Me gusta creer que estos días navideños traen consigo un aire de reconciliación o una disposición hacia la concordia entre los hombres. Hay como un ánimo para hacer las paces o, al menos, renace la actitud de perdonar, de abrir los brazos para suturar viejas heridas o restablecer la armonía en nuestras relaciones. Tal vez ese ambiente de reconciliación pueda multiplicarse si reflexionamos un poco sobre el significado mismo de esta práctica del cuidado de sí y de los otros.

Para empezar habría que resaltar el valor de la reconciliación al momento de resolver los conflictos cotidianos. Si hay en cada uno de nosotros una voluntad de no agrandar los problemas o no pasar a soluciones violentas, más fácil resultará convivir en pareja, habitar con los vecinos, sentirnos parte de una comunidad. No es bueno andar recordando pequeñas ofensas o acumulando odio en nuestro corazón. Disponer esa actitud hacia la reconciliación es la clave para no dejar que se nos emponzoñe el alma con los rencores o la agobiante venganza y también es una forma de sabiduría para comprender en los demás los errores, las omisiones, las faltas cometidas contra nosotros. Digamos que la persona dispuesta a reconciliarse se recupera con facilidad de las ofensas y puede más fácilmente ver soluciones a las dificultades que la obcecación o la inquina se niegan a reconocer.

Pero la reconciliación necesita un cultivo de base para que crezca y dé sus frutos. Si no se tiene un pecho de amplios límites, si nuestro espíritu es demasiado estrecho para entender la compleja condición humana, con sus vaivenes y variaciones, muy limitado será el margen de perdón que sirva de rasero a nuestra existencia. Porque dependiendo de la flexibilidad de nuestra alma así será la rapidez o lentitud con que sanemos la afrenta, la invectiva, la maledicencia. Es nuestra capacidad de perdonar la que determina la emergencia de reconciliarnos, de amigarnos con el desleal, de construir escenarios o situaciones para restablecer la confianza fracturada, el lazo familiar roto por largo tiempo.

Aunque también vale la pena señalar que la reconciliación exige que una de las partes contrariadas o las dos, si es necesario, asuman la falta, el error y lo reconozcan; esa genuina confesión es la que pone en marcha el dinamismo de la reconciliación. Y ese es uno de los principales escollos para que no fluya la avenencia como deseamos; lo común, bien sea por orgullo o soberbia, es negarse a ese gesto de confesión, o asumir el silencio o el alejamiento. Por eso, porque creemos que reconocer nuestras debilidades o torpezas es un indicio de debilidad es que nos amargamos la vida, llevando una llaga abierta, acumulando sinsabores, clamando desde el fondo de nuestro ser el momento liberador de la reconciliación. Si no asumimos la falta, siempre el reconciliarse será una ilusión, una gracia negada. Es en el genuino reconocimiento de la afrenta o la fechoría, en ese autoexamen casi siempre expresado en una verdad, donde reside la almendra de la reconciliación.

Quizá este tiempo de navidad, este ambiente de hermandad abundante, sea una época favorable para que florezca la reconciliación. Todo a nuestro alrededor confluye para resarcir, avenir, apaciguar u ofrecer el abrazo pacifista. La alegría campea y el alimento servido a la mesa sirve de motivo unificador. La música y las luces, el viejo pesebre o el arbolito con sus figuras iridiscentes y sus regalos de colores vistosos, hacen más fácil las expresiones cariñosas y la indulgencia de las injurias o los agravios. Aprovechemos, entonces, la magia de la navidad para convertir nuestros actos y nuestras palabras en manifestaciones de reconciliación.