Sorprende que los estudiantes de pregrado y posgrado sigan creyendo que el único medio de aprender en una universidad es el espacio regular y curricularizado de un programa o una carrera. Tal desatino en la comprensión de la educación superior, se torna más dramático si los mismos aprendices reclaman de las instituciones universitarias una formación integral y de alta calidad.
Tal vez una primera razón a la poca atención y compromiso con los otros espacios de aprendizaje ofrecidos por la universidad (eventos artísticos, cineclubs, conferencias, foros, exposiciones, simposios…) estribe en una marca de escolaridad tan dañina como falaz: aquella de suponer que los asuntos en donde no hay calificación o que están por fuera de un salón de clase son de menor valía o de secundaria importancia. Que esas actividades son cosas desechables o eventos a los cuales no hay que invertirles ni dinero, ni tiempo, ni dedicación. Ese atavismo de entender así la educación reduce la formación del ser humano a una única dimensión o, siendo más precisos, a lo que pasa o se ofrece en una limitada aula universitaria.
Desde luego en esto hay una falta de perspectiva de los estudiantes. La universidad no es la continuidad del colegio. Más bien es una ruptura, un cambio de mirada. La universidad es una invitación a entrar en contacto con lo universal, con lo diverso, con la pluralidad del pensamiento. Y es también un ámbito para investigar, para explorar, para dejarse habitar por las múltiples maneras de aprender. Si un joven o un adulto participan en verdad de la universidad necesitan romper con el cascarón de ser unos aprendices por hora y por asignatura; y deben, por el contrario, exponerse abiertamente a las múltiples ofertas culturales que la universidad dispone a los moradores de su campus formativo.
Otra posible causa de esta apatía o desinterés de los alumnos a este menú ofrecido en las márgenes, en espacios alternos, en eventos no regulares, podría relacionarse con un peligroso gusto por el conformismo. Los estudiantes han perdido esas ganas por ir más allá de lo necesario para pasar un semestre o cumplir mínimamente con los requisitos estipulados en unos seminarios. En consecuencia, todo aquello que les demande una reorganización en sus rutinas de trabajo o luchar para conseguir un permiso en su trabajo o planear bien sus recursos para permitirse asistir a un congreso nacional o internacional, tales cosas, en lugar de ser un reto o un proyecto renovador, se les convierte en una molestia que perturba la comodidad del no “complicarse la vida”. Ese plegarse a lo establecido y al mínimo esfuerzo conlleva a que los perfiles de salida de estos profesionales sean cada vez más limitados, menos aptos para innovar el mundo laboral vigente. Serán egresados, en últimas, con un amolado sentido de la innovación y con muy poco vigor en su corazón para transformar su país, o al menos, para alcanzar sus sueños.
Relacionado con el punto anterior está la fascinación por el encerramiento en la búsqueda de información. Los estudiantes universitarios de hoy han caído fácilmente en el espejismo de que todo puede encontrarse en internet; que no hace falta salir o entrar en relación con las fuentes vivas, esas de carne y hueso que podemos escuchar en un foro, un congreso, un recital o una presentación artística. Tal enclaustramiento, desde luego, amodorra el espíritu y torna lenta la iniciativa para desplazarse, para entrar en directa relación con autores e investigadores, con artistas y personas no sólo interesantes, sino portadoras de una sabiduría que sólo puede adquirirse mediante el contacto o el encuentro en vivo y en directo. Así las cosas, el inmediatismo de las nuevas tecnologías ha reducido la formación de una persona a un asunto de acceso a la información, y no a una larga tarea de encuentro interpersonal, de diálogo con la tradición y de confrontación y concertación de saberes.
A lo mejor esa facilidad de la información, ese sumiso acceso a la gran Red, poco a poco también ha ido minando la necesidad de someter las propias ideas y creencias a la crítica. Y lo esencial del mundo universitario, una de sus tareas fundamentales, es la de ayudar a los estudiantes precisamente a tomar distancia de su pensamiento, a tener lentes críticos para saber cuándo sus convicciones son réplicas de intereses ajenos o cuándo sus opiniones son apenas remedo de “avivatos” del momento. De allí por qué sea tan importante asistir a eventos en los que se escuchen otras voces, participar de actividades universitarias en las que se tenga la oportunidad de hacer un balance de las propias certidumbres o al menos permitirse la interpelación de ideas foráneas. Si no se someten las ideologías a debate, a una verificación constante, muy fácilmente arraigará en el corazón de los universitarios el fanatismo y más difícil será aprender a convivir en paz y aceptar la riqueza de las diferencias.
Afirmo todo esto porque estoy convencido de que la formación del ser humano requiere involucrar todas sus dimensiones. Un estudiante, de pregrado o posgrado, no va sólo a la universidad a satisfacer una dimensión cognitiva; también asiste para interactuar con otros, para desarrollar las dimensiones afectiva y comunicativa, esas que le permiten cualificar la solidaridad y los vínculos interpersonales. Pero, de igual modo, si es cierto su deseo de formarse a cabalidad, tendrá momentos o espacios para cualificar su dimensión estética, y para eso cuenta con la oferta artística en sus dos aspectos: como productores o como receptores. Y si su deseo es mantener o potenciar la dimensión corporal tendrá a la mano el deporte o el gimnasio; y si anhela explorar o avanzar en su dimensión trascendente, para ello encontrará lugares especiales en las universidades en donde podrá asistir a celebrar ritos que convocan y ponen al hombre en una dimensión distinta. De la misma manera, la universidad ofrece una programación cultural que tiene como fin desarrollar la dimensión sociopolítica. Aquí es donde aparece una agenda de conferencistas nacionales e internacionales, paneles de expertos, debates que propician la interdisciplinariedad, foros temáticos de coyuntura que le dan a la universidad su sello característico. Es evidente, que perderse cualquiera de estos espacios es dejar mutilada una parte de las dimensiones del ser humano.
Concluyo reiterando una cosa: si los estudiantes de pregrado y posgrado no logran asimilar que la formación universitaria rebasa el plan de estudios y se ofrece en otros espacios diferentes al aula de clase, muy seguramente poco habrán obtenido de haber pasado por una institución de educación superior. Tal vez logren titularse, pero se habrán perdido del gran banquete cultural ofertado durante varios años en eventos y actividades artísticas, en programaciones alternas y de participación electiva. Seguir creyendo que los salones de clase son el único lugar de convocatoria para aprender es perder de vista esa otra educación concentrada en auditorios y teatros, en patios y escenarios abiertos. Esa otra agenda formativa debería ser tomada a manos llenas por los universitarios con el fin de enriquecer su formación profesional y potenciar el cultivo de sí mismos.