Ilustración con plastilina de Irma Gruenholz.

Ilustración con plastilina de Irma Gruenholz.

El hábito es una especie de segunda naturaleza.

Cicerón

Mucho de lo que somos es producto de nuestros hábitos. Para bien o para mal, somos el resultado de los hábitos que marcaron nuestra crianza y nuestra educación. Pero, a la par, también somos responsables de los hábitos perjudiciales que tenemos que desarraigar de nuestra personalidad y de esos otros que necesitamos incluir en nuestra vida cotidiana para alcanzar las metas que más anhelamos.

Al ser una especie de otra piel, los hábitos tienen una fuerza descomunal en nuestro temperamento o en nuestra forma de actuar o de pensar. Los hábitos trabajan a la manera de otra estructura ósea o cierta mecánica muscular. Ellos nos soportan, nos dan piso, nos mantienen en una determinada posición. Por los hábitos respondemos de una especial manera a ciertos estímulos; por los hábitos –llámense de alimentación, de aseo, de economía o de estudio– hacemos o dejamos de hacer ciertas cosas. Es la fuerza de los hábitos la que nos impulsa a tener, por ejemplo, un cuidado diario en el aseo de nuestro cuerpo o tener la precaución de lavarnos las manos antes de comer, o dedicar unos minutos a la lectura, o sacar una parte de nuestros ingresos para un ahorro, o disponer nuestra voluntad y nuestra mente al aprendizaje cotidiano y así poder alimentar nuestro espíritu cada día. Son los hábitos, esos patrones o modelos de comportamiento y de pensamiento, los que en verdad gobiernan o capitanean buena parte de nuestro vivir cotidiano.

Es importante por lo mismo, aprender a desaprender viejos hábitos y, especialmente, conquistar otros nuevos. Dada la fuerza que los hábitos poseen –mucho más fuerte cuando asumen el rostro de la costumbre o la rutina– debemos estar vigilantes a sus alcances y sus limitaciones. Para nadie es un secreto que buena parte de la crianza consiste en aprender determinados hábitos: la higiene, la buena educación, el alimentarse, el vestirse, el interactuar con otros. Cada uno de estos comportamientos o de estas maneras de interrelacionarnos forma parte de las “lecciones” cotidianas que los padres o los maestros van troquelando en los niños hasta convertirlas en parte de su carne. Y más tarde, es la misma sociedad la que va modelando otros hábitos capaces de regular la convivencia, el tránsito, el comercio, la comunicación. El conjunto de esos hábitos, de alguna manera, definen y especifican a pueblo o a una particular cultura. Precisamente por ser el fruto de un largo proceso de socialización o de enculturación es que los hábitos son tan difíciles de cambiar o de modificar. Por eso, aunque intelectualmente sabemos lo perjudicial de alguno de ellos, no lo desalojamos de manera inmediata de nuestra persona. Digamos que los hábitos ya están “arraigados” en nosotros; tienen adherencias y ramificaciones. Entonces, cuando uno decide en verdad eliminar algún hábito que lo está perjudicando, hay un momento “doloroso” que, casi siempre, imposibilita dar el salto o asumir plenamente la nueva condición. Por eso reincidimos o caemos en la situación anterior, por eso volvemos a lo mismo: porque los vetustos hábitos irradian un campo de fuerzas tranquilizador, mientras los nuevos provocan el sufrimiento o cierta desazón en nuestro espíritu.

Es acá en donde es necesario echar mano de los brazos vigorosos de nuestra voluntad. Sacar a relucir la casta de nuestro carácter. No hay otra manera. No hay secretos ni fórmulas que mágicamente nos lleven a asumir nuevos hábitos o a extirpar añejas prácticas. Sólo con la tenacidad y la persistencia de nuestra voluntad podemos, poco a poco, conquistar esos nuevos comportamientos. Cabe decir ahora que esa puede ser una buena estrategia o un buen consejo: a los hábitos se los cambia paulatinamente, haciendo ligeras variaciones a una vieja actitud, provocando pequeñas modificaciones en una rutina, dejando que entren leves alteraciones en una costumbre. Lo peor es querer cambiar los hábitos de manera tajante o abrupta. Hay que aplicar el mismo principio de su origen: paso a paso, voz a voz, día a día. Primero, convenciendo a nuestra cabeza, para luego ir persuadiendo, sosegadamente, a nuestro cuerpo.

Los hábitos, en la medida en que ya son aptitudes o formas de ser interiorizadas, operan como reguladores poderosos de nuestra existencia. Tal es su importancia. Los mismos hábitos hacen ley en nuestra interioridad; crean dinámicas en nuestra conducta que ni siquiera reflexionamos; promueven rutinas que se convierten en patrones de acción. Cuidar estos hábitos, saber cuándo nos están encasillando o cuándo necesitamos incorporar otros diferentes, es una de las tareas a las cuales debemos invertirles reflexión y tiempo. Pensemos, de vez en cuando, qué hábitos nos están imposibilitando progresar en algún aspecto de nuestra vida o cuál otro de ellos está desmoronando nuestra salud. Meditemos sobre qué mal hábito puede ser el causante de nuestra pobreza moral o intelectual, o cuál hábito es el que nos sigue esclavizando hasta el punto de condenarnos a la desesperanza o la sin salida existencial.

(De mi libro Custodiar la vida. Reflexiones sobre el cuidado de la cotidianidad, Kimpres, Bogotá, 2009, pp. 133-136).