El lector crítico sabe que todo texto es un tejido. Un conjunto de relaciones, engarces y puntadas con hilos diversos. El lector crítico adivina la urdimbre y la trama en la rasa superficie de los textos. Reconoce en la aparente homogeneidad de una página los accidentes, las variaciones, las cumbres y abismos de significado. El lector crítico es, por lo mismo, un buscador de lo latente, lo implícito, lo apenas insinuado.
Por mantenerse en esta disposición de sospecha el lector crítico está siempre alerta. No deja pasar un subrayado, un epígrafe, una palabra escrita en bastardilla. Sus ojos advierten lo que para muchos es una cosa secundaria o insignificante. De allí que le resulten absolutamente prioritarias las referencias que los autores ponen a pie de página o los índices o las tablas de contenido. El lector crítico no se satisface con consumir el fragmento de un texto sin antes degustar la totalidad del mismo. Además, aunque centra su atención en el texto no pierde de vista los contextos, los intertextos, los paratextos. Su campo de radiación abarca otras obras, otros autores. Por tal capacidad de vigilancia, el lector crítico convierte lo que lee en un coto de caza: las palabras son indicios del mensaje, huellas de un sentido escurridizo.
Para el lector crítico son habituales los procesos de pensamiento como la deducción y la inducción. Ha afinado su mente para las inferencias y el razonamiento lógico. También ha logrado preparar su intelecto para percibir relaciones, en particular, aquellas más distantes o insospechadas. El lector crítico entrevé semejanzas en las diferencias y percibe diferencias en las semejanzas. Nada queda suelto, todo hace parte de una red o mantiene vínculos, así sea en clave simbólica. El lector crítico, en consecuencia, es un asiduo meditador, un defensor del discernimiento y la reflexión argumentada. Puesto de otra forma: el lector crítico transforma una práctica de lectura en un tinglado para su entrenamiento cerebral.
El lector crítico da a la historia, a los contextos, una total relevancia. Difícilmente lo que lee lo ve por fuera de las corrientes, las tendencias, las mentalidades de una época. Los textos son para el lector crítico un campo de lucha entre credos e ideologías. Hay marcas de época, de religión, de orientaciones políticas en los textos. Nada es aséptico o totalmente desinteresado. Al lector crítico, en definitiva, le encanta poner los textos en situación histórica y a los autores en la perspectiva de su tiempo. Lejos de interpretar un texto como una obra inmaculada o atemporal, prefiere verla como un producto inscrito en una cultura y resultado de fuerzas políticas, prácticas sociales y saberes en uso. El lector crítico detecta las improntas del poder en los márgenes, los recovecos, los intersticios de los textos. Y por ello necesita hacer arqueologías, cotejo de fuentes y cuadros comparativos. El lector crítico es un guardián de la memoria.
Por supuesto, todas las acciones, habilidades y disposiciones del lector crítico conducen a un punto: el lector crítico aspira a perfeccionar sus elementos de juicio. Se es lector crítico para superar la opinión insustancial o la ingenuidad de la masa. El fin último de la lectura crítica es proveer a las personas de mejores razones para valorar, enjuiciar o cualificar una manera de pensar o mejorar la toma de decisiones. El lector crítico no solo lee en profundidad y contextualmente un texto; de igual modo, puebla su conciencia de lentes más perspicaces, más libres de fanatismo o banalidad mediática. El lector crítico, en este sentido, tiene aptitudes para ejercer su autonomía y mantener vivo el derecho a disentir y objetar. En síntesis: es un individuo que asume la mayoría de edad de su razón con el fin de continuar pensando por cuenta propia.
Hay la costumbre, especialmente en la crianza y en la escuela, de castigar el error. De verlo como una mancha o un despropósito de nuestra conducta. En consecuencia, crecemos temerosos de equivocarnos, atemorizados por caer o cometer alguna falta y obstinados en desaparecer de nuestra vida esos yerros. Ansiosos por extirparlos de nuestra existencia, perdemos la riqueza de sabiduría que pueden enseñarnos.
Tales ideas de castigar y desarraigar a toda costa los errores de nuestra vida son, en verdad, un desatino. Entre otras cosas, porque el ser humano –por su misma condición– es un ser falible. Venimos a este mundo sin saber muchas cosas, torpes para otras, lentos para asimilar el acervo de experiencias que terminan por formarnos un rostro, una conducta y una personalidad. Cada cosa debe ser aprendida: desde el estar de pie hasta el saber alimentarnos; desde aprender una lengua hasta saber convivir con otros semejantes. Las costumbres, los comportamientos, los rituales, las comunicaciones, todo ello debemos irlo incorporando, asimilándolo a lo largo de nuestra existencia. Y, como ya se puede advertir, en este proceso de múltiples aprendizajes serán más nuestras fallas que nuestros aciertos, más las inadvertencias que las previsiones.
Siendo así, deberíamos ser más condescendientes con nuestros mismos equívocos. No flagelarnos demasiado por un descuido o por alguno de nuestros habituales disparates. Más que someternos a los rigores permanentes de la culpa, tendríamos que convertir nuestras omisiones en catapulta para seguir avanzando en el conocimiento de nuestra humanidad. De igual modo, sería bueno ser más tolerantes con las fallas de esas personas cercanas o aquellas otras con las que compartimos un trabajo. Aprender a comprender antes que a juzgar. Percatarnos de que sus errores en el trato o en la manera de realizar alguna actividad hacen parte de ese lento proceso que llamamos aprendizaje. Tener presente que, como decían los viejos, “nadie nace aprendido”. Entonces, si guardamos el arma de la crítica ante la primera falla de nuestro vecino, pues lograremos propiciar en él la confianza y será mucho más fácil hablar sobre esos comportamientos equívocos que nos molestan o sobre esos descuidos en determinada tarea que nos sacan de quicio. Deberíamos comportarnos así, si es que deseamos que los otros también sean benévolos con nuestros lapsus o nuestras negligencias.
No sobra recordar que son los errores los que precisamente van tallando nuestra vida. De cada uno de ellos algo aprendemos y de cada uno de ellos sacamos provecho para nuestro propio desarrollo. Con los errores, con el discernimiento sobre ellos, nos vamos forjando un cuerpo más resistente, un espíritu más sabio. Es a partir de nuestros deslices o nuestras faltas como vamos acumulando experiencia, como vamos volviéndonos “expertos” o llenos de conocimiento. Lo importante es no dejarlos pasar por alto sino tomarnos un tiempo para reconocer su constitución o sus rasgos distintivos. Mirar con tranquilidad esas negligencias o esas equivocaciones con el fin de sacar todo el beneficio, de “capitalizarlas” de la mejor manera para nuestra existencia futura. Son los errores nuestros mejores maestros porque van forjando, día a día, nuestra forma de ser o de actuar. Y las lecciones que imparten son personalizadas porque nacen o son extraídas de nuestra propia vida. De allí por qué no debemos despreciarlos o tratar de erradicarlos totalmente: porque los errores son una enorme cartilla hecha de carne y hueso.
Y hay más: si aprendemos a ser más flexibles con nuestras fallas nos quitaremos de encima una serie de presiones que nos autoimponemos como camisas de fuerza o como una espada de Damocles amenazante. Esa ductilidad de nuestro espíritu puede permitirnos sortear de mejor manera los huracanes de nuestras desventuras o nuestros problemas. Si somos demasiado estrictos con nosotros mismos, si nos mostramos tan indolentes con nuestras falencias, lo más seguro es que nos rompamos con facilidad ante los primeros golpes de la vida. Pero si es la elasticidad la que mueve nuestro corazón y nuestro entendimiento, más rápidamente asimilaremos el embate, de manera más ágil nos repondremos del impacto y estaremos otra vez de pie para seguir con nuestra lucha cotidiana.
(De mi libro Custodiar la vida. Reflexiones sobre el cuidado de la cotidianidad, Kimpres, Bogotá, 2009, pp. 205-208).
Nuestro momento histórico está gobernado, sin lugar a dudas, por la figura del rehén. Un signo de lo que Jean Baudrillard llama la Transpolítica. El rehén es el resultado del encuentro de dos fuerzas igualmente violentas: el terrorismo y la brutalidad Estatal. El rehén es un ser “en medio”, una zona humana de rapiña, donde cada cual, según sus intereses, saca el mejor provecho. El rehén sirve para presionar, para evidenciar, para exigir; pero también se lo puede utilizar para hacer respetar, para consolidar o para tranquilizar. Hoy, en buena parte de nuestro continente y de nuestro mundo y, por supuesto, en nuestro país, vivimos ante el miedo al secuestro. Y el secuestro es como una extirpación brutal; un asalto a cualquier cotidianidad. Ser secuestrado es caer en la incertidumbre del rehén, es perder la voz, el nombre, el status. Es quedar a la intemperie, es asumir la condición de chivo expiatorio.
Las relaciones que existen entre la figura del rehén y la del chivo expiatorio son, en verdad, múltiples. Tanto uno como otro “pagan algo por alguien”, expían una culpa ajena. El rehén, sin saberlo, es culpable de un malestar, de una enfermedad social crónica, prolongada; el rehén es responsable, sin quererlo, de todas las desigualdades, de todos los vicios de las burocracias o de las insuficiencias del Estado. Tanto uno como otro son “garantes” de un mal tribal. Cada individuo coloca en la figura del rehén o del chivo expiatorio, una parte de sí, ya sea su carga de inmoralidad, su lastre de odio o su mera cobardía. Rehén y chivo expiatorio siempre son salvadores de culpas impropias. Y, en esa misma medida, se los detiene, se los azota o se los crucifica. Recordemos las palabras de Caifás, en el Consejo: “vosotros no sabéis nada; no pensáis que nos conviene que un hombre muera por el pueblo, y no que toda la nación se pierda”. Esa es la situación del chivo expiatorio, ese es el destino del rehén; sobre ellos cae toda la violencia, si es preciso, con el pretexto de evitar una violencia mayor, comenta René Girard. Digamos, además, que las figuras del rehén y del chivo expiatorio se asemejan en el sacrificio. Uno y otro son formas o rostros de la víctima propiciatoria.
Ahora bien, cómo aparece esta figura del rehén, cuál es su origen. Podríamos recurrir a múltiples explicaciones; pero, sin ser exhaustivos, podemos afirmar que la figura del rehén brota en el mismo momento en que “alguien se siente dueño de alguien”. En esa intencionalidad de posesión (“tú eres mi criatura para…”), hay un propósito particular que convierte a un ser humano en cosa, en rehén de una decisión extraña. De ahí que desobedecer al secuestrador, al detenedor, al carcelero (ya hablaremos de las relaciones que hay entre rehén y presidiario), sea tanto como perder la vida, perder el Paraíso. De otra parte y mirando concretamente la política, el rehén emerge cuando la auctoritas cede ante la potestas, afirma el novelista Ernst Jünger; “cuando la autoridad se ha consumido hasta la última hilacha, y aparecen los dominadores, los que se imponen por la fuerza”.
He hablado anteriormente de las relaciones que existen entre el rehén y el preso. Veámoslas más detenidamente. Rehén y preso dependen de alguien y, en cierta forma, los dos son seres “condenados” que purgan una pena. Preso y rehén dependen de sus guardianes (recordemos el inhumano caso de La secuestrada de Poitiers, recogido por André Gide); preso y rehén son “encerrados”, “incomunicados”; ambos son desmembrados de sus familias, de su historia. Y las dos figuras, los dos signos, sirven a manera de escarmiento, son una forma de exhibir el castigo (otro rasgo de empatía con el chivo expiatorio). Al preso y al rehén se los muestra, se los exhibe con el fin de generar en los demás miedo: “a ti también te puede pasar…”. Así es como se instaura una atmósfera de la intimidación.
Preso y rehén pueden ser analizados con mayor claridad en un hecho: “Las dos tomas del Palacio de Justicia”, acaecido en Bogotá entre los días 6 y 7 de noviembre de 1985. Cuando me refiero a “Las dos tomas”, no utilizo una figura retórica, sino una evidencia histórica. Lo del Palacio es el mejor ejemplo para apreciar las características y el destino del rehén. Una caricatura de “Grosso” nos servirá de punto de partida. De un lado, está el rifle de “la Ley y el Orden”, del otro, el rifle de “la Justicia Social”; al centro, ensartado por las dos bayonetas, el rehén agonizante. Si el que apunta es el rifle de “la Justicia Social”, las razones que se esgrimen, son más que contundentes: “no hay”, “hace falta”, “se ha perdido”, “necesitamos”…; si, por el contrario, el que apunta es el rifle de “la Ley y el Orden”, los argumentos utilizados serán distintos, pero no por ello menos válidos: “hay que defender”, “no podemos permitir”, “debemos salvar”… El rehén se haya preso entre las dos miras de estos dos fusiles. Preso entre dos amenazas: “abran la puerta o si no les botamos una granada, esté el que esté se muere”, dice “la Justicia Social”; “cuento hasta tres y si no salen, esté quien esté los matamos”, dice “la Ley y el Orden”. Preso y sin voz: “por favor no disparen, somos rehenes, les habla el Presidente de la Corte Suprema de Justicia, tenemos heridos, necesitamos a la Cruz Roja”. Pero nadie lo escucha o, mejor, todos lo oyen, pero nadie lo escucha. El rehén es un impúber del habla; siempre hablan por él. El rehén es un mediador mudo, un papel moneda, una prenda desprovista de lenguaje. “Por favor, no disparen, somos rehenes, les habla el Presidente de la Corte Suprema de Justicia, tengo dos señoras embarazadas que necesitan atención médica”. No, nadie escucha; ni siquiera el argumento más contundente de todos los posibles, el argumento de la maternidad, es tenido en cuenta. No hay razones que valgan. El rehén está inmerso en la irracionalidad, bien de origen legal o de procedencia ilegítima. El rehén es un ser sometido a la insensatez del capricho. A la improvisación.
Rehén y Nadie son la misma cosa. La dialéctica del rehén se mueve en estos dos planos: demasiado importante, demasiado insignificante. El rehén vive entre lo útil y lo inútil, entre el tesoro que debe guardarse y el desecho que se puede botar. De ahí por qué se busque como rehén a “alguien preferiblemente significativo”, a “alguien que cueste” (el rehén es un “elegido”), pero luego de ser tomado (ingerido, bebido), el rehén se metamorfosea o se convierte en Nadie: insignificante, anodino, miserable. Y lo que antes era presa, ahora se transforma en carnada. El botín se vuelve cebo. El juego que entablan el captor o secuestrador con el rescatador o liberador es el de “yo tengo el as y, por tenerlo, gobierno la partida”. Falsa tranquilidad para el rehén: “tranquilos que a ustedes no les va a pasar nada, ya que no son mi última salvación”. Falsa tranquilidad porque un as no puede retenerse por mucho tiempo; hay que jugarlo. Al rehén se lo traslada, se lo lleva de aquí para allá, se lo arrincona, se lo guarda como un talismán: “ustedes son nuestra última carta, porque para que caigamos nosotros, primero deben caer ustedes”. Logrado el objetivo, al rehén se lo abandona a su suerte. Ganada la batalla, los escudos pueden tirarse con los otros escombros.
Retomemos el caso del Palacio de Justicia y veamos otra faceta. La suerte final del rehén. Un rehén se mueve, básicamente, entre el morir y la sobrevivencia, entre ser asesinado o ser objeto de transacción. Estos son los puntos límite del rehén: si muere, el chantaje desaparece; si vive, la amenaza continúa. Lo que hace oscilar el péndulo es el margen vital del rehén. Hay dos estadios más, intermedios. Un rehén puede ser mártir o tornarse desaparecido. Cuando es mártir, la muerte deja de ser venida desde fuera y brota desde dentro (la única voluntad que posee el rehén, atenta contra sí mismo: mártir). Subrayemos que el heroísmo del rehén es su negación. Si pervive, pervive como recuerdo –como ofrenda floral–, no como persona. El mártir es el título o la metáfora como los demás se apiadan del destino del rehén. Es la compañía tardía, el respaldo inútil de sus congéneres. La cara contraria del rehén-mártir es el rehén-desaparecido: la muerte se vuelve, entonces, etérea; el anonimato se apodera del nombre. El rehén desaparece, nadie da razón de él. Ni muerto ni vivo; ni enfermo ni cadáver. El rehén desaparecido se torna ánima. Cabe decir que la suerte final del rehén no depende sólo de sus captores, sino también de los que intentan rescatarlo. Otra paradoja: el rehén debe cuidarse en dos frentes; su pecho y su espalda corren igual peligro. Si el secuestrador no le dispara, ¿cómo garantizar que el rescatador elija bien el blanco?, ¿cómo evitar la confusión?, ¿cómo evitar la balacera?
Dialogar, negociar, esa es la ley de mercado del rehén: “yo tengo esto y tú tienes aquello… mi rehén es tan valioso que, a cambio, demando tal cosa… Te cambio éste por esto…” El rehén entra a formar parte de otra ley, de la oferta y la demanda. La nueva economía se fundamenta en el cambio o, mejor, en el intercambio: trueque. Retornamos a la economía primaria de la necesidad enfrentada a la condición: “necesito sal… sí, pero a cambio de dártela exijo que…”. Un mercado que admite la rebaja, el descuento; un mercado que asume todas las astucias del comercio: “hay que seguir hablando para así ganar tiempo…”. Dentro de esta economía, ser rehén es adquirir consistencia de caramelo, de figurín. Y, además, es empezar a vivir el tiempo de la esperanza: “ahora sólo queda esperar a que el Gobierno dialogue. Estamos en manos del Gobierno. Ojalá esto no sea muy largo”. Esperanza y angustia: “por favor que nos ayuden, que cese el fuego. La situación es dramática… por favor que cese el fuego inmediatamente, es de vida o muerte… Nosotros somos magistrados, empleados, somos inocentes”.
II
El rehén está ahí, en medio, en la mitad (entre el fuego cruzado), inactivo, incómodo. Somos rehenes, “todos servimos ahora de argumento disuasorio”, todos podemos “ser utilizados para…” Nuestras voluntades se hallan condenadas, de antemano, por otras voluntades que, a la fuerza, imponen los nuevos árboles del bien y del mal. Somos rehenes. Todos tememos a eso conocido que, al darse, se torna absolutamente desconocido: “es posible que me tomen como rehén… pero, por qué precisamente a mí”. Elección y destino. De un lado el terrorismo, de otro, la fuerza Estatal. De una parte, la intimidación no legalizada, de otra, la intimidación de la ley. No estamos ante una negación crítica de los valores establecidos, pensaba Octavio Paz, sino ante su disolución en una indiferencia pasiva. Terrorismo y Fascismo no son “críticas a”, sino “síntomas de”… Hemos dejado atrás la Política y estamos en la Transpolítica (el Sistema se torna anónimo; los ciudadanos son desposeídos de sus nombres. Estamos de rodillas “ante el despotismo de los sectarios”). Hemos caído en la política de la intimidación: “debes tomar partido, te lo exijo… o eliges o te mueres”. Relación idéntica a la que acontece con la información, la publicidad o el consumismo: “o estás a la moda o estás out”.
Vale la pena decir que el terrorismo, entendido como “la agresión a un individuo para intimidar y presionar a muchos otros”, guarda una íntima relación con los Medios de Comunicación. No hay terrorismo sin espectáculo y no hay espectáculo sin escenario. La escenografía que los Medios de Comunicación diseñan, es la carta de garantía de la puesta en escena del terrorismo. Quizá hemos llegado a un punto cero de los mass-media; ese punto vendría dado por el ser mismo de la información: “acaban de colocar una bomba en… acaban de secuestrar a…” Dilema: cuento la noticia o dejo que otro medio la diga primero. El terrorismo enfrenta a los Medios de Comunicación con su contrario: el silencio. Las mass-media también son rehenes del enorme engranaje del estar preso en el círculo vicioso del “todo debe saberse”. En otras palabras, “el que tiene la bomba, tiene también la noticia”.
Se ha dicho que la solución a este “caos azaroso” estaría en armarnos; respuesta insustancial. Los captores sencillamente aumentan su arsenal. Se ha dicho también que la salida es conseguir o tener una escolta; solución falsa. Los captores fácilmente aumentan el número de sicarios. Tampoco se puede huir o hacerse el desentendido; en el mundo de la Transpolítica todos somos rehenes, somos masa. Es decir, todos somos responsables y nadie es verdaderamente responsable. Sin embargo, haciendo la claridad necesaria, hay personas de carne y hueso comprometidas al máximo. Quizá aquellos que, haciendo caso omiso al hambre ajena, a los famélicos que andan delante de sus ojos, son incapaces de hacer un corte menos en la tarta de sus riquezas; quizá aquellos otros, los dirigentes, los gobernantes, nuestra clase política. Quizá los verdaderos responsables sean los mismos que ahora temen presumir de sus haberes. Pero no son estos los únicos responsables. También los sectarios se hallan involucrados. La estrategia de un cambio social (por más necesario que sea), no puede establecerse desde la máxima: “muera Sansón y mueran los filisteos”. Sensatez es lo que necesitamos. Quizá más que valor se trata de tener un imperioso juicio; sólo así lograremos salir de la confusión.
El momento histórico que vivimos, el signo que lo prefigura es el del rehén. Ser humano sometido al vejamen, a la humillación; ser humano desprovisto de voluntad. El rehén, signo de la política Transnacional, del “Estado Nuclear”, del mundo que pone en entredicho la existencia a partir de la amenaza: guerra de potencias, poderío armamentista y, al centro, inermes, un sinnúmero de hombres llenos de miedo, implorando, gritando: “no disparen, no somos de las oficinas, somos del aseo”. Vivimos gobernados por la política del chantaje (“si no me das aquello, si no cumples mis órdenes puedo matarte, o denunciarte o privarte de tu intimidad”). Un chantaje surgido del encuentro de dos fuerzas igualmente violentas: el terrorismo y la fascistización. Vivimos sometidos al capricho de quien tiene un misil o de quien conoce nuestro domicilio. Rehenes de nuestro vecino quien ya no sabe distinguir entre el terrorista, el guerrillero y el agente secreto. Tiempo de la sospecha (no únicamente filosófica, sino terriblemente corporal). Tiempo de la desconfianza, del disimulo y la reserva. Rehenes del cuarto, de la casa (somos huéspedes de nuestro propio albergue: hostajes). Rehenes de los muros y de las rejas; rehenes de la escolta. Es difícil recobrar la confianza en el prójimo cuando se ha perdido el respeto a la vida, cuando ya la vida tiene un precio tan barato y se cree más en la eficacia de la violencia. ¿De qué nos sirve preservar un orden cuando hemos dejado a la intemperie nuestras vidas? Saint-Exupéry escribió que “la sillera de la catedral, por preocuparse demasiado tercamente de la distribución de sus sillas, se arriesga a olvidar que sirve a un dios”.
El rehén significa algo más que un estado de cosas, representa la manera como hemos jerarquizado nuestros valores. Dice nuestra ética.
Bibliografía
Abos, Alvaro, “La racionalidad del terror”, en El Viejo Topo, Nº 39, Barcelona, diciembre, 1979.
Arendt, Hannah, Sobre la Violencia, México, editorial Joaquín Mortiz, 1970.
Baudrillard, Jean, “A la sombra de las mayorías silenciosas” en Cultura y simulacro, Barcelona, editorial Kairós, 1984, págs. 107-168.
— “El Rehén”, en Las estrategias fatales, Barcelona, editorial Anagrama, 1985, págs. 35-51.
Canetti, Elías, “El superviviente”, en Masa y Poder, Barcelona, Muchnik editores, 1981, págs. 223-273.
Clutterbuck, Richard, Guerrillas y Terroristas, México, Fondo de Cultura Económica, 1981.
— Secuestro y Rescate, México, Fondo de Cultura Económica, 1979.
García Márquez, Gabriel, El secuestro (guión cinematográfico), Bogotá, editorial La Oveja Negra, 1982.
Gide, André, La secuestrada de Poitiers, Barcelona, Tusquets editores, 1980.
Girard, René, El Chivo expiatorio, Barcelona, editorial Anagrama, 1986.
Jungk, Robert, El estado nuclear (sobre el progreso hacia la inhumanidad), Barcelona, editorial Crítica, Grijalbo, 1980.
Lefebvre, Henri, “Terrorismo y cotidianidad”, en La vida cotidiana en el mundo moderno, Madrid, Alianza editorial, 1984.
Mannoni, Pierre, El Miedo, México, Fondo de Cultura Económica, 1984.
Paz, Octavio, “De la crítica al terrorismo”, en Tiempo Nublado, Barcelona, editorial Seix Barral, 1983, págs. 13-20.
Peña Gómez, Manuel Vicente, Palacio de Justicia, las dos tomas, Bogotá, Fundación Ciudad Abierta, 1986.
Saint-Exupéry, Antoine de, “Carta a un rehén”, en Obras Completas (tomo I), Barcelona, Plaza & Janés, 1974.
Sartre, Jean-Paul, Los secuestrados de Altona, Madrid, editorial Losada, Alianza editorial, 1982.
Serrano Rueda, Jaime; Upegui Zapata, Carlos, “Informe sobre el holocausto del Palacio de Justicia”, en Diario Oficial, Nº 37509, Bogotá, Imprenta Nacional, junio, 1986.
(Publicado originalmente en la revista Trocadero, Año II, N° 3, Diciembre 1986).
Fue un sábado cuando el ensayista aceptó recibirme en su casa. Así que, siguiendo los consejos de mi tutora de investigación, llegué diez minutos antes de lo convenido.
Me atendió en una sala amplia en la que había dos bibliotecas enormes a cada lado de una chimenea. Un cuadro de un ángel, puesto en medio de las dos filas verticales de libros, servía de guardián a nuestra charla.
—¿Y entonces, está investigando sobre los procesos de composición escrita?
—Sí —me apresuré a responder. Luego agregué: —es una investigación de la Maestría que adelanto en la Universidad. Nuestro proyecto está centrado específicamente en los textos argumentativos.
El ensayista me observaba con curiosidad.
—¿Le molesta si grabo esta charla?
—No —me respondió, sonriendo.
Durante largos minutos hablamos de variados asuntos relacionados con su pasión por la escritura; de su gusto por la docencia y su preocupación, cada vez más acentuada, por el papel de la educación en los procesos de pensamiento.
Una señora de rostro afable y manos jóvenes entró a la sala para ofrecerme una bebida. Opté por un tinto. La señora salió del recinto con la misma discreción con la que entró.
—¿Por qué cree usted que es tan difícil escribir ensayos? —le pregunté.
El ensayista dejó por un momento el espaldar de cuero del sofá y buscó un contacto más cercano.
—Porque el ensayo exige tener una voz personal. O por lo menos, lanzarse a pensar por cuenta propia.
Los ojos del ensayista buscaron la azalea que había en el antejardín de la casa.
—Y eso es algo que nuestra educación poco tiene en cuenta.
La conversación se centró durante los siguientes minutos en la diferencia, tantas veces mencionada por él, entre el consumidor de información y el productor de conocimiento. Varias veces habló del subdesarrollo del pensamiento y de una pereza para ir más allá de lo ya sabido.
La señora entró a la sala con el tinto. En una pequeña bandeja estaban un pocillo sobre un plato y, encima de una servilleta, una cucharita. Dos bolsitas de azúcar reposaban al lado derecho de la bandeja.
—Gracias —le dije a la señora.
La mujer respondió con un gesto cordial. Luego desapareció en absoluto silencio.
Volvimos al diálogo. Hablamos de otros asuntos relacionados con la escritura argumentativa, pero lo que en verdad anhelaba era aprender “los trucos del oficio”. Me intrigaba conocer de viva voz el proceso de elaboración de esos textos que a mí siempre me han intimidado por su dificultad.
A riesgo de parecer indiscreto lo interpelé:
—¿Y dónde elabora usted sus ensayos?
—Si quiere, subamos al estudio —me respondió.
Lo que él llamaba estudio era en realidad una enorme habitación rodeada totalmente de libros. La decoración de ese cuarto eran bibliotecas y bibliotecas llenas y llenas de libros. Mi vista se sentía extasiada a la par de obnubilada. Quería ir a donde estaban esos ejemplares para hojearlos, pero sabía que no era lo correcto. La tutora me había hablado de que para el ensayista ese era un lugar sagrado.
Nos ubicamos en una pequeña mesa de madera ubicada a la izquierda de la entrada del salón y allí, rodeados por los ojos ciegos de tantos ejemplares, retomamos el diálogo.
—Este es mi taller —dijo— Aquí, en este ambiente, es que comienza todo.
Enseguida tomó una libreta anillada y acercó unos marcadores de punta fina, que estaban al lado derecho de la mesa.
—Con tantos años de experiencia, ¿debe ser fácil para usted escribir un ensayo?
—No crea. Entre más años pasa uno escribiendo más conciencia tiene de los vericuetos de la escritura. No es fácil domar este centauro de los géneros.
—¿Y cómo empieza usted a escribir un ensayo?
—Vamos a suponer —dijo— que el tema base para hacer el ensayo sea el de la didáctica. ¿Le parece?
—Sí —le contesté— No importa.
En ensayista me miraba para saber qué atento estaba a sus palabras y a sus gestos.
—Bien. Lo primero que yo hago es pensar en el tema. Si uno no rumia el tema, todo lo que venga después será perdido.
—¿Rumiar? —pregunté.
—Sí. Meditar, repensar, reflexionar un buen tiempo el tema. Esa es para mí la primera y esencial clave para escribir un ensayo.
—¿Y eso cómo se hace?
—A veces, caminando. En otros casos, como ahora, voy haciendo un listado de ideas de cosas que el tema me sugiere. O hago mapas de ideas, poniendo en el centro el tema de mi interés. —Observe acá —me mostró señalando la pequeña libreta argollada de hojas blancas.
Pude ver que había escrito varios textos. En unos casos era una sola palabra y, en otros, dos o tres palabras formando una frase. También había signos que señalaban una diferencia, por ejemplo: el signo de desigualdad entre pedagogía y didáctica. Varias flechas divergentes salían de algunos términos.
—Esta es una etapa bastante intuitiva o creativa. Busco relaciones, establezco distinciones, voy explorando subtemas del tema en cuestión. Para eso empleo los colores de los marcadores.
—¿Sus estudiantes dicen que para usted este recurso es muy importante?
—Sí. Los diversos colores me ayudan a ir discriminando la información. Son una especie de filtro o de lente para que la mente se mueva en diversos niveles o para atraer el pensamiento hacia diferentes direcciones. Y tienen además un componente lúdico, muy valioso en este momento de la escritura del ensayo.
—¿Siempre es así?
—Casi siempre. Aunque utilice como libreta no estas hojas sino las infinitas páginas de mi mente. Pensar es poner a nuestra memoria y a nuestra imaginación en pos de un mismo objetivo.
Hubo un silencio. El ensayista dejó de mirarme y se concentró en terminar un triángulo de color rojo.
—Entre más se rumie el tema mejor será el resultado —afirmó, sin levantar la mirada.
—¿Cuánto tiempo puede usted durar en esta etapa?
—Eso depende de qué tan familiarizado o qué tan nuevo sea el tema para mí. Pero en todas las ocasiones a eso es a lo que más le dedico tiempo. Horas, a veces días, con sus respectivas cuotas de sueño.
—¿Durante el sueño?
—Claro. El inconsciente es un gran colaborador en esto de rumiar el tema. La mente sigue trabajando cuando uno tiene interés en un asunto particular. Y hay hallazgos sorprendentes, descubrimientos que sólo el sueño puede facilitar.
La primera hoja ya había sido llenada y el ensayista empezaba a garabatear la segunda. Se detuvo un momento y, como quien le comparte a un extraño un secreto, me dijo:
—Elegí el tema de la didáctica porque ya llevo mucho tiempo pensando en él. Es un tema, por decirlo así, “trajinado”.
Enseguida se levantó de la silla y se puso al frente mío en actitud docente.
—Y cuando el tema no lo tengo suficiente rumiado, pues lo que hago es investigar. Para eso están los motores de búsqueda de internet y esta biblioteca. Me pongo a revisar libros o fuentes relacionadas con el tema. Es una especie de deriva alrededor del asunto. Es posible que esa deriva me lleve a alguna librería para conseguir un texto referenciado que desconozco o a buscarlo en alguna biblioteca excepcional, como la de la Javeriana.
El ensayista movía sus manos acompasadamente con sus palabras. Aunque no me perdía de vista, a veces escudriñaba con sus ojos los títulos de los ejemplares de la biblioteca que estaban justo detrás de mí.
—¿Y todo ese proceso cuándo termina? —dije.
—Ese proceso dura hasta cuando uno ya tiene la tesis. La preescritura acaba cuando ya se tiene formulada una postura personal frente al tema.
El ensayista volvió a tomar asiento. Cogió la pequeña libreta. Revisó lo que había escrito y, al inicio de la tercera hoja, redactó dos líneas. Enseguida tachó dos palabras. Noté que escribió el texto de nuevo. Al final de un tercer intento, tomó la libreta con su mano derecha y me leyó el resultado:
—La didáctica es un saber práctico mediante el cual el conocimiento se transforma en aprendizaje.
En ese instante no supe qué decir. Aunque venía leyendo desde hacía un semestre sobre el tema, me sorprendió aquella frase. Así que opté por asentir con mi cabeza.
—¿Y cómo sabe uno que la tesis es buena?
El ensayista adivinó mis dudas. Se acomodó las gafas. Mientras pensaba la respuesta detuvo su mirada en un amplio ventanal por el que se podían ver los tejados vecinos.
—A veces la tesis es buena porque es bastante original, o porque presenta de entrada una sospecha sobre algo incuestionable, o porque ya es en sí misma una lectura crítica de algún hecho o situación social. Desde luego, a veces la tesis es buena pero no así la argumentación ideada por el ensayista.
—Me puede explicar.
—Mire. La mitad del ensayo está en tener una tesis; la otra mitad es la argumentación.
El ensayista se levantó y me invitó a seguirlo. Caminamos varios metros. Al lado de una de las bibliotecas de la habitación el ensayista continuó hablándome:
—Esta es la sección de didáctica. Aquí está mi arsenal para buscar argumentos de autoridad. Fíjese.
El ensayista me indicaba con pericia tres estantes, de doble hilera, en la que estaban los libros dedicados al campo de la didáctica. Tomó un texto de portada azul y blanca, lo abrió delante de mí y empezó a leer unos subrayados sobre la importancia de la didáctica para la profesión docente. Después pasó otras hojas del libro y continuó leyendo.
—¿Se nota que ese libro ya lo tiene releído?
El ensayista cerró el libro y me mostró la portada.
—Este es un texto de madurez de Ángel Díaz Barriga. Él es una de las autoridades en este campo. Pero hay otros autores que están aquí esperando prestar su voz para reforzar mi tesis. Acá están Alicia Camilloni y también Comenio y Edith Litwin. Todos ellos han escrito y reflexionado largamente sobre el tema que me ocupa, el de la didáctica. Por eso pueden ser mis aliados con la tesis que le leí.
—¿Y si uno no ha leído previamente el libro?
—Pues le toca empezar a leer y leer, a ver si en esa lectura aparece de pronto una línea, una frase, que pueda servir como refuerzo a la tesis de uno. Esa es una tarea lenta, pero indispensable si es que desea obtener argumentos de autoridad pertinentes y consistentes.
—¿Todo ensayo necesita presentar argumentos de autoridad?
—No siempre. A veces podemos usar otros tipos de argumentos. Analogías, ejemplos, o usar las operaciones lógicas del pensamiento. Uno puede argumentar con una buena inducción o con una deducción de lógica impecable.
El ensayista y yo volvimos a la mesa que nos servía de centro para nuestro diálogo. El libro de portada azul y blanca buscó un lugar entre la libreta anillada y la caja transparente en la que estaban acomodados los marcadores de punta fina.
—Si se ha dado cuenta, aún no he redactado ni un párrafo del ensayo. Hasta ahora tengo mi tesis y estoy buscando mis argumentos. Ya tendré tiempo de enfrentarme a la redacción: el segundo momento de escribir un ensayo.
—¿Y qué implica ese segunda etapa?
—Lo que sigue es una labor artesanal, de buscar las palabras adecuadas, de ir componiendo los párrafos, de pulir, de tachar y volverlo a intentar. Mucha concentración y mucha persistencia. Eso es lo que se requiere, o al menos es lo que yo necesito.
Revisé el guión de entrevista y lancé otra pregunta:
—He leído que para usted son fundamentales los conectores. ¿Por qué?
Al ensayista se le iluminaron los ojos.
—Los conectores son lo que permite darle continuidad a la argumentación. Yo los he llamado bisagras textuales porque cumplen ese papel: articulan, conjugan, sirven de amarre. Si no fuera por lo conectores las ideas quedarían sueltas y los párrafos desarticulados. Son los lubricantes de la escritura ensayística.
Con disimulo observé mi reloj. Ya iba a ser medio día. Sin que me hubiera dado cuenta ya estábamos cumpliendo las dos horas de entrevista. Así que, me apresuré a hacer las preguntas de cierre.
—¿Qué autores son los que han sido sus más grandes influencias?
—Uno de los más importantes, además de Montaigne, está allá arriba.
El ensayista me señaló con sus ojos una hilera de libros color crema ubicada en el estante superior de una de las bibliotecas.
—Alfonso Reyes. Un mexicano que enseñó a escribir a muchos latinoamericanos. Un mexicano que nos dio a beber la tradición clásica de una manera clara y profunda. La prosa de Alfonso Reyes ha sido mi escuela secreta, mi punto más alto de referencia. ¿Ha leído, por casualidad, “Notas sobre la inteligencia americana”?
—Todavía no —respondí, un tanto avergonzado.
—Se lo recomiendo. Es un texto clásico no sólo por el contenido sino por la forma como el mexicano estructura el ensayo.
—Tengo una última pregunta: ¿qué consejos les daría a los que empiezan a escribir ensayos?
—La primera recomendación es que no empiecen a redactar sin haber pensado largamente el tema de su ensayo. Que no tengan miedo de presentar su tesis, así no parezca al inicio una idea de grandes alcances. Otro consejo es que hagan un esbozo, un plan de lo que va a ser su escrito. Esa carta de navegación ayuda mucho a los novatos ensayistas para que no se pierdan o fracturen sus ideas. Que investiguen y se documenten. Que no se conformen con una única perspectiva de un asunto. Y lo más importante, que lean y relean cada línea infinidad de veces, para que corroboren si su texto mantiene una línea argumental a lo largo de todos los párrafos.
Entusiasmado por la charla o motivado por la confianza del entrevistado, me animé a pedirle un autógrafo. Saqué de mi maleta un libro muy conocido del autor y se lo ofrecí para que rubricara este encuentro. El ensayista se sintió feliz. Acarició el libro, ajado por el uso, se detuvo en algunos de mis subrayados, buscó entre su saco un esfero plateado, volvió a la primera página del texto y, bien abajo de mi nombre, me escribió una dedicatoria. Como yo estaba de pie no alcancé a ver aquel corto mensaje. Preferí guardarlo para leerlo después. Además, necesitaba con urgencia tomarle una foto al entrevistado. Ese también era un propósito de aquel encuentro.
—Si lo prefiere, vamos a la sala de lectura; allá podemos aprovechar la luz de la calle.
—Claro que sí —le respondí.
Atravesamos un zaguán de piso brillante y llegamos hasta otra habitación en la que, como la anterior, había bibliotecas en todas las paredes. Estaba sorprendido. Antes de que yo lo interrogara el ensayista satisfizo mi curiosidad.
—Esta habitación es el templo de la literatura.
Mientras elegíamos un sitio cercano a una de las ventanas, el ensayista me confesó que ahí estaban sus textos sobre poesía. Y que diagonal a la lírica estaban los dedicados a la novela y pegados a ellos los de cuento. Al otro lado los de teatro y los de crónica… Pero fue cerca a los textos de poesía que el ensayista eligió el sitio para sacarle la fotografía.
—Es que un ensayista si no lee poesía tiende a escribir muy denso, se torna poco comunicativo. La palabra poética contribuye a la que la prosa se vuelva dúctil, maleable… Más cercana al lector. La poesía contagia al ensayo de las potencias de la imaginación.
Tomé varias fotografías. En todas ellas el ensayista no miró a la cámara sino que escudriñó por la ventana los cerros de la ciudad.
***
El ensayista me acompañó hasta la puerta. Nos despedimos, acordando una segunda sesión de entrevista unos quince días después. Yo estaba muy satisfecho. Aunque era mi primera entrevista sentí que había cumplido a cabalidad las indicaciones de la tutora: lejos de hacer un cuestionario oral había logrado mantener un diálogo genuino con el entrevistado. Me detuve al llegar a la primera esquina de ese barrio silencioso. Rápidamente saqué el libro que me había autografiado el ensayista. Leí el pequeño texto escrito en tinta negra. La letra no era tan legible. Lo que había escrito mi entrevistado me lleno de orgullo: “Bernardo: las ajadas páginas de este libro son el mejor homenaje que un lector puede hacerle a un escritor, y son el preludio de una futura amistad”.
Ahí mismo, de pie, saqué mi celular y escribí varios chats a mis compañeras de equipo de investigación, dándoles el parte de victoria de esta codiciada entrevista. Ellas participaron de mi alegría. Después busqué un taxi en una de las avenidas cercanas. A ninguna de mis dos compañeras de grupo les conté lo que me había escrito el ensayista en la dedicatoria. Quizá para preservar lo que allí él me anunciaba o porque en toda investigación, eso lo sé ahora de primera mano, hay descubrimientos personales que rebasan las objetivos académicos.