Cuando termina un año lo normal es colocarse en actitud de balance. Revisamos, hacemos memoria, ponemos en la balanza lo hecho o dejado de hacer y sacamos en limpio nuestros logros o nuestras tareas pendientes. En algunos casos, el balance es bastante positivo en diversos aspectos: conquistamos una meta que desde hacía rato veníamos aplazando, alcanzamos un ahorro a pesar de los limitados ingresos, mantuvimos con ímpetu y calidad un trabajo. Para otros, el saldo resulta poco alentador: no se avanzó mucho en delimitar un sueño, apenas sí se alcanzó a guardar algo de dinero, ni siquiera se dio inicio a una tarea considerada prioritaria. En una situación u otra, al llegar el cierre de diciembre nuestra mente o nuestro espíritu asumen la postura del discernimiento.
Es este revisar lo vivido lo que hace inolvidable o merecedor de no recordar un año pasado. Cuando el balance nos afecta o hace evidente nuestra falta de tenacidad, lo que deseamos es pasar la página y empezar de nuevo. Pero, si por el contrario, lo que hemos conseguido es positivo y lleno de satisfacciones, lo que anhelamos es perpetuar esa suerte o mantener viva la prosperidad obtenida. Cada quien, a solas con su conciencia, sabrá si tiene que lamentarse por dicho tiempo pretérito o celebrar festivamente el año que termina.
Pero lo que moviliza la llegada del nuevo año en la mayoría de personas es un deseo de renovación. El corazón vuelve a esperanzarse y confía en que las debilidades, el infortunio, las cosas negativas, cambien de rumbo y tomen vientos más favorables en los que sea posible la mejora, el avance, la recuperación. El año nuevo trae consigo un vigor y una energía para aquellos que sienten perdida toda posibilidad; provee un optimismo a los empobrecidos y vuelve a poner en sus labios palabras de prosperidad y fortuna. Es como si en las pequeñas cosas de la vida cotidiana, el nuevo año produjera una resurrección o jovialidad de lo vetusto y acabado. Y por eso lo que se desea, al lado de los brindis y los abrazos, es que haya felicidad, que la salud retorne a los cuerpos enfermos, que la alegría saque una vez más su rostro de sol primaveral e ilumine nuestra existencia. El año que comienza trae consigo el anhelo supremo de regeneración y perfeccionamiento, de progreso y bienestar.
Por todo lo anterior es que la espera del año nuevo tiene las características de un genuino ritual. Es un rito de paso: algo dejamos atrás y algo deseamos adquirir o tomar en nuestras manos. Quemamos o botamos las cosas viejas o inservibles y nos disponemos a “estrenar” o renovar en muchos sentidos. Y por eso hay tantos augurios y tantos símbolos: para que no pase ese primer día del año desapercibido, para que haya una señal, un giro, un viraje en nuestro ser. De allí también la necesidad de celebrar y bailar, de tomar algún licor y contagiar a otros nuestro regocijo, con el fin de que todos participen de ese ambiente de rejuvenecimiento, de cambio vital.
De nuevo la música, los temas parranderos sintetizan esa alegría de esperar el primer día del año. Las canciones, como los ritos, vuelven a escucharse a todo volumen en las fiestas populares o en los clubes distinguidos. Es alegría compartida la que decora los hogares o los salones comunales; son las palabras de bienaventuranza y el sonido de las copas las que se juntan para rememorar y recibir el tiempo venidero. Es la familia la que vuelve a estar en el centro de este rito, es la refrendación de la amistad y el afecto los que nos impulsan a compartir manifestaciones de cariño. Porque no hay nada mejor que sentir cerca la presencia del amor cuando agoniza un año viejo y se ven a lo lejos, en el cielo, las luces de los fuegos artificiales que anuncian la llegada del año nuevo.