“Agua: el origen de la vida”, mural de Diego Rivera
Para enfrentar las tensiones entre lo local y lo universal, o esas otras entre lo transnacional y lo nacional hay que ser anfibios; es decir, acceder a lo macro sin perder de vista lo micro; respirar los temas globales sin perder de vista nuestras preocupaciones más inmediatas. “Soñar el mundo sin perder la aldea”, decía Rubén Darío.
Tensiones: defender lo regional a ultranza, nos puede condenar al inmovilismo, a la falta de confrontación; a los laureles fáciles. Al no tener interlocutores que pongan entre paréntesis una experiencia o una propuesta, podemos llegar a creer que todo lo que hacemos es bueno o esencial… Asumir como rasero únicamente lo nacional y, mejor aún, lo transnacional, nos puede colocar en la dimensión de andar siempre en búsqueda de novedades, nos puede llevar al diletantismo infinito, a la vaguedad, o a una superficialidad en nuestros proyectos.
Anfibios significa tener el suficiente aire para movernos en un mundo cambiante, rápido, diversamente heterogéneo. Un mundo atravesado por la sociedad de consumo, el liberalismo económico y el constante asedio de los medios de comunicación. Anfibio quiere decir, ser un lector plural. Manejar varios lenguajes. El siglo XXI demandará de nosotros poder leer varios tipos de signos. Desde la imagen fija hasta la imagen en movimiento, desde la proxémica hasta la kinésica. Desde el dinero plástico hasta los hipertextos. Un lector plural es una estrategia, una respuesta de sobrevivencia para esta época. Entonces, aunque parezca contradictorio, tenemos que ser capaces de leer al mismo tiempo lo premoderno, lo moderno y lo posmoderno. Leer el mito, leer los textos escritos y leer un videoclip… no lo uno o lo otro, sino lo uno con lo otro, y lo uno en lo otro; constelaciones, imbricaciones, intertextualidades. Entender la cultura como un enorme texto.
II
Otro de los problemas claves en este debate entre lo regional y lo nacional es la poca consignación de nuestras prácticas, la ausencia de escrituras, la avalancha de nuestro inmediatismo en la acción. Pareciera como si lo local –debido a la ausencia de miradores, de cortapisas teóricas capaces de poder distanciar una práctica– viviera preso del activismo… como si todo fuera tan importante que no diera tiempo para reflexionar, para hacer un distanciamiento, una zona de discernimiento, un momento para reconocer tal avalancha de acciones. Pienso que si no miramos más allá de nuestras fronteras viviremos “apagando incendios”, como se dice; y cuando actuemos así, nunca veremos con lucidez algún sentido o un punto de mira, una intencionalidad, un derrotero, una teleología de nuestros proyectos. Muchas veces, nuestras mejores intenciones, nuestros mejores esfuerzos, se pierden o se diluyen entre el activismo infinito o el inmediatismo de lo urgente.
También acá es imprescindible volver los ojos a lo nacional, a lo macro. Con los pies en el piso, sí, pero mirando las estrellas, el firmamento. Es la mirada del afuera lo que permite convalidar el adentro. Hoy, más que nunca, educar no es un trabajo para el presente sino una tarea del futuro. Educar no es satisfacer la inmediatez de una ansiedad, sino prodigar las herramientas suficientes para sobrevivir en tierras nunca vistas. Se educa en función mediata. Recuerdo ahora una frase de Lauro de Oliveira Lima, “cada vez gastamos más, tiempo y más recursos, educando a unos estudiantes para una sociedad que ya no existe…” Esta idea corrobora lo que vengo diciendo: hay que salir de lo conocido para poder hablar el lenguaje de lo desconocido; hay que salir del pequeño cerco de la tribu para poder relatar cuentos maravillosos. No se es héroe permaneciendo sólo en el ambiente de la aldea. El heroísmo empieza cuando nos atrevemos a ir en pos de lo desconocido, cuando osamos atravesar los bosques de la incertidumbre. Cuando nos permitimos la confrontación, la crítica. No puede haber identidad sólida si no es a partir de la aceptación de la diferencia.
Como puede apreciarse, esa tensión entre lo nacional y lo regional mantiene un ritmo de péndulo, una oscilación no sólo teórica, sino práctica. No sólo epistemológica sino también de método. Ser anfibio, por lo tanto, parece ser una forma estratégica para sobrevivir en escenarios híbridos, como los denominó Néstor García Canclini.
Creo que sí. Pero a sabiendas de que el resultado es imprevisible. A veces lo enseñado corresponde a lo logrado y, en otros casos, está muy distante de los objetivos de formación.
¿Y eso no desalienta a un formador?
A veces. Pero si se tiene la convicción de enseñar, si ese fuego alimenta el trabajo, pues se continuará en esa labor. Me parece que esta profesión se mueve sobre la zona de lo posible. No es una ciencia exacta, ni un proceso totalmente efectivo.
¿Es como un arte?
Algo tiene de arte, en cuanto pone en acción una singularidad y en la medida en que hay un estilo que impregna las palabras y las acciones del formador. Es un arte por oposición a ciencia; es un arte porque se va perfeccionando con la experiencia, y es un arte porque demanda el aprendizaje de técnicas y procedimiento propios de un oficio.
¿O será mejor un oficio?
También es un oficio, pero como lo entendían los artesanos medievales. Es decir, una ocupación forjada en la práctica, en la que son esenciales la previsión, la inteligencia práctica, la perspicacia y un dominio de ciertos útiles o herramientas. También es un oficio por su carácter anónimo; no es una profesión para el alto renombre o figuración social.
¿El formador nace o se hace?
Se requiere cierta vocación pero no es suficiente. Vocación de servicio, de establecer vínculos, de sensibilidad social. Sin embargo, si no hay una apropiación de saberes y estrategias, de procedimientos y maneras de hacer, poco serán los alcances de un formador. Aunque lo contrario de igual modo es cierto: la excelente capacitación, el dominio de determinadas técnicas de enseñanza, el poseer una hoja de vida con altos pergaminos académicos no serán suficientes si no hay una vocación, un ardor por la alteridad, una pasión por comunicar a otros un saber o un oficio.
¿Es fácil detectar esa vocación?
A veces es evidente. En otras ocasiones, es el mismo oficio el que evidencia ese gusto. Muchos formadores han descubierto su pasión en el día a día de su trabajo, en el trato con niños o jóvenes, en la relación pedagógica. Ha sido ese vínculo el que los ha atrapado o el que les ha permitido descubrir su vocación. Lo lamentable es cuando una persona, después de un tiempo, se da cuenta de que no tiene en su espíritu ese ardor y sigue en las aulas porque no tiene otra manera de sobrevivir.
¿Y eso no pasa en otras profesiones?
Sí, pero en el caso de las profesiones de servicio, este autoengaño del formador tiene implicaciones gravísimas en el formando. El aprendiz se queda apenas con lo básico de determinada información, y pierde la oportunidad de haber vivido una experiencia de encuentro, de transformación vital. Mejor dicho, queda huérfano de experimentar un proceso formativo.
¿Qué es un proceso formativo?
Hay muchas maneras de entenderlo. Podríamos, de manera rápida, decir que tiene al menos tres características: es organizado en el tiempo, cuenta con unos saberes y herramientas específicas y tiene unos propósitos definidos. El primer punto es clave para entender la importancia de las instituciones educativas, el segundo habla de las especificidades de una profesión y el tercero de los fines o la intencionalidad formativa. El proceso formativo es algo complejo porque pone en escena muchas variables: la edad del formando, el nivel de conocimiento, las estrategias de enseñanza, los estilos de aprendizaje, la secuenciación de los contenidos, las habilidades comunicativas del formador, la constatación de resultados… Sea como fuere, si hablamos de un proceso de formación es para subrayar unas condiciones de ingreso y egreso del formando y, desde luego, de un perfil de formador.
¿Cuál sería ese perfil de formador?
Aquí habría que advertir, que no hay una única manera de serlo. Hay estilos, tendencias. No obstante, un perfil, entendido como aquellos rasgos esenciales de un formador, podría delinearse así: a) con conocimientos suficientes sobre una disciplina específica o un oficio determinado, b) con saberes específicos sobre las maneras de enseñar y las formas de aprender, c) con habilidades comunicativas para la interacción y los vínculos interpersonales, d) con idoneidad profesional y proceder ético, e) con sensibilidad social. Sobra decir que no se trata de un perfil ideal, sino de un repertorio de rasgos esenciales que posee o debería tener un formador. Ciertos de esos rasgos serán más notorios y, otros, irán afinándose o perfeccionándose con la experiencia.
¿No todas las personas, según eso, están capacitadas para formar?
De manera general, todas las personas podrían ser formadoras; pero sólo algunas están capacitadas para hacerlo de manera adecuada y competente. Los padres de familia, demos por caso, son formadores, aunque no muchos sepan en verdad cómo llevar a cabo esa tarea. La profesión de maestro responde a esa necesidad: cualificar a una persona para cumplir la tarea de ser un formador. No sobra advertir que la misma profesión ha ido cambiando, precisamente porque la sociedad es dinámica y los retos de formación no son los mismos hoy que los de ayer. Esto ha hecho que el convertirse en formador en nuestra época sea más exigente e implique la apropiación y dominio de múltiples habilidades.
¿Habla de las llamadas nuevas tecnologías?
Sí. Pero no sólo las derivadas de los nuevos medios de información, sino de otras como el dominio de una segunda lengua, la evidencia de la producción escrita, el asociarse en redes, el articular la investigación con el quehacer docente, la voluntad permanente de innovación.
¿Bastante ambicioso lograr un formador así?
Es un tanto difícil. Aunque sí se obtienen resultados valiosos. Hay ofertas académicas sólidas y responsables con en ese propósito; aunque gran parte de la mejora o la cualificación de los formadores depende de ellos mismos, de su capacidad reflexiva sobre su quehacer, de los pequeños cambios en sus labores rutinarias y de no perder el entusiasmo para enfrentar los nuevos desafíos de su profesión.
Ya he escrito en otras oportunidades sobre la importancia de la tesis en un ensayo y su valor al momento de distinguir un texto argumentativo. No obstante, bien vale profundizar un poco más en tal asunto.
La tesis es la postura personal del autor frente a un tema. Es la manera particular como el ensayista valora, sopesa, critica, percibe o afronta un aspecto, situación o materia determinada. Es, por decirlo con una imagen, la carta de compromiso que el escritor le firma al lector. La tesis, en este sentido, pone en primera escena la voz de una subjetividad, tal como lo manifestara Montaigne en el prólogo de sus memorables Ensayos.
Sobra advertir que no es común tener una posición personal sobre un hecho o asunto. Bien sea porque no hemos sido educados en un pensamiento crítico o porque tememos a la réplica o los cuestionamientos negativos y preferimos el silencio del anonimato o nos conformamos con la tranquilizadora opinión de la mayoría. Se requiere, por lo mismo, un vigor intelectual, una mayoría de edad en nuestro pensamiento para tomar la palabra y decir: aquí está mi tesis.
Dicho esto, volvamos a nuestra ruta explicativa. Llegar a una tesis demanda un largo tiempo de meditación y análisis sobre un tema. Al tema hay que pensarlo, examinarlo con detalle, estudiarlo en su complejidad, ponerlo bajo una lente para que emerjan de él aspectos inusitados, filones desconocidos, características contradictorias, zonas ocultas, consecuencias inadvertidas. Sin esta cavilación o examen al tema, endeble será la tesis resultante o parecerá tan plegada a lo ya sabido que poca atención generará en un posible lector.
Es el momento de señalar otra cosa: hay temas que para dar el mosto de la tesis requieren un largo estudio. Exigen investigación, lectura atenta, cotejamiento de fuentes, trabajo de campo o revisión bibliográfica. Algunos temas no dan su jugo a no ser que el ensayista asuma la actitud de quien tiene un problema y busque, por todos los medios, conocer las causas, detallar su fisonomía y desarrollo, avizorar las consecuencias o encontrar una solución. Puesto de otra forma: hay temas que piden un trabajo mayor por parte del ensayista; temas que necesitan disolventes especiales o una labor de pesquisa concentrada para diluir sus fibras más consistentes y obtener una tesis de calidad.
Prosigamos. La tesis debe presentarse de manera clara, sin justificaciones u ornatos innecesarios. Debe ser diáfana para el lector y, por lo general, se explicita en el primer párrafo del ensayo. La claridad de la tesis prefigura el tono o el carácter del ensayo. Y aunque en algunas ocasiones es necesario ubicar el contexto del escrito, no por ello debe quedar oscurecida la tesis. Es legítimo encuadrar la tesis pero ella deberá descollar o ser notoria para el lector. En todo caso, si la tesis no está puesta de manera transparente, muy seguramente el lector no sabrá cuál es el juego propuesto por el ensayista, cuál es el meollo del que desea persuadirnos.
Es recomendable consignar la tesis de forma declarativa, y no meramente enunciando una pregunta. La tesis es una declaratoria, un corto manifiesto en que el autor proclama su manera personal de entender o comprender un asunto. Es probable que haya interrogantes que le sirvan de soporte pero, la tesis, en sí misma, es una proposición sobre la toma de partido del ensayista. En esta perspectiva, el tono de la tesis guarda una relación con otra modalidad argumentativa: la defensa jurídica. La tesis, en consecuencia, es categórica, rotunda y concluyente. Los buenos ensayistas, cuando se trata de dar cuenta de la tesis, no se van por las ramas, no muestran dubitación. Por el contrario, se presentan axiomáticos, certeros en su planteamiento.
Un aspecto final es el ateniente al aval o al respaldo argumentativo exigido por la tesis. Me explico: aunque el ensayista es libre de presentar cualquier tipo de tesis, debe contar con los recursos argumentativos suficientes para solventar dicha apuesta. A veces parece fácil afirmar determinada cosa sobre algo pero luego nos damos cuenta de que no tenemos con qué defender o apoyar eso mismo que declaramos. Por ende, al momento de proclamar la tesis es indispensable tener el cuidado o la precaución de vislumbrar un “depósito de garantías” al que podamos acudir más adelante. No olvidemos que el primer párrafo es apenas la apertura del ensayo; después vendrá la ardua labor de argumentar eso que afirmamos. Y si no tenemos un repertorio de fuentes, ejemplos, analogías o recursos lógicos, pues no podremos cumplir nuestra meta persuasiva. Nos quedaremos cortos o será fallido el objetivo mismo de la argumentación.
Como lo he hecho ver, la tesis es la médula del ensayo. En ella está lo esencial de este tipo de textos, y por ella es que se produce un ejercicio de argumentación. Así que, cuando tengamos la tarea o el reto de redactar un ensayo, es importante dimensionar o recapacitar en los alcances de la tesis y su poder de imantación sobre todas las partes de esta modalidad de escritura.
No sobra repetir que leer es una actividad superior del pensamiento. No es un simple acto de decodificar información sino una tarea compleja de comprensión y reconstrucción del sentido. Además, no podemos olvidar que la lectura es una práctica social, que ha sufrido modificaciones en el desarrollo de la historia, y que cuenta con rituales especializados e instituciones encargadas de animar, promocionar o enseñar a leer.
Digo esto porque aún hoy se cree erróneamente que leer es una actividad “natural”, inmediata y sin mayores equipamientos. Persiste la idea de que puede leerse cualquier texto de la misma manera y hay un desconocimiento flagrante de las estrategias necesarias para develar la estructura de significado que soporta una obra de palabras. Al afirmar tales equívocos, subrayo de una vez, el papel fundamental de los educadores en cuanto mediadores y garantes del desarrollo de esta capacidad en sus estudiantes.
Apenas como para ilustrar lo expresado, permítanme compartir con ustedes la lectura de un texto. Se trata de un poema de Álvaro Mutis, uno de nuestros grandes escritores, fallecido en el 2013. El poema se titula “Sonata”[1]:
Otra vez el tiempo te ha traído
al cerco de mis sueños funerales.
Tu piel, cierta humedad salina,
tus ojos asombrados de otros días,
con tu voz han venido, con tu pelo.
El tiempo, muchacha, que trabaja
como loba que entierra a sus cachorros,
como óxido en las armas de casa,
como alga en la quilla del navío,
como lengua que lame la sal de los dormidos,
como el aire que sube de las minas,
como tren en la noche de los páramos.
De su opaco trabajo nos nutrimos
como pan de cristiano o rancia carne
que se enjuta en la fiebre de los ghettos.
A la sombra del tiempo, amiga mía,
un agua mansa de acequia me devuelve
lo que guardo de ti para ayudarme
a llegar hasta el fin de cada día.
Pero antes de detenernos a leerlo, una primera reflexión que podemos hacer es la de qué tanto estamos familiarizados con este tipo de textos. Surge ya una primera dificultad. Y no hablo únicamente del gusto por la poesía. Me refiero a si es “legible” para nosotros la estructura de este tipo de textos, su “composición” y el particular uso del lenguaje. Aquí podemos ver la necesidad de conocer y diferenciar las tipologías textuales y los diversos modos como podemos acceder a ellas. Bien vale la pena enunciar aquí una convicción metodológica: es el tipo de texto el que reclama para sí un tipo especial de lector.
Con esto en mente podemos proceder a hacer una lectura del poema. Lo primero que llamará nuestra atención, seguramente, es la abundancia de comparaciones presentes en el texto: “como loba”, “como óxido”, “como alga”, “como tren”, “como pan de cristiano”… Este recurso, tan propio de los textos poéticos, nos obliga a disponer nuestro entendimiento al campo relacional de la analogía. Es decir, a concebir que en las diferencias son posibles las semejanzas. He descubierto con mis estudiantes de posgrado que tal proceso de pensamiento no es fácil de entender como tampoco de producir. Salta a la vista, por lo mismo, que leer trae consigo el movimiento de determinadas operaciones cognitivas, en este caso, las de la relacionar e inferir; y habría que ejercitarse en ellas previamente para sacarle el mayor provecho a un texto como el que ocupa nuestra atención.
Continuemos. Si releemos el texto encontraremos que, aunque el poema se presenta de manera compacta, está organizado en grandes partes. Aquí llamo la atención sobre otro aspecto vital de las prácticas lectoras, que bien podríamos redactar en términos de un corolario: La relectura es garantía para una lectura consistente. No es suficiente, y más tratándose de textos poéticos, con una ojeada al texto. Únicamente releyendo podremos ir captando las recurrencias, los matices, el efecto estético del ritmo.
Hablaba de las grandes partes del poema. La estructura del texto guarda una directa relación con el título: se trata de una “sonata”; es decir, de una forma tripartita en la que hay una exposición, un desarrollo y un reexposición. Así entendidas las cosas, podríamos decir que la primera parte comienza en “Otra vez el tiempo te ha traído…”; la segunda, en el verso “El tiempo, muchacha, que trabaja…”; y la tercera, inicia en la línea “A la sombra del tiempo, amiga mía…”. Lo importante acá es llamar la atención sobre las interrelaciones entre lo macro y lo micro del poema. Tenemos que, a la vez, vislumbrar el bosque sin perder de vista el árbol. Porque si solo nos concentramos en el detalle perderemos el horizonte de la comprensión; y si únicamente nos ocupamos de la generalidad, terminaremos perdiendo la especificidad y los matices de la explicación. Salta a la vista otro principio para la lectura: leer es un juego de significaciones entre la parte y el todo de un texto. En consecuencia, cuando leemos un poema, deberíamos ir de línea en línea; y luego, como las olas del mar, volver a esa lectura minuciosa pero iluminándola con la luz del conjunto.
Seguramente, si mantenemos este movimiento pendular sobre el texto descubriremos que lo que parecía superficialmente un poema sobre el amor es, en verdad, una aguda reflexión sobre el tiempo. Sobre el tiempo y la memoria; sobre el tiempo y el recuerdo.
Con el anterior ejemplo he querido ilustrar, de manera rápida, la complejidad del acto de leer. Este proceso será igualmente pormenorizado para un texto narrativo, argumentativo o prioritariamente expositivo. Existen estrategias, modos, técnicas; hay procesos, dinámicas, tradiciones, metodologías. No leemos de igual manera símbolos que estructuras, ni podemos confundir las puestas en escena de las metáforas con aquellos otros tablados soportados en argumentos.
Sobre la lectura en la educación superior
Me gustaría ahora centrarme en un segundo aspecto del tema de la lectura, enfocando mis reflexiones en la educación superior. Considero fundamental en estos tiempos posmodernos que las instituciones universitarias asuman como una política, y no como tareas aisladas, el fomento y cualificación de la lectura[2]. No podemos seguir endilgándole la culpa o las falencias en la lectura a la educación básica o suponiendo que tales habilidades ya las traen nuestros estudiantes.
Sabemos que la educación superior es, sustancialmente, un encuentro crítico con las voces del pasado y, muy especialmente, un lugar para producir conocimiento. La lectura, por lo mismo, no puede quedar marginada de las capacidades consideradas como perfiles de egreso de los universitarios. No es un asunto marginal o de segundo orden. Muy por el contrario, y no temo equivocarme en esta afirmación, es una de las habilidades centrales de la función universitaria, en conjunto con ese otro proceso superior del pensamiento que es el escribir. Sin lectura difícilmente dialogaríamos con la tradición, o adquiriríamos la mayoría de edad de nuestro pensamiento o los elementos de juicio propios de una profesión. Gracias a la lectura reestructuramos y reconfiguramos nuestra subjetividad, asumimos un papel activo frente a la cultura y ampliamos nuestros horizontes imaginarios.
Para no extenderme, quisiera llamar la atención sobre algunas prácticas de lectura que no ayudan o desconocen lo que vengo exponiendo. Tomemos por caso, las extensas listas de bibliografía puestas al final de los syllabus. Sé que se incluyen para darle aval y soporte a una asignatura o como una forma de mostrar la suficiencia del educador. Sin embargo, lo cierto es que salvo muy contadas excepciones, esos listados no logran su cometido. Se pasan por alto o apenas son mirados por los estudiantes. Considero que si nos tomáramos más en serio la lectura en la educación superior entregaríamos bibliografías comentadas. Elegiríamos muy bien las fuentes (a lo mejor pocas) y les sugeriríamos a los universitarios qué capítulo les es necesario leer para ampliar determinado concepto o para profundizar en un tema específico. Otro tanto podríamos decir de las referencias de afán que ponemos encima de las fotocopias de una parte de determinado texto, y que dejan por fuera el atender a las tablas de contenido, que son las que permiten tener una mirada de conjunto de un libro. Si fuéramos más cuidadosos, enseñaríamos a leer en clase estos índices que son rutas de vuelo para el inexperto viajero de la lectura o un conjunto de pistas para enriquecer el mensaje de una obra.
De igual modo, y si es que persistimos en fracturar los libros en esas copias por cuotas, mucho nos ayudaría contextualizar previamente el texto seleccionado. ¿De qué se trata esta estrategia? Valga compartirles con algún detalle este recurso didáctico que aspiro sirva de motivación para colegas y estudiantes. Empecemos señalando que lo común es que un profesor universitario utilice fotocopias para sus seminarios de posgrado. El profesor, por lo demás, dice que ha dejado “las fotocopias” en un sitio específico y agrega la importancia de leerlas para la próxima clase. No hizo ningún comentario adicional, ninguna prelectura al texto, ninguna contextualización. Lo que sigue, en consecuencia, es que el estudiante vaya a la fotocopiadora, recoja el material y, uno o dos días antes de la clase, empiece a leerlo. Llegará con las hojas arrugadas a la siguiente sesión, en la que el profesor, por lo general, empezará la clase con la frase “¿cómo les fue con la lectura?”.
¿Qué podemos aprender de este habitual práctica lectora en la educación superior?, ¿qué se ha dejado por fuera?, ¿de qué elementos de lectura hemos privado a los universitarios?, ¿cómo establecimos el vínculo con el texto? Lo más evidente es que el educador no ha hecho una motivación previa a la lectura. Da por hecho la tarea. Tampoco ha contextualizado el material; y menos ha puesto a sus estudiantes en relación con un autor: ¿Vive?, ¿de dónde es?, ¿qué profesión tiene? O si se toma otra ruta: ¿esas fotocopias son la parte inicial o final del libro?, ¿acaso el prólogo?, ¿forma parte un capítulo específico?
Si el docente hubiera multicopiado también el índice ya tendríamos varias respuestas. Por ejemplo, sabríamos varias cosas: que es el primer capítulo del libro; que no es un texto sistemático, sino que contiene textos de diversa índole, que muestra un enfoque sociológico o al menos habla de sociólogos clásicos… en fin, estos datos serían de gran ayuda para el lector de “fotocopias”. Pero como el profesor dejó por fuera o tampoco tuvo en cuenta las solapas del libro, se perdió de otra información fundamental. Si esto se hubiera hecho hubiéramos descubierto la nacionalidad y profesión del autor, el tipo de estudios realizados, sus campos de investigación, y habríamos aclararemos, además, que el libro en cuestión está constituido por artículos y ensayos retomados de otra obra más amplia. Esas y otras cosas son las que se perdieron al no multiplicar esa pequeña solapa del libro original.
Ahora bien, bastaría tomarse unos minutos para hacer esos contextos; el docente, con los recursos con que contamos hoy, podría echar mano de entrevistas u otros documentos y presentarles de manera vívida quién es el autor que se va a leer o de qué manera se relaciona con la temática de la clase o el seminario. Las respuestas del autor tienen la fuerza suficiente para incitar a la lectura de “las fotocopias”; y ofrecen datos adicionales de gran relevancia. Y aunque parezca secundario, el presentarles a los estudiantes la fotografía del autor, hace que se humanice la relación; le quita al autor la aureola de un científico o filósofo lejano.
Podría explorar en otras prácticas recurrentes. Pero considero suficiente este ejemplo para señalar la urgencia de que los docentes universitarios asumamos una actitud más intencionada, más metódica, hacia el desarrollo de las capacidades lectoras. Enumero, para finalizar, siete estrategias en las que he venido trabajando en los últimos años y que conforman, por decirlo así, un repertorio de posibilidades didácticas: 1) Pasar de la cantidad de lecturas a las lecturas seleccionadas, 2) Diferenciar en los syllabus entre las lecturas de fundamentación y las lecturas complementarias, 3) Distinguir entre las lecturas obligatorias y la animación a la lectura, 4) Preferir las guías o los mapas de lectura a las lecturas a la deriva, 5) Enriquecer las lecturas disciplinares con las lecturas interdisciplinares, 6) Combinar los controles de lectura con la escritura sobre la lectura, 7) Practicar y estimular la lectura comentada en grupo a la lectura individual silenciosa[3].
NOTAS Y REFERENCIAS
[1] Un desarrollo amplio de la lectura de este poema puede leerse en mi libro La enseña literaria. Crítica y didáctica de la literatura, específicamente el ensayo “La semiosis-hermenéutica. Una propuesta de crítica literaria”, Kimpres, Bogotá, pp. 75-89.
[2] Véanse los ensayos: “Cualificar la lectura y la escritura. Compromisos de primer orden de la educación superior” y “Estrategias de lectura y escritura para la educación superior”, en mi libro Educar con maestría, Ediciones Unisalle, Bogotá, 2007, pp. 195-197 y 245-256.
[3] Cada una de estas estrategias tiene una mayor explicación en mi artículo “De lectores, leedores y otras consideraciones sobre las prácticas de lectura en la educación superior”, publicado en la Revista de la Universidad de La Salle, N° 62, Septiembre-diciembre 2013, pp. 77-91.