Ilustración de Alex Solis.
Desde ya hace varios años colecciono gallos. Figuras artesanales o de diverso material como el vidrio, la madera, la piedra, el cobre, la cerámica, la plata u otro metal. Aunque ya me considero un coleccionista, lo cierto es que no supe bien cuándo empezó esa predilección por dichos objetos. Lo cierto es que, poco a poco, ha ido creciendo “la gallera” y, el grupo familiar o los amigos ―bien sea para mi cumpleaños o para las fiestas navideñas― tratan de sorprenderme regalándome una de esas estatuillas.
He indagado el porqué de esta predilección. Una primera causa, quizá la más íntima, es que esté relacionada con el hecho de haber nacido en el campo. Tengo vivo el recuerdo del canto nocturno de los gallos, su cacareo claro y repetido, a la manera de un relevo de sonidos, propagado a lo largo de las casas ubicadas en la vereda de “La Laguna” o de “Capira”. Ese recuerdo es una imagen fundacional. Y pienso, por eso mismo, que terminó filtrándose en mi poesía, en los primeros versos contenidos en mi libro inédito Homo erectus. Era inevitable. Esa voz, escuchada siempre a la madrugada, me permitía adivinar que el sol ya despuntaba por las montañas de “Lomalarga” y saber que, aunque todavía era de noche, seguramente mi madre ya estaría encendiendo el fogón y mi padre daba inicio a las tareas campesinas. Tal vez no fuera siempre así, pero el canto de los gallos está vinculado con esa escena de mi niñez, con esa marca autobiográfica.
Quizá por esa razón, no me fue difícil comprender después uno de los simbolismos más socorridos del gallo: la de servir de mediador entre dos realidades. Un símbolo puente. El gallo anuncia el nacimiento de otro estadio, de una condición diferente a la que se está. Por eso, fue un símbolo de Cristo, y, por eso también, ha sido visto como un emblema de la resurrección o del triunfo de la luz sobre la noche. Después supe y averigüé que el gallo era de buen augurio para las parturientas, que servía de emblema a los predicadores y profetas, que se usaba como veleta en los tejados para invocar su protección y vigilancia y que era uno de los atributos de Hermes, el dios mensajero y patrono de los comerciantes. Con el paso del tiempo, me di cuenta de la riqueza simbólica de esta ave y de cómo ha impregnado a muchas culturas. Pero volvamos a mi colección de gallos. A este gusto por atesorar dichos objetos particulares.
Cuando miro mi “gallera” lo primero que evidencio es la heterogeneidad de formas y colores en esas figuras. Pienso, en consecuencia, que el mayor gusto del coleccionista consiste en atesorar la diversidad, en apreciar y tener las distintas manifestaciones de determinado objeto. Son los matices mediante los cuales artesanos y artistas esculpen, pintan, tallan o colorean una obra ―confiriéndole en cada caso una particularidad―, los que, precisamente, dan sentido al motivo esencial del coleccionista: tener una gama de variaciones sobre un mismo asunto, disfrutar de esa diversidad plasmada en formas, estilos, decoraciones, diseños, al igual que de su distinta procedencia o su época de elaboración. Si hay algo que busca el coleccionista es acumular diversidad, y su mayor triunfo consiste en adquirir o recibir un objeto diferente, “raro”, una “pieza-trofeo” de esas que hablara Walter Benjamin en el testimonio sobre la adquisición de su biblioteca.
De allí que la decepción del coleccionista se dé cuando recibe un objeto repetido. Lo que espera siempre es adquirir o conseguir una versión, una propuesta diferente de aquello que colecciona. Tal condición pone en aprietos a familiares y amigos del coleccionista porque a medida que aumenta la colección será más difícil saber si el presente comprado en un almacén lejano es uno de los objetos duplicados del coleccionista. Y allí está también el esfuerzo de la búsqueda del viajero. Si desea sorprender al familiar o al amigo habrá que caminar muchas calles, mirar en varios anticuarios, explorar en tiendas secretas, preguntar y preguntar a desconocidos, hasta hallar una pieza singular, así sea elaborada con los más humildes materiales pero llena de originalidad y dotada de esa identidad de las obras únicas. Esa aura, seguramente, será el mayor tesoro valorado por el coleccionista.
Por lo demás, el coleccionista guarda con los objetos el sentimiento o la microhistoria de su procedencia. A través de ellos, mediante una emanación mnemotécnica, logra evocar las situaciones o a las personas relacionadas con esas figuras. Al tomar los objetos se genera una especie de sortilegio mágico, así como en el cuento de Aladino y la lámpara maravillosa, y podemos ver un rostro, una época, una fecha determinada. Sirvan estos ejemplos: en el primer estante de “la gallera” (una vitrina de cuatro niveles) escojo al azar y constato que hay un gallo en cristal macizo que mi entrañable Penélope me trajo de México; otro más que compré en Chile, cuando venía de mi primer viaje a Buenos Aires; hay uno, en plata, que me obsequió Sor Sofía Cisne cuando estuve con Luis Eduardo Castaño ayudando a construir proyectos educativos en El Salvador y Guatemala. Está otro que me regaló mi madre, hecho con plumas naturales, y que más tarde Hernando Rodríguez, un carpintero amigo, le hizo un hermoso pedestal en cedro. También hay uno, con colorido expresionista, elaborado por Hernando Zambrano, uno de los reconocidos talladores de madera de Pasto. Y la lista puede seguir. Basta abrir la vitrina y en cada escaparate, a partir de los gallos allí organizados, emergen la fraternidad, el amor, el agradecimiento o el relato de una búsqueda o un viaje hecho en el pasado. Esos objetos son, por decirlo así, otra autobiografía, un testimonio macizo de mis vínculos personales o un registro de mi caminar por tierras extrañas.
No pertenezco a los coleccionistas maniáticos analizados por Jean Baudrillard. Colecciono estas figuras más por una estética personal que por un deseo de ostentación o prueba de riqueza. A veces lo que me seduce es el acabado de uno de esos objetos; en otras ocasiones, es el material que ha servido de base lo que me impacta y me lleva a adquirirlo. Pesa mucho en mi valoración el diseño, la pericia del artesano, la sutileza de un detalle, la creatividad del artista para impregnarle a una madera, un metal o una piedra, cierto toque especial que, al igual que Pigmalión, las dota de una vida, las transforma de cosas banales en obras llenas de significado. Eso es lo que me anima y me conmueve. Y, por supuesto ―ya lo decía antes―, cuando estos objetos han sido un obsequio, se tornan valiosos por las personas que me los han regalado. A través de ellos, mediante una metonimia maravillosa, las cosas hacen las veces de las personas. Hablan por ellas. Dicen en su lenguaje mudo que mi ser ha sido importante para alguien, que a pesar de la distancia o el tiempo, algunas de mis acciones logran el agradecimiento perenne en la mente de determinadas personas. Cada uno de esos gallos cumple la función de heraldo del afecto. Cantan, así sólo sea audible en los rincones de mi corazón, la certeza de la amistad, del amor, de la complicidad o los sueños compartidos.
Al considerarme un coleccionista aficionado sé que nunca terminaré mi tarea. “La gallera” sigue abierta como mi propia vida. No es mi sueño acaparar todos los objetos o piezas existentes. Sé que, además, sería imposible. Me conformo con esta alectrofilia íntima, de pronto compartida con los más cercanos. Es probable que haya en esta pasión una resonancia de la entretención lúdica de mis primeros años por atesorar las piedras más redondas que encontraba en caminos y quebradas, o que sea la persistencia inconsciente de mi espíritu por mantener vigente y soleada la tierra feliz de mi infancia.