“Penélope”, ilustración de Pep Montserrat para la Odisea.
Tenemos en nuestra piel cicatrices que de alguna forma modelan nuestro cuerpo. También estamos hechos de recuerdos: estos van delineando nuestra geografía interior.
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¿Los dioses tendrán recuerdos? No. La eternidad es el absoluto presente.
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Aunque solo sea un hecho la piedra de toque para traer a la memoria un recuerdo, una vez presente despliega ante nosotros otras adherencias del pasado. Los recuerdos vienen en alud o participan de las propiedades del contagio.
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Se vive en el presente, se recuerda el pasado. Son las cenizas y lo ya perdido las que reclaman rememoración.
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El enamorado sueña con que todos sus actos y palabras sean recordados por su pareja. De allí que los amantes participen del destino de los desdichados.
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La ciencia ficción ha explorado en la fantasía de fabricar recuerdos con el fin de inocularlos en la mente de las personas. Pero ese proyecto siempre ha fracasado: los recuerdos no vienen de fuera, sino que nacen y crecen a la par de la vida.
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Las comunidades necesitan de ciertos recuerdos colectivos que les den cohesión y sentido de pertenencia. Esos recuerdos son las leyendas.
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Algunos enamorados son más celosos de los recuerdos que de las personas. Sufren por una infidelidad de su pareja a esa memoria compartida de lo ya vivido.
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A pesar de que una tertulia puede iniciarse a partir de un tema de actualidad, necesita de puntos en común sobre un pasado para lograr mantenerse. El carburante de la conversación extensa y amena es el recuerdo.
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El amor es, en gran medida, un intercambio de recuerdos.
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Los recuerdos temen al olvido pero saben que, sin él, no podrían reconocer su valía o consistencia.
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Cuando se miran álbumes de fotografías del pasado lo que hace la mirada es descubrir, en cada caso, los recuerdos ocultos tras la imagen.
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La nostalgia es el sedentarismo de los recuerdos.
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El perdón es un heraldo del olvido. Un mensajero que nos invita a despojarnos de los recuerdos dolorosos o las afrentas recibidas.
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Los recuerdos, aunque inmateriales, se desarrollan bajo la lógica del crecimiento de un organismo. En los seres humanos corresponden al sistema evocativo.
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Aún los encarcelados o los sometidos al secuestro o la prisión de los guetos, tienen una ventana libertaria: sus recuerdos. No obstante, Dante Alighieri nos mostró que no hay mayor dolor que acordarse del tiempo feliz en la miseria.
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Los recuerdos son como sombras proyectadas por la luz de nuestras experiencias.
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Determinados recuerdos nos persiguen como un perro sabueso o un cazador experimentado. Sin saberlo, nos convertimos en presas de nuestro pasado.
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El culto a los muertos es un rito del recuerdo. Y las flores frescas que llevamos a una tumba son un símbolo de renovación de tal reminiscencia.
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No es bueno vivir solo de recuerdos, pero es imposible una existencia basada en la mera acción.
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La facultad de recordar es una de las claves de nuestra evolución como especie.
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“Recordar es vivir”, dice la gente. O puesto de otra manera, es la rememoración de lo vivido la que dota de sentido a la existencia.
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Platón: patrono y filósofo de los amantes del recuerdo.
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Cuando alguien decide escribir sus memorias lo que hace no es un inventario de su pasado, sino un ajuste de cuentas con sus recuerdos.
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El tejido que durante varios años tejió y destejió Penélope, mientras esperaba a Ulises, estaba hecho de finísimos y fuerte hilos de recuerdos.
Si recordar, como enseña la etimología, es volver a pasar por el corazón, entonces podemos concluir que almacenamos los recuerdos con la memoria pero los recuperamos mediante el sentimiento.
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Hay dos cosas que pueden hacerse con los recuerdos de la infancia: poesía o psicoanálisis.
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Los recuerdos exigen para su permanencia un trabajo inicial de repetición. Es el golpe continuado del herrero el que garantiza la resonancia futura de la campana.
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Los recuerdos son un lastre o un viento bienhechor. Son una carga para llegar a nuestro destino o nos sirven de impulso para nuestra odisea vital.
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Almacenamos experiencias, pero narramos recuerdos. El relato le da plasticidad a la memoria.
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Los griegos antiguos sabían bien que para morir había que pasar por el río del olvido. La muerte definitiva consiste en el hundimiento de todos nuestros recuerdos.
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Es el trabajo de los recuerdos el que crea el teatro de nuestro pasado. Mnemosine es la verdadera madre de Cronos.
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A ciertas personas les gusta entender los recuerdos como un depósito; para otros, son como hojas de un árbol que se desprenden según el soplar de las circunstancias.
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Hay marcas de agua en toda historia personal. Invisibles para los demás, pero claras y precisas al trasluz de nuestros recuerdos.
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Aunque parece fácil recordar, si no se tienen unos dispositivos de memoria, lo más seguro es que nos perdamos en el laberinto de nuestro pasado. Los recuerdos oscilan entre el favor de Ariadna y el temor al Minotauro.
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Algunos recuerdos huyen de nosotros por más que nos esforcemos en retenerlos. Otros, vienen de pronto, como asaltantes inesperados. Tales hechos nos muestran una cosa: los recuerdos además de escurridizos, gozan de una libertad inalienable.
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Existen situaciones dolorosas que traen consigo el no querer recordarlas. A veces, olvidar es una defensa de nuestra sobrevivencia psicológica.
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Los recuerdos pueden ser un arma de los obsesionados por el poder: hay gobernantes que administran astutamente el olvido y otros que saben dosificar y seleccionar para su pueblo un pasado específico.
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Cuando el dolor impregna una etapa de nuestro pasado, tendemos a distorsionar el recuerdo. Todo pasado doloroso es un pasado enmendado.
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La tragedia clásica griega tenía un dispositivo potente: el reconocimiento. Es decir, son las marcas de nuestros recuerdos los que llevan al cumplimiento del destino.
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Es la intensidad y no la cantidad de experiencias la que determina la consistencia del recuerdo. Retenemos más y mejor aquellas vivencias que han calado hondo en nuestra piel o nuestra alma.
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El drama de nuestra condición temporal es este: querer olvidar los recuerdos imborrables que nos lastimaron; desear retener aquellos otros de pasajera felicidad.
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Extraño el proceder de los recuerdos cuando estamos viejos: no recordamos dónde dejamos o pusimos un objeto cotidiano, pero nos acordamos con lujo de detalles de la época remota de nuestra niñez.
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¿Qué eran los aedos de la antigüedad? Unos guardianes rítmicos de la recordación.
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La adquisición de los recuerdos está a la par de la experiencia y lo vivido; la retención de los mismos implica un esfuerzo mnemotécnico. Su recuperación es un acto en el que, además de la voluntad, intervienen el azar, la historia y la política.
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Los recuerdos participan de la lógica del dinero: los hay de rentabilidad inmediata y otros que rinden su beneficio a largo plazo.
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Las doctrinas que creen en la reencarnación son, en realidad, religiones centradas en la devoción absoluta hacia el recuerdo.
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La genuina biografía de un hombre es la que proviene de la elección de sus recuerdos. El relato más confiable de un ser humano termina siendo una autobiografía.
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Hubo una época en que los monumentos en las ciudades estaban ahí como hitos de memoria. La enseñanza es apenas obvia: los recuerdos deben materializarse en piedra o bronce, y estar siempre a la vista, si queremos transferirlos a las nuevas generaciones. A Mnemosine le gusta la pedagogía de lo marmóreo.
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Hay amnesias que resultan de un accidente o una enfermedad y otras que responden a la culposa tarea de un autoinfligimiento.
En el Tesoro de la lengua castellana o española, Sebastián de Covarrubias define o asocia la ternura con un cartílago, “que ni es carne ni es hueso”. En esa calidad o consistencia flexible, elástica casi, me parece importante concebir la ternura.
Tal característica de plasticidad es lo que le otorga a la ternura su enorme riqueza espiritual, afectiva y, por supuesto, comunicacional. Debido a esa ductilidad, a ese cimbreante ser de la ternura, es como alcanzamos cierto nivel de tolerancia, cierto talante de oscilación, cierta capacidad para el claroscuro. Gracias a la ternura aprendemos a ser menos rígidos, a ser menos “indeformables”.
Sí, la ternura pone en entredicho la dureza del guerrero, la rocosa y encallecida lógica de la guerra. La ternura es como un diluyente, como un agua capaz de humedecer el desierto solitario de los espíritus belicosos. Por eso, los poetas, antiguos escribanos y defensores de la ternura, siempre han querido “traicionar al acerado ejército de los hombres” para “recuperar el peso y la rotundidad”, “la blandura húmeda del mundo”.
Desde luego, como escribe H. Kunz, “la ternura es a la vez un impulso, un sentimiento y una actitud”. Un impulso hacia lo digno de consideración, hacia lo “indefenso”; un impulso más erótico que tanático. Un sentimiento en la medida en que es un terreno medianero entre lo sensible y lo inteligible; un sentimiento porque es un aprendizaje, una conquista de la cultura sobre la especie. Y una actitud, porque tiene que ver con lo volitivo; con el deseo, con un querer ser tierno.
No es el momento para rastrear cuándo ese impulso fue conciencia, cuándo ese sentimiento fue posible y cuándo esa actitud se hizo hábito. Señalemos tan sólo que es, a partir de la historia de la vida privada, de la historia del cuerpo humano; a partir de la microhistoria y la micropsicología, como seguramente encontraremos las raíces y el desarrollo de eso que llamamos “la ternura”.
Ternura y preservación se juntan. Ternura y participación se necesitan. “Donde tú eres tierno, dices plural”, escribió Roland Barthes. La ternura nos pone en relación, en comunicación y nos invita a salir de nuestro egoísmo. Quizá por la ternura es que perdonamos; y por la ternura somos fraternos; y por la ternura convivimos en sociedad. Nadie que se llama tierno puede desconocer la dimensión de la otredad; la zona del prójimo. Allí, en donde uno se pone o se siente tierno, claudican el poder, la arrogancia, los honores, el miedo, el saber autoritario. Lo tierno es, por excelencia, democrático.
Proponerse, por lo mismo, reivindicar la ternura es, sobre todo, colocar el énfasis en tres grandes instancias del hombre: el cuerpo, la sensibilidad y la imaginación. La ternura nos hace más táctiles, más sentimentales, más lúdicos; en síntesis, más niños. Ya lo decía Milan Kundera: “la ternura es el miedo que nos inspira la edad adulta (…) Es un intento de crear un ámbito artificial en el que pueda tener validez el compromiso de comportarnos con nuestro prójimo como si fuera un niño”. Reivindicar la ternura es una utopía necesaria, entre otras cosas, para lograr que lo íntimo halle su justo lugar en esa esfera de lo público. La ternura es un intento para que las “pequeñas cosas” signifiquen tanto como los “grandes acontecimientos”.
Ni qué decir de la importancia de la ternura para la vida cotidiana. No como una falsa, dulce o graciosa forma de ser, sino todo lo contrario. Como una capacidad para romper los “cascos”, las “mallas” y poder colocarse, inerme, frente a los demás; una forma de ser en donde cuente más la necesidad que la suficiencia, más la entrega que la desconfianza. Recordemos que una persona tierna es alguien “entregada”. Y entregarse significó primero “reintegrar”: volver a tener cuerpo, volver a formar parte de la comunidad.
(De mi libro Ser viento y no veleta. Pistas de sabiduría cotidiana, Kimpres, Bogotá, 2010, pp. 71-73).
“¿Y dónde están las montañas?”, se interrogaba a sí mismo el sobrino mientras miraba hacia abajo de la casa. Los árboles y las cercas de madera no dejaban ver el horizonte. Él, después de que había dado y recibido los abrazos de la tía y de una muchacha con dos niños que estaba ayudándoles por esos días, y de haber saludado al tío enfermo, se había sentado en una silla de plástico, y mientras le ofrecían algo de tomar miraba hacia el occidente de aquella edificación.
Aunque era una casa en el campo, le sorprendió la sensación de encierro. No escuchó por ningún lado el ladrido de los perros como tampoco los sonidos del glugluteo de los pavos.
—¿Y los perros?
—Uno de ellos se atoró y al otro le entró como el gusano. El último parecía con peste. Los tres se enfermaron cuando llegaron aquí.
La tía daba estas explicaciones sin salir de la cocina. Era una conversación a través del muro de ladrillo. Después apareció con un plato y, en su interior, pedazos de melón.
Mientras saboreaba la fruta, el sobrino pudo ver un gallo de gran porte, amarrado de una de sus patas con una cuerda de fique. El gallo iba y venía, tropezando, en un pequeño espacio alrededor de un guayabo altísimo.
—¿Y ese gallo?
—Ese lo trajimos de Capira. Tocó amarrarlo porque se ha tratado de volar varias veces —fue la respuesta de la tía—. El otro día casi no lo encontramos.
El sobrino se percató de que hacía abajo había un antiguo rancho para descerezar el café y una alberca fracturada. Al lado pudo observar otra casa llena de trastos viejos. Esas construcciones estaban abandonadas. Hacia la izquierda había unos pocos árboles de limón y pasando la cerca un naranjo agrio.
—Menos mal que aquí estamos cerca del pueblo —dijo la tía recogiendo el plato.
El sobrino dio las gracias y se puso de pie. Poco a poco empezó a recorrer la casa. Después le pidió a su mujer que lo ayudara a entrar unas cajas con un mercado que habían traído como presente y ayuda para el tío enfermo. Este era un ritual que el sobrino se sabía de memoria desde cuando niño iba a pasar vacaciones en Capira. Pero esta vez, las cajas permanecieron en un rincón, silenciosas, guardando en su interior la alegría de la sorpresa. Después el sobrino volvió al cuarto donde estaba postrado el tío enfermo.
El tío lo reconoció pero sus ojos ya estaban marchitos. Trataron de establecer una conversación pero las dos dentaduras postizas se negaban a obedecer la voluntad exánime del viejo. Noventa años y el Párkinson habían minado a este hombre, uno de los últimos habitantes de esas tierras ricas y prolíficas en café, en piña y en maíz. El sobrino le agarró los brazos y pudo notar que las manchas se habían multiplicado. Ya tenían la misma textura de las manos de la tía, aquella mujer que de tanto lavar al sol había adquirido esa tonalidad café oscura en su piel. Después le acarició el cabello; un cabello del mismo color del de su padre. Ese gesto hizo que el sobrino recordara los últimos días de su viejo, cuando en situación semejante, él trataba de ayudarle a mitigar su dolor o de servirle de caporal para entregarle la moneda al barquero, a ese que conduce la canoa hacia los confines de la eternidad. Aguijoneado su corazón por esa imagen, aprovechó que su mujer entró a saludar al enfermo y se retiró hacia el pequeño patio interior.
Uno de los hijos de la muchacha que les ayudaba al par de viejos, una niña no mayor a siete años, lo miraba con curiosidad. El otro niño, corría de lado a lado, saboreando una colombina gigante que le habían llevado de regalo. La niña circundaba al sobrino sin decirle nada. El sobrino dejó el patio y caminó hacia la entrada de la casa. Abrió la puerta que daba a la carretera y pudo ver al frente un barranco escarpado. Ningún vehículo pasó durante esos minutos. Allí se estuvo un tiempo tratando de esconderse del agobio de su memoria. Pero los recuerdos se juntaron con unas gotas de lluvia y prefirió cerrar la puerta y volver al patio.
—Por agua aquí si no hay que preocuparse —dijo la tía.
El sobrino entró a la pequeña cocina y observó el sancocho que les estaban preparando. Ese era otro ritual. Pero no sintió el olor y el crepitar de la leña o le pareció que ese ambiente no tenía el ronroneo de los gatos o el arrullo de las palomas. Súbitamente descubrió que faltaba el humo. No había humo en esa cocina y por eso le pareció que al sancocho le faltaba un ingrediente esencial.
—¿Y cómo siguió de su pie?
La mujer, mientras revolvía una vez más el sancocho, le contó al sobrino sobre su mejoría. La llaga que se le había complicado en el pie izquierdo y por la cual había tenido que abandonar meses atrás a su esposo y las tierras de Capira, ya parecía haber cicatrizado. Una leve estela morada quedaba en el empeine como recordación de aquella enfermedad.
—Estuve a esto, de perder mi pie. El poder de mi Dios y la ayuda de ustedes fue lo que me salvó.
El sobrino dejó la cocina y volvió a la silla. Se sentó y empezó a tener esa doble lucha de los recuerdos. De un lado estaba la imagen de su padre agonizante; de otra, la evocación de la tierra de su infancia. Los dos recuerdos parecían colosos en una contienda épica. La lluvia arreció y, con ella, la incisiva punzada de las evocaciones. Ninguna de las personas allí presentes podía ver esa contienda. Sólo el sobrino, sentado ahí, “no había zinc; las tejas no eran de zinc”, miraba con tristeza cómo una gallina, resguardándose debajo de un alero, era salpicada por las gotas de lluvia. “Las gallinas cuando llueve se tornan absortas”.
—Aquí está un adelanto —dijo la tía, entregándole otro plato.
Eran dos plátanos maduros asados. Y al lado de ellos una porción de pollo frito. Otro ritual. El sobrino agradeció las manos acuciosas de la tía, y cuando mordió el primer bocado de aquel alimento sintió que la memoria le seguía hiriendo su pasado. Ese sabor. Los plátanos sí sabían igual. Era el mismo sabor. Idéntico. Era el mismo sabor de los que le hacía la abuela “Ñoa” cuando él de niño estaba de vacaciones; el mismo sabor… la misma sensación exquisita. El mismo sabor de los que aún le preparaba su madre… Y la exquisitez de ese pequeño manjar se acentuaba al combinarlo con el sabor del pollo frito. Así fuera diminuta la porción.
—No había sino esos dos platanitos— dijo la tía, al ver el gusto con que el sobrino disfrutaba el pequeño bocado.
Y el sobrino dijo que no importaba, pero su memoria veía en el patio de la casa paterna, o en el patio de la casa de la Laguna o en el patio de cualquier casa de los habitantes de la antigua Capira que sobraban los plátanos. Que los cardenales, las mirlas y los azulejos los picoteaban hasta la saciedad, y que a ningún trabajador se le negaba su gajo de plátanos, y que abundaban las cachaqueras, y que una casa campesina sin cachaquera no es una casa digna, “¿y dónde está acá la cachaquera?, y que ese manjar era lo primero que se empacaba cuando él de niño volvía de las vacaciones, y que debía tener cuidado con la leche del plátano, porque mancha… Pero el alma del sobrino ya estaba manchada por esas historias, y esas enormes hojas de plátano ondean de manera hermosa cuando el viento las mece o sirven de sombrío cuando en medio de la nada se desgaja un aguacero….
Ahora arreciaba la lluvia. Ya era hora del almuerzo. Se improvisó un pequeño comedor y la visita se dispuso a compartir el sancocho. La charla se centró en la pasada hospitalización del tío y en las peripecias de esta enfermedad que desdibuja el pasado y merma las fuerzas hasta la postración.
—Él ya no puede levantarse. Toca para todo ayudarlo.
La tía permanecía al lado de los comensales compartiendo un alimento de palabra. Su voz estaba alterada por el llanto y se aferraba a su fe como una muleta poderosa.
—Mi diosito es el que me ha dado fuerzas.
El sobrino escuchó las risas de los dos niños que seguramente jugaban en otra habitación. Era solo la visita la que estaba almorzando en la mesa. La tía se mantuvo de pie acompañando a los comensales, invitándolos a repetir. El sobrino comió poco. Dentro de sí un malestar extraño le había mermado el apetito.
—El que vino a visitarnos hace poco fue Jaime con Campoelías…
Los nombres le sonaron familiares al sobrino pero no indagó en mayor información sobre el asunto. Apuró la última cucharada del sancocho y terminó el arroz. La yuca no le supo bien. Estaba dura. Muy dura. Dejó una de las presas del pollo y le sugirió a la tía que la juntara al “fiambre”. Ese era otro rito al cual se había acostumbrado el sobrino y los otros familiares que desde muchos años atrás vivían en Bogotá. Siempre que viajaba a Capira, siempre que regresaba de allá, las tías o la abuela, le preparaban un fiambre en el que había pollo frito, yuca, plátano, carne de cerdo frita y arroz. Arroz atollado, como le dicen los campesinos a ese arroz que incluye además de la alverja seca, la zanahoria y la papa en cuadritos, las menudencias picadas del ave. Ese fiambre era para traérselo a los otros familiares de la capital. Y ese presente se envolvía en hojas de plátano, soasadas previamente para hacerlas más maleables y para darle a tales alimentos un sabor inconfundible. ¿Pero dónde iba a conseguir la tía ahora con esa lluvia una hoja de plátano para envolver dicho fiambre?
—Yo he pensado que si Ulises muere —dijo la tía, empezando a recoger los platos— lo mejor será empacar mis trapos e irme para Cambao. Al menos allá tengo familia.
El sobrino tuvo con esas palabras una revelación. La tía no volvería a las montañas de Capira. Ella, en su corazón, ya había dejado atrás los caminos y los aguacatales, los guásimos y el canto de los pájaros, ella ya no quería volver atrás para escuchar por la noche el croar de las ranas y el sonido adormecedor de los grillos. Y al decir esas cosas, al hacerle esa confesión al sobrino, la mujer estaba señalando también que el último de los habitantes de Capira tampoco podría ver de nuevo su tierra natal. Y que Caracolí, La Guásima, La Ceiba, los cultivos de maíz y de yuca, al igual que los potreros y las palmeras eran cosas del pasado. Que al tío lo único que le quedaba eran las manos caritativas para ayudarlo a levantar y darle de comer.
—¿Y quién va a cuidar de la casa?
La pregunta del sobrino se encontró con la espalda de la tía. Ella volteó la cabeza y haciendo un gesto de preocupación o asombro le manifestó su incertidumbre.
—Sé que por allá está Don Manuel. Ahí me pidió permiso para echar unas reses. Pero que debía primero desmontar ese potrero. No sé qué hacer…
Cuando la tía hacía esas preguntas, el sobrino sabía que ofrecer un consejo era una especie de primeros auxilios para la mujer. Don Manuel era un vecino de una finca cercana y durante el tiempo de salud del tío había tenido negocios en compañía y cultivos en común. Después, con la larga enfermedad del tío, se mostró solidario y fue, por decirlo así, la gran ayuda para la anciana mujer, sola y enfrentada a la dureza de esas tierras.
—Lo importante es no dejar enmontar esos potreros o dejar que se caiga la casa.
La respuesta del sobrino salió más de su corazón que de su boca. Desde que había llegado a esa casa de puertas rojas se sintió extranjero. Él lo que anhelaba era llegar a la casa de sus mayores, a la casa de patio amplio, a la casa rodeada de totumos y naranjos, “¿y el avión, el totumo que era un avión cuando jugaba de niño, dónde está?”, a la casa de puertas pintadas de color naranja. La casa que se divisaba desde el camino real, la casa blanca y de teja de zinc, la casa donde había transcurrido buena parte de su infancia. Por eso la respuesta salió más como una súplica que como un consejo. Porque el sobrino no quería que el olvido sepultara al marañón que lo había salvado de una bronquitis perniciosa, y menos a la primavera que abría sus ramas como si fueran brazos para el que llegaba, ni a los guanábanos ni a los mirtos que eran la antesala de la extensa platanera que bajaba hasta la mata de guadua y de ahí seguía, interminable, hasta la arboleda virgen de Aguasclaras.
—Lo mejor será decirle que desmonte y luego él mire qué puede darme por el alquiler de esos potreros.
La tía concluyó esa frase de manera triste. Era la respuesta de una mujer sola, sin fuerzas. De una mujer que sin un hombre fuerte a su lado ya se sentía sin esperanzas. La tía respondió como aprenden a ir contestando los viejos asediados por la evidencia de la resignación.
—A eso de las dos nos vamos —anunció el sobrino—. Para evitar que nos agarre el trancón a la entrada de Bogotá.
La afirmación cogió a la tía con los últimos platos del almuerzo. Ella dijo a los invitados que no había de qué preocuparse. Que ya no tenían las angustias de antes, cuando debían salir con varias horas de anticipación para llegar a la carretera. Pero al sobrino le pareció que la mujer no entendía bien el asunto: que cuando él iba a Capira lo bueno era precisamente bajar y subir montañas, sentir la brisa en su cara refrescándole el sudor, ir siguiendo las pistas de su memoria entre los árboles y las piedras de los diversos caminos. Que a él no le importaba la comodidad sino ese esfuerzo por llegar a la cima, a donde vivía la señora Josefina y ver, al fondo, el sinuoso río Magdalena, y apreciar las caderas de la montaña de Lomalarga y adivinar allá, entre el follaje espeso, la casa de puertas naranja, y constatar el humo saliendo entre los árboles y observar, más al fondo, las palmas, y escuchar una y otra vez el ladrido de los perros. Eso era lo que le fascinaba de sus viajes a esta tierra magnífica.
—Pero es mejor irnos tempranito.
El sobrino volvió a instalarse en la silla de plástico. Alrededor de él comenzaron a desfilar varias mujeres. Los niños estaban ahora almorzando en una pequeña mesa que estaba hacia la mitad del patio interior de la casa. La niña comía por etapas, sin perder de vista al sobrino. Un camión de juguete, al que le faltaba las ruedas delanteras, estaba tirado al lado de un canasto. La lluvia amainó un poco. El sobrino se levantó para ir a visitar nuevamente al tío enfermo.
Entró a la habitación y volvió a tomar entre sus manos los brazos del tío. El viejo adivinó que era un gesto de despedida. El sobrino sacó un dinero para regalarle. El tío le dijo, con señas, qué cuanto era. El sobrino le dijo el valor del billete varias veces. El tío le agradeció y, como en los viejos tiempos, guardó ese dinero en el bolsillo de la camisa. Luego volvió a palpar con las manos temblorosas el bolsillo varias veces, como para tener la certeza de que ahí, al lado de su corazón, quedaba ese dinero.
—Cuídese tío.
Después de los abrazos de despedida, del llanto ritual de la tía, el sobrino y la comitiva se acomodó en el automóvil. La llovizna menuda también estaba presente en ese otro ritual. El sobrino volvió a mirar a la tía y a la muchacha que les ayudaba en las labores de la casa. Se detuvo por unos segundos en los niños. Ellos también se despedían moviendo las manos. El más pequeñito seguía chupando la enorme colombina.
Determinados cuadros nos gustan o nos interpelan por la composición, el colorido o la temática. Están de igual modo, aquellas obras que la crítica de arte ha ido convirtiendo en referentes obligados de un autor, un estilo o una época específica. Y hay también cuadros que nos seducen por la manera como el pintor plasmó en ellos una convicción religiosa. Me refiero al lienzo “La sombra de la muerte” de William Holman Hunt.
El cuadro está centrado en la figura de Jesús, el Jesús histórico. Recrea la imagen de un hombre, hijo de un carpintero, quien después de hacer su faena diaria toma un tiempo para hacer la oración vespertina. Tiene los brazos en alto, en la actitud de orar de los orientales, y realiza este gesto en su entorno habitual, en medio de los útiles del carpintero. Hasta aquí no hay nada extraordinario. Quizá la minuciosidad con la que Hunt pinta los objetos y el ambiente; de pronto, el esmero con que el artista inglés detalla las prendas de vestir y cada uno de los elementos del taller. Sin embargo, lo que llama la atención es la sombra que proyecta este cuerpo de torso desnudo sobre la pared del cuarto. Observamos cómo la penumbra de los brazos en alto del carpintero parece adherida a una tabla en la que están organizadas las herramientas de su oficio. La sorpresa que produce esta sombra es semejante a la de la mujer del cuadro que, de espaldas al espectador, se admira de aquel hecho fortuito.
La sombra, lo sabemos por Jung, tiene una relación profunda en nuestro psiquismo con lo aplazado, con aquello que forma parte esencial de nosotros y, sin embargo, no asumimos y, por alguna razón, hemos postergado o eludido de manera inconsciente. Esta carga simbólica de la sombra se hace más fuerte en la pintura porque ella hace las veces de premonición, de vaticinio sobre la vida de Jesús. Hunt aúna tres tiempos en este cuadro: el pasado de las profecías, el presente de un momento cotidiano de plegaria y el futuro de la pasión de Cristo. De allí proviene la sorpresa y esa es quizá la causa de la fascinación de esta obra.
Es claro que este efecto no es posible sin la perfección buscada por Hunt y “La hermandad” de los prerrafaelistas. El ideario de estos pintores ingleses se puede evidenciar en los colores puros empleados, en el tratamiento concienzudo de los detalles y en un esfuerzo por evitar el claroscuro. Fue ese afán de percibir la realidad sin cortapisas lo que llevó a Hunt a viajar y vivir en Jerusalén y entrevistar a viejos carpinteros de Belén para tener datos de primera mano sobre las herramientas tradicionales y sobre el ambiente con los cuales lograra dotar su lienzo de un realismo capaz de suscribir las ideas de John Ruskin: “captar las cosas es aprender a experimentarlas directamente”. Pero no fue solo eso. También cuenta la carga simbólica y alegórica con que Hunt llenó de indicios su obra: el arco de una de las ventanas hace las veces de aureola sobre la cabeza de Jesús; están al fondo del cuarto las cañas que podrían prefigurar el cetro usado como vejamen; sobre una repisa hay dos granadas, símbolo de la pasión, y está la cinta de color escarlata que preludia la corona de espinas. Estudiosos como George Landow ha inferido que la mujer de espaldas es María, la madre de Jesús, y que la revelación de esa sombra es como una segunda “anunciación” sobre el destino de su hijo. Todas estas alusiones y el trabajo del artista sobre la luz coadyuvan para crear una escena realista y hondamente simbólica.
Según William Gaunt, en su libro El sueño prerrafaelista, “el espíritu pío de los nazarenos alemanes se reveló de manera exaltada en Hunt”; lo que anhelaba este pintor era “ser fiel tanto a la religión como a la naturaleza”. Se trataba de una fe profunda, de un misticismo, del cual dan cuenta otras de sus obras, como “La luz del mundo” y “El chivo expiatorio”. Aunque es en “La sombra de la muerte” donde Hunt mejor expresa su convicción de que al pintar cumplía con “un deber religioso”. No obstante, más allá de estos asuntos personales, lo que sigue interpelándonos hoy de esta pintura ―al menos para mí― es el poder revelador de la sombra, el papel insinuante de ese símbolo sobre la vida o el destino de un hombre. Es posible que, como en este cuadro de William Holman Hunt, muchas de nuestras actuaciones diarias proyecten una penumbra sobre nuestro futuro, invisible para nosotros, pero sorprendente y legible para los demás.