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Fernando Vásquez Rodríguez

~ Escribir y pensar

Fernando Vásquez Rodríguez

Archivos mensuales: junio 2016

Coleccionista de gallos

23 jueves Jun 2016

Posted by fernandovasquezrodriguez in Ensayos

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Ilustración de Alex Solis

Ilustración de Alex Solis.

Desde ya hace varios años colecciono gallos. Figuras artesanales o de diverso material como el vidrio, la madera, la piedra, el cobre, la cerámica, la plata u otro metal. Aunque ya me considero un coleccionista, lo cierto es que no supe bien cuándo empezó esa predilección por dichos objetos. Lo cierto es que, poco a poco, ha ido creciendo “la gallera” y, el grupo familiar o los amigos ―bien sea para mi cumpleaños o para las fiestas navideñas― tratan de sorprenderme regalándome una de esas estatuillas.

He indagado el porqué de esta predilección. Una primera causa, quizá la más íntima, es que esté relacionada con el hecho de haber nacido en el campo. Tengo vivo el recuerdo del canto nocturno de los gallos, su cacareo claro y repetido, a la manera de un relevo de sonidos, propagado a lo largo de las casas ubicadas en la vereda de “La Laguna” o de “Capira”. Ese recuerdo es una imagen fundacional. Y pienso, por eso mismo, que terminó filtrándose en mi poesía, en los primeros versos contenidos en mi libro inédito Homo erectus. Era inevitable. Esa voz, escuchada siempre a la madrugada, me permitía adivinar que el sol ya despuntaba por las montañas de “Lomalarga” y saber que, aunque todavía era de noche, seguramente mi madre ya estaría encendiendo el fogón y mi padre daba inicio a las tareas campesinas. Tal vez no fuera siempre así, pero el canto de los gallos está vinculado con esa escena de mi niñez, con esa marca autobiográfica.

Quizá por esa razón, no me fue difícil comprender después uno de los simbolismos más socorridos del gallo: la de servir de mediador entre dos realidades. Un símbolo puente. El gallo anuncia el nacimiento de otro estadio, de una condición diferente a la que se está. Por eso, fue un símbolo de Cristo, y, por eso también, ha sido visto como un emblema de la resurrección o del triunfo de la luz sobre la noche. Después supe y averigüé que el gallo era de buen augurio para las parturientas, que servía de emblema a los predicadores y profetas, que se usaba como veleta en los tejados para invocar su protección y vigilancia y que era uno de los atributos de Hermes, el dios mensajero y patrono de los comerciantes. Con el paso del tiempo, me di cuenta de la riqueza simbólica de esta ave y de cómo ha impregnado a muchas culturas. Pero volvamos a mi colección de gallos. A este gusto por atesorar dichos objetos particulares.

Cuando miro mi “gallera” lo primero que evidencio es la heterogeneidad de formas y colores en esas figuras. Pienso, en consecuencia, que el mayor gusto del coleccionista consiste en atesorar la diversidad, en apreciar y tener las distintas manifestaciones de determinado objeto. Son los matices mediante los cuales artesanos y artistas esculpen, pintan, tallan o colorean una obra ―confiriéndole en cada caso una particularidad―, los que, precisamente, dan sentido al motivo esencial del coleccionista: tener una gama de variaciones sobre un mismo asunto, disfrutar de esa diversidad plasmada en formas, estilos, decoraciones, diseños, al igual que de su distinta procedencia o su época de elaboración. Si hay algo que busca el coleccionista es acumular diversidad, y su mayor triunfo consiste en adquirir o recibir un objeto diferente, “raro”, una “pieza-trofeo” de esas que hablara Walter Benjamin en el testimonio sobre la adquisición de su biblioteca.

De allí que la decepción del coleccionista se dé cuando recibe un objeto repetido. Lo que espera siempre es adquirir o conseguir una versión, una propuesta diferente de aquello que colecciona. Tal condición pone en aprietos a familiares y amigos del coleccionista porque a medida que aumenta la colección será más difícil saber si el presente comprado en un almacén lejano es uno de los objetos duplicados del coleccionista. Y allí está también el esfuerzo de la búsqueda del viajero. Si desea sorprender al familiar o al amigo habrá que caminar muchas calles, mirar en varios anticuarios, explorar en tiendas secretas, preguntar y preguntar a desconocidos, hasta hallar una pieza singular, así sea elaborada con los más humildes materiales pero llena de originalidad y dotada de esa identidad de las obras únicas. Esa aura, seguramente, será el mayor tesoro valorado por el coleccionista.

Por lo demás, el coleccionista guarda con los objetos el sentimiento o la microhistoria de su procedencia. A través de ellos, mediante una emanación mnemotécnica, logra evocar las situaciones o a las personas relacionadas con esas figuras. Al tomar los objetos se genera una especie de sortilegio mágico, así como en el cuento de Aladino y la lámpara maravillosa, y podemos ver un rostro, una época, una fecha determinada. Sirvan estos ejemplos: en el primer estante de “la gallera” (una vitrina de cuatro niveles) escojo al azar y constato que hay un gallo en cristal macizo que mi entrañable Penélope me trajo de México; otro más que compré en Chile, cuando venía de mi primer viaje a Buenos Aires; hay uno, en plata, que me obsequió Sor Sofía Cisne cuando estuve con Luis Eduardo Castaño ayudando a construir proyectos educativos en El Salvador y Guatemala. Está otro que me regaló mi madre, hecho con plumas naturales, y que más tarde Hernando Rodríguez, un carpintero amigo, le hizo un hermoso pedestal en cedro. También hay uno, con colorido expresionista, elaborado por Hernando Zambrano, uno de los reconocidos talladores de madera de Pasto. Y la lista puede seguir. Basta abrir la vitrina y en cada escaparate, a partir de los gallos allí organizados, emergen la fraternidad, el amor, el agradecimiento o el relato de una búsqueda o un viaje hecho en el pasado. Esos objetos son, por decirlo así, otra autobiografía, un testimonio macizo de mis vínculos personales o un registro de  mi caminar por tierras extrañas.

No pertenezco a los coleccionistas maniáticos analizados por Jean Baudrillard. Colecciono estas figuras más por una estética personal que por un deseo de ostentación o prueba de riqueza. A veces lo que me seduce es el acabado de uno de esos objetos; en otras ocasiones, es el material que ha servido de base lo que me impacta y me lleva a adquirirlo. Pesa mucho en mi valoración el diseño, la pericia del artesano, la sutileza de un detalle, la creatividad del artista para impregnarle a una madera, un metal o una piedra, cierto toque especial que, al igual que Pigmalión, las dota de una vida, las transforma de cosas banales en obras llenas de significado. Eso es lo que me anima y me conmueve. Y, por supuesto ―ya lo decía antes―, cuando estos objetos han sido un obsequio, se tornan valiosos por las personas que me los han regalado. A través de ellos, mediante una metonimia maravillosa, las cosas hacen las veces de las personas. Hablan por ellas. Dicen en su lenguaje mudo que mi ser ha sido importante para alguien, que a pesar de la distancia o el tiempo, algunas de mis acciones logran el agradecimiento perenne en la mente de determinadas personas. Cada uno de esos gallos cumple la función de heraldo del afecto. Cantan, así sólo sea audible en los rincones de mi corazón, la certeza de la amistad, del amor, de la complicidad o los sueños compartidos.

Al considerarme un coleccionista aficionado sé que nunca terminaré mi tarea. “La gallera” sigue abierta como mi propia vida. No es mi sueño acaparar todos los objetos o piezas existentes. Sé que, además, sería imposible. Me conformo con esta alectrofilia íntima, de pronto compartida con los más cercanos. Es probable que haya en esta pasión una resonancia de la entretención lúdica de mis primeros años por atesorar las piedras más redondas que encontraba en caminos y quebradas, o que sea la persistencia inconsciente de mi espíritu por mantener vigente y soleada la tierra feliz de mi infancia. 

Los súbitos recuerdos

16 jueves Jun 2016

Posted by fernandovasquezrodriguez in Ensayos

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Allá, con mi viejo, camino hacia Capira

Allá, con «mi viejo», camino hacia Capira.

Hay ocasiones en que cobran mayor intensidad los recuerdos. Se vienen con toda su fanfarria y desplazan la atención y las ocupaciones del presente. Tal irrupción puede ser ocasionada por una charla ocasional, la escena de una película, la casual escucha de una canción o el encuentro inesperado con un objeto casero. Es como si los recuerdos tuvieran un campo de irradiación que, al ser tocados por un hecho insignificante, emitieran un sonido audible solo por nuestra memoria. Porque esa es otra particularidad de esta intrusión del pasado: únicamente tiene significado para una conciencia particular. Los recuerdos se muestran silentes para los demás, pero bulliciosos y con rostro propio para una persona específica.

A veces, lo que viene como una oleada es la presencia de un ser querido fallecido ya hace varios años. Su voz o sus gestos reaparecen diáfanos, vívidos en nuestra mente; recuperan, por decirlo así, una fuerza escénica que pone nuestros sentidos alertas y hace que los sentimientos ocupen la totalidad de nuestra atención. En esos instantes o durante ese tiempo recuperamos del ser perdido su esencia vital. Reaparece su presencia en una etapa o en una situación específica de nuestra vida. Puede ser en la infancia o durante nuestra juventud. Quizá en un período de la edad adulta. Sea como fuere, lo que el recuerdo nos devuelve es una fotografía instantánea de un vínculo, de un lazo afectivo que se mantiene intacto a pesar de los años o sobrenadando los mares del olvido.

Pero lo más interesante de esas apariciones es que despuntan en nosotros una carga emocional que bien puede llenarnos de regocijo o ponernos nostálgicos. Nos regalan la alegría de recuperar por unos minutos la persona fallecida y, a la vez, nos reiteran la evidencia de su pérdida. Tal ambigüedad es la que genera en nuestro espíritu esa doble sensación de festejo y tristeza, de cercanía y lejanía, de reencuentro y despedida. En todo caso, esos recuerdos nos tornan frágiles. Abren de nuevo álbumes que parecían olvidados y hacen audibles voces enmudecidas por el martilleo incesante de la vida cotidiana.

Es tal la fuerza de esas inesperadas remembranzas que logran sacarnos de sí; provocan una especie de dimensión extraña en la que, como si fuéramos pasajeros estelares, viajamos a épocas pretéritas. Son una cabal ensoñación, con todo lo que ella tiene de carga emocional y despliegue de la imaginación. Al acceder a esos recuerdos experimentamos una genuina vivencia. Somos transportados y transformados por esa fuerza rememorativa, así sea durante unos minutos. Sin embargo, el impacto es tan fuerte que todo nuestro psiquismo queda conmovido, al igual que las réplicas de un terremoto de gran magnitud.

Claro está que esas súbitas apariciones no pueden ser provocadas a voluntad ni emergen en todo momento. Hay un cierto capricho en la forma de manifestarse. Son determinados hechos, específicas actitudes, singulares comportamientos. Dichos recuerdos operan de manera diferenciada, quizá en la misma proporción de la impronta dejada por esos seres amados en nuestra existencia. Puede tratarse, entonces, de una particular manera de relacionarnos con un padre, o el modo singular de enfrentar la vida de nuestra progenitora o las originales manifestaciones de cariño prodigadas por una pareja o el saludo inconfundible de algún hijo. Son esas cosas y no otras las que de pronto retornan a nuestra memoria.

Es probable que la creencia en las almas o en las ánimas esté asociada a este inesperado modo de surgir del recuerdo. Nace de mantener vivos en nuestra memoria aquellos seres que han formado parte esencial de lo que somos. Es una especie de tributo de la especie a sus antepasados. Y tal como hay una memoria genética contenida en nuestros cromosomas, de igual modo el recuerdo cumple ese papel de ligar nuestro presente con el remoto ayer. Sin embargo, y aquí está lo interesante, esa memoria es selectiva. Solo van guardándose aquellas marcas fundacionales que nos constituyen, esas huellas esenciales de nuestra identidad. Y son esas improntas las que conservan intacto su verdor, su frescura rememorativa. Esos recuerdos terminan impregnando nuestra piel y nuestra mente como cicatrices que nos acompañarán hasta el final de nuestra vida. Lo demás, se irá perdiendo poco a poco o diluyéndose con el pasar de los días.

Tal vez por eso son tan preciados estos momentos en que despuntan aquellos recuerdos. Porque nos confirman que esas personas siguen vigentes y rotundas en nosotros, porque muestran su jovial contextura a pesar del tiempo transcurrido, porque continúan renovando lo fundamental de un vínculo filial o amoroso. Lo imprevisto de esas evocaciones nos certifica la valía del legado recibido y, al mismo tiempo, muestra el temple de nuestro corazón para salvaguardar dicha herencia.

Lidiar con el ensayo

09 jueves Jun 2016

Posted by fernandovasquezrodriguez in Ensayos

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Pintura del mexicano Pancho Flores.

Para ensayar primero hay que retomar temas sencillos, temas-becerradas, para luego lidiar a novillos y así poder enfrentarse a toros miuras de mayor peso y más peligro. Para hacer un buen ensayo «hay que haber tomado la alternativa».

Advirtamos, de una vez, que la valentía del ensayista estriba en no lanzarse a la loca, es decir, escribir lo primero que se le venga a la cabeza; no se trata de mero «arrojo». Hay que sumarle a ese impulso el «conocimiento», la verdadera valentía.

De la misma forma, hay que hacer pruebas preliminares: llevar el tema al «tentadero»: qué sabemos de él, qué tan solventes estamos, qué dificultad entraña, con qué fuentes nos movemos. Esos «tientos»,  son la investigación previa del ensayista torero. Parafraseando lo que decía Paquirri, «hay que enseñarle al tema a embestir como tesis». Los temas en sí mismos no son tesis. El buen ensayista es aquel que le enseña al tema a comportarse como tesis.

Después tiene que «cambiar la seda por el percal». Cambiar el capote de paso o lujo por el de brega. Este cambio me parece clave: pasamos de la información previa, del desfile por autores, citas y otras fuentes de consulta, a la lucha directa con el tema, al enfrentamiento directo con el toro.

Y así como en una corrida todo gira alrededor del toro, así en un ensayo, todo debe gravitar alrededor de la tesis. La tesis es la fiesta del ensayo. Si no hay toro no hay lidia, dicen los sabidos en tauromaquia; sin tesis no hay ensayo, decimos los que andamos en la lidia del ensayo.

El ensayista, al igual que el torero, debe poseer temple: no lanzarse en los primeros párrafos a decirlo todo y quedarse sin nada para el resto de la lidia. Y del mismo modo que hay temas que lo obligan a aumentar su velocidad; otros, lo instan a dosificarles la fuerza de su embestida.

Los párrafos iniciales se emplean para «fijar» o sujetar el tema. Es la brega del ensayista para que el tema responda a su propósito. Lo mejor, en estos casos, es entrar pronto a la tesis, no demorarse. Los temas que se «tardan» anuncian ensayos de baja calidad; hay que lograr que el tema se «humille» cuanto antes, que no levante el hocico de la arena, que meta el morro dentro del propósito o la tesis. También es recomendable terminar esos primeros párrafos con alguna media verónica, para que obedezca a la intención del ensayista.

Los temas para convertirse en tesis deben tener «fijeza»; es decir que presenten desde el inicio un viaje fijo sin distracciones o digresiones. No hay que hablar de todo y de nada. No hay que «desparramarse». Hay que templar el tema, sin que llegue a «inclinarse» por cualquier lado. No hay que dejar que el tema «salga suelto»; muy por el contrario, el buen ensayista hace que el tema se «aquerencie» en el centro del ruedo y acuda a cualquier cite. Además, no hay que permitir que el tema se nos «raje» desde el inicio, que no se nos vaya a las tablas o a los chiqueros. Hay que lograr que el tema no tenga «querencias» muy marcadas por las tablas, que podamos abrirlo hacia el centro de la plaza.

Semejante a los pases ayudados, dígase lo que se diga, la lidia en el ensayo consiste en no mover la tesis. Algo así como torear con suertes de «estatuario»: es decir, mantenerla con los pies juntos mientras se dan o se presentan los diversos pases argumentales.

Otra cosa: así como existen toros burriciegos: que ven de lejos pero no de cerca, de igual modo hay ideas «burriciegas» que parecen muy buenas de lejos, pero al empezar a capotearlas descubrimos que son inútiles o más difíciles de manejar de lo que pensábamos. Las ideas hay que torearlas con pases naturales: ni tan cortas, que parezcan telegráficas, ni tan largas que no se sepa a dónde llevan o cuál es su cometido.

Preferiblemente, en el último párrafo no se debe usar el descabello, no meter una frase y otra, como si no fuera suficiente la estocada o idea final que nos interesa dejar en la mente de nuestros lectores. El último párrafo  no debe necesitar de ningún verduguillo, ni mucho menos echar mano de la puntilla.

Concluido el ensayo, terminada la corrida, son los lectores quienes dictaminarán la calidad de nuestra lidia ensayística. De ellos dependerá, si sacan los suficientes pañuelos blancos, que pidan a la presidencia de la plaza las orejas, o tengamos la suerte –con su relectura– de premiarnos con la vuelta al ruedo. Y si nuestro ensayo gusta tanto, a lo mejor, será recomendado a otros y así, de alguna manera, podremos en verdad ser sacados en hombros por la puerta grande. Desde luego, el mismo público, puede gritarnos o silbar nuestra lidia, bien sea abandonando la lectura de nuestro ensayo o condenándonos al más absoluto silencio. La lidia del ensayista puede terminar en las palmas, los pitos o el silencio despectivo. Es la buena faena de escritura la que provocará en los lectores el disgusto, la censura, el abucheo, las ovaciones o las palmas.

Una experiencia estética

04 sábado Jun 2016

Posted by fernandovasquezrodriguez in Diálogos

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moebius-aka-jean-giraud-8-of-41

Ilustración de Moebius (Jean Giraud).

—¿Usted ha tenido alguna experiencia estética?

—Sí, en varias ocasiones.

—¿Podría ubicar una de ellas?

—La vez que leí en dos días, si mal no recuerdo, La muerte de Virgilio de Hemann Broch.

—¿Un cuento o una novela?

—Una novela en la que se combinan la poesía, el ensayo, la reflexión política y estética…

—¿Y qué fue lo que le sucedió?

—Primero que todo hubo una sintonía con esa obra. Estaba en el sótano de la librería Lerner indagando por otros libros, en compañía de mi amigo Carlos Paz. Por aquel entonces yo estudiaba derecho pero ya tenía metido en el corazón el deseo de retirarme y dedicarme completamente a la literatura. Sin embargo, me seguía atrayendo la política y, especialmente, la lógica jurídica y la teoría de la justicia. Mi amigo Carlos Paz, por casualidad, halló este libro y empezó a hojearlo. Encontró un parlamento y me llamó para leérmelo, como acostumbraba hacerlo, en voz alta. En ese párrafo él encontraba argumentos para que yo no dejara el derecho, para que siguiera estudiando leyes. Yo le arrebaté el libro y miré al azar otras páginas adelante. Leí mentalmente otro párrafo, e inmediatamente le contesté a Carlos, citando en voz entonada aquél apartado que contradecía y defendía a la poesía y su no contaminación con la política. Tanto mi amigo como yo estábamos maravillados. Así estuvimos varios minutos hallando en ese texto argumentos y contraargumentos a una decisión que venía madurando en mi conciencia.

—¿Y qué pasó luego?

—Pues compré el libro y salimos a la calle 13. Conversamos un poco más sobre el asunto con Carlos pero la obra me sedujo y yo lo que quería era devorarla de principio a fin. Supongo que en el taxi que detuve seguí mirando el texto de pastas verdes oscuras. En las solapas de la portada y la contraportada me enteré de quién era Hermann Broch y una síntesis apretada del contenido de la novela. Palabras más, palabras menos era una ficción sobre los últimos días del poeta Virgilio con el manuscrito de La Eneida en un cajón y su deseo de quemarla o conservarla.

—¿Y qué sucedió después?

—Llegué a la casa, comí algo ligero y me dispuse a devorar ese manjar de más de cuatrocientos cincuenta páginas. Creo que esa noche seguí de largo. Tengo viva esa emoción y ese conflicto entre Augusto y Virgilio; tengo presentes poemas y largos disquisiciones de los dos personajes principales. Recuerdo que me aprendí de memoria un apartado que dice: “Erguido es el hombre. Él solo. Pero se tumba para descansar, amar y morir”. Esta cita la utilicé luego como uno de los epígrafes en mi libro Homo Erectus en el que venía trabajando por aquellos años. Lo cierto es que amanecí conectando con el libro. Sé que me bañé de afán, me preparé algo de desayuno y seguí leyendo, dejando de lado mis clases de derecho. Ese día no asistí al Externado de Colombia. Estaba encandelillado por la prosa poética de Broch. Fascinado. Durante todo el día continúe leyendo y hacia el final de esa noche terminé la novela. No sentía cansancio, ni remordimiento por no asistir a clase.

—¿Y eso le pasa con todas las novelas que lee?

—Por supuesto que no. Creo que la novela llegó en un momento clave de mi vida. Y dado que ponía a circular mis dudas, mis inquietudes y mis anhelos, entonces, como que había un ambiente propicio para ese encuentro.

—¿Podríamos decir, en consecuencia, que la experiencia estética requiere de ciertas condiciones para darse?

­—Yo creo que sí. O mejor, si no hubiera estado viviendo esa situación vital pues, quizá, no hubiera tenido la misma resonancia, el mismo eco interior. Creo que influyó también que el conflicto de fondo de la obra era entre la política y el arte, que en últimas era mi mismo dilema.

—¿Había, por decirlo así, cierta identificación?

—De alguna manera. Eso es fundamental. Si no hay ese vínculo o esa relación es muy difícil que se tenga una experiencia estética. Por eso son tan claves los rituales, los contextos, las condiciones previas para que una obra logre “tocar” a un lector o a un espectador. Pienso ahora en algunas de las salas y en la iluminación del museo de El Prado. Y esas largas sillas de madera puestas estratégicamente para vivir a plenitud la contemplación. Obvio, si hay todo eso pero falta una zona de afectación en el lector o en el espectador pues lo más seguro es que no se dé o se produzca parcialmente dicha experiencia.

­—¿Suena un poco complejo todo esto?

—En la práctica es bastante sencillo. Asistes a ver una película (no lo haces con la intención de tener una experiencia estética), pero en la medida en que va proyectándose la cinta hay asuntos, diálogos, personajes, ambientes con los que te vas identificando (mímesis, las llamaba Aristóteles) y, entonces, poco a poco, dependiendo de ciertas condiciones y marcas personales, terminas con los ojos llenos de lágrimas o con el corazón con ganas de explotar dentro de tu pecho.

—¿Por qué hablas de ciertas marcas personales?

—Porque puede suceder que tú salgas conmovido, transformado y emocionado hasta el tope y otros asistentes a la sala apenas les haya parecido una película muy semejante a tantas otras. Eso que te cuento lo viví con Muerte en Venecia de Visconti. Estuvimos en cine varios amigos, y que yo sepa sólo a mí me afectó tanto la lucha de Aschenbach buscando a Tadzio en medio de la peste en Venecia. Quizá porque yo en esa época estaba en esa búsqueda. Quizá porque los creadores de arte andan como él buscando la belleza.

­—¿Qué otra condición sería clave para tener una experiencia estética?

—Te repito que este es mi caso. Puede que con otras personas sea diferente. Porque en últimas, y esa es la fuerza fascinante del arte, es que en cada persona es diferente. Pero, volviendo a tu pregunta, me parece que para darse la experiencia estética se requiere una especie de concentración o entrega a una obra específica. Fíjate que en el caso de la novela de Broch estuve metido en ella durante varias horas sin “desconectarme”. Rompí con la rutina de estudio y me entregué a esa novela como mi única preocupación. El resto desapareció o quedó como un brumoso telón de fondo. Y en el caso de la película de Visconti recuerdo que después de haber caminado varias cuadras conversando con los amigos, después de haber compartido varias cervezas en “El griego” hablando sobre el film, llegué a mi casa y me concentré en mi diario a escribir sobre esa cinta. Es más, de allí salieron varios textos titulados “Buscando a Tadzio”. La idea era seguir conectado con la película. Y al otro día busqué la novela. Porque aunque yo ya había leído José y sus hermanos, aún no había devorado esta obra de Thomas Mann.

—¿La experiencia estética es más asunto de intensidad que de cantidad?

—Creo que sí. Supongo que hay personas que alcanzan esa intensidad en pocos minutos y otros que requieren de una mayor exposición para alcanzar dicho estado.

—¿Se me ocurre ahora que algo semejante ocurre con el arrebato de los místicos?

—En algo se parecen esos dos estados. Por eso para los místicos es tan importante el ayuno y la meditación. Es muy difícil tener una experiencia estética o una experiencia mística sin concentración, sin una atención imantada desde un único punto. Todos los sentidos se convierten en aliados o están enfocados hacia esa obra o hacia aquello que ha capturado la médula de nuestro interés.

—¿Cabría mencionar otras características de la experiencia estética?

—No sé si será otro rasgo, pero por tratarse de una experiencia, debe involucrar los sentidos, las emociones. Por eso Hans Robert Jauss consideraba que la base de una experiencia estética estaba en la aisthesis, en los sentidos. Es a través de los diferentes sentidos como entramos en contacto con una obra de arte. Oído, vista, tacto. Y si los sentidos no están educados, si no han estado expuestos a este tipo de manifestaciones seguramente no atraparán su atención. No sobra recordar que los sentidos se educan. Y cuando los sentidos se forjan, cuando están expuestos a estas manifestaciones del arte, les será más fácil reconocer dichas manifestaciones y provocar la conmoción o el entusiasmo el en lector o el espectador. Por supuesto, ese trato continuo se convierte en experiencia, es decir, en memoria, en historia personal. Creo que la experiencia estética en este sentido cambia o se transforma según el caudal de experiencia del lector o el espectador. Lo que hace ese caudal es preparar de mejor manera los sentidos para apropiar o percibir una obra de arte.

­—¿Y no habría una experiencia estética natural, por decirlo así?

—Supongo que sí. Pero alguien, una persona o una comunidad, debió ayudar a valorar ese paisaje o esa música como algo valioso o importante. Por eso creo que dependiendo las culturas cambian los criterios para valorar estéticamente una obra artística.

—¿O sea que uno aprende a tener experiencias estéticas?

—Entiendo que una experiencia, cualquiera que sea, implica pasar los sentidos y las emociones por el cedazo de la reflexión. Y, al hacerlo, se vuelven memoria, memoria encarnada. En este sentido, se aprende una disposición y un sentido de la experiencia estética. Así como en el gusto. De allí el valor de la educación y los procesos formativos en la familia o en espacios como la escuela…

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Tema: Chateau por Ignacio Ricci.

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