El rey Jorge, duque de York, y el maestro Lionel Logue, en El discurso del rey.
Formar es una aspiración y una incertidumbre. Soñamos con que podamos enseñar o contribuir en algo para que otro ser alcance algún tipo de desarrollo; nos decepcionamos al ver que a pesar de nuestros esfuerzos ha sido poco lo que hemos logrado. Una fuerza nos impulsa a continuar en nuestra tarea de maestros; otra, nos advierte del alcance limitado de nuestras intenciones.
Formar es una confianza y un recelo. Sin lo primero sería imposible que el padre educara a su hijo o que el maestro enseñara a su discípulo. Lo segundo, apunta a que cada hijo o cada aprendiz apropian de diferente manera lo que ha recibido de sus mayores o su maestro. La confianza nos dice que sí es posible participar de ese proyecto de vida; el recelo nos dice que nuestro aporte siempre será menor de lo que pensamos. Una fuerza dice que seremos recordados; la segunda, hace énfasis en el probable olvido.
Formar es prefijar un plan y sortear el azar. En un lado está la organizada secuenciación de los contenidos o las acciones, la selección de las fuentes, los tiempos fijados para aprender unos saberes o unas habilidades; en otro, el asumir lo inesperado, la irrupción de lo cotidiano y lo coyuntural. Los maestros necesitamos de un norte para no andar a la deriva; pero no podemos obviar las eventualidades y las circunstancias inesperadas de los aprendices.
Formar es presentar una voz propia y reconocer otras enunciaciones. Una vía señala que es prioritario para ser maestro dar testimonio, enunciar una voz personal, tener la voluntad de enseñar; otro camino llama la atención sobre el cuidado de no desconocer otras voces, de entender que el callar hace parte de ese vínculo educativo. Es importante tener algo particular que decir, un modo de significar el mundo y la vida, una singularidad; y también es esencial que haya un espacio propicio para que circulen otras voces, para que el error, la ignorancia o la necedad digan su palabra.
Formar es asentar un lugar y albergar un nomadismo. Aquí está el aula, la institución, los horarios, el currículo, el curso o el programa; allá, el autoaprendizaje, los saberes no formalizados, los amigos, la vida social. Un dictamen establece que los maestros necesitamos de un espacio adecuado y pensado para enseñar; otro, exalta los variados escenarios, la red infinita de lugares a partir de los cuales se puede acceder a la información.
Formar es señalar un presente y avizorar un futuro. El hoy subraya la fuerza del ahora, de lo que los educadores hacemos cada día, clase a clase. El mañana, pone el acento en la maduración de esas enseñanzas. El presente recalca la enseñanza vital, el ejemplo directo, el testimonio flagrante; el futuro recoge la maduración de las lecciones, la decantación de lo aprendido, el terreno labrado para que haya genuinos frutos.
Formar es heredar un conocimiento y también propiciar una sabiduría. Por supuesto, algo hay que legar o transferir: la formación está mediada por un acervo de saberes, técnicas, procedimientos. Mas no es solo ello: también se comunican formas de ser, valoraciones específicas, maneras de actuar o comportarse consigo mismo y con los otros. El primer polo enaltece la tradición, el repositorio de la cultura; el segundo, subraya el carácter, la persona, el ciudadano. Un campo de acción tiene como objetivo las capacidades de pensamiento, el otro considera que su arena es la parte emocional y sensible de las personas.
Estoy convencido de que la escritura de aforismos es una buena escuela del enseñar a pensar. Especialmente, en la educación superior. No sólo porque pone a los estudiantes a reflexionar y dar cuenta de ello en una escritura concisa y cabalmente terminada, sino, además, porque se convierte en un tinglado para ejercitar procesos de pensamiento como la paradoja, la antítesis, la comparación o la ironía.
Bajo esta premisa es que mis estudiantes de posgrado han enfrentado el reto de escribir aforismos. Para una buena parte de ellos ha sido algo totalmente nuevo y, en esa medida, no fácil de realizar. Para otros, se ha convertido en una oportunidad de meditar juiciosamente sobre determinado asunto. Todos han ido comprobando que esos escritos, aparentemente sencillos, requieren de un largo proceso de reflexión y una paciente labor de pulimento en su armazón lingüística.
Pero lo que me parece más relevante es el asombro de mis estudiantes al hablarles de las estrategias de pensamiento con las cuales es posible escribir estas sucintas frases. Quizá tal extrañeza se debe a que en la formación profesional poco se han enseñado tales útiles de la mente o porque se ha confiado demasiado en la evanescente inspiración. Es probable, también, que el descuido o el desinterés de los maestros de educación básica por desentrañar el potencial creativo y cognitivo de las llamadas figuras literarias (especialmente las de pensamiento), haya producido esta pérdida de recursos expresivos, que fueron elogiados y muy utilizados por la retórica clásica y hoy fuertemente valorados por la neoretórica contemporánea.
Tal evidencia me ha llevado a confirmar otra cosa: es urgente renovar nuestras estrategias didácticas para enseñar las formas de composición escrita. Es decir, mostrar el “detrás de cámaras” de las tipologías textuales; enseñar cómo se arman las piezas de un texto, sus engranajes y mecanismos de funcionamiento. Eso me parece más importante que sólo promover el elogio de una obra o la exaltación de la genialidad de un autor. Y para lograr ese cometido, lo mejor es tratar de ver la tras-escena de un tipo de texto, descubrir sus características, captar su estructura, percibir en detalle cómo es su lógica de producción de sentido.
Esta vía me condujo a invitar a mis estudiantes escribir ocho aforismos centrados en un tema: el perdón. Para ello diseñé una hoja-guía que permitía identificar el tipo de estrategia de pensamiento empleada (símil, antítesis, ironía, paradoja), un ejemplo de referencia a seguir (tomado de un libro sobre aforismos) y una serie de columnas en las que se consignaran las diversas versiones, antes de llegar al texto definitivo. Esta hoja-guía tenía como norte ayudar a los maestrantes a hacer consciente el recurso de pensamiento utilizado para, luego, poder adaptarlo o transferirlo a un tema diferente. De igual modo, el hecho de que los estudiantes dieran cuenta de las versiones era una forma de enseñarles un principio rector del aprender a escribir, según el cual, es tachando y enmendando como se va mejorando un texto, es corrigiendo el mismo escrito varias veces como un mensaje va encontrando su mejor expresión.
El resultado de esta propuesta de trabajo resultó bastante positivo. Al menos cada maestrante apropió la estructura aforística y produjo uno o dos aforismos de calidad, empleando alguna de las cuatro estrategias de pensamiento sugeridas. Y para tener una mejor apreciación del logro (realizado durante una semana) transcribo a continuación varios de los aforismos de los estudiantes de primer semestre de la Maestría en Docencia de la Universidad de La Salle.
Empiezo por destacar el cuidado en la construcción y la profundidad de los aforismos redactados por Blanca Isabel Mora Moreno:
“Tal como un viajero se despoja del peso de su equipaje para descansar, nos es necesario perdonar para alivianar nuestra alma de lo que la atormenta”.
“Perdonar es como mudarse a una casa más pequeña: debes dejar las cosas que no te sirven y llevar las que realmente te son útiles, agradables, beneficiosas”.
“Perdonar se asemeja al júbilo de encontrar un tesoro perdido. Es alegrarse por encontrar de nuevo la tranquilidad de sí mismo”.
“La valentía de pedir perdón trae consigo el temor de aceptar haberse equivocado”.
“Engañosa estratagema maquinan los que son vengativos: perdonan solo para conocer el talón de Aquiles de quienes los han ofendido, y poder tomar venganza”.
Me resultan igualmente interesantes, por las mismas razones, los aforismos de Diana Marcela Pérez:
“Al igual que una vieja cicatriz, el perdón necesita tiempo. El tiempo es el garante para que la herida deje de doler”.
“Perdonar supone bienvenidas y despedidas. Se abre la puerta al prometedor futuro y se le cierra en las narices al necio pasado”.
“Un hombre absolutamente rico cree que perdonar es una ganancia. Para un hombre absolutamente pobre perdonar es un derroche”.
“Sólo ciertos hombres se pueden dar el lujo de no perdonar: los que nunca se equivocan”.
“No perdonar hace de un hombre grande, un ser insignificante. Pedir perdón hace de un hombre mezquino, un grandioso hombre”.
Muy bien concebidos son estos otros aforismos de Kelly Johanna Mejía Sierra:
“Se vive en el encierro hasta que se conoce la libertad del perdón”.
“Para quien no ha perdonado, el pasado es su presente y su futuro”.
“Aquel que no perdona es como un barco viejo encallado en la tierra del padecimiento”.
“Cuán agridulce es el perdón: suave en los labios, ácido en el corazón”.
“Perdonar es perturbar levemente al orgullo”.
“No hay perdón cuando los labios hablan lo que el corazón no siente”.
Resalto, ahora, tres aforismos de gran calidad elaborados por Marianne Jiménez Marín:
“El corazón da razones para que brote el perdón mientras la mente lucha para mantener la ofensa”.
“Nadie implora el perdón con tanta fuerza como quien no ha sabido perdonar”.
“El gesto de piedad para el agresor es como la dádiva que espera el necesitado”.
Cierro este apartado transcribiendo un trío de aforismos, bien logrados, escritos por Claudia Milena Vargas Suárez:
“El que perdona es capaz de mirar su alma a través de un espejo”.
“Para encontrar el perdón hay que pasar por el camino de las sombras”.
“El perdonar es un acto de heroísmo de un pecador”.
Si se miran en conjunto los anteriores aforismos, tanto en su composición como en la idea expuesta, se podrá validar la propuesta didáctica empleada. Desde luego, hay mayor apropiación en unas estrategias de pensamiento que en otras; pero, y eso es lo más significativo, se logró esclarecer el significado, la forma y el proceso de elaboración de este tipo de escritura. Considero, así mismo, que el haber tenido un texto de referencia permitió a los maestrantes emular la puntuación y darle a las frases un tono sentencioso o enfático tan propio de los apotegmas, los proverbios o las máximas. Este ejercicio, finalmente, les permitió a los maestrantes comprobar lo dicho por el perspicaz aforista Joseph Joubert: “la verdadera profundidad viene de las ideas concentradas”.
“La familia de pescadores” del italiano Giovanni Battista Torriglia.
El hombre primitivo descubrió que apartado sucumbiría fácilmente ante el peligro. Por eso se agrupó, para protegerse de las fieras. En su inicio, entonces, no fue la sangre sino el temor el que dio origen a la familia.
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Familia: grupo de personas emparentadas entre sí para quererse y ayudarse o para acumular odios y rencores.
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En muchas ocasiones, los brazos que protegen a los miembros más pequeños de la familia se convierten en barreras infranqueables. El fácil que los mayores dejen su papel de protectores cariñosos y se transformen en carceleros implacables.
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Ciertos hijos sólo recuerdan que tuvieron familia cuando llega el momento de repartir la herencia.
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A los familiares hay que tenerlos cerca y lejos: cerca para contar con su rápida ayuda; lejos, para evitar que su ayuda se convierta en un obstáculo permanente.
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A pesar de que no se elige al nacer una familia, sí es posible elegir el tipo de hogar que se desea formar. Suerte y albedrío son las dos coordenadas de la familia.
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La mayoría de las personas buscan, a como dé lugar, encontrar una filiación de sangre con un pasado notable o de alta estirpe. Otros espíritus, los menos, les interesa mejor adoptar durante su vida una parentela intelectual.
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Familia: grupo de personas vinculadas por lazos de sangre que aparecen especialmente en los matrimonios y en las defunciones.
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Ciertos árboles genealógicos son muy vistosos en sus flores pero esconden entre sus ramificaciones algunos frutos podridos y ocultan en sus raíces determinados rizomas malolientes.
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La familia en la mafia es un espacio sagrado y un motivo de venganza. Por lo mismo que se ama por eso mismo se asesina.
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Dicen que los hijos son una inversión de los padres para su vejez. Sin embargo, en el mundo afectivo de la familia puede haber devaluaciones en los sentimientos, recesiones intempestivas en las obligaciones o quiebra irreparable de los vínculos.
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Nepotismo: el vínculo familiar llevado a su máxima expresión.
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La oveja negra de la familia pone en evidencia que no siempre los vínculos filiales acogen al diferente. Los nudos ciegos dificultan el amarre entre los lazos de la sangre.
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Por mantener el linaje algunas familias terminan sacrificando su moral o aceptando que alguno de sus descendientes nazca con cola de cerdo.
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Sí, de acuerdo: la familia es la célula base de la sociedad. Pero con una condición: que, como toda célula, esté sometida a procesos de inmunosenescencia.
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Los jóvenes detestan su familia por la excesiva protección y el seguimiento de reglas; los viejos la prefieren por esas misas razones.
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La familia es la patria chicha, pero en la geografía del afecto.
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Algunos paterfamilias de hoy únicamente conocen la potestad derivada y mantenida por el dinero.
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La familia es la primera escuela a la que asistimos, sin que nos demos cuenta.
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Además de proveernos el pan material, la familia nos nutre desde chicos de otro alimento espiritual: la moral y las tradiciones.
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Crianza: cartilla en que los hijos aprenden las primeras letras de sus padres.
“Tarde de domingo en la isla de la Grande Jatte” de Georges Seurat.
Para Lucila Herrera
Todo comenzó con el homenaje que le hicieron a Nicolás. Era una idea de Alberto. Yo llegué a su casa con un ejemplar de aquella revista. Quería sorprender a “Colacho”.
Como siempre, me recibió con un gesto cordial y fraterno. Después del consabido abrazo pasamos a su caverna majestuosa. Se acomodó en su sillón preferido y como quien se dispone a un rito, se preparó para la tertulia. Esa noche de domingo no estaban ni Abelardo, ni Jorge. Solo él y yo.
—Mira lo que acaban de publicar, y tú eres el tema central de la revista.
Nicolás recibió de mis manos la publicación. La hojeó y se detuvo por unos momentos en una de las páginas centrales.
—Lo que hacen los amigos por uno —dijo para sí.
—Ya era justo ese reconocimiento —me apresuré a contestarle.
—Algunos homenajes nos enorgullecen y otros son pábulo para nuestra vergüenza.
Vi a Nicolás realmente interesado en la revista.
—Por fin la gente va a conocer tus aforismos.
—Ya sabes que no son aforismos. Me contento con que sean notas o escolios…
—Sin embargo, en su esencia, tienen la misma estructura: gran concisión en las ideas y una prosa cincelada.
—Pero yo pienso que son simplemente alusiones, comentarios a variados temas y asuntos que he leído.
—Sí, pero tú mismo has escrito que “sólo la alusión evoca presencias concretas”.
Nicolás me devolvió la revista y se centró en mis gestos.
—Son escritos sobre trivialidades, Hernando, trivialidades.
“Colacho” me miraba con atención. Apoyado en su bastón esperaba a que el silencio creara una escenografía para nuestras palabras.
—No estoy de acuerdo contigo. Yo creo que tus escolios son escritura concentrada.
—Concéntrica…
Ahora fui yo el que me detuve en los zapatos brillantes y el vestido impecable de mi amigo.
—Yo creo que tu escritura es filuda, y hay en esos concentrados de palabras tanto de sutileza como de ironía.
—Si algo he pretendido hacer es convertirme en un artesano de las palabras.
—De eso doy fe. Sé que tus escritos son el resultado de infinidad de correcciones. Que esos ojos cansados son una prueba de tus constantes tachaduras.
—“Solo es posible pulir las piedras duras y las almas recias”.
La respuesta de “Colacho” salió tan espontánea que por un momento no supe si era una frase casual o uno de sus textos ya publicados.
—Sabes, Hernando, llevo más de 25 años leyendo y pensando. Un cuarto de siglo puliendo y puliendo mis ideas. Mi aspiración es que “cada palabra estalle como una compacta carga de sentido”.
—Tus ideas son como acostumbras tener la punta de tus lápices, siempre afiladas.
—En eso estamos de acuerdo —corroboró Nicolás—: “el escritor que no ha torturados sus frases tortura al lector”.
Los amigos de Nicolás sabemos de su facilidad para el sarcasmo y el humor ágil y cortante. Así que, cuando se habla con él, hay que tener la mente despierta.
—“Pacho” nos dijo la otra vez que cuando lee tus escolios siente que cada uno es como un “dardo en la conciencia”.
—Es que “Pacho” ha sido conmigo muy benigno. Hay almas como la suya que logran opacar los múltiples defectos de alguien para que realcen unas pocas virtudes.
Todos los amigos de Nicolás, que no somos muchos, consideramos que él es un ser excepcional. Analítico, agudo, lúcido. Un ejemplo vivo de los últimos intelectuales del mundo occidental.
—La verdad es que tú, Hernando, me has regalado, además de tu amistad, el ver en mi prosa aciertos y logros inmerecidos.
—Pero es verdad. Tú sabes que no es un elogio sin fundamento…
—¿Y cómo sigues de tu ojo? —me interrumpió Nicolás.
Esa era una manera elegante de “Colacho” para pasar a otro tema o evitar la entrada en un disenso infinito.
—Bien. Tú sabes que con la edad, uno va llenándose de prótesis y quejumbres.
A Nicolás le pareció divertida mi afirmación. Sonrió y súbitamente se levantó a buscar un libro en aquel santuario de su biblioteca.
Vi a Nicolás ir hacia la esquina de la sala. Era, en verdad, muy alto. Después volvió a acomodarse en su trono de cuero.
—Este es un autor que tú y yo queremos —afirmó— mostrándome la portada del libro.
—¡La Bruyère! —dijimos al unísono.
Al tiempo que buscaba la frase que le interesaba, Nicolás empezó a confesar sus gustos literarios.
—Este libro lo he leído y releído que casi adivino lo que viene en la página siguiente.
—No hay duda de ello.
Aunque el texto que había buscado estaba escrito en francés, el prefirió al leerme los textos, hacer la traducción del original.
—Mira este que tengo subrayado —me advirtió—, antes de leerlo con su voz solemne:
—“Si la vida es miserable, resulta penosa soportarla; si es dichosa, es horrible perderla. En ambos casos es lo mismo”.
O este otro —continuó diciendo Nicolás— que es una miniatura de perfección:
—“La modestia es al mérito lo que las sombras a las figuras de un cuadro: les da fuerza y relieve”.
Hay un aforismo de La Bruyère que me ha parecido excepcional. A lo mejor coincidimos —dije en un momento en que “Colacho” guardó silencio, mientras buscaba otra cita.
Nicolás levantó los ojos y me observó expectante. Ese tipo de retos era de los que más le fascinaban a su afortunada memoria.
—¿Cuál?—preguntó.
—“La gloria de ciertos hombres es escribir bien, y de otros, no escribir en absoluto”.
—Ah, sí —replicó Nicolás, casi de manera inmediata. Luego repitió:
—“La gloria y el mérito de ciertos hombres es escribir bien, y de otros, no escribir en absoluto”.
Al corregir mi frase, Nicolás mostraba su profundo conocimiento del autor y, además, el tacto para rectificar a sus amigos.
Largo tiempo estuvimos conversando y trayendo a la memoria las frases cinceladas de La Bruyère. Acordamos que un autor de máximas debería tener el mismo espíritu de él: ser un crítico incisivo de su época. “Colacho” insistió en que un aforista, según esta escuela, necesitaba ser un profundo observador de las pasiones y las costumbres de la gente.
—Tú dices que no escribes aforismos pero te has nutrido de grandes aforistas.
—Es probable. Las mayores influencias son aquellas que uno mismo desconoce.
Ahora fui yo el que sentí una alegría al tener en mis manos la posibilidad de enrumbar este juego de preferencias literarias.
—Chamfort, ¿te gusta? —le pregunté.
—“Celebridad: la ventaja de ser conocido por quienes no te conocen”.
—¿Y la Rochefoucauld?
Nicolás se mantenía echado hacia atrás en su silla, como un patriarca embelesado en sus recuerdos.
—“Los vicios entran en la composición de las virtudes como los venenos en la composición de los remedios”.
Para no quedarme atrás hablé de mi preferencia por Lichtenberg, aquel alemán que hacía aforismos tan bellos como fea era su figura:
—“El primer paso a la sabiduría: criticarlo todo; el último, soportarlo todo”.
“Colacho” dejó su postura hierática y, como tantas veces lo hacía, puso en alto relieve una idea aparentemente secundaria:
—Hay un aforismo de Lichtenberg que me parece un consejo para la prosa sentenciosa. Yo lo he analizado con atención y esmero.
El contrapunto cambió de ángulo. Mis sentidos estaban en alerta:
—“Si la agudeza es un lente de aumento, el ingenio lo es de la disminución”.
Y sin que le hubiera preguntado, “Colacho” mismo me respondió el porqué de su preferencia por ese aforismo:
—La perspicacia nos ayuda a descubrir en el débil sus fortalezas, y el humor a ver en la grandeza sus debilidades.
La charla se centró enseguida en los mecanismos usados por estos escritores al elaborar sus pequeños textos. Nicolás dijo que las paradojas y los contrastes hacían notar realidades inadvertidas. Yo agregué que la ironía ayudaba a que las personas cayeran en la cuenta de cosas que por su torpeza o vanagloria dejaban pasar por alto. También llegamos al acuerdo de que los autores de aforismos tenían desarrollado un pensamiento relacional, poético, ya que con sus imágenes y metáforas revelaban lo que los conceptos apenas podían enunciar.
—Y todos sin excepción —dije con tono lapidario— se sienten sinceramente preocupados por el uso cuidadoso y preciso de cada palabra. De allí que se sientan obligados a corregir una y otra vez los términos y el tono de sus frases.
—Ya lo decía Joubert: “no hay corrección sino corrigiendo” —remató Nicolás, imitando la entonación de mi voz.
La presencia de Emilia interrumpió nuestro diálogo. Venía con dos tazas de café en una bandeja de plata. Mientras tomábamos el tinto la esposa de Nicolás nos acompañó. Hablamos de nuestros hijos, de su salud y de otros asuntos de la vida nacional. Apenas terminamos la bebida, se despidió de mí y, con absoluta discreción, nos dejó solos en esa tertulia dominical. Ya eran como las diez de la noche.
—Sabes que no hemos hablado suficientemente de Joubert, un autor cuya prosa me parece digna de emulación —comentó Nicolás, volviendo a retomar el tema.
—Ah, sí… el que andaba obsesionado por meter todo un libro en una página…
—Y toda una página en una frase, y esa frase en una palabra…
—Recuerdo ahora un aforismo que bien pudiera formar parte de mi poética puntillista –afirmó Nicolás con picardía.
—“No es mi frase la que pulo, sino mi idea. Me detengo hasta que la gota de luz que he menester se haya formado y caiga de mi pluma”.
Aproveché el apunte de “Colacho” para buscar la respuesta a una inquietud que desde hacía tiempo tenía sobre su estilo.
—A propósito, yo sigo sin entender por qué dices que tu prosa es de un estilo puntillista.
—Porque es necesario alejarse a cierta distancia para entender mejor lo que deseo comunicar. Sin ese alejamiento no se verán sino manchas de palabras.
—Ese distanciamiento es tanto como la reflexión necesaria sobre cada pequeño texto…
Nicolás asintió con la cabeza.
—Yo trato de escribir con ideas puras; es decir, busco reducir a su esencia los temas. Me interesa alcanzar “la máxima densidad verbal sólo con palabras simples”.
—Y es la inteligencia del lector la que puede completar o ver la figura oculta —interrumpí— Y por eso tu prosa es fragmentaria.
—Así parece —respondió “Colacho”, retomando la influencia de Joubert.
—Otro pensamiento que me gusta citar de él es aquél que dice: “lo que es verdadero a la luz de la lámpara no siempre lo es a la luz del sol”.
Cuando Nicolás dejaba suelta la esclusa de su prodigiosa memoria era un festín de erudición. Él lo sabía y, aunque gozaba trayendo citas y autores diversos, de pronto paraba de hablar y se ponía en la actitud de quien espera una participación de su contertulio.
—Siglos antes de Baudelaire, ya Joubert había presentido la poesía moderna —dije—. Luego corroboré mi argumento: “los buenos versos son aquellos que se exhalan como sonidos o perfumes”.
Nicolás se sintió aliviado por mi participación. Mi comentario le sirvió para levantarse y volver a tomar en sus manos la revista que le había llevado. Revisó otra vez los diversos artículos y se detuvo en mi contribución de dos páginas.
—Gracias de nuevo, por tus palabras en esta publicación. Me encantó el título que le diste.
—Me hubiera gustado hacer mucho más. Lo que sucedió es que Alberto me pidió sobre el tiempo esa nota.
“Colacho” cerró la revista y observó la contraportada. Repasó mentalmente cada una de las personas reseñadas en el sumario.
—Ahora que mis escritos se han publicado, espero no haber incurrido en algo que señalé en uno de mis escolios
—¿En qué?
—En no haber proferido trivialidades pomposamente.
—Yo creo que será todo lo contrario —respondí enfático—. Tus escritos serán una escuela del pensar y una lección permanente de la escritura pacientemente tallada.
—Ay, Hernando, “todo defecto es amable si es defecto de quien amamos”.
Dado que ya iba a ser la medianoche decidimos poner punto final a nuestra conversación. Aunque tratándose de Nicolás toda tertulia termina en puntos suspensivos. “Colacho” me acompañó hasta la puerta de su casa. Traspasé el enrejado de la mansión y caminé unos pasos hacia el norte en busca de mi automóvil. Un viento frío me hizo cerrar hasta el cuello la solapa de mi abrigo. En mi memoria seguía reverberando un escolio que cuando lo leí, de inmediato lo volví parte de mis principios literarios: “escribir bien consiste en describir una curva mediante el menor número de tangentes”.
Los diferentes ejercicios de escritura que he venido llevando a cabo, durante varios años, con estudiantes de posgrado, me han llevado a reflexionar sobre los obstáculos más notorios para lograr una buena tarea u obtener avances significativos en determinado campo del saber. Dichas trabas son recurrentes y creo que pueden aplicarse a estudiantes de todos los niveles educativos.
El primer obstáculo es la dificultad para seguir una instrucción o atender a determinadas indicaciones. Las tareas de escritura, en el caso de la Maestría en Docencia, van acompañadas de una guía o una serie de indicaciones muy en la línea de una secuencia didáctica. Tal opción se debe a una convicción: no se aprende a escribir con recomendaciones generales, no es suficiente con la motivación o la mera formulación de la tarea. Acá los maestros necesitamos tomar más en serio los pasos, las técnicas, el tiempo, los instrumentos o herramientas que entran en juego cuando tenemos como norte elaborar una reseña, un ensayo o un aforismo. Dar por supuesto todos esos elementos o características es poner al estudiante en el aprieto de no saber cómo hacerlo o, lo más grave, suponer que el logro es fruto del chance, la inspiración o la improvisación. La investigación que realicé sobre los escritores expertos, recogida en mi libro Escritores en su tinta, me mostró que sin los borradores y el continuo trabajo de corrección es muy difícil aprender a escribir. Que es reescribiendo como se va eliminando el fárrago, la confusión, la imprecisión semántica. Es más, que si no hay esa labor de relectura sobre lo escrito nunca sabremos de los juegos de lenguaje o las posibilidades que encierran las palabras. De igual modo, pude constatar que muchos de los grandes escritores hacen una aduana copiando a sus maestros de escritura. Que imitar no riñe con la creatividad; que esa tarea de transcribir a un escritor experto entraña un beneficio poco visible: el de ir incorporando esquemas de construcción, estructuras que son la base o el soporte de las tipologías textuales. Por eso, si se pasa por alto una indicación, una actividad dentro de un proceso, con sorpresa veremos al final que no hemos alcanzado el objetivo o que, por descuido o pereza, terminamos haciendo lo que no correspondía.
Un segundo obstáculo, y en este blog pueden consultarse varias entradas al respecto, es la poca atención al cultivo del pensamiento. Pienso que nos hemos quedado cortos en los currículos y los planes de formación sobre esta prioritaria función de la educación. Temas como el pensamiento crítico, la lectura crítica, el aprender a argumentar, o procesos de pensamiento como la inferencia, la analogía, la disociación, deberían ser propósitos cotidianos en las diversas asignaturas o espacios formativos. Creo que al dejar huérfanos a nuestros estudiantes de estas operaciones básicas lo que propiciamos es un subdesarrollo mental, una minusvalía intelectual que conlleva a que sean meros consumidores de información y muy poco productores de conocimiento. Quizá, por eso mismo, notamos en nuestros estudiantes la pobreza en los análisis o en los productos que presentan; tal vez por eso también, las nuevas generaciones son tan proclives al consumismo y al seguimiento acrítico de creencias o ideas fanáticas; a lo mejor ahí esté la causa de un conformismo o pasividad como ciudadanos o miembros de una comunidad. Pienso que nos ha faltado tomarnos más en serio los aportes de la lógica y la dialéctica clásica, las contribuciones de la teoría de la argumentación y todos los avances hechos por las neurociencias y las investigaciones recientes sobre del aprendizaje. Como hemos naturalizado el pensar, suponemos erróneamente que no hace falta ponerlo sobre la mesa de nuestras preocupaciones de enseñanza. Tal equívoco se multiplica cuando los mismos estudiantes, presos por el afán de obtener los contenidos disciplinares o las aplicaciones inmediatas, consideran una pérdida de tiempo el aprender a describir, analogar, contrastar, derivar, abducir, refutar o defender una tesis. Las más de las veces, si de esto se ocupa juiciosamente un maestro, los alumnos asocian esos ejercicios con temas abstractos de filosofía o con actividades poco prácticas, dejándolos al garete o ignorando su real dimensión. En consecuencia, los aprendices prefieren renunciar a formarse para alcanzar el sueño kantiano de una mayoría de edad de la razón.
El tercer obstáculo, muy propio de culturas del trópico, es la falta de planificación para desarrollar una tarea. Nos cuesta demasiado adquirir el hábito o tener la disciplina para ir poco a poco, día a día, conquistando una obra o ejecutando un proyecto. Hay como un afán por obtener resultados mágicos e instantáneos. El aburrimiento o la desmotivación parecen arruinar cualquier meta de largo aliento; la menor dificultad hace que abandonemos o renunciemos a algo que a todas luces puede repercutir en nuestro propio beneficio. Precisamente, el tema de la planificación de la tarea, su regulación y control es una de las condiciones fundamentales de los buenos estudiantes o la garantía para que haya un aprendizaje de calidad. Aunque sé que hay otras razones para proceder así, considero que el endiosamiento del éxito orquestado por los medios masivos de información, la invitación a la riqueza rápida proveniente del mundo de la mafias, y una creencia generalizada en el golpe de suerte o el milagro espontáneo, todo ello ha contribuido a responder sólo a lo urgente, a ir a tientas, sin un norte, posponiendo los compromisos y angustiándonos porque los plazos se cumplen y aún la tarea está sin terminar. He comprobado, por ejemplo, el poco seguimiento que los estudiantes hacen a la programación del semestre o a la parcelación, semana por semana, de un seminario. Los syllabus se miran en la primera sesión de un curso pero luego se abandonan o no cumplen su función de servir como orientadores o vigías de un proceso de aprendizaje. Así se haya escrito que para el mes siguiente hay una lectura previa y un producto específico, de poco sirve, pues esas tareas se olvidan o se realizan la noche anterior, con la impronta de la improvisación y las señales evidentes de una descuidada presentación. Desde luego, esa falta de planeación, se refuerza socialmente cuando observamos que en la administración de lo público o en los planes gubernamentales lo común es la falta de estudios previos, las modificaciones repentinas y caprichosas según la coyuntura, o las amañadas enmiendas según los vaivenes de los intereses políticos.
Estos tres inconvenientes merecen estudiarse e investigarse por parte de los maestros y las instituciones educativas; hay que atenderlos y buscar alternativas de solución. Pero, de igual modo, aspiro a que sean una piedra de toque para el discernimiento de los propios estudiantes, y en particular de los que cursan estudios de posgrado. Si es que en verdad nos interesa participar de una educación en y para lo superior.