El dolor es la raíz del conocimiento.
Simone Weil
Nadie podría pensar que el objetivo de la vida sea la búsqueda del dolor; más bien cabría decirse lo contrario: que el fin último del hombre es la felicidad. Sin embargo, aunque no sea un propósito particular del ser humano, es indudable que las situaciones o experiencias de dolor son dispositivos poderosos tanto para acabar de conocernos como para comprender mejor la misma existencia.
El dolor, en cuanto es algo particular, nos apersona. No hay forma de que otro sienta, en la misma medida, las punzadas, las picadas, los tormentos que a uno le suceden. Puede haber compasión, en cuanto alguien se conduele con nosotros; puede haber solidaridad, en la medida en que otro ser se adhiere a nuestra pena, pero nadie puede vivir el dolor que cada quien padece. Es una experiencia intransferible. Y, en la mayoría de los casos, indecible. Por eso son tan significativas para nuestro propio crecimiento espiritual las experiencias de dolor. Ellas, con sus ayes y sus lamentos, con sus insomnios y su procesión de fármacos, van lanzándonos pistas o señales sobre algún comportamiento inadvertido de nuestra personalidad, sobre algo más que no hemos resuelto o asimilado, sobre muchas tareas pendientes que hemos ido aplazando o que olvidamos cumplir. El dolor –con su voz lacónica y cortante– nos llama a lista y exige de nosotros responder: “presente”.
Por lo demás, el dolor es pesado, denso, brutal en su realismo. Viene a nosotros como una mole: nos aplasta, nos asfixia, nos aprisiona hasta el grito. Pero allí mismo, en esa evidencia tangible y sincera, nos ayuda a desengañarnos de la ilusión o lo irreal. Cuando sufrimos, los seres humanos recuperamos la sensatez y la prudencia; nos damos cuenta de la banalidad de muchas cosas; nos reconciliamos con lo elemental y verdaderamente necesario. El dolor nos quita la venda de lo accesorio para dejarnos de nuevo con la maravillosa fragilidad de nuestra desnudez. Puede que las personas nos engañemos muy fácilmente con nuestra idea de felicidad, pero jamás podremos equivocarnos con la verdad que testimonia nuestro dolor. En esa testificación fundamental de nuestra existencia, el dolor es un medio calificado para ofrecernos conocimiento.
Insistamos: no es que debamos disponer nuestra vida para buscar más y mayores dolores; de lo que se trata es de darle un valor positivo a esas experiencias, de convertirlas en parte de la vida y no tomarlas como extrañas a ella. El dolor –bien sea físico o moral– puede ayudarnos a mirar con más cuidado nuestro sentido vital. A través de él, mediante sus signos punzantes, podemos descubrir algo que no estamos haciendo bien o tomar conciencia de una determinada orientación equívoca de nuestra existencia. El dolor tiene la facultad de hacernos más sensibles; de colocar nuestra mente y nuestra piel en actitud de alerta; nos saca del marasmo de la rutina o la vida fácil. Es más, nos recuerda un vínculo con lo trascendente y cierta posibilidad de creer en el milagro. Tal es su valencia positiva; tal es su calidad formativa para nuestro desarrollo humano. Por lo mismo, aunque debemos tratar de combatirlo con medicamentos, de mermarlo si es el caso, no podemos perder de vista esa otra función comprensiva que está presente en su manera de manifestarse en nuestro cuerpo o en nuestra alma.
Como dicen algunos chamanes o los “hombres de conocimiento” de ciertas comunidades indígenas, hay que sentarse a conversar con el dolor en lugar de mostrarnos desentendidos con su presencia. Si así actuamos, algo puede enseñarnos de nosotros mismos. Conversar con el dolor significa reconocerlo como un hermano –por lo general visto siempre en lejanía cuando estamos saludables–, devolverle su filiación fraterna. Algunos llaman a ese acto “consentir el dolor”; permitirle que nos hable con la suficiente confianza como para saber qué puede revelarnos o qué secreta noticia de nosotros mismos llevamos mucho tiempo sin saber. Todos estos comportamientos amigables frente al dolor son los que pueden ayudarnos a ser más sabios o, por lo menos, más dueños de nosotros mismos.
Gracias a su capacidad para ponernos de nuevo en contacto con nuestro ser, el dolor aparece como un aliado insustituible de nuestra conciencia. Por ser tan evidente, tan innegable, tan real, el dolor nos muestra –de forma directa y sin embustes– las posibilidades y las limitaciones de nuestra condición humana.
(De mi libro Custodiar la vida. Reflexiones sobre el cuidado de la cotidianidad, Kimpres, Bogotá, 2009, pp. 49-52).