
Michel Foucault y “El zapatero” de Salomon Iudovin.
En una entrevista concedida a J.K. Simon, y publicada en Partisan Review en 1971, Michel Foucault afirmaba: “Cuando imparto una clase magistral un poco dogmática, me digo a mí mismo: se me paga para proporcionar a los estudiantes una determinada forma y un determinado contenido de saber; debo fabricar mi conferencia o mi curso un poco como se fabricaría un zapato; ni más ni menos”. He aquí la tesis de base de Foucault que nos interesa explorar: la cátedra magistral como una obra de zapatería.
Si nos adentramos en la red sugerente de la analogía, podríamos descubrir que antes de empezar a confeccionar una cátedra, debemos conocer la materia prima con la que pensamos confeccionar nuestro zapato. Mejor aún, tenemos que empezar por trabajar el cuero. Iniciar una preparación del campo de conocimiento en donde quepan el depilado, el descarnado de las ideas en bruto. Digamos que en este primer momento, el catedrático debe desbastar el tema o el problema que desea presentar de una serie de aditamentos o impurezas, de las capas propias de la opinión, del lugar común, o de lo inmediato. Y, para seguir con la analogía, muchas de esas ideas tienen que llevarse al remojo; otras, hay que someterlas a la prueba del batán; y otras más, necesitan de curtientes especiales. Para el caso de Michel Foucault este momento correspondía a su rutina de archivista, a la visita diaria a la Bibliothèque Nationale, o a esa otra rutina que llevó a cabo en la Universidad de Upsala, en Suecia: “cada día, entre las diez y las cuatro de la tarde, desaparecía en los archivos, buscando inspiración”, según nos lo cuenta James Miller en su biografía. Tiempo para leer y marcar diferentes textos de arte, literatura, filosofía, ciencia, historia…
Digamos que todo este proceso preliminar corresponde a la etapa del acopio de la información. Es una larga tarea de investigación en donde nuestras manos pueden o deben adquirir algunas callosidades. Más de una vez tendremos que martillar sobre algún tema; y más de una vez echaremos mano del cuchillo de desborrar para limpiar aspectos confusos o aparentemente sencillos. Trabajo de investigación: búsqueda de indicios en una obra de teatro, en un poema, en un pintor; en una noción, una institución, un concepto científico o, para decirlo en palabras de Foucault, “búsqueda de los murmullos, de lo que está muy adentro de la torre de homenaje del Castillo (…) Afinación extrema del oído, inclinación hacia ese murmullo del mundo”.
Con el cuero ya listo, podemos pasar, ahora sí, al segundo paso de la elaboración de nuestra cátedra. El cortado. Esta tarea es de análisis, de desmontaje, de “puesta en observación”. Descomponer, desarmar. Lo que ya hemos acopiado, el material que hemos ido recogiendo debemos ahora someterlo a hormas, a plantillas. A patrones de mirada. El cortado responde a la delimitación del tema, a la carta de navegación del curso, a la parcelación de un contenido, a la división de un campo de conocimiento. Esta tarea de corte, de fina experticia con la chaira, nos advierte no sólo del tajo que debemos hacer a la complejidad del asunto, sino del tiempo real de que disponemos para nuestra exposición, y de las características de nuestro auditorio. En Foucault este momento corresponde a la “arqueología” y a la “doxología”, es decir, a diferentes niveles y formas de análisis. Etapa de filología, para hacer precisiones conceptuales o para establecer “relaciones asimétricas”; tiempo para establecer el “polimorfismo de los elementos”; espacio para hacer converger, como aspiraba Foucault, la ficción y la reflexión. Recordemos lo que decía: “que la ficción trabaje dentro de la verdad (…), para que fabrique algo que aún no existe”.
Teniendo las piezas precisas en la mano: con qué vamos a abrir la conferencia (la puntera), cuáles van a ser nuestros argumentos de base (los contrafuertes), cuáles nuestras fuentes principales (el tacón)…, empezamos la tercera fase en la elaboración de nuestra cátedra. El cosido. Podríamos decir que en esta fase tenemos que darle una unidad, un cuerpo a lo que hasta ahora teníamos por separado. Si antes hablábamos de análisis; ahora deberíamos decir, síntesis. El catedrático tiene que usar la lezna y el hilo, los brabantes; las colas, las puntillas. Se trata de darle un orden a la exposición, un norte. Circuir, pegar, reforzar, enjaretar, montar, asentar… Es en esta parte del cosido del zapato cuando, en verdad, proponemos, postulamos o lanzamos nuestra tesis. Para seguir con Foucault, este momento del cosido de la cátedra correspondía a “tejer la tela de araña” de su artefacto intelectual con hilos de diferente clase y calidad: “demostraciones, pruebas de documentación histórica, referencia a textos, recurso a comentarios especializados, interpretación de relaciones entre ideas y hechos; propuestas de hipótesis explicativas…”.
Subrayemos de una vez que, en una genuina cátedra magistral, el saber que se transmite es un saber articulado a partir de un cosido personal. Quien se lanza a ocupar esa silla elevada, esa cátedra, para ser magistral debe poseer un planteamiento particular, propio. Es en esta costura de la tesis personal, donde reside la calidad del zapato.
Quedaría un último aspecto por comentar. El pulimento de la cátedra. Cómo darle brillo, cómo darle lustre a nuestro zapato. Necesitamos, entonces, conocer ciertas técnicas de acabado, de repujado; ciertas finuras de la puesta en escena. Foucault leía su conferencia, en un auditorio en penumbra, alumbrado por una pequeña lámpara. Según cuentan los que asistieron a sus conferencias, “parecía un alquimista cuando revolvía su montón de notas”; un sumo sacerdote oficiando una “misa solemne laica”. Su habla era rápida pero potente, regulada; sus manos y sus gestos servían de escenografía a su palabra. Entonces, para lustrar nuestro zapato debemos echar mano de otras herramientas de nuestra comunicación no verbal, de las figuras retóricas, del manejo del espacio y del desplazamiento dentro del auditorio. De alguna manera, decía Michel Foucault, quien asume la cátedra magistral está expuesto, se expone como en un circo o un teatro. El catedrático se parece más a un acróbata o un actor. Por lo mismo, se requieren ciertas fantasías que atrapen la motivación del auditorio, que jalen su atención hacia la vitrina. Que pongan al espectador en la zona de lo llamativo.
Lo que sigue, ya no le compete al zapatero. Foucault afirmaba que su trabajo de artesano consistía en «concebir un objeto, tratar de trabajarlo lo mejor que podía, hacer un esfuerzo, llevar el objeto a la sala de conferencias, mostrarlo…, y dejar al público libre para que hiciera el uso que le placiera de él». “Yo vendo herramientas”, le había dicho en una entrevista a Jean-Louis Ezine, en 1975. Sus textos o sus conferencias eran “un juego de herramientas que podrían usarse o descartarse”. Por eso mismo, Foucault consideraba que la cátedra magistral comportaba una “honestidad en bruto”, consistente en dejar libre al espectador para la crítica o las objeciones. Aunque despotricaba de “la soledad propia del conferencista” –y más tratándose del Collège de France– le parecía la forma más idónea para “presentar un saber”.
El ser de la cátedra, según Foucault, respondía a “una determinada forma” y a un “determinado contenido de saber”. De allí su relación con la artesanía. No se trataba tan sólo de transmitir unos conocimientos, sino de dotarlos de una forma capaz de ganar la adhesión o la repulsa de los espectadores. Para Foucault, había que fabricar ese conocimiento, darle el toque manual, someterlo a lo que él denominaba “cierto cuidado técnico”. Recordemos una vez más su método: “estudiar, cartografiar, organizar”. No parece gratuita, entonces, la analogía propuesta por Foucault para explicar su trabajo de catedrático: proceder como un zapatero. En esa comparación, además de señalarse una postura ante el saber, hay implícita una manera de comprender la diferencia entre enseñar mediante la cátedra o a partir del seminario. Foucault afirmaba: “me considero más un artesano que fabrica un objeto, y lo ofrece al consumo, que un amo que hace trabajar a sus esclavos”. Foucault prefería la cátedra porque, según él, evitaba el paternalismo, la tiranía o el despotismo que podía surgir de tener unos pocos estudiantes. Aunque también indicó el riesgo de esta forma de enseñanza: la cátedra puede afianzar el elitismo, debido a que la relación entre el maestro y el alumno se hace más distante.
Nos quedan aún otras cosas por decir: la cátedra magistral, al menos la llevada a cabo por Foucault, está soportada en la escritura. Lo que se presenta ante el público, ante los oyentes, corresponde a “un trabajo que tiene sus hipótesis y sus métodos”, a un objeto preparado con anterioridad. Y lo que se lee ante el auditorio es la huella de dicha investigación. La escritura viene siendo como el aval de la oralidad del conferencista. No olvidemos que Foucault no consideraba sus conferencias sólo como una actividad de enseñanza, “sino más bien como una especie de ‘control público’ de su trabajo”. Quizá, quien ocupe esa silla elevada, la cátedra, debería primero mirar hacia atrás y descubrir si en su recorrido docente ha habido una considerable producción intelectual que garantice ocupar ese lugar. Hagamos memoria del largo proceso que se sigue para presentar la conveniencia o la necesidad de abrir una cátedra en el Collège de France, de la selectiva postulación de un nombre para hacerse merecedor de dicha plaza, y de la exigencia previa del “proyecto de enseñanza” pedido al candidato. Como quien dice, a la cátedra se llega después de haber dado fe de un trabajo investigativo, de haber publicado, de haber convivido durante un largo tiempo con una serie de problemas o de preguntas. La cátedra no es un lugar de inicio sino un sitial de llegada. Más que un ejercicio de docencia juvenil es el sitio para la enseñanza madura.
CAJÓN DE ZAPATERO
Didier Eribon, Michel Foucault, editorial Anagrama, Barcelona, 1992.
Michel Foucault, Genealogía del racismo, ediciones de La Piqueta, Madrid, 1992.
Michel Foucault, Estrategias de poder (Obras esenciales, Volumen II), ediciones Paidós, Barcelona, 1999.
David Macey, Las vidas de Michel Foucault, ediciones Cátedra, Madrid, 1995.
James Miller, La pasión de Michel Foucault, editorial Andrés Bello, Barcelona, 1996.
(De mi libro Educar con maestría, Ediciones Unisalle, Bogotá, pp. 49-52).