestro profesor de español insistía en que, además de su valor literario, esta era una novela de denuncia social, de búsqueda de justicia para los explotados.
Si tenemos que sacar otra lección de estas dos obras colombianas es la de que al leer o escribir una novela es clave identificar el tema o asunto fundamental que sirve de base para el argumento de la misma. El tema es como la idea central en torno a la cual gira la novela; el tema es más general que los motivos, que dan concreción a las acciones de los personajes; los motivos organizados forman la estructura temática de la novela. Los temas pueden ser directos o indirectos y, según otros, abstractos y universales. El desarrollo pormenorizado del tema constituye el argumento de la novela.
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Mucho después, movido por la sugerencia de mi profesor Jorge Zabaleta, leí una novela que al primer momento me desconcertó: Pedro Páramo, de Juan Rulfo. Y aunque me gustaban los personajes y la descripción fantástica de los ambientes, de un pueblo semejante al de mi niñez, no lograba descifrar cómo operaba el tiempo en la obra. Parecía por momentos que se narraba en un pasado y luego, en otro apartado, ya estábamos en un presente. Por lo demás, no había capítulos sino doble espacio en blanco entre uno y otro. Pero lo que más me atrapaba era ese ambiente desolado de Comala y esos diálogos escuetos entre difuntos. Juan Preciado, Susana San Juan y otros personajes iban y venían en un tiempo fluido, mítico. Lo real y lo irreal se mezclaban creando un ambiente mágico. Reconozco que tuve que releer varias veces segmentos de esta novela para entender cómo el recuerdo se hacía añicos al encontrarse con un pasado estático, y cómo los monólogos del protagonista eran un susurro de la desesperanza.
De las variadas lecciones que un lector o escritor de novelas podría sacar de esta novela de Juan Rulfo, destacaría la de identificar y valorar el empleo del tiempo en la narración. Ese tiempo puede ser el de una época, de la totalidad de una vida o de un período determinado. Habría que diferenciar entre el tiempo real (el de los relojes) y el tiempo ficticio (el “transformado” o “fragmentado” por el narrador); o entre el tiempo exterior y el tiempo interior o psicológico. También son interesantes las distinciones hechas por Gérard Genette entre el tiempo de prospección (cuando se adelanta o se antepone la narración de un acontecimiento que debería relatarse después) y el tiempo de retrospección (cuando se relatan acontecimientos anteriores al tiempo de una primera narración). La organización del tiempo es fundamental para crear la intriga. Los juegos del tiempo fueron objeto de interés por novelistas como Virginia Woolf o William Faulkner.
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Cuando empecé a trabajar muy joven en el periódico El Espectador, saqué mi primer crédito para comprar los ya clásicos volúmenes de Ediciones Aguilar. Entre los primeros libros que adquirí estuvieron las Obras completas de Fiedor Dostoievski, y fue todo un descubrimiento adentrarme en la novela Crimen y castigo. La figura de Rodion Raskólnikov me atrapó desde el inicio. Dostoievski construía sus personajes de tal forma que uno como lector podía saber sus dudas, sus pensamientos más íntimos, sus angustias, sus dilemas y sus sueños. Por supuesto que el asesinato de la usurera, la que Raskólnikov consideraba inútil para la sociedad, es el motivo central de la novela, pero lo que más me subyugaba eran los tormentos, los delirios, los conflictos del protagonista narrados hábilmente por Dostoievski. Crimen y castigo fue la novela que me permitió conocer de primera mano un personaje completo, con sus características físicas y sus conflictos morales. Cuánto me conmovía esa lucha interior entre la culpa y el arrepentimiento de Raskólnikov, y cómo me solidarizaba con Sonia, la joven y sufrida prostituta, confidente de Raskólnikov, y cuánto odié a Arcadio Ivánovich, por cínico y mentiroso.
Las lecciones en este caso, con uno de los maestros de la novela rusa, son múltiples. Sin embargo, para un lector o escritor de novelas cabría destacar la de identificar y saber crear personajes. Los personajes constituyen uno de los aspectos primordiales de cualquier novela, son el centro de interés de la narración. Los personajes pueden caracterizarse de modo directo (como principales o secundarios) o indirecto (mediante objetos, espacios o relaciones con otros personajes). Los personajes pueden ser estáticos o en procesos de evolución; pueden ser individuales o colectivos; y pueden ser protagonistas o testigos en el proceso narrativo. El personaje puede presentarse, según Bourneuf y Oullet, de cuatro maneras: por sí mismo, por otro personaje, por un narrador exterior a la acción o de manera mixta (desde el exterior y desde su interior). Desde luego, los buenos lectores o escritores de novelas saben distinguir entre personajes redondos y planos; es decir, entre personajes caricatura y personajes complejos.
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No sé la fecha exacta cuándo empecé a leer el Cuarteto de Alejandría de Lawrence Durrell, pero estoy seguro de que el detonante fue mi propia exploración en el mundo del amor. Esta novela es una tetralogía: Justine, Balthasar, Mountolive y Clea. La temática es, precisamente, el amor en todas sus formas y el escenario de fondo es Alejandría, o la Alejandría cantada por Cavafis. Cada novela puede leerse de manera independiente y, las cuatro, constituyen un todo narrativo. Lo que me pareció original fue la propuesta de Durrell de presentar cuatro puntos de vista de un mismo escenario, de unas mismas vivencias y de un mismo tiempo. Si mal no recuerdo, él llamaba a esa propuesta, una novela prismática. Por eso mismo, dependiendo de la mirada de cada uno de los cuatro amigos, así narrará sus emociones, sus sentimientos y su juicio sobre los demás. Y si uno estaba de acuerdo con las apreciaciones de Justine, luego, cuando leía a Balthasar podría encontrar flagrantes contradicciones en lo que ella había dicho. La lectura de esos cuatro volúmenes, que subrayaba con marcadores de diferente color, me confirmó lo multidimensional de la realidad y lo relativo o precario de sólo atender a un punto de vista. En especial, cuando lo que deseamos narrar es el mundo de los sentimientos.
Es apenas natural, para un lector o escritor de novelas, que la lección de El cuarteto de Alejandría estriba en conocer y apreciar el valor del punto de vista (la focalización) o los diversos modos como el narrador cuenta su historia. Aunque son múltiples los matices y variantes, básicamente hay tres tipos de narradores: el testigo, el protagonista, y el omnisciente. Siguiendo de cerca a Jean Pouillon, podemos decir que hay tres tipos de punto de vista: la visión “por detrás”, cuando el narrador lo sabe todo acerca del personaje; la visión “con”, en la que el narrador sabe lo mismo que los personajes; y la visión “desde fuera”, en la que narrador sabe menos que los personajes. Lo importante es aprender que cada punto de vista tiene sus ventajas y sus inconvenientes.
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En épocas distintas, pero con igual interés, leí dos novelas: Rayuela de Julio Cortázar y La vida está en otra parte de Milan Kundera. En el primer caso, y atendiendo a las indicaciones del mismo Cortázar, seguí el orden propuesto por él, a partir del capítulo 73, y no la secuencia lineal como estaba organizado el libro. Fui un lector de saltos, de ir adelante y atrás, como Horacio Oliveira, buscando a La Maga. En cuanto a la novela de Kundera, de entrada me pareció un texto mosaico en el que cada estela iba conformando la figura final. Había episodios que estaban relacionados solo con Jaromil y otros dedicados especialmente a la poesía o a los poetas. Después leí una entrevista a Kundera en la cual decía que había tenido en cuenta diferentes movimientos musicales al momento de escribir dicha novela: había capítulos escritos con la velocidad del moderato, otros en alegro y otros más en adagio o prestissimo. Estas dos novelas me hicieron comprender que yo, como lector, completaba o suturaba con mi imaginación aquellos vacíos entre uno y otro apartado. Que yo era un colaborador del hilo narrativo.
La lección para un lector o escritor de novelas es evidente: Rayuela y La vida está en otra parte muestran que la novela es una composición en la que cada capítulo se organiza tejiendo una trama. Que los episodios necesitan jerarquizarse y organizarse para favorecer la intriga. La trama lo que hace es entretejer inteligentemente los episodios para producir un efecto estético o para garantizar la estructura de la novela. Hay tramas simples, en las que es el hilo cronológico el que va ordenando los episodios; y hay tramas compuestas, en las que se entrecruzan diferentes historias. Sobre este punto hay que distinguir entre la estructura tradicional de la novela (lineal) y la estructura moderna de la misma (en paralelo, en espiral o calidoscópica). A veces la trama sigue un orden temporal predecible pero, en otras obras, emplea estratagemas y recursos en los que los capítulos corresponden más a la lógica de la intriga que a la secuencia natural de la historia. Las tramas se componen previendo momentos de clímax o tensión.
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Aunque en el bachillerato ya había leído Cien años de soledad de Gabriel García Márquez y durante mi carrera de Estudios literarios había hecho una relectura de la misma, fue al convertirme en maestro que leí con fruición y total dedicación esta obra descomunal y maravillosa. Todo parece confluir o emerger de esta novela: el mito, la leyenda, la historia, los sueños, el milagro. Es, por supuesto, el relato de la estirpe de los Buendía a lo largo de siete generaciones, pero a la vez es el sentir e imaginar de una región específica, el caribe colombiano, simbolizada en un pueblo: Macondo. En Cien años de soledad conviven la magia, el testimonio, la tradición oral y la exageración de los genuinos creadores de fábulas. José Arcadio, Úrsula, Melquíades o el coronel Aureliano Buendía participan de la suerte de un pueblo agobiado por los conflictos sociales, en los que la violencia y la guerra son tan importantes como la magia de lo cotidiano.
La gran lección para lectores o escritores de novelas, después de haber leído Cien años de soledad, es que este tipo de narrativa es la construcción, en sí misma, de un mundo, de un universo con sus propias lógicas, leyes y situaciones. Si se puede decir de otra manera, la novela es un micromundo autónomo y suficiente. En este sentido, el novelista plasma en su obra una cosmovisión sobre la condición humana. Más allá del tema, del espacio, el tiempo y los personajes, lo que en verdad hace el novelista –y eso es evidente en Cien años de soledad– es poblar el cosmos de una nueva realidad lo suficientemente organizada como para reclamar para sí una identidad propia. Macondo, Comala, Yoknapatawpha, sus habitantes, sus conflictos, sus historias, aunque son productos de la ficción ya forman parte de la humanidad. Tal vez esa sea la tarea más alta de un novelista.
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Miro mi biblioteca y sé que he sido injusto con otras novelas a las cuales debería darles su lugar preponderante: Madame Bovary de Flaubert, El lugar sin límites de José Donoso, Sobre héroes y tumbas de Sábato, Santo oficio de la memoria de Mempo Giardinelli, El corazón de las tinieblas de Conrad, El hombre sin atributos de Musil… Sí, son muchas las historias y las deudas contenidas en cada una de esas novelas, y variadas las lecciones que poco a poco fui destilando de sus páginas. Pero para justificar esas y otras omisiones, me conformo diciendo que esta es una primera entrega, o un avance de una futura obra que está en proceso de elaboración.