
El poeta cucuteño Eduardo Cote Lamus.
Una vez tendido le dio por morirse como
antes le había dado por vivir,
El poema inicia con una situación o un estado preliminar: “una vez tendido”. Interpreto, de una vez, que el poeta se refiere al cadáver, al difunto. Y que lo que viene después es el encuentro con la muerte como tal. Pero eso otro que pasa después de estar “tendido” no es algo inesperado o temeroso, sino una decisión, un acto de voluntad. Morirse, entonces, es tanto como vivir. Una tarea, si se quiere, de determinación interior. Esa resolución se ve corroborada en los siguientes versos:
por talar los eucaliptos y hacer la casa
Luego no se trata de dejarse morir o de esperar la muerte, sino de afrontarla como un trabajo para el cual se requiere fuerza, maña y dedicación. La muerte es otra de las tareas que hay que cumplir en esta vida, así como forjarse un techo o tener un trabajo. Por supuesto, esta disposición para asumir la muerte corresponde a una convicción:
y se echó a morir porque sabía
que de esa no pasaba.
Esa certeza nace de una sabiduría anterior: la muerte es algo que no podemos evitar o, mejor, es un vado imposible de sortear; por ahí pasa nuestro estar en este mundo. No hay modo de eludirla o sacarle el cuerpo. Entonces, lo mejor es asumirla como otra de las tareas o los trabajos que llevamos a cabo mientras vivimos.
Acaso, cuando los bueyes se cansaron
de arar, ¿no se había puesto alguna vez
en la nuca y en los hombros la coyunda?
Los siguientes versos corroboran lo dicho. Ese “acaso” señala que la nueva tarea de morir se asemeja a otra pretérita, como aquella de ponerse el yugo parar ayudar a labrar la tierra. La muerte es una faena a la que hay que ponerle los hombros. Pero, además, es una tarea que no puede aplazarse, que no puede dejarse para después. Eso, precisamente, nos dice Cote Lamus a continuación:
Y la tarea quedo cumplida mucho antes
que la sombra, ya que las estrellas.
Pareciera como si una vez “tendido”, apenas se fuera cadáver, se tuviera que iniciar ese quehacer con el morir, cumplir ese nuevo oficio antes de que nos coja la noche. No es un asunto para dejar incompleto o para el otro día, ni es un oficio para terminar de cualquier manera.
Tenía que terminar también su asunto
a cabalidad y como fuera.
Hasta aquí la primera estrofa del poema. La segunda, subraya esa resolución de enfrentar el morir como otra labor más, como otro oficio de campesino:
En su mano derecha la firmeza
como empuñando un arma
o dirigiendo el surco
Salta a la vista: no se puede ser indeciso o perder el rumbo cuando se enfrenta uno a la faena del morir; no nos puede temblar el pulso ni debemos perder la orientación.
o trazando
el círculo de su vida, cerrado,
arbitrario, pero tan propiamente suyo
Porque morirse es tanto como terminar de dibujar el círculo de la vida, y tenemos que tener buen tino para que los puntos coincidan, para que la figura aunque “arbitraria” no pierda la marca de nuestro estilo. Más aún, debemos tener firmeza porque los rasgos de ese dibujo deben parecerse a las cosas que nos son propias:
como el bastón de tosco palo,
como el sombrero o los zapatos
o la ropa que llevaba, que ya era suya,
hecha por él, como sus actos.
Morir, entonces, debe asemejarse a lo que somos o fuimos en vida. No es una irrupción o una fractura al curso natural de lo vivido, sino la continuación de una forma de ser o una manera de actuar. La muerte debe tener nuestro sello, debe rubricar nuestro temperamento o nuestro carácter. De allí porqué el tercer párrafo:
Su mayor riqueza consistía en ver los potros
galopar libres bajo el ancho cielo
o enlazar alguno con certero silbo,
marcarle el anca y darle nombre,
un nombre fácil: Cascofino, Dulcesueño, El Palomo,
enjalmar la mula, hablar de las heladas.
Morir es algo cotidiano. No es una tarea excepcional sino algo corriente. Hasta diríamos un asunto sin dramatismos. Algo natural y de todos los días. Mejor aún: podría pensarse que la muerte, al menos el morir de este ser al que se refiere Cote Lamus, es algo sencillo y humilde.
La cuarta estrofa se abre con un verso que pone en tensión las tres anteriores:
La tierra vino a él mas no en su ayuda.
A ese campesino, a ese hombre habituado al arado y al campo, a los caballos y a las heladas, su elemento cotidiano se le resiste para esta nueva labor. El verso genera un contraste. Al campesino se le opone esta vez la misma tierra. Quizá para señalar que para la tarea de morir, aunque sencilla y cotidiana, aunque nada dramática o excepcional, se requiere también un esfuerzo. Diríamos que el poeta va un paso atrás para describir la agonía. Ese momento intermedio en el cual necesitamos tanta fuerza como la requerida para forjar una herramienta de labranza. Porque además estamos solos, porque no están los conocidos que nos den aliento, porque somos preguntas sin respuestas:
Y decía palabras, preguntaba
por amigos que allí no se encontraban
y de sus brazos que iban y venían
como alentando el fuego del herrero
de su propia existencia, le caía
fuerza, sudor como yunques, dominio;
No cabe duda. Para empezar ese trabajo del morir se requiere fortaleza, reciedumbre. Y el sudor que nos produce tal obra de asumir la muerte se asemeja a aquel otro que se desprendía del cuerpo cuando enfrentábamos la dureza de la vida. Y hay otro punto: la agonía –en cuanto tarea con ese nuevo campo de labranza que es la muerte–, también es un ejercicio de dejar caer lo que ya fuimos.
desde sus brazos le caían los días
que vivió, uno a uno, a borbotones.
La estrofa que sigue vuelve a subrayar la situación inicial planteada en la primera estrofa del poema. La muerte como una decisión personal, como una resolución:
Pero murió porque le vino en gana,
Sin embargo esta tarea, escribe Cote Lamus, es una diligencia por cumplir o realizar en otro lugar. En otra parcela. Allá, donde seguramente reaparecerán los seres que perdimos en nuestra vida, y que seguirán ofreciéndonos los mismos alimentos, la misma ternura y los brazos abiertos de la espera cuando retornábamos del trabajo cotidiano.
porque tenía que hacer del otro lado
junto con su mujer, la que le tuvo
los días listos para su trabajo,
dulzura en la mañana, el pan servido
al alcance del corazón, la ventana abierta
cuando volvía hecho trigo de los campos.
La sexta estrofa se coloca en una dimensión diferente. Ya no se trata de cantar ese encuentro con la muerte o ese momento de la agonía; ahora el poeta se distancia de la escena y como un narrador épico relata un acontecimiento memorable. Y lo hace sabiendo que el difunto no necesita tal relato:
Yo no te cuento pero debo contarte:
te llevamos a una casa con amigos
del alma, te acompañamos, ya lo sabes,
Los versos hacen un recuento de los pormenores del entierro. Desde el momento en que se vela al difunto, entre amigos, hasta el otro día del sepelio. Sin embargo, no se trata tampoco de una inhumación cualquiera:
y al otro día tuviste tres entierros
como te correspondía: en la mañana
te llamabas más Pablo aún, respondías
más a tu nombre: eras silencio.
El tono elegíaco halla su mejor camino. El nombre se convierte en un símbolo. Ese entierro es progresivo a los momentos del día: la mañana para el primer nombre del finado, Pablo; un nombre humilde, un nombre cercano, suponemos, al carácter silencioso del progenitor. Después, cuando de la casa campesina empieza el recorrido hacia el pueblo, cuando se lleva “en guando” (en angarillas) al difunto, el poema habla de ponerlo en “las manos de otros recuerdos”, de otras personas que querían ayudar a llevarlo. Tal vez por eso la “tierra era tan cercana”. Pero al empezar a subir aún más, cuando las cuestas de las montañas exigen el cobro de su agreste forma, ese cuerpo aumenta de peso. La tierra se hace piedra porque ya no está suspendida en el aire sino metida en el corazón de los dolientes. Y el peso de la pérdida de nuestros seres más queridos se nos hunde pecho adentro:
Por el aire te pusimos en las manos
de otros recuerdos, y tu tierra era entonces
tan cercana. Río arriba, entre los climas,
te nos hiciste piedra en el pecho,
te nos ibas hundiendo pecho adentro
porque tú estabas en él y te nos ibas.
La estrofa siguiente continúa el recorrido épico. El muerto entra a Pamplona pero no de cualquier manera; hay algo digno en esta última entrada No es un cadáver indeterminado; la evocación de “como si lo hubieras hecho a caballo” refuerza esa majestuosidad anterior, ese brío tan característico del caballista enérgico:
Entraste a Pamplona como si lo hubieras hecho
a caballo: tomamos el potro de las bridas
y descabalgaste igual que siempre, entre cipreses.
Ya tendido, seguramente en ese espacio de la velación, el poeta –para mantener la grandeza de lo elegíaco–, coloca al muerto en un lugar superior, en un pedestal al cual no se puede acceder con facilidad. De allí por qué el nombre de Pablo ya no sea suficiente; ahora es necesario otro nombre: Antonio, es decir, el inestimable, el digno de alabanza:
Como estabas muy alto tus hermanas
no podían verte y una de ellas trajo una banqueta
sobre la que subieron y te llamaron Pablo Antonio,
te nombraron paulinamente Pablo entre las lágrimas.
No obstante, la reiteración del último verso: “paulinamente Pablo”, además de evocar cierta remembranza de trato familiar, vuelve a recalcar el primer nombre: humilde, pequeño, sencillo. Por supuesto, él ya no puede responder al llamado de sus hermanas. Continúa siendo simplemente Pablo: el silencio.
Pero estabas de espaldas como un río.
Lo que viene después es el recorrido hacia el cementerio. Una vez más hay que subir la montaña y el peso sigue en aumento: la piedra se hace plomo. Pero tan sólo durante un tiempo, porque luego, como si el muerto se acordara de su antigua condición de trabajador dispuesto e incansable, se suma él mismo a la cuadrilla de personas que cargan su ataúd.
En la cuesta tu cuerpo se hizo plomo:
poco después el peso fue liviano
como si hubieras tú metido el hombro
y te llevaras a enterrar tú mismo.
El poema abre la décima estrofa cerrando el periplo del entierro iniciado en alguna casa campesina. El que trabajaba la tierra vuelve a ella. Pero fuera de las flores y la ternura que acompañan el entierro de tal difunto, Cote Lamus suma al muerto otras pertenencias: todas ellas relacionadas con lo más querido de la infancia o con lo más preciado de un oficio o un modo de vivir:
Te colocamos con cuidado, con flores, con ternura.
Yo creo que tenías entre tus manos
una cuerda y un trompo y una espiga
y un rumor de mucho cielo en tus oídos.
Hay que advertir en que el difunto ya sabe esas cosas, pero el poeta insiste en contárselas. Porque sólo el recuento hace épica esa cotidiana anécdota de la muerte de un ser querido. El cuadro de la inhumación se completa con los dolientes que acompañan el sepelio, cada uno delineado con un rasgo sencillo, con una característica tanto más distintiva de cada uno ellos cuanto del modo de relacionarse con el muerto:
Sabes muy bien lo que te cuento
pero te lo digo. Estaban
con el sombrero en la mano
a pesar de la llovizna
todos los que te querían:
el que te vendía la carne,
el que te compraba el trigo
y el hombre de azadón que respetabas.
Once estrofas llevamos hasta ahora de la elegía. Adentrémonos en las tres últimas.
¿Hallaste allí la paz? Es mi pregunta.
Mas yo no debo preguntarte nada.
El primer verso de la duodécima estrofa hace una imprecación, típica de las elegías: “¿Hallaste allí la paz?”; es como si ya enterrado el padre, Cote Lamus interrogara a la eternidad. Pero, verso seguido, el mismo poeta sabe que no debe hacerle esas preguntas, porque la paz verdadera no sería para aquel muerto la tranquilidad definitiva, el no hacer nada, sino el afán y el agite con lo cotidiano; porque más que la muelle paz de los estáticos terrenos de la muerte, lo que el finado preferiría serían las parcelas arduas de la vida:
Tú no querías la paz sino la dura
tierra para sembrar, el aire para
vencer con árboles, cosas difíciles.
El cierre de la elegía confirma esta interpretación. Después de toda una vida, aún de cara a esa otra dimensión de la muerte, lo que su padre fue en verdad y lo que seguirá siendo, es un campesino. Un campesino decidido y fuerte, un campesino enérgico o, como decían nuestros mayores para referirse a un ser íntegro en sus actos y sus palabras, un hombre de “una sola pieza”:
Viejo campesino. Padre mío,
en palabra y en acto igual que el hierro:
tan de una vez, tan para siempre:
viejo de a caballo, viejo macho.
Los dos últimos versos, a la manera de un epitafio, tallan o esculpen esa identidad humilde del padre con su nombre. Al término de su vida fue sólo un ser modesto. Y su grandeza, si hubo alguna, consistió en no perder esa estirpe de campesino. En ser más Pablo que Antonio.
Pablo eras no más y Pablo somos.
Padre, qué poco Antonio te llamabas.