Mucho le debo a Umberto Eco. Más al semiólogo que al novelista. Gracias a él, me adentré en el campo de la semiótica. Con sus libros logré apropiar otro tipo de mirada sobre los objetos, las personas, la vida y la cultura.
Mi biblioteca es un testimonio de esa influencia prolífica. El tratado de semiótica general fue un libro de cabecera durante el tiempo en que tenía a mi cargo la cátedra de semiótica en la Facultad de Comunicación Social de la Universidad Javeriana. El texto, al volverlo a observar, está lleno de subrayados y glosas, con apuntes sueltos dentro de sus páginas, y se nota bastante maltratado por el uso. Cuántos aprendizajes, cuántas discusiones en clase, cuántos trabajos inspirados en este italiano que me ayudó a tomar distancia de la vida cotidiana, a aprender a clasificar y codificar, a leer las imágenes y los medios masivos de comunicación. Fue Eco el que me llevó a conocer a Peirce, Hjelmslev y a Sebeok, y fue por él que descubrí la riqueza de la abducción, la importancia de la inferencia y los indicios para comprender mejor el no siempre transparente comunicar de los signos. Mensajes y textos dejaron de ser para mí asuntos insignificantes y adquirieron una trascendencia al punto de volverlos temas de investigación o problemas para mi propia agenda intelectual. De toda esa época da fe mi libro La cultura como texto. Lectura, semiótica y educación, publicado por la Universidad Javeriana de Bogotá.
Considero que Eco también me abrió un campo de interés sobre el papel del lector y la estructura de los textos. De él es la idea de que el texto es “una máquina perezosa que exige del lector un arduo trabajo cooperativo”. Eco me llevó a entender que hay un “lector modelo” y que la interpretación de un texto, aunque puede ser múltiple, siempre dependerá del yunque de la literalidad. Haciendo una retrospectiva considero que su ensayo “Intentio lectoris. Apuntes sobre la semiótica de la recepción”, contenido en el libro Los límites de la interpretación, fue un dispositivo potente para entender las relaciones entre la semiótica y la hermenéutica. Es decir, constatar que sin el andamiaje conceptual del estructuralismo es difícil tener una buena explicación de los textos y, sin herramientas interpretativas, poco lograremos comprenderlos. Eco me animó a usar los textos, a descomponerlos paso a paso y luego reconstruirlos buscando recomponerlos en su significado.
De otra parte, Umberto Eco fue un pensador, un incitador a escudriñar el envés de las cosas. Sus ensayos contenidos en La estrategia de la ilusión (“Crónicas de la aldea global” o “Leer las cosas”) o en De los espejos y otros ensayos (“Signos, peces y botones. Apuntes sobre semiótica, filosofía y ciencias humanas”) o Apocalípticos e integrados (“Apuntes sobre la televisión”) evidencian que la estética, la filosofía, la arquitectura, la narrativa, Supermán o Charlie Brown, las estructuras narrativas de Ian Fleming, la moral, las creencias, el fútbol, el lenguaje… todo pasó por la mente analítica de Umberto Eco. Sigue pareciéndome que sus aportes a la teoría literaria y su testimonio de los recursos usados para crear ficción son, además de importantes, útiles para los que intentamos enseñar las técnicas del oficio de escribir. Su pequeño libro Apostillas a El nombre de la rosa es un excelente manual o una poética contemporánea sobre el arte de narrar historias.
La estructura ausente, Semiótica y filosofía del lenguaje, La definición del arte, Obra abierta, Kant y el ornitorrinco, El superhombre de masas, La búsqueda de la lengua perfecta, El vértigo de las listas, Decir casi lo dicho, A paso de cangrejo… Libros y libros fruto de sus análisis o de propuestas para desentrañar un tópico, una costumbre, un fenómeno social. A veces los ojos de Eco desnudaron asuntos de la sociedad de consumo, de la política y la sociedad actuales o presentaron lecturas innovadoras de autores clásicos o de su querida edad media. Y aunque se lo presentaba como un intelectual brillante, sigo creyendo que fue un gran lector crítico, un académico multidisciplinar, un aventurero y conocedor profundo del mundo de los libros, un investigador en el sentido primero del término: o sea, un buscador de indicios, de síntomas y señales ocultas en ese gran tejido de la cultura.
Sirvan estos párrafos como una manera de rendir un homenaje a este maestro en la distancia y una invitación a no olvidar su legado de la semiótica, una disciplina vital en una época como la nuestra. La disciplina de los signos puede ser un filtro para develar un estilo de vida centrado en la superficialidad y el consumismo, una lente potente para defendernos de la información amañada y manipuladora, y un remedio de lucidez para no caer en el fanatismo o la intolerancia generalizada.
Como parte del Nivelatorio organizado para los estudiantes de la Maestría en Docencia de la Facultad de Ciencias de la Educación de la Universidad de La Salle, les propuse la redacción de una etopeya. Es decir, una descripción de los rasgos morales o de carácter, los gustos, y las cualidades y defectos más significativos de cada uno de ellos. Las indicaciones entregadas señalaban una ruta de trabajo para realizar el ejercicio:
Haga un discernimiento sobre cómo es usted en su dimensión moral y temperamental. Sea justo en esa apreciación. No se engañe o pretenda ser lo que no es. Identifique los valores esenciales que lo rigen y las creencias fundamentales sobre las que ha construido su identidad. Ubique esos rasgos de su interioridad permanentes o repetitivos; repase a lo largo de su vida las virtudes o los defectos que han gobernado su existencia. Trate de no idealizar o simular ese retrato de sí mismo. A partir de esa reflexión redacte un primer texto. No se preocupe en este momento por la precisión semántica, la coherencia en la sintaxis o las normas de puntuación. Lo importante acá es dejar fluir ese primer diagnóstico de su personalidad.
Hecha esa primera descripción, hable con conocidos (familiares, amigos, alumnos…) sobre cómo lo perciben o qué rasgos de conducta son los más predominantes de su carácter. No cuestione esas percepciones; escuche y tome nota. Rememore también lo que dicen de usted personas con las cuales ha tenido alguna desavenencia o que ya no hacen parte de sus afectos. Medite sobre esas percepciones. Enseguida, haga un segundo borrador de su retrato íntimo incluyendo rasgos personales percibidos por otros.
Con ese insumo, ahora sí escriba la versión casi terminada de su etopeya. Revise la ortografía de cada palabra. Tenga presente la cohesión entre las ideas. Relea varias veces el texto. Piense en un lector y, si es necesario, cambie o busque un término más preciso. Concluya la redacción y déjela reposar por unos días. Vuelva a ella y afine o corrija lo que considere necesario.
Ahora sí, escriba en el computador su etopeya definitiva. Recuerde la extensión y las instrucciones dadas en clase. Tenga presente que su texto va a ser “público”. Es decir, lo van a leer otros y, en esa medida, merece un cuidado tanto en el contenido como en la forma. No deje esta labor para el último día. Recuerde: su texto es una carta de presentación de usted mismo.
El tiempo para elaborar el escrito era de 15 días. El resultado como podrá leerse más adelante fue bastante significativo. Las ganancias, según manifestaron en una pequeña encuesta realizada después de entregada la etopeya, son muchísimas. Los maestrantes dijeron que con este ejercicio habían “logrado conocerse mejor”, “buscar en el fondo de su ser y poderlo exteriorizar”, “reafirmar la parte humana”, “entrar en un diálogo problémico y de contraste”… y también aprendieron la importancia de “buscar adjetivos precisos”, el valor de reescribir, y que al realizar las diferentes versiones y la relectura de las mismas “pudieron corregir errores que de pronto antes se dejarían pasar por alto”.
Pero fue en el punto de las dificultades al redactar la etopeya donde se expresaron con mayor extensión. Transcribo un buen número de las respuestas de los maestrantes: “primero completar las 15 líneas y después reducirlo a 15 líneas”, “seleccionar los adjetivos y cualidades que mejor me describieran y definieran”, “especificar las características que me describen sin demeritar o exagerar”, “la utilización de los conectores”, “reducir información”, “encontrar un estilo y ritmo para expresar lo que se quería decir”, “hablar de mis defectos y cualidades”, “ser concreto y comprender lo que dicen los demás de mí”, “enfrentarse con mis demonios”, “hablar de sí, descubrir las debilidades y reconocerlas y permitir que otros lo vean”, “precisar, acortar, discriminar información para dejar lo más puntual pero también lo que fuera más efectivo para el ejercicio”, “lograr las 15 líneas ya que mi escrito había soprepasado la instrucción”, “reconocer mis debilidades”, “poder explicar la idea que tengo en mi mente”, “escoger aspectos principales para plasmar”, “no repetir tantas veces alguna palabra”, “conexiones entre frases”, “no saber cómo colocar y acomodar tantas ideas”, “no caer en la repetición”, “no parecer pesimista”, “las palabras, el léxico, la gramática”, “la cantidad de líneas”, “la poca cohesión de las ideas”, “acotar lo que más podía las ideas para que fueran sólo quince líneas”, “tuve dificultad con la extensión, al principio muy breve y luego extenso”, “conseguir el sinónimo adecuado para remplazar palabras muy comunes”, “no sabía por dónde comenzar, y no sabía si escribirlo en primera o tercera persona”, “encontrar un estilo para realizarla”, “poner bien los signos de puntuación”, “escribir bonito”, “encontrar la forma de plasmar las características propias y redactar muy bien”, “al escribirla tres veces, cada vez cambiaban ideas que pensaba tener definidas”, “buscar las palabras precisas para la hacer la descripción”, “no dejar el escrito como una mera enumeración de cualidades y/o defectos, sino darle forma”, “el no saber exactamente por dónde comenzar”, “conectar las palabras y el vocabulario correcto”, “encontrar una persona que quisiera decirme mis defectos”, “encontrar mis debilidades, defectos, pero sobre todo valorar mis virtudes”, “organizar y seleccionar la información”.
Analizadas rápidamente estas dificultades podrían agruparse en varios campos: unas referidas a la intimidad de la persona (reconocer defectos y cualidades), otras centradas en la organización de las ideas (seleccionar y colocar), otras en la redacción (vocabulario y conectores), y otras más en seguir las instrucciones indicadas (extensión, buscar conocidos).
A pesar de todas esas dificultades, el producto final muestra una preocupación tanto en el contenido de lo expresado como en el cuidado al momento de redactarlo. Por supuesto, a veces la puntuación inadecuada fractura los textos y, en otros casos, es la ausencia de conectores la causante de que las ideas se muestren poco cohesionadas. De igual modo se puede notar en un grupo de escritos una baja competencia lexical para describir un temperamento o para precisar ciertas cualidades morales. Todo ello, y eso es importante señalarlo, hace parte de las dificultades de entrada de los maestrantes en el terreno de la escritura.
No se piense por lo anterior que no hay entre los escritos presentados etopeyas de gran calidad. He elegido tres de ellas como una forma de exaltar dicho trabajo y como ejemplos de gran calidad al hacer un retrato moral. El primer texto, que cumple todas las condiciones previstas, es el de Kelly Johanna Mejía Sierra. Leámoslo:
“Es mi alegría, la tranquilidad de mi vida. Mi libertad es un cantor que me sigue con lealtad. No hay dinero que me lleve a donde no quiero estar. Tan crédula como incrédula, tan dulce como amarga. No sé hablar de sentimientos porque soy producto de los silencios. Me llamo a mí misma humana subversiva, porque quiero revertir el orden, quiero provocar el caos, quiero volar tan alto y tan suave que nadie sienta mi vuelo sobre su cabeza. Intolerante ante la lentitud de pensamiento, ante los ojos que sólo ven un color, ante los oídos que escuchan siempre la misma voz. Soy amante de la negrura y de los sonidos que la constituyen. Me gusta sacudir mentes, sembrar dudas, cazar problemas. Me lanzo al vacío de cada lugar al que voy: lo siento, lo huelo, lo palpo, lo saboreo, lo aprendo. Terca como una mula. Perfeccionista. Orgullosa hasta morir; incluso no conozco el perdón. Seducida por momento por el poder, me ufano de tenerlo. Auténtica guerrera de la vida y como tal tosca, fuerte, sin lágrimas. No me juzgo, me protejo y me cuido. No acepto la sumisión de ideas, emociones o vicios. No me ato a nada más que a la vida misma, que vivo en la más productiva autonomía. Bailo la vida, es decir, la disfruto, la agradezco, por momentos le imprimo velocidad, en otros reduzco la intensidad, pero nunca, nunca dejo de bailar”.
La segunda etopeya es de la autoría de Angélica María del Mar Rodríguez Murcia. Leamos cada una de las 15 líneas:
“Bogotana altruista, con vocación de servicio y ayuda a comunidades en situaciones desfavorables. Animalista de corazón y de acción, siempre dispuesta a brindar cariño y protección sin distingo de raza o especie; amante y defensora de la naturaleza. Seria, de temperamento fuerte y en ocasiones impulsiva e irreverente. Difícil de descifrar y poco extrovertida, malinterpretada y constantemente juzgada dentro del entorno familiar y social por mis manifestaciones de regocijo y espontaneidad. Contadas personas comprenden mi forma de pensar y proceder, debido a su cercanía y trato diario. Agradezco a Dios cada detalle y día en mi vida, porque representan motivos de reflexión y alegría. Valoro a mis padres, hermanos y escasos amigos, por eso disfruto de su apoyo y compañía. Gozo de un alto nivel cognitivo y capacidad comunicativa, características que enriquecen mi labor docente y permiten desempeñarme en otros campos de acción. Sin embargo me lleno de ansiedad al pensar en la realización de mis proyectos e ilusiones, me esfuerzo por hacer las cosas bien y generar bienestar en el ambiente de trabajo. Me disgusta la rutina, la inequidad, la mentira, la pereza. Soy responsable y optimista, amiga incondicional, hija amorosa y consentida. Mujer honesta, generosa, competente, creativa y decidida”.
El último escrito es de Alexander Zuluaga Jaramillo. He aquí otra etopeya que, como decía uno de los textos de consulta sugeridos, es “un buen ajuste de cuentas con nuestro yo íntimo”:
“Es difícil analizarme y decir con mis palabras quién soy, es más fácil hablar, describir y observar a los demás. Pero si hay algo que tengo, es mi sinceridad, seriedad, lealtad y compromiso en todo lo que hago a cualquier nivel. Seriedad entendida en términos de exigencia conmigo, no ese tipo de exigencia implacable y vertical que me convertirían en un psicorígido. De hecho, soy buen amigo y muchas veces antepongo mis intereses por encima de las necesidades de los demás. Me encanta molestar, hacer un chiste, salir con un apunte que permita que mis amigos y los que me conocen rían todo el tiempo. Tal vez, esa es una forma de ocultar mi timidez porque de hecho soy muy introvertido. Gracias a esto me relaciono con facilidad y puedo hacer amigos a donde quiera que vaya. Es esto lo que me permite conocer otras formas de pensamiento y sacar de cada individuo todo aquello que pueda aportar a mi vida y a mi formación. Sin embargo, los que me conocen y están más cerca me ven como una persona muy estricta, de mal genio y demasiado ególatra. Dicen que proyecto miedo y cara de pocos amigos. Aspectos que no logro entender, pero sé que debo examinarme, trabajar y mejorar para que personas tan importantes como mis estudiantes y los que me rodean tengan más confianza y seguridad en mí, y que yo pueda en un acto recíproco cambiar y aportar a los demás”.
Concluyo este balance del primer ejercicio del Nivelatorio subrayando dos bondades de la etopeya para estudiantes de posgrado, en el campo educativo. El primer beneficio apunta a cualificar las habilidades para describir; es decir, ampliar nuestro bagaje lingüístico, contar con un repertorio de palabras apropiadas para cada objeto, hecho o situación y, en especial, tener un conjunto de conectores a la mano para ligar esas unidades del discurso. La segunda utilidad tiene que ver con la mediación de la etopeya para el redescubrimiento de sí, con el yunque de la escritura para recomponer y dotar de significado un sujeto. Tal bondad es vertebral para los educadores porque sin ese autoexamen será muy difícil establecer una relación pedagógica consciente e intencionada con sus estudiantes.
Michel Foucault y “El zapatero” de Salomon Iudovin.
En una entrevista concedida a J.K. Simon, y publicada en Partisan Review en 1971, Michel Foucault afirmaba: “Cuando imparto una clase magistral un poco dogmática, me digo a mí mismo: se me paga para proporcionar a los estudiantes una determinada forma y un determinado contenido de saber; debo fabricar mi conferencia o mi curso un poco como se fabricaría un zapato; ni más ni menos”. He aquí la tesis de base de Foucault que nos interesa explorar: la cátedra magistral como una obra de zapatería.
Si nos adentramos en la red sugerente de la analogía, podríamos descubrir que antes de empezar a confeccionar una cátedra, debemos conocer la materia prima con la que pensamos confeccionar nuestro zapato. Mejor aún, tenemos que empezar por trabajar el cuero. Iniciar una preparación del campo de conocimiento en donde quepan el depilado, el descarnado de las ideas en bruto. Digamos que en este primer momento, el catedrático debe desbastar el tema o el problema que desea presentar de una serie de aditamentos o impurezas, de las capas propias de la opinión, del lugar común, o de lo inmediato. Y, para seguir con la analogía, muchas de esas ideas tienen que llevarse al remojo; otras, hay que someterlas a la prueba del batán; y otras más, necesitan de curtientes especiales. Para el caso de Michel Foucault este momento correspondía a su rutina de archivista, a la visita diaria a la Bibliothèque Nationale, o a esa otra rutina que llevó a cabo en la Universidad de Upsala, en Suecia: “cada día, entre las diez y las cuatro de la tarde, desaparecía en los archivos, buscando inspiración”, según nos lo cuenta James Miller en su biografía. Tiempo para leer y marcar diferentes textos de arte, literatura, filosofía, ciencia, historia…
Digamos que todo este proceso preliminar corresponde a la etapa del acopio de la información. Es una larga tarea de investigación en donde nuestras manos pueden o deben adquirir algunas callosidades. Más de una vez tendremos que martillar sobre algún tema; y más de una vez echaremos mano del cuchillo de desborrar para limpiar aspectos confusos o aparentemente sencillos. Trabajo de investigación: búsqueda de indicios en una obra de teatro, en un poema, en un pintor; en una noción, una institución, un concepto científico o, para decirlo en palabras de Foucault, “búsqueda de los murmullos, de lo que está muy adentro de la torre de homenaje del Castillo (…) Afinación extrema del oído, inclinación hacia ese murmullo del mundo”.
Con el cuero ya listo, podemos pasar, ahora sí, al segundo paso de la elaboración de nuestra cátedra. El cortado. Esta tarea es de análisis, de desmontaje, de “puesta en observación”. Descomponer, desarmar. Lo que ya hemos acopiado, el material que hemos ido recogiendo debemos ahora someterlo a hormas, a plantillas. A patrones de mirada. El cortado responde a la delimitación del tema, a la carta de navegación del curso, a la parcelación de un contenido, a la división de un campo de conocimiento. Esta tarea de corte, de fina experticia con la chaira, nos advierte no sólo del tajo que debemos hacer a la complejidad del asunto, sino del tiempo real de que disponemos para nuestra exposición, y de las características de nuestro auditorio. En Foucault este momento corresponde a la “arqueología” y a la “doxología”, es decir, a diferentes niveles y formas de análisis. Etapa de filología, para hacer precisiones conceptuales o para establecer “relaciones asimétricas”; tiempo para establecer el “polimorfismo de los elementos”; espacio para hacer converger, como aspiraba Foucault, la ficción y la reflexión. Recordemos lo que decía: “que la ficción trabaje dentro de la verdad (…), para que fabrique algo que aún no existe”.
Teniendo las piezas precisas en la mano: con qué vamos a abrir la conferencia (la puntera), cuáles van a ser nuestros argumentos de base (los contrafuertes), cuáles nuestras fuentes principales (el tacón)…, empezamos la tercera fase en la elaboración de nuestra cátedra. El cosido. Podríamos decir que en esta fase tenemos que darle una unidad, un cuerpo a lo que hasta ahora teníamos por separado. Si antes hablábamos de análisis; ahora deberíamos decir, síntesis. El catedrático tiene que usar la lezna y el hilo, los brabantes; las colas, las puntillas. Se trata de darle un orden a la exposición, un norte. Circuir, pegar, reforzar, enjaretar, montar, asentar… Es en esta parte del cosido del zapato cuando, en verdad, proponemos, postulamos o lanzamos nuestra tesis. Para seguir con Foucault, este momento del cosido de la cátedra correspondía a “tejer la tela de araña” de su artefacto intelectual con hilos de diferente clase y calidad: “demostraciones, pruebas de documentación histórica, referencia a textos, recurso a comentarios especializados, interpretación de relaciones entre ideas y hechos; propuestas de hipótesis explicativas…”.
Subrayemos de una vez que, en una genuina cátedra magistral, el saber que se transmite es un saber articulado a partir de un cosido personal. Quien se lanza a ocupar esa silla elevada, esa cátedra, para ser magistral debe poseer un planteamiento particular, propio. Es en esta costura de la tesis personal, donde reside la calidad del zapato.
Quedaría un último aspecto por comentar. El pulimento de la cátedra. Cómo darle brillo, cómo darle lustre a nuestro zapato. Necesitamos, entonces, conocer ciertas técnicas de acabado, de repujado; ciertas finuras de la puesta en escena. Foucault leía su conferencia, en un auditorio en penumbra, alumbrado por una pequeña lámpara. Según cuentan los que asistieron a sus conferencias, “parecía un alquimista cuando revolvía su montón de notas”; un sumo sacerdote oficiando una “misa solemne laica”. Su habla era rápida pero potente, regulada; sus manos y sus gestos servían de escenografía a su palabra. Entonces, para lustrar nuestro zapato debemos echar mano de otras herramientas de nuestra comunicación no verbal, de las figuras retóricas, del manejo del espacio y del desplazamiento dentro del auditorio. De alguna manera, decía Michel Foucault, quien asume la cátedra magistral está expuesto, se expone como en un circo o un teatro. El catedrático se parece más a un acróbata o un actor. Por lo mismo, se requieren ciertas fantasías que atrapen la motivación del auditorio, que jalen su atención hacia la vitrina. Que pongan al espectador en la zona de lo llamativo.
Lo que sigue, ya no le compete al zapatero. Foucault afirmaba que su trabajo de artesano consistía en «concebir un objeto, tratar de trabajarlo lo mejor que podía, hacer un esfuerzo, llevar el objeto a la sala de conferencias, mostrarlo…, y dejar al público libre para que hiciera el uso que le placiera de él». “Yo vendo herramientas”, le había dicho en una entrevista a Jean-Louis Ezine, en 1975. Sus textos o sus conferencias eran “un juego de herramientas que podrían usarse o descartarse”. Por eso mismo, Foucault consideraba que la cátedra magistral comportaba una “honestidad en bruto”, consistente en dejar libre al espectador para la crítica o las objeciones. Aunque despotricaba de “la soledad propia del conferencista” –y más tratándose del Collège de France– le parecía la forma más idónea para “presentar un saber”.
El ser de la cátedra, según Foucault, respondía a “una determinada forma” y a un “determinado contenido de saber”. De allí su relación con la artesanía. No se trataba tan sólo de transmitir unos conocimientos, sino de dotarlos de una forma capaz de ganar la adhesión o la repulsa de los espectadores. Para Foucault, había que fabricar ese conocimiento, darle el toque manual, someterlo a lo que él denominaba “cierto cuidado técnico”. Recordemos una vez más su método: “estudiar, cartografiar, organizar”. No parece gratuita, entonces, la analogía propuesta por Foucault para explicar su trabajo de catedrático: proceder como un zapatero. En esa comparación, además de señalarse una postura ante el saber, hay implícita una manera de comprender la diferencia entre enseñar mediante la cátedra o a partir del seminario. Foucault afirmaba: “me considero más un artesano que fabrica un objeto, y lo ofrece al consumo, que un amo que hace trabajar a sus esclavos”. Foucault prefería la cátedra porque, según él, evitaba el paternalismo, la tiranía o el despotismo que podía surgir de tener unos pocos estudiantes. Aunque también indicó el riesgo de esta forma de enseñanza: la cátedra puede afianzar el elitismo, debido a que la relación entre el maestro y el alumno se hace más distante.
Nos quedan aún otras cosas por decir: la cátedra magistral, al menos la llevada a cabo por Foucault, está soportada en la escritura. Lo que se presenta ante el público, ante los oyentes, corresponde a “un trabajo que tiene sus hipótesis y sus métodos”, a un objeto preparado con anterioridad. Y lo que se lee ante el auditorio es la huella de dicha investigación. La escritura viene siendo como el aval de la oralidad del conferencista. No olvidemos que Foucault no consideraba sus conferencias sólo como una actividad de enseñanza, “sino más bien como una especie de ‘control público’ de su trabajo”. Quizá, quien ocupe esa silla elevada, la cátedra, debería primero mirar hacia atrás y descubrir si en su recorrido docente ha habido una considerable producción intelectual que garantice ocupar ese lugar. Hagamos memoria del largo proceso que se sigue para presentar la conveniencia o la necesidad de abrir una cátedra en el Collège de France, de la selectiva postulación de un nombre para hacerse merecedor de dicha plaza, y de la exigencia previa del “proyecto de enseñanza” pedido al candidato. Como quien dice, a la cátedra se llega después de haber dado fe de un trabajo investigativo, de haber publicado, de haber convivido durante un largo tiempo con una serie de problemas o de preguntas. La cátedra no es un lugar de inicio sino un sitial de llegada. Más que un ejercicio de docencia juvenil es el sitio para la enseñanza madura.
CAJÓN DE ZAPATERO
Didier Eribon, Michel Foucault, editorial Anagrama, Barcelona, 1992.
Michel Foucault, Genealogía del racismo, ediciones de La Piqueta, Madrid, 1992.
Michel Foucault, Estrategias de poder (Obras esenciales, Volumen II), ediciones Paidós, Barcelona, 1999.
David Macey, Las vidas de Michel Foucault, ediciones Cátedra, Madrid, 1995.
James Miller, La pasión de Michel Foucault, editorial Andrés Bello, Barcelona, 1996.
(De mi libro Educar con maestría, Ediciones Unisalle, Bogotá, pp. 49-52).
Es común pensar que la relectura sea una dificultad cuando, en verdad, es una de las estrategias para lograr la comprensión de un texto. Veamos por qué “leer más de una vez” es uno de los recursos privilegiados de los lectores expertos.
La relectura nace de entender que la comprensión de un texto o un libro no es algo inmediato. Más bien es el fruto de volver una y otra vez –como los bueyes en el arado– sobre las líneas de un párrafo. No hay la pócima mágica de la lectura rápida o la comprensión inmediata. Es esa continua labor de avance y retroceso la que va construyendo o develando el sentido, el significado profundo de un artículo o una obra escrita. Releer es la forma como las palabras se convierten en indicios y las ideas hallan un vínculo. Si no releyéramos difícilmente encontraríamos los hilos con los cuales están amarrados los textos.
Además, la relectura contribuye a subsanar la desatención, la distracción o la falta de concentración. Digamos que al releer aplicamos un corrector sobre estas “anomalías” del lector descuidado. Hasta podría afirmarse que al releer se recupera el interés o, al menos, se lanzan salvavidas para mantener a flote la motivación o no dejar hundir la náufraga curiosidad. Si hay relectura se pueden corregir muchos olvidos y percibir los asuntos vertebrales de un escrito. Por eso es recomendable, si es la falta de vigilancia o la inadvertencia las que gobiernan al lector, obligar al ojo a retroceder, a volver sobre sus pasos para recuperar información relevante o para explorar el significado de una palabra desconocida. En un proceso de lectura tales retrocesos no son pérdida de tiempo sino seguras formas de avanzar en el viaje de la comprensión.
Aquí vale la pena agregar que la relectura es una aliada eficaz para discriminar la información entretejida en un texto. Al releer pasamos por un tamiz la avalancha de frases que corren de un lado a otro en un párrafo. Mediante la relectura sopesamos las ideas sustanciales de otras que son ancilares o de poco valor comunicativo. Es releyendo como se puede ir estableciendo una jerarquía entre las ideas y cómo, poco a poco, se rearma la estructura de un texto. Releyendo reconocemos las ideas-fuerza, releyendo entrevemos la disposición de los elementos y su relación con el conjunto, releyendo apreciamos el esqueleto de un escrito y cómo se produce la coherencia entre los diversos fragmentos. Si no fuera por la relectura viviríamos en el “presentismo” de lo inmediato (del término próximo y solitario) y seríamos incapaces para dar cuenta de la globalidad, del objetivo final, del mensaje transversal que subyace en cualquier texto. O para decirlo de otra manera, nos convertiríamos en lectores de palabras y seríamos incapaces para entender un discurso.
Eso en cuanto a la relectura durante el acto de leer. Pero habría que agregar otra cosa. Por ejemplo, la utilidad de la relectura una vez concluido el primer asedio a un texto. Cuando así procedemos, comprendemos mejor lo que en la primera lectura parecía extraño o inexplicable. Si uno lee un texto por segunda vez tendrá otras claves para descifrar lo que un inicio era un total enigma. Esta segunda lectura estaría soportada en un mapa de orientación proporcionado por el primer recorrido en el escrito. Y esa carta de navegación permitirá descubrir dónde lo que veíamos intrascendente es un hito de gran significación o aquello que parecía una vía jugosa no era más que un desvió sin importancia. Cuando se lee por segunda vez un escrito se tiene una mirada de ave, de planeador, de gran plano que posibilita apreciar el paisaje y, desde esa perspectiva, ubicar con precisión los diversos accidentes de un texto.
Y yendo un poco más lejos, la relectura guarda unos lazos con el tiempo y el recuerdo. Me refiero al placer y la sorpresa que da volver a releer un libro después de pasados unos meses o varios años. Aquí sucede algo maravilloso: releer es un ejercicio de rememoración –en el sentido platónico–, es como reencontrarnos con antiguos amigos, con lugares ya visitados o con seres que hicieron parte de nuestra vida pasada. Muchas características serán reconocidas y otras nos parecerán inéditas o totalmente desconocidas. Eso puede comprobarse en los subrayados que hicimos en aquellas obras. Pero lo interesante de este reencuentro propiciado por la relectura es que nos muestra otra particularidad del leer: su dinamismo, su movilidad incesante. No se lee siempre lo mismo porque no permanecemos iguales en el tiempo; no hay un significado inalterable porque nuestra mente evoluciona, cambia, muda, se transforma con las experiencias y los nuevos conocimientos. De allí que la relectura sea una manera de captar esas transformaciones sutiles de nuestra conciencia y un intento por darle a nuestra imaginación las alas fuertes de la memoria.