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Fernando Vásquez Rodríguez

~ Escribir y pensar

Fernando Vásquez Rodríguez

Archivos mensuales: diciembre 2015

Año viejo y año nuevo, otra vez

30 miércoles Dic 2015

Posted by fernandovasquezrodriguez in Ensayos

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Cuando termina un año lo normal es colocarse en actitud de balance. Revisamos, hacemos memoria, ponemos en la balanza lo hecho o dejado de hacer y sacamos en limpio nuestros logros o nuestras tareas pendientes. En algunos casos, el balance es bastante positivo en diversos aspectos: conquistamos una meta que desde hacía rato veníamos aplazando, alcanzamos un ahorro a pesar de los limitados ingresos, mantuvimos con ímpetu y calidad un trabajo. Para otros, el saldo resulta poco alentador: no se avanzó mucho en delimitar un sueño, apenas sí se alcanzó a guardar algo de dinero, ni siquiera se dio inicio a una tarea considerada prioritaria. En una situación u otra, al llegar el cierre de diciembre nuestra mente o nuestro espíritu asumen la postura del discernimiento.

Es este revisar lo vivido lo que hace inolvidable o merecedor de no recordar un año pasado. Cuando el balance nos afecta o hace evidente nuestra falta de tenacidad, lo que deseamos es pasar la página y empezar de nuevo. Pero, si por el contrario, lo que hemos conseguido es positivo y lleno de satisfacciones, lo que anhelamos es perpetuar esa suerte o mantener viva la prosperidad obtenida. Cada quien, a solas con su conciencia, sabrá si tiene que lamentarse por dicho tiempo pretérito o celebrar festivamente el año que termina.

Pero lo que moviliza la llegada del nuevo año en la mayoría de personas es un deseo de renovación. El corazón vuelve a esperanzarse y confía en que las debilidades, el infortunio, las cosas negativas, cambien de rumbo y tomen vientos más favorables en los que sea posible la mejora, el avance, la recuperación. El año nuevo trae consigo un vigor y una energía para aquellos que sienten perdida toda posibilidad; provee un optimismo a los empobrecidos y vuelve a poner en sus labios palabras de prosperidad y fortuna. Es como si en las pequeñas cosas de la vida cotidiana, el nuevo año produjera una resurrección o jovialidad de lo vetusto y acabado. Y por eso lo que se desea, al lado de los brindis y los abrazos, es que haya felicidad, que la salud retorne a los cuerpos enfermos, que la alegría saque una vez más su rostro de sol primaveral e ilumine nuestra existencia. El año que comienza trae consigo el anhelo supremo de regeneración y perfeccionamiento, de progreso y bienestar.

Por todo lo anterior es que la espera del año nuevo tiene las características de un genuino ritual. Es un rito de paso: algo dejamos atrás y algo deseamos adquirir o tomar en nuestras manos. Quemamos o botamos las cosas viejas o inservibles y nos disponemos a “estrenar” o renovar en muchos sentidos. Y por eso hay tantos augurios y tantos símbolos: para que no pase ese primer día del año desapercibido, para que haya una señal, un giro, un viraje en nuestro ser. De allí también la necesidad de celebrar y bailar, de tomar algún licor y contagiar a otros nuestro regocijo, con el fin de que todos participen de ese ambiente de rejuvenecimiento, de cambio vital.

De nuevo la música, los temas parranderos sintetizan esa alegría de esperar el primer día del año. Las canciones, como los ritos, vuelven a escucharse a todo volumen en las fiestas populares o en los clubes distinguidos. Es alegría compartida la que decora los hogares o los salones comunales; son las palabras de bienaventuranza y el sonido de las copas las que se juntan para  rememorar y recibir el tiempo venidero. Es la familia la que vuelve a estar en el centro de este rito, es la refrendación de la amistad y el afecto los que nos impulsan a compartir manifestaciones de cariño. Porque no hay nada mejor que sentir cerca la presencia del amor cuando agoniza un año viejo y se ven a lo lejos, en el cielo, las luces de los fuegos artificiales que anuncian la llegada del año nuevo.

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Novena meditación navideña: la infancia

25 viernes Dic 2015

Posted by fernandovasquezrodriguez in Ensayos

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La navidad es una estación ideal para enaltecer la riqueza y magnitud de la infancia. Un tiempo presente de celebrar la alegría y las travesuras de los más pequeños o de rememorar la pretérita niñez, llena de regalos, golosinas y aventuras imborrables. Aprovechemos unos minutos, entonces, para descifrar un poco esta época consagrada a los zagales y chiquitines.

Para comenzar recordemos que la niñez corresponde a esos primeros años de vida en que construimos nuestro ser y en los que, poco a poco, vamos aprendiendo un lenguaje, unos valores, unos hábitos, una personalidad. Esos años de nuestra vida son determinantes para lo que seremos después. Lo que experimentemos o padezcamos se convertirá en un mapa de cicatrices profundas. La infancia es el subsuelo, las raíces que soportarán en el mañana nuestro desarrollo afectivo, intelectual y moral. Dadas las particularidades de esta etapa de nuestro ciclo vital es que resulta definitivo atender esta edad con el cariño necesario y proveer las condiciones óptimas para su plena evolución.

Decir infancia, de otro lado, es resaltar los aportes del juego y el ocio creativo a la constitución de una libertad potente y una imaginación vigorosa. Y allí es que son fundamentales los juguetes para ayudar a multiplicar las aptitudes y los talentos de los pequeños. La navidad se convierte en una aliada para que la diversión y el esparcimiento de los niños tengan ambientes y objetos que les permitan dar rienda suelta a su fantasía, al inagotable y variado mundo del deporte o a los juegos entre amigos y compañeros que tanto contribuyen a fortalecer la convivencia pacífica y la socialización fraterna.

Pero enaltecer la infancia es también una manera de llamar la atención sobre su cuidado. No es justo que, especialmente en estas festividades, haya niños en el abandono, la mendicidad o la desesperanza. Valorar la infancia es pensar qué podemos hacer para mejorar las condiciones de los pequeños o compartir algo de  nuestros haberes con ellos. Todos estamos en la obligación de contribuir de alguna manera para que lleguen a las manos de los niños empobrecidos un regalo, una prenda, un alimento que tengan el sabor y el color de la época decembrina. Lejos de las obligaciones de un credo religioso o de una política gubernamental, la atención a la infancia debe hacer parte de nuestra agenda personal. Digamos que la navidad nos hace corresponsables de la suerte de los niños propios y ajenos.

Cabe agregar otra cosa que muestra la relevancia de la infancia y su incidencia en la edad adulta. Por ejemplo, la permeable piel de esta edad para influencias de todo tipo. En la niñez estamos expuestos a radiaciones y asedios diversos; son muchas las potestades que se pelean un lugar o un sitio preferido. De allí que debemos estar alertas para saber elegir, dosificar o descartar ciertas sugestiones o creencias que en lugar de favorecer a los párvulos terminan afectando negativamente su autoestima, el libre desarrollo de su personalidad o las potencialidades de esas tiernas personas.  Por eso la crianza fue y sigue siendo un arte supremo del cuidado.

Concluyamos estas meditaciones subrayando la reserva afectiva que podemos dar a los niños si en estas navidades –aunque ojalá fuera siempre– estamos con ellos, compartimos sus bromas y locuras, los incluimos en los quehaceres cotidianos, estamos prestos a responder su curiosidad permanente. Creo que todos sabemos que si en nuestro corazón hemos tenido una infancia amorosa y apuntalada por una crianza responsable, somos menos proclives a dejarnos vencer por  la adversidad y más aptos para mantener en vilo la esperanza. Y esa provisión en nuestra alma es una riqueza más valiosa que cualquier herencia hecha de bienes materiales. 

Octava meditación navideña: los regalos

24 jueves Dic 2015

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¿Quién no ha esperado en navidad un regalo? y ¿quién no ha sentido desde el fondo de su corazón el deseo de darle a un ser querido un obsequio en estas fiestas? Con cuánta dedicación se envuelven y preparan unos detalles, siempre anhelando que la sorpresa sea el supremo objetivo. Cómo brillan los ojos de los niños al tratar de adivinar lo que esconden los paquetes vistosos, protegidos celosamente por el árbol de navidad. No podría ser de otra manera: la navidad es la época del obsequio, del ofrecer a otros signos de cariño o agradecimiento. Miremos con alguna atención el significado de regalar, el simbolismo de estas manifestaciones de la estimación o la simpatía.

Un regalo, hay que decirlo de una vez, es la demostración del afecto. A través de él, mediante su contenido, expresamos muchas cosas: el apoyo recibido en un momento específico de nuestra vida, la certeza de una compañía o la complicidad en un proyecto, el reconocimiento a una tarea o un trabajo durante muchos meses, la honda estima o el profundo amor por alguien… De todo ello, los regalos ofrecen o pretenden dar testimonio. Y aunque sean pequeñas cosas o no tengan un precio comercial excesivo, los regalos aumentan su valor al bañarlos con el barniz de la gratitud, el amor o la consideración. Las cosas se convierten en objetos sensibles, en dádivas mágicas que comunican la amistad o la fraternidad, en tributos excepcionales para resaltar un sentimiento.

Dos dinámicas se gestan al interior de los regalos. La primera es la propia de quién da el obsequio. En este caso, para que el regalo sea valioso, se requiere un rastreo anterior, una indagación cuidadosa del gusto o la necesidad que se anhela satisfacer con el detalle. Esa tarea preparatoria es la que da nombre propio al regalo, y la garantía de que tal adivinación de en el blanco de la sorpresa. Después de esta elección, viene la etapa del embalaje del regalo. Ahora se trata de cubrirlo con un vestido acorde al destinatario. No es cuestión de envolverlo de cualquier forma. El regalo cobra más interés si se lo oculta con ropajes seductores. Un moño, un papel atractivo, una decoración, dotan al regalo de un hechizo digno del mensaje esperado. Posteriormente viene el momento de la entrega del regalo: aquí también es necesario crear un clima para ofrecer el obsequio, es vital que haya un ritual  mediante el cual ese don llegue a las manos del destinatario. La otra dinámica proviene del que recibe el regalo. Bien sea porque cultiva esa esperanza previa o porque se siente realmente conmovido al momento de recibir el obsequio. Las manifestaciones de regocijo, de júbilo, son el festejo del don. Si no existe un abrazo en respuesta al obsequio recibido, el regalo pierde su encantamiento.

Y aunque en diciembre es costumbre el trueque de obsequios, lo más interesante del regalo es que no espera una retribución equivalente. No es un asunto regulado por la lógica del mercado o el negocio. El regalo se nutre de la gratuidad, del milagro de la dádiva, del altruismo. De allí por qué cobre tanta relevancia darle a los niños un obsequio, porque nos basta recibir de ellos una sonrisa, o su alegría al abrir el regalo o el alborozo de estrenar los juguetes. La fantasía de papá Noel –la mítica actitud del abuelo bonachón– pone en alto relieve el goce de entregar sin esperar retribución, la satisfacción profunda que entraña la caridad. El regalo se autoalimenta de la bondad o la filantropía.

Celebremos en esta nochebuena la fuerza simbólica del regalo, el vínculo emocional que posibilita entre los seres humanos. Participemos de ese rito de la entrega de obsequios, aplaudamos, multipliquemos los abrazos y los besos, compartamos la felicidad de estos aguinaldos, porque mediante esas cosas, a través de esos presentes que van de una mano a otra, hacemos un homenaje a la generosidad y, muy especialmente, exaltamos el auténtico desprendimiento.

Séptima meditación navideña: los ritos

23 miércoles Dic 2015

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Los días de navidad, las fiestas del último mes, traen consigo el tiempo de la rememoración. Cada año, se “viste” de nuevo el pesebre, se decora una vez más el árbol de navidad, se reúne toda la parentela para compartir una cena. Las fiestas decembrinas exigen la emergencia de los ritos, sin los cuales dichas fechas perderían su trascendencia. Tomémonos unos minutos para reflexionar sobre este conjunto de actos y palabras propios de la celebración.

Salta a la vista que los ritos tiñen la vida cotidiana de una luz o una pátina distinta a la habitual. Cada vez que envolvemos un regalo con tanta delicadeza y esmero, lo hacemos para sumarle al objeto un valor adicional; cuando preparamos la mesa, detalle a detalle, ansiamos sumar a los alimentos un sabor del afecto o el agradecimiento. Los ritos sacralizan lo banal, impregnan de otro sentido lo más cotidiano. De esta manera, un día corriente se transforma en un evento solemne, una reunión cualquiera se muta en un evento memorable.

De otro lado, los ritos son la manera como las tradiciones perviven. A través de los rituales se sigue manteniendo una costumbre, se perpetúa una creencia o se impregna en los más jóvenes un vínculo con el pasado, con las tradiciones constitutivas de un pueblo o una comunidad. Los ritos son los heraldos de un pasado que al vociferar su mensaje en el presente establecen un puente inmediato con el porvenir. Por eso son tan importantes los ingredientes precisos para determinada receta (los que usaba la madre o la abuela), por eso son irremplazables los villancicos de la novena de aguinaldos, por eso sigue siendo tan valiosa la reunión de la familia en la nochebuena o  el fin de año.

Porque los ritos poseen otra fuerza adicional: convocan, reúnen, aglutinan voluntades. Las campanas de la iglesia llaman a sus fieles a celebrar y festejar una fe inquebrantable; el deseo de ver de nuevo a la familia o los seres queridos, hace que se anhele cuanto antes llegar al hogar materno; la curiosidad por abrir los regalos pone a los niños en disposición de esperar la visita del niño dios. Los ritos llaman, convidan, congregan. Y los invitados a este ceremonial saben que no pueden presentarse de cualquier manera, que necesitan –como los reyes magos– llevar algún regalo o un símbolo para estar a tono con esa fiesta de renovación. Ni llegamos ni salimos de la misma manera al haber participado de un ritual: algo en nosotros se modifica o, al menos, sufre un revuelo emocional.

Precisamente, dadas estas particularidades de los ritos es que echan raíces en la memoria de las personas. La fiesta de hoy es motivo de recordación para la celebración de mañana. Cada rito potencia el venidero en una cadena de anécdotas, situaciones, circunstancias que, por haberse dado en dicho tiempo, se tornan inolvidables. Si no fuera por los ritos iríamos perdiendo la memoria de los hitos fundacionales de una cultura, un pueblo o una familia. Son los ritos los que nos protegen de quedar a la deriva del olvido o perdidos en el anonimato existencial.

Así que, mientras rezamos la novena, abrimos un regalo o compartimos la cena navideña, pensemos o caigamos en la cuenta de la importancia de los ritos. Démosles la trascendencia que se merecen, no pasemos por alto o trivialicemos los elementos y las maneras que los constituyen. Los ritos son talismanes potentes para la rememoración, una herencia viva de nuestros mayores y, si lo queremos, son un legado que podemos dejar a las nuevas generaciones.

Sexta meditación navideña: la diversión

22 martes Dic 2015

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Carnaval

La navidad es, sin lugar a dudas, época de alegría y diversión. Las canciones en la radio y la televisión celebran y proclaman el regocijo y el esparcimiento. En cualquier casa de familia, en la programación de los hoteles, en los parques públicos, se anuncia e invita al jolgorio y la fiesta colectiva. Aprovechemos este ambiente relajado y pensemos un tanto sobre la relevancia y el significado de la diversión.

Divertirse es importante para incorporar el lado lúdico de los seres humanos. No todo puede ser seriedad, formalismos y solemnidad. Las personas necesitan del baile, de la distracción para recuperar fuerzas, oxigenar la mente y darle recreo al espíritu. Cada persona, así como los pueblos, requiere de momentos carnavalescos para vivir el desorden, el ocio y el placer. Si no fuera por esta fuerza entusiasta seguramente viviríamos en la locura, el sonambulismo o la agresión permanentes. Al divertirnos regulamos la pesadez de la sobrevivencia y las obligaciones y nos permitimos el entretenimiento leve y la irresponsabilidad juguetona.

De otra parte, la diversión permite romper las distinciones sociales, los estratos, las desigualdades provenientes de los abolengos, el grado de riqueza o las diferencias de títulos académicos. Cuando estamos en diversión todos somos iguales y todos podemos participar del festejo y el esparcimiento. La diversión rompe los protocolos y los formalismos para hacer democrática la risa, el canto, la recreación. Al divertirnos recuperamos, por decirlo así, una hermandad de tribu que garantiza celebrar los ritos colectivos, la exaltación de la fraternidad y el espíritu del ágape o la gran mesa. Nadie puede sentirse extranjero o extraño cuando entra en la zona de frontera de la diversión.

Sobra decir que la diversión es el mejor remedio contra el aburrimiento. Los que sufren de tedio o gran tristeza cuando ven las calles iluminadas y llenas de festones, los equipos de sonido multiplicando a todo volumen los ritmos bailables, las vitrinas adornadas de colores llamativos… cuando esto observan los afligidos,  sienten que son interpelados por las mil estrellas de la diversión, que reciben una especie de tónico o reconstituyente para su alma. La seriedad amarga cede ante la jovialidad y el deleite común. Tal llamado de la diversión es para los seres más apesadumbrados una presencia de la riqueza de la vida ante la gris congoja de la muerte. Al divertirnos resaltamos el milagro de estar vivos, y el baile y el licor se convierten en formas dionisíacas de exaltar tal maravilla.

Hay mucho de goce en esto de permitirse la diversión. Y el goce, lo sabemos, no siempre logra mostrar sus necesidades o manifestarse libremente. Por eso, cuando la diversión nos habita podemos hacer catarsis y, con ese acto de purificación, asumir de mejor manera nuestras emociones y nuestros sentimientos. El solaz, la vacación, la juerga, facilitan que salgan de nosotros cosas o asuntos sepultados, rencores emponzoñados, palabras que de tanto mutismo comienzan a intoxicarnos. Al divertirnos nos es más fácil perdonar y restituir los vínculos que los escrúpulos y la severidad se obstinan en mantener fracturados.

Participar de la navidad, celebrar estos días, es renunciar al fastidio y la lamentación. Si la diversión llena nuestro corazón y danza en nuestros hogares, seguramente entreveremos alguna esperanza a nuestras desventuras. Y así sea durante un corto tiempo, como es lo propio de la fiesta y el carnaval, lo valioso habrá sido que la diversión logre sembrar de nuevo sus semillas de optimismo y, con ello, ofrecernos la posibilidad de dar cabida a las ilusiones y los sueños.

Quinta meditación navideña: la felicidad

21 lunes Dic 2015

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Dos mujeres corriendo en la playa, de Pablo Picasso.

«Dos mujeres corriendo en la playa», de Pablo Picasso.

Uno de los deseos más recurrentes en navidad y año nuevo es el de alcanzar mucha felicidad. Este mensaje se presenta como una consigna esperanzadora o como un sortilegio para evitar la tristeza o la desventura. Lo que se anhela a familiares y amigos es que la dicha o el bienestar sean las hadas protectoras de este tiempo. Vale la pena, por lo mismo, meditar un poco sobre el significado profundo de augurar a otros la felicidad.

De base hay que advertir que la felicidad no es la misma para todas las personas. Algunos individuos requieren demasiadas cosas o bienes para sentirse felices; a otros les basta con poco, con lo fundamental para sobrevivir. También existen los seres humanos eternamente insatisfechos o los que logran entrever la felicidad en situaciones cotidianas o nada excepcionales. Lo importante de tal diversidad es señalar la relación que hay entre la felicidad y el proyecto de vida que se tenga. Ese vínculo es determinante a la hora de saber qué tan poca o cuantiosa es nuestra felicidad.

Dicho lo anterior, podemos ahora afirmar que los días decembrinos crean condiciones apropiadas para que abunde la felicidad: contamos con más tiempo para estar con los seres queridos, poseemos ocio de sobra para utilizar como queramos nuestra libertad, hay un dinero extra para darnos algunos placeres o comprar cosas que nos gustan. Además, hay un clima favorable en las interrelaciones humanas para compartir en familia, departir con amigos y celebrar con colegas o vecinos de la comunidad. Todo ello dispone el mejor escenario para que podamos tener momentos o situaciones de felicidad. Ya depende de cada uno cómo aprovecha tales oportunidades y cómo sabe sacarles el mejor júbilo posible.

El otro aspecto, mucho más relevante a mi parecer, estriba en que la navidad es una época especial para dar felicidad a un semejante. Y no me refiero a entregar beneficios materiales sino a proveer regalos inmateriales como la compañía, el cariño sincero, la solidaridad esperada o la palabra reconfortante y animosa. La navidad, desde esta perspectiva, deja abiertas las puertas para que emerjan de nosotros la caridad, el altruismo, la prodigalidad. Mediante esas acciones veremos el rostro feliz del necesitado, la sonrisa optimista del postrado en un lecho, la gratitud festiva del desamparado o el solitario. Esa otra felicidad –propia del dar o darnos– es evidente en los ojos o las manos de nuestro prójimo y produce tanto o más regocijo que aquella otra proveniente del recibir.

Hay que agregar otra cosa: la navidad nos permite degustar mejor el sentido de la vida. Logramos, por ejemplo, descubrir la felicidad sencilla y esencial de estar con otro, de caminar largas calles a su lado; la satisfacción de estar en familia, de compartir un alimento o programar una pequeña aventura. Percibimos como un milagro el sabernos amados y descubrimos el valor profundo de un rito, de una tradición, de un símbolo. Bastan pocas cosas, las esenciales, para ser felices. Ese es otro mensaje que la navidad nos recuerda y que a veces olvidamos por estar demasiado ocupados o subsumidos en una cultura enfocada principalmente en la adquisición de bienes.  

Si la felicidad, como pensaban los antiguos filósofos, era el fin supremo al que deberían aspirar los seres humanos, aprovechemos estas fechas navideñas para reivindicarnos con las satisfacciones sencillas, el goce de tener un hogar, la fortuna de gozar de buena salud. Hagamos que la felicidad no sea una meta ilusoria e imposible de cumplir, sino más bien una forma realista y cotidiana de degustar la travesía por la existencia.  

Cuarta meditación navideña: la tranquilidad

20 domingo Dic 2015

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Ilustracion de la artista vietnamita Tran Nguyen

Ilustración de la artista vietnamita Tran Nguyen.

Buena parte de los mensajes o los deseos de los días navideños están asociados a la paz y la tranquilidad. Anhelamos estar en armonía, queremos un sosiego bienhechor, una sintonía entre el ritmo de nuestro corazón y el movimiento del mundo. Todo a nuestro alrededor parece detenerse para que sea posible el descanso, la calma en nuestro espíritu. Reflexionemos brevemente sobre esta tranquilidad que traen consigo las fiestas decembrinas.

Lo más evidente es que la tranquilidad proviene de permitirnos la despreocupación. Cerramos la oficina, el taller o el negocio y, al hacerlo, alejamos de nuestra mente los afanes y obligaciones cotidianas. Tal acto de manumisión nos pone en la dimensión del reposo, de una quietud que comporta una placidez exquisita. Cuando estamos tranquilos nos sentimos poderosamente libres, desenvueltos, soberanos. Y al estar así, amparados por los dioses de la calma, renace en nosotros el talante lúdico y creativo. Volvemos a la niñez esencial, a esa edad del alma en la que todo nos provocaba alegría y asombro.

Por estar inmersos en esa mansedumbre los pequeños inconvenientes apenas nos causan molestia, y nuestro temperamento baja el umbral de ansiedad y agresión. Al estar tranquilos dejamos de andar a la defensiva y emanan de nuestro ser, sin ningún esfuerzo, el afecto y la cordialidad. Crece la tolerancia y hasta nos convertimos en mediadores de conflictos ajenos. Por estar tranquilos apreciamos de mejor manera las cosas sencillas de la vida y las manifestaciones siempre mágicas de la naturaleza. Se nos afinan los sentidos, nos sentimos más livianos y por momentos adquirimos las características de los seres contemplativos. La tranquilidad, así entendida, es el mejor estado para que los seres humanos disfrutemos el don de la vida.

A algunas personas les queda más fácil encontrar la tranquilidad en el silencio y, otras,  la buscan alejándose de las turbulencias citadinas. Hay espíritus que aplacan su efervescencia concentrándose en la lectura y existen personalidades que necesitan de la oración o la meditación profunda para poner su alma en equilibrio. Sea como fuere, la tranquilidad es un relajante de nuestro psiquismo, una tarea de primer orden con la paz interior que es la gran reguladora de nuestras decisiones. Si no hay tranquilidad, si toda nuestra alma se halla convulsionada y en permanente sobresalto, poco a poco iremos dejando huérfana nuestra intimidad, y empezaremos a reaccionar como animales salvajes. Es la tranquilidad la que nos provee de aplomo y suavidad; la que crea un campo abonado para la ternura y las buenas relaciones humanas.

Cuánto necesitamos hoy ser unos emisarios de tranquilidad; negarnos a ser cómplices de la agresión gratuita y la celeridad de los modelos económicos deshumanizantes. Que luchemos todos, en nuestra pareja, en nuestra familia, para que a pesar de las dificultades seamos capaces de defender el beneficio de la tranquilidad. Porque si conquistamos esa pauta de convivencia, tendremos un lugar acogedor para revivificar los afectos, un ambiente regenerador para construir ciudadanía, una reserva de sabiduría para emitir los juicios más adecuados. Permitamos que la tranquilidad cante sus serenas melodías en nuestro hogar y hagámosla extensiva a la comunidad en que vivimos.  

Subrayemos, en tinta llamativa, la mayor aspiración navideña: dejar el envolvente y frenético correr del estrés, de los compromisos derivados de la sobrevivencia o las angustias laborales y ponernos en actitud de descanso. Nuestro deber es convertir los días de navidad en un tiempo para el ocio, la recreación, el juego, el cuidado de sí; hacer que el estar de vacaciones sea, efectivamente, un cambio de rutina para airear la mente y darle un recreo a esa máquina obediente de nuestro cuerpo. Démosle a la tranquilidad la oportunidad de reponer nuestras fuerzas y serenar nuestra alma.

Tercera meditación navideña: la amistad

19 sábado Dic 2015

Posted by fernandovasquezrodriguez in Ensayos

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A pesar de que la amistad es digna de celebrarse en cualquier tiempo, es en navidad cuando encuentra su terreno fértil. Bien sea porque hay tiempo para los reencuentros o porque, con los amigos, se pasa gran parte de los días decembrinos. Meditemos, entonces, sobre este vínculo afectivo tan poderoso como los lazos de la sangre.

Un primer aspecto de la amistad, una de sus bondades más preciadas, es que nos obliga a estar pendientes de otro ser humano. La amistad nos hace corresponsables de otras vidas; nos alarga el cuerpo y los sentidos bien sea para dar una voz de aliento, contribuir con una ayuda precisa o estar solícitos para ofrecer la fuerza de nuestro abrazo. Al sabernos amigos de alguien nos convertimos, de alguna forma, en guardianes o cuidadores de esa otra existencia. Con la amistad salimos del individualismo y tomamos conciencia de la riqueza de lo dual, de las manos compartidas.

En esta perspectiva, la amistad es un antídoto contra la soledad, un recurso de los seres humanos para contrarrestar la indiferencia y el abandono. Los amigos pueblan de voces y presencias nuestros días silenciosos o insustanciales. Nos llenan de nombres y miradas las etapas aciagas de nuestra existencia anónima e inadvertida. Si tenemos amigos menos áspero nos parecerá lo desconocido y menor los reveses de la fortuna o el trasegar vital. Si los amigos nos favorecen con su presencia las enfermedades parecerán más llevaderas y los problemas menos espinosos. Esa parece ser otra riqueza de la amistad: darnos una familia del espíritu, una parentela elegida por nuestro corazón.

Y al ir a visitar a los amigos para entregarles un obsequio o al compartir con ellos una cena, o cuando nos reunimos a  charlar y celebrar, lo que hacemos es rubricar ese vínculo. En medio de anécdotas y recuerdos, al lado de las noticias desconocidas o las peripecias de un paseo reciente, la amistad rubrica su incondicionalidad, su permanencia a pesar de la lejanía o el socavar del tiempo. Porque la amistad, la verdadera, renace con cada encuentro; bastan unas horas para que recupere su lozanía y retome el calor de los fuegos abrasadores. Ahí reside su atemporalidad o su omnipresente juventud.

Una cualidad adicional de la amistad es que nos permite reencontrarnos con la autenticidad. Los amigos, los de toda la vida, son las personas que nos aceptan como somos; ante ellos no tenemos que falsificarnos o cumplir una serie de requisitos para ser aceptados. La amistad pone el acento en la comprensión y no tanto en el juicio inapelable. La consecuencia es, por supuesto, la efusión de la confianza y el surgir de expresiones espontáneas de libertad. Cuando estamos entre amigos nos quitamos los artilugios y el maquillaje,  nos despojamos de las armas de la prevención y la desconfianza. La amistad, por eso mismo, es refugio, nicho emocional, fortaleza. Porque es con los amigos que podemos mostrarnos débiles, frágiles, confundidos; porque es con los amigos que logramos abandonarnos sin sentir miradas acusadoras o reproches moralistas.

Así que, aprovechando el ambiente navideño, bien vale la pena refrendar ciertas amistades y reiterarles su importancia para nuestra vida. Sabemos que los amigos del alma ameritan cuidado, y una visita, un mensaje, un detalle son símbolos de confirmación o renovación de tal vínculo. No es bueno desatenderlos. De antemano sabemos que una omisión no va a fracturar definitivamente una amistad, pero no por ello podemos tratar a esos seres como si fueran figurines de ocasión. Hay que estar alertas: protejamos la amistad de la ingratitud o de las celadas que tienden los astutos a los generosos.       

Segunda meditación navideña: la generosidad

18 viernes Dic 2015

Posted by fernandovasquezrodriguez in Ensayos

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Otro aspecto propio de estos días decembrinos es la generosidad. La persona más humilde, el más pobre, se siente dadivoso o con las manos llenas para ofrecer un alimento, dar una bebida, entregar algún regalo o por lo menos mostrar un símbolo de liberalidad. Esa magia de la época navideña puede ser una oportunidad para  reflexionar sobre esta virtud tan fundamental en un mundo cada vez más inequitativo y deshumanizante.

La generosidad es un deseo de compartir lo que tenemos; de darnos a otros o estar disponibles cuando lo necesiten. Brota, por lo general, de una sensibilidad social y de un hondo sentido de fraternidad. La piedad y la condolencia, el altruismo y la filantropía son sus ríos nutricios. Y aunque tiene hondas raíces en determinadas religiones lo cierto es que se ha convertido en la manera laica de mostrar preocupación por el prójimo. De igual modo la generosidad es un medio eficaz para fortalecer los vínculos familiares y los lazos en comunidad.

Hay muchas formas de mostrar esa generosidad: desde el regalo que buscamos con insistencia, hasta la preparación de los alimentos para nuestros seres más queridos. Otras veces, la generosidad se torna en invitación, en velada para reavivar lazos de amistad o en reuniones festivas en las que damos gracias a los que nos han ayudado o han sido incondicionales con nuestros proyectos más queridos. Lo cierto es que la generosidad nos invita a romper la avaricia o la cicatería frecuentes, nos insta a compartir algo de lo que hemos cosechado; en suma, hace que nuestro espíritu descubra la riqueza del desprendimiento.

Sobra decir que la generosidad no necesariamente se expresa en objetos o cosas valiosas. También hay generosidad en la visita o el cuidado a un enfermo, en el acompañamiento a otra persona en momentos difíciles, en disponer la escucha y la atención para aquellos que necesitan compañía o palabras de aliento. Ser generosos es, en este sentido, desplazar nuestra presencia hasta las fronteras de la solidaridad, la caridad o el apoyo entre hermanos. Cuando somos generosos aumentamos nuestro radio de acción moral y sentimos en lo más profundo de nuestro ser que hay una filiación universal con  nuestros semejantes. Nadie nos parece extraño y a todos sentimos que podemos darles la mano.

Por supuesto, no resulta fácil hoy ser generosos. Se requiere un esfuerzo interior para serlo. Porque lo que se vive como valor supremo es el egoísmo y sacar provecho económico a costa de los demás. El mandato del capitalismo imperante es no compartir con nadie las propias utilidades; mejor aún, se considera un golpe de astucia quitarle al hermano lo poco que ha ganado. O sea que para ser generosos hay que dar una pelea con esos imperativos del mercado que proclaman el atesoramiento insensible y la tacañería social. Y el combate se torna más complejo pues, en muchos casos, hay que entender que la genuina caridad no es dar lo que podemos desechar sino desprendernos de cosas que apreciamos o consideramos valiosas. No se es generoso regalando nuestros desperdicios.

Aprovechemos entonces este tiempo navideño para ejercer el deber de la generosidad. Seamos menos avaros y compartamos con alegría un pedazo de nuestro pan o un poco de  nuestro vino. Dejemos por un momento el mandato del interés egoísta y hagamos de nuestro tiempo o de nuestros actos un continuo proceder dadivoso. O si se prefiere, tornemos nuestro hogar en un lugar hospitalario y llevemos a todas partes, como una proclama, el mensaje cálido de la generosidad.

Primera meditación navideña: la reconciliación

17 jueves Dic 2015

Posted by fernandovasquezrodriguez in Ensayos

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Me gusta creer que estos días navideños traen consigo un aire de reconciliación o una disposición hacia la concordia entre los hombres. Hay como un ánimo para hacer las paces o, al menos, renace la actitud de perdonar, de abrir los brazos para suturar viejas heridas o restablecer la armonía en nuestras relaciones. Tal vez ese ambiente de reconciliación pueda multiplicarse si reflexionamos un poco sobre el significado mismo de esta práctica del cuidado de sí y de los otros.

Para empezar habría que resaltar el valor de la reconciliación al momento de resolver los conflictos cotidianos. Si hay en cada uno de nosotros una voluntad de no agrandar los problemas o no pasar a soluciones violentas, más fácil resultará convivir en pareja, habitar con los vecinos, sentirnos parte de una comunidad. No es bueno andar recordando pequeñas ofensas o acumulando odio en nuestro corazón. Disponer esa actitud hacia la reconciliación es la clave para no dejar que se nos emponzoñe el alma con los rencores o la agobiante venganza y también es una forma de sabiduría para comprender en los demás los errores, las omisiones, las faltas cometidas contra nosotros. Digamos que la persona dispuesta a reconciliarse se recupera con facilidad de las ofensas y puede más fácilmente ver soluciones a las dificultades que la obcecación o la inquina se niegan a reconocer.

Pero la reconciliación necesita un cultivo de base para que crezca y dé sus frutos. Si no se tiene un pecho de amplios límites, si nuestro espíritu es demasiado estrecho para entender la compleja condición humana, con sus vaivenes y variaciones, muy limitado será el margen de perdón que sirva de rasero a nuestra existencia. Porque dependiendo de la flexibilidad de nuestra alma así será la rapidez o lentitud con que sanemos la afrenta, la invectiva, la maledicencia. Es nuestra capacidad de perdonar la que determina la emergencia de reconciliarnos, de amigarnos con el desleal, de construir escenarios o situaciones para restablecer la confianza fracturada, el lazo familiar roto por largo tiempo.

Aunque también vale la pena señalar que la reconciliación exige que una de las partes contrariadas o las dos, si es necesario, asuman la falta, el error y lo reconozcan; esa genuina confesión es la que pone en marcha el dinamismo de la reconciliación. Y ese es uno de los principales escollos para que no fluya la avenencia como deseamos; lo común, bien sea por orgullo o soberbia, es negarse a ese gesto de confesión, o asumir el silencio o el alejamiento. Por eso, porque creemos que reconocer nuestras debilidades o torpezas es un indicio de debilidad es que nos amargamos la vida, llevando una llaga abierta, acumulando sinsabores, clamando desde el fondo de nuestro ser el momento liberador de la reconciliación. Si no asumimos la falta, siempre el reconciliarse será una ilusión, una gracia negada. Es en el genuino reconocimiento de la afrenta o la fechoría, en ese autoexamen casi siempre expresado en una verdad, donde reside la almendra de la reconciliación.

Quizá este tiempo de navidad, este ambiente de hermandad abundante, sea una época favorable para que florezca la reconciliación. Todo a nuestro alrededor confluye para resarcir, avenir, apaciguar u ofrecer el abrazo pacifista. La alegría campea y el alimento servido a la mesa sirve de motivo unificador. La música y las luces, el viejo pesebre o el arbolito con sus figuras iridiscentes y sus regalos de colores vistosos, hacen más fácil las expresiones cariñosas y la indulgencia de las injurias o los agravios. Aprovechemos, entonces, la magia de la navidad para convertir nuestros actos y nuestras palabras en manifestaciones de reconciliación.

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