Lograr que mi voz dialogue con las voces del pasado: ese es el objetivo principal de los argumentos de autoridad. Hallar esas citas-puente con la tradición, convocarlas para que resuenen en el salón de nuestra apuesta argumentativa es lo fundamental y lo más difícil cuando las traemos a nuestro ensayo.
Suele pasar que esas voces no son fáciles de encontrar. Pueden estar escondidas bien adentro de un libro o dispersas en múltiples fuentes de una biblioteca o una base de datos. A veces, ayuda leer con cuidado las tablas de contenido de las obras, porque en los subtítulos es posible que asome su cabeza un asunto relacionado con nuestra tesis. Así se ahorra tiempo, aunque no siempre el resultado sea exitoso. De igual modo, y esa es una ayuda de los tiempos de internet, si sabemos usar los motores de búsqueda (si al tema de nuestro interés le sumamos la partícula PDF, por ejemplo), es probable que descubramos una cita o una frase que esté en consonancia con nuestro planteamiento. Desde luego, hay que leer muchos de esos artículos, de esas otras referencias para encontrar una “pepita de oro” que cobrará su valía en el ensayo. Y si la búsqueda es fallida, podemos aún capitalizar la bibliografía utilizada por el autor o mencionada en el artículo. La clave, en consecuencia, es no dejarse derrotar o claudicar a la primera pesquisa malograda.
Es claro que ubicar un argumento de autoridad requiere aumentar nuestro capital cultural. Si poco leemos, si no somos inquietos y curiosos, si apenas nos enfocamos en un área del conocimiento, lo más seguro es que andemos a tientas o totalmente apabullados, como si estuviéramos buscando una aguja en un pajar, al decir de los dichos populares. Así que, si el tema objeto de nuestro ensayo es relativamente nuevo para nosotros, mayor deberá ser la persistencia y más amplio el campo de detección de nuestra mirada. Las citas más útiles son visibles únicamente para los que ya han habitado o transitado un tema.
Un problema posterior, cuando ya tenemos en las manos esa voz que nos respalda, es la de saberla ubicar en nuestro ensayo. Ese acople no puede ser atropellado o sin precaución. A la voz que hemos conseguido debemos prepararle un lugar en nuestro espacio discursivo. En algunas ocasiones, un conector es la mejor forma de recibirla o de darle la bienvenida; en otros casos, resulta eficaz redactar un contexto o un encuadre para que la frase seleccionada entre en consonancia con las otras ideas que la preceden. Y siempre será necesario, una vez incluida la cita, apropiarla o retomar lo medular que ella nos aporta para nuestro escrito. En cortas palabras: la cita no puede quedar huérfana o solitaria dentro del párrafo.
Hay que decir acá que dependiendo del escenario de nuestro párrafo, así será la dimensión de la cita de autoridad encontrada. En ciertas ocasiones, ella podrá retomarse tal y como la descubrimos en un texto; en otras, será necesario omitir alguna parte, para que encaje mejor con nuestros planteamientos. Y cuando no sea posible que la cita entre cabalmente en nuestro ensayo, será conveniente parafrasear la idea allí expuesta, dando –por supuesto– crédito al autor. El parafraseo es un recurso extremo cuando la cita de autoridad es muy valiosa para nuestro texto pero la forma como está construida no armoniza con la línea melódica de nuestra escritura.
Resulta oportuno subrayar la utilidad de los conectores lógicos para que las citas no queden desarticuladas o desconectadas dentro de un párrafo. Pero no es un asunto de incluir cualquier marcador textual, no todas las bisagras sirven para cualquier puerta. Hay que mirar bien el lineamiento de nuestra argumentación para saber cuál conector es el más adecuado para la cita seleccionada. Digamos que dependiendo del propósito argumentativo así tendremos que elegir un conector específico. Las conexiones lógicas son el lubricante que permite la articulación entre las ideas de otros y nuestras propias ideas.
Lo dicho hasta aquí pone en evidencia el trabajo artesanal y minucioso al manipular las citas de autoridad y, a la vez, muestra la necesidad de conocer algunas técnicas de empleo para que esas voces traídas a nuestros escritos no queden fracturadas o perdidas, sino que, al combinarse con la propia voz, constituyan una verdadera polifonía argumentativa.
Hermosa paradoja la que nos plantea Walter Ong en sus reflexiones sobre la escritura[1]. Porque si de una parte, cuando escribimos “disociamos el que escribe de lo escrito”, de otra, gracias a esa misma escisión, conquistamos la perdurabilidad.
Ong retoma una afirmación del poeta galés Henry Vaughan, según la cual “cada libro es un epitafio”[2]. Entre otras cosas porque las grafías, esos signos con los cuales trabaja la escritura, no contienen la viveza y el gesto de la vida; porque son una tecnología no natural. La escritura, nos lo recuerda Ong, es artificial. Lo que hay en su interior es vida esquematizada, seca y sin posibilidad de interpelación. Y, sin embargo, de “esa rígida estabilidad visual”, de esa “mortalidad textual” la escritura se levanta como Lázaro, el resucitado bíblico, para hablarle al lector que toca su osamenta de signos[3].
Por supuesto, el acto de escribir guarda una secreta relación con la muerte[4]. Una simbiosis igualmente paradójica. El escritor sabe que cuando escribe detiene o fija la vida de sangre y nervios cotidianos. Porque de toda la diversidad de significados que goza la palabra, el escritor elige uno, solo uno, que pueda decir lo que él siente o piensa. Digamos que excluye o elimina la variedad por un afán de precisión. El escritor intuye que tal recorte es siempre imperfecto, arbitrario, pero confía en que su elección se la adecuada para lograr comunicarse[5]. Por lo demás, sabiéndose un ser finito, acepta que no puede sino entrar en el juego de las variaciones y las permutaciones de los signos. Aunque, desde luego, guarde la esperanza de que más tarde otros accedan a su escritura.
Resulta interesante, analizar por un momento, la relación entre la tecnología de la escritura y esa otra tecnología de la fotografía: las dos son técnicas para fijar el tiempo; las dos detienen la vida para revelarla más tarde[6]. Escribir y fotografiar son técnicas que, además de demandar unos útiles específicos, subrayan lo artesanal del oficio, esa tarea de capturar lo fugaz con la finalidad de eternizarlo. La escritura y la fotografía son artificios humanos para atrapar el tiempo. Pero lo paradojal de esa cacería del instante, de ese proceso de sujeción de lo que huye, no es el valor de la presa para el presente, sino la valía que adquiere después, en un tiempo futuro. Al mirar el álbum o al leer lo escrito, lo que fue retenido en el ayer se recupera, de manera indirecta, como emblema[7] o como alegoría[8].
Reiterémoslo: el escritor, retiene el tiempo, lo embalsama en signos, para devolverlo ‒esa es su esperanza‒ más tarde, mucho más tarde, cuando otros seres de carne y hueso lleguen con sus ojos curiosos a descifrar su limitada obra[9]. La escritura es, en este sentido, una tarea de alcances lentos y tardíos. Apresa la inmediatez pasajera de la vida para transformarla en una sustancia incorruptible al tiempo.
Y al igual que las inscripciones en los sepulcros, la escritura tiene “una voluntad de conmemoración”[10], para usar un término del historiador Philippe Ariès; escribimos porque deseamos celebrar o elogiar lo que de alguna manera ya no existe. La escritura, “afirma la identidad de la vida o de las personas en la muerte”[11]. Podría decirse que los epitafios europeos del siglo XIV, esos que en sus inscripciones dirigían una plegaria a los caminantes, se asemejan mucho al propósito del escritor: lograr que el lector cuando lea su escritura se detenga por un momento y evoque o rememore. Toda escritura es una “plegaria de intercesión” en el tiempo[12]. La escritura y los epitafios recuerdan, rememoran; son, de alguna manera, “una voluntad de sobrevivir en la memoria de los hombres”[13].
La paradoja es evidente: los escribas reúnen en su oficio a la vida y a la muerte. Por eso, entre sus útiles de trabajo, además de la paleta y la caja de pinceles, llevan también el pigmento rojo y el pigmento negro[14]. Recordemos que Thot, el dios egipcio patrono de los escribas, era también un dios medidor del tiempo. Thot formaba parte de los juicios de los hombres a la hora de la muerte, junto a Maat la diosa de la pluma de la verdad[15]. Entonces, la tarea de los escribas comporta esa doble condición: detener para eternizar; encarcelar al instante con el fin de liberarlo después en la plaza de la recordación. Tal vez cada signo de los escribas esté condenado a parecer una elegía funeraria[16]. Pero no entendida como una forma para invitar al llanto, sino como una festiva labor de sortear la finitud.
Notas y referencias:
[1] Véase el capítulo IV “La escritura reestructura la conciencia” en su libro Oralidad y escritura. Tecnologías de la palabra, Fondo de Cultura Económica, México, 1987.
[3] De allí por qué, en la lección inaugural de la cátedra “Escrito y cultura en la Europa moderna” del College de France, Roger Chartier afirmara que leer es “escuchar a los muertos con los ojos”, en Escuchar a los muertos con los ojos, Kanz, Madrid, 2008, p. 53.
[4] Op. Cit., p. 83. Esta relación fue una de las preocupaciones vertebrales de Maurice Blanchot, especialmente en su obra El paso (no) más allá, Paidós, Barcelona, 1994. Comenta Blanchot: “La escritura marca y deja marcas. Lo que le es confiado, permanece. Con ella comienza la historia bajo la forma institucional del libro y comienza el tiempo como inscripción en el cielo de los astros, por medio de las huellas terrestres, de los monumentos, de las obras. La escritura es recuerdo, el recuerdo escrito prolonga la vida durante la muerte”, p. 61-62.
[5] Piénsese en la etimología del término “escribir” y su relación con la raíz indoeuropea “skribh”, que significa, precisamente, “cortar” o “separar”. En Diccionario etimológico indoeuropeo de la lengua española de Edward A. Roberts y Bárbara Pastor, Alianza, Madrid, 1997, p. 162.
[6] En esta perspectiva son claves los planteamientos de Régis Debray en su libro Vida y muerte de la imagen. Historia de la mirada en occidente, Paidós, Barcelona, 1994.
[7] Cabe agregar aquí que el emblema evoca in absentia. Cotéjese el Diccionario de enciclopédico de las ciencias del lenguaje de Oswald Ducrot y Tzvetan Todorov, Siglo XXI editores, México, 1978, p. 264.
[8] Tanto la fotografía como la escritura hablan de “otro modo” de la vida que les sirvió de referencia, en este sentido, son alegóricas. Véase, Manual de retórica de Bice Mortara Garavelli, Cátedra, Madrid, 1988, p. 296.
[9] José Saramago ha insistido en ello; en una entrevista a ĺpsilon, Público comentaba: “Gabriel García Márquez decía que escribía para gustar. Es más exacto decir que la gente escribe porque no quiere morir. Ser amado por el otro no está en nuestras manos; podemos escribir para que ocurra, y luego ocurrirá o no ocurrirá. Puesto que tenemos que morir, que algo quede. No se trata de inmortalidad… eso sería un disparate. Se trata de un reconocimiento durante algún tiempo más”, recopilado En sus palabras, Alfaguara, Bogotá, 2010, p. 243.
[10] Philippe Ariès, El hombre ante la muerte, Taurus, Madrid, 1977, p. 180.
[12] Este es uno de los ejemplos de inscripciones funerarias que documenta Ariès, la de un Montmorency, muerto en 1387, y enterrado en la iglesia de Taverny: “Buenas gentes que por aquí pasáis, no olvidéis rogar a Dios por el alma del cuerpo que reposa aquí abajo”, Op. Cit., p. 187.
[14] Léanse los capítulos 5: “Alfabetización y condición social: ¡hazte escriba!” y 6: “El escriba en acción” del libro de T.G.H. James, El pueblo egipcio. La vida cotidiana en el imperio de los farones, Crítica, Barcelona, 2003. En uno de los textos de prácticas usados para enseñar a los futuros escribas se lee: “El hombre se corrompe, su cadáver es polvo. Toda su parentela ha perecido. Pero un libro conserva su memoria a través de la boca del que lo recita. Ese mejor un libro que una casa bien construida, que una tumba-capilla en el oeste”, citado por Barry J. Kemp en su obra 100 jeroglíficos. Introducción al mundo del antiguo Egipto, Crítica, Barcelona, 2005, p. 198.
[15] Sobre este punto resulta interesantísima la obra es la Richard H. Wilkinson, Cómo leer el arte egipcio. Guía de jeroglíficos del antiguo Egipto, Crítica, Barcelona, 1995. De igual modo pueden consultarse El templo del cosmos de Jeremy Naydler, Siruela, Madrid, 2003, especialmente el capítulo 12: “El final del viaje al otro mundo”, pp. 305-327.
[16] Como lo refiere Eduardo Camacho Guizado en su magistral obra La elegía funeral en la lengua española, los escritores repiten con Miguel de Unamuno: “Con cantos a la muerte henchir la vida, / tal es nuestro consuelo”, Uniandes, Bogotá, 2009, p.39.
Son recurrentes las inquietudes o preguntas que me hacen colegas y estudiantes sobre la importancia de la tesis en un ensayo. A pesar de haber escrito en varias ocasiones sobre el asunto y de mostrar ejemplos prácticos de cómo formular la tesis, considero que no sobra reflexionar una vez más sobre esta parte esencial de los textos argumentativos.
Empezaré subrayando que la tesis es una proposición o frase en la que el escritor consigna su postura frente a determinado tema. En este sentido, la tesis no puede ser el pedazo de una idea o una oración trunca. De allí también que se requiera, antes de presentarla, ubicar un contexto o la situación en la que se inscribe dicho planteamiento. La tesis, en consecuencia, necesita ser expuesta como una declaración completa sobre un tema; una especie de aseveración cabal del ensayista al vérselas con un lado de una temática.
Muy relacionado con el aspecto anterior está otra particularidad de la tesis: debe ser específica, concreta. No es recomendable redactar generalidades o divagar sobre las ramificaciones de un tema. Esto en lugar de enriquecer el ensayo, lo que provoca es que el lector se desoriente y no logre entender bien la promesa que el ensayista desea hacerle. De igual modo, el énfasis en la forma de redactar la tesis contribuye a delimitar el tema y a focalizar el punto sobre el cual se desean direccionar los pensamientos.
También he insistido en que la tesis hace las veces de una columna vertebral del ensayo. Hacia ella hay que imantar todas las ideas y desde ella deben acordonarse las otras frases o párrafos. Si el ensayista olvida esta recomendación, lo más seguro es que termine hablando de la tesis en el primer párrafo pero olvidándose de ella en los siguientes. Hasta puede suceder –y es muy frecuente– que la tesis aparezca repentinamente y luego reaparezca en otro lugar del ensayo pero sin mantener una coherencia con la macroestructura del texto. Valga de una vez decir que la tesis pone a los otros elementos del ensayo en una relación de subordinación comunicativa.
De otro lado, es esencial que la tesis sea sustancial o al menos novedosa. Para lograr esa consistencia lo primero es pasar el tema por el filtro de la meditación. Me refiero a gastar un buen tiempo pensando el tema en sus matices, viendo sus contradicciones, escudriñando sus contextos y vicisitudes históricas En esas cavilaciones el ensayo haya su mejor calidad. Pero, además, y si poco original sentimos nuestra tesis, lo mejor es empezar a documentarse, investigar, leer variadas fuentes, explorar con curiosidad de neófito en el tema. Sólo así, la tesis no terminará siendo una idea insustancial, demasiado trillada o infesta de lugares comunes.
Aunque parezca un aspecto menor, el buen uso de la puntuación es indispensable si deseamos que la tesis aparezca clara y sin adherencias de ambigüedad. Yo recomiendo que la tesis esté puesta antes o después de un punto seguido. Puede estar al inicio, en la mitad o al cierre del primer párrafo. Sé que es más contundente dejarla al final, pero es posible ubicarla en otros lugares, dependiendo de la experticia del ensayista. Lo que se debe evitar es meterla entre comas o dejarla un tanto a la deriva en cualquier sitio del párrafo. El ensayista tiene la obligación de preocuparse para que los signos de puntuación lleven al lector a precisar cuál es la sustancia o el meollo de su tesis. Sobra decir que el punto y coma –ese signo esquivo a las nuevas generaciones– es un recurso igualmente útil para darle a la tesis un escenario relevante. Señalo estas minucias porque los signos de puntuación, bien empleados, se convierten en piezas estratégicas para el montaje de la tesis.
Sirvan las anteriores reflexiones como un aperitivo del ejercicio de escritura al cual he invitado a los estudiantes de primer semestre de la maestría en Docencia de Bogotá. El tema elegido en esta oportunidad para escribir el microensayo es “la soberbia”. Confío en que en esos primeros párrafos de los diferentes maestrantes se evidencien las particularidades de la tesis arriba mencionadas.
El poema inicia con una situación o un estado preliminar: “una vez tendido”. Interpreto, de una vez, que el poeta se refiere al cadáver, al difunto. Y que lo que viene después es el encuentro con la muerte como tal. Pero eso otro que pasa después de estar “tendido” no es algo inesperado o temeroso, sino una decisión, un acto de voluntad. Morirse, entonces, es tanto como vivir. Una tarea, si se quiere, de determinación interior. Esa resolución se ve corroborada en los siguientes versos:
por talar los eucaliptos y hacer la casa
Luego no se trata de dejarse morir o de esperar la muerte, sino de afrontarla como un trabajo para el cual se requiere fuerza, maña y dedicación. La muerte es otra de las tareas que hay que cumplir en esta vida, así como forjarse un techo o tener un trabajo. Por supuesto, esta disposición para asumir la muerte corresponde a una convicción:
y se echó a morir porque sabía
que de esa no pasaba.
Esa certeza nace de una sabiduría anterior: la muerte es algo que no podemos evitar o, mejor, es un vado imposible de sortear; por ahí pasa nuestro estar en este mundo. No hay modo de eludirla o sacarle el cuerpo. Entonces, lo mejor es asumirla como otra de las tareas o los trabajos que llevamos a cabo mientras vivimos.
Acaso, cuando los bueyes se cansaron
de arar, ¿no se había puesto alguna vez
en la nuca y en los hombros la coyunda?
Los siguientes versos corroboran lo dicho. Ese “acaso” señala que la nueva tarea de morir se asemeja a otra pretérita, como aquella de ponerse el yugo parar ayudar a labrar la tierra. La muerte es una faena a la que hay que ponerle los hombros. Pero, además, es una tarea que no puede aplazarse, que no puede dejarse para después. Eso, precisamente, nos dice Cote Lamus a continuación:
Y la tarea quedo cumplida mucho antes
que la sombra, ya que las estrellas.
Pareciera como si una vez “tendido”, apenas se fuera cadáver, se tuviera que iniciar ese quehacer con el morir, cumplir ese nuevo oficio antes de que nos coja la noche. No es un asunto para dejar incompleto o para el otro día, ni es un oficio para terminar de cualquier manera.
Tenía que terminar también su asunto
a cabalidad y como fuera.
Hasta aquí la primera estrofa del poema. La segunda, subraya esa resolución de enfrentar el morir como otra labor más, como otro oficio de campesino:
En su mano derecha la firmeza
como empuñando un arma
o dirigiendo el surco
Salta a la vista: no se puede ser indeciso o perder el rumbo cuando se enfrenta uno a la faena del morir; no nos puede temblar el pulso ni debemos perder la orientación.
o trazando
el círculo de su vida, cerrado,
arbitrario, pero tan propiamente suyo
Porque morirse es tanto como terminar de dibujar el círculo de la vida, y tenemos que tener buen tino para que los puntos coincidan, para que la figura aunque “arbitraria” no pierda la marca de nuestro estilo. Más aún, debemos tener firmeza porque los rasgos de ese dibujo deben parecerse a las cosas que nos son propias:
como el bastón de tosco palo,
como el sombrero o los zapatos
o la ropa que llevaba, que ya era suya,
hecha por él, como sus actos.
Morir, entonces, debe asemejarse a lo que somos o fuimos en vida. No es una irrupción o una fractura al curso natural de lo vivido, sino la continuación de una forma de ser o una manera de actuar. La muerte debe tener nuestro sello, debe rubricar nuestro temperamento o nuestro carácter. De allí porqué el tercer párrafo:
Su mayor riqueza consistía en ver los potros
galopar libres bajo el ancho cielo
o enlazar alguno con certero silbo,
marcarle el anca y darle nombre,
un nombre fácil: Cascofino, Dulcesueño, El Palomo,
enjalmar la mula, hablar de las heladas.
Morir es algo cotidiano. No es una tarea excepcional sino algo corriente. Hasta diríamos un asunto sin dramatismos. Algo natural y de todos los días. Mejor aún: podría pensarse que la muerte, al menos el morir de este ser al que se refiere Cote Lamus, es algo sencillo y humilde.
La cuarta estrofa se abre con un verso que pone en tensión las tres anteriores:
La tierra vino a él mas no en su ayuda.
A ese campesino, a ese hombre habituado al arado y al campo, a los caballos y a las heladas, su elemento cotidiano se le resiste para esta nueva labor. El verso genera un contraste. Al campesino se le opone esta vez la misma tierra. Quizá para señalar que para la tarea de morir, aunque sencilla y cotidiana, aunque nada dramática o excepcional, se requiere también un esfuerzo. Diríamos que el poeta va un paso atrás para describir la agonía. Ese momento intermedio en el cual necesitamos tanta fuerza como la requerida para forjar una herramienta de labranza. Porque además estamos solos, porque no están los conocidos que nos den aliento, porque somos preguntas sin respuestas:
Y decía palabras, preguntaba
por amigos que allí no se encontraban
y de sus brazos que iban y venían
como alentando el fuego del herrero
de su propia existencia, le caía
fuerza, sudor como yunques, dominio;
No cabe duda. Para empezar ese trabajo del morir se requiere fortaleza, reciedumbre. Y el sudor que nos produce tal obra de asumir la muerte se asemeja a aquel otro que se desprendía del cuerpo cuando enfrentábamos la dureza de la vida. Y hay otro punto: la agonía –en cuanto tarea con ese nuevo campo de labranza que es la muerte–, también es un ejercicio de dejar caer lo que ya fuimos.
desde sus brazos le caían los días
que vivió, uno a uno, a borbotones.
La estrofa que sigue vuelve a subrayar la situación inicial planteada en la primera estrofa del poema. La muerte como una decisión personal, como una resolución:
Pero murió porque le vino en gana,
Sin embargo esta tarea, escribe Cote Lamus, es una diligencia por cumplir o realizar en otro lugar. En otra parcela. Allá, donde seguramente reaparecerán los seres que perdimos en nuestra vida, y que seguirán ofreciéndonos los mismos alimentos, la misma ternura y los brazos abiertos de la espera cuando retornábamos del trabajo cotidiano.
porque tenía que hacer del otro lado
junto con su mujer,la que le tuvo
los días listos para su trabajo,
dulzura en la mañana, el pan servido
al alcance del corazón, la ventana abierta
cuando volvía hecho trigo de los campos.
La sexta estrofa se coloca en una dimensión diferente. Ya no se trata de cantar ese encuentro con la muerte o ese momento de la agonía; ahora el poeta se distancia de la escena y como un narrador épico relata un acontecimiento memorable. Y lo hace sabiendo que el difunto no necesita tal relato:
Yo no te cuento pero debo contarte:
te llevamos a una casa con amigos
del alma, te acompañamos, ya lo sabes,
Los versos hacen un recuento de los pormenores del entierro. Desde el momento en que se vela al difunto, entre amigos, hasta el otro día del sepelio. Sin embargo, no se trata tampoco de una inhumación cualquiera:
y al otro día tuviste tres entierros
como te correspondía: en la mañana
te llamabas más Pablo aún, respondías
más a tu nombre: eras silencio.
El tono elegíaco halla su mejor camino. El nombre se convierte en un símbolo. Ese entierro es progresivo a los momentos del día: la mañana para el primer nombre del finado, Pablo; un nombre humilde, un nombre cercano, suponemos, al carácter silencioso del progenitor. Después, cuando de la casa campesina empieza el recorrido hacia el pueblo, cuando se lleva “en guando” (en angarillas) al difunto, el poema habla de ponerlo en “las manos de otros recuerdos”, de otras personas que querían ayudar a llevarlo. Tal vez por eso la “tierra era tan cercana”. Pero al empezar a subir aún más, cuando las cuestas de las montañas exigen el cobro de su agreste forma, ese cuerpo aumenta de peso. La tierra se hace piedra porque ya no está suspendida en el aire sino metida en el corazón de los dolientes. Y el peso de la pérdida de nuestros seres más queridos se nos hunde pecho adentro:
Por el aire te pusimos en las manos
de otros recuerdos, y tu tierra era entonces
tan cercana. Río arriba, entre los climas,
te nos hiciste piedra en el pecho,
te nos ibas hundiendo pecho adentro
porque tú estabas en él y te nos ibas.
La estrofa siguiente continúa el recorrido épico. El muerto entra a Pamplona pero no de cualquier manera; hay algo digno en esta última entrada No es un cadáver indeterminado; la evocación de “como si lo hubieras hecho a caballo” refuerza esa majestuosidad anterior, ese brío tan característico del caballista enérgico:
Entraste a Pamplona como si lo hubieras hecho
a caballo: tomamos el potro de las bridas
y descabalgaste igual que siempre, entre cipreses.
Ya tendido, seguramente en ese espacio de la velación, el poeta –para mantener la grandeza de lo elegíaco–, coloca al muerto en un lugar superior, en un pedestal al cual no se puede acceder con facilidad. De allí por qué el nombre de Pablo ya no sea suficiente; ahora es necesario otro nombre: Antonio, es decir, el inestimable, el digno de alabanza:
Como estabas muy alto tus hermanas
no podían verte y una de ellas trajo una banqueta
sobre la que subieron y te llamaron Pablo Antonio,
te nombraron paulinamente Pablo entre las lágrimas.
No obstante, la reiteración del último verso: “paulinamente Pablo”, además de evocar cierta remembranza de trato familiar, vuelve a recalcar el primer nombre: humilde, pequeño, sencillo. Por supuesto, él ya no puede responder al llamado de sus hermanas. Continúa siendo simplemente Pablo: el silencio.
Pero estabas de espaldas como un río.
Lo que viene después es el recorrido hacia el cementerio. Una vez más hay que subir la montaña y el peso sigue en aumento: la piedra se hace plomo. Pero tan sólo durante un tiempo, porque luego, como si el muerto se acordara de su antigua condición de trabajador dispuesto e incansable, se suma él mismo a la cuadrilla de personas que cargan su ataúd.
En la cuesta tu cuerpo se hizo plomo:
poco después el peso fue liviano
como si hubieras tú metido el hombro
y te llevaras a enterrar tú mismo.
El poema abre la décima estrofa cerrando el periplo del entierro iniciado en alguna casa campesina. El que trabajaba la tierra vuelve a ella. Pero fuera de las flores y la ternura que acompañan el entierro de tal difunto, Cote Lamus suma al muerto otras pertenencias: todas ellas relacionadas con lo más querido de la infancia o con lo más preciado de un oficio o un modo de vivir:
Te colocamos con cuidado, con flores, con ternura.
Yo creo que tenías entre tus manos
una cuerda y un trompo y una espiga
y un rumor de mucho cielo en tus oídos.
Hay que advertir en que el difunto ya sabe esas cosas, pero el poeta insiste en contárselas. Porque sólo el recuento hace épica esa cotidiana anécdota de la muerte de un ser querido. El cuadro de la inhumación se completa con los dolientes que acompañan el sepelio, cada uno delineado con un rasgo sencillo, con una característica tanto más distintiva de cada uno ellos cuanto del modo de relacionarse con el muerto:
Sabes muy bien lo que te cuento
pero te lo digo. Estaban
con el sombrero en la mano
a pesar de la llovizna
todos los que te querían:
el que te vendía la carne,
el que te compraba el trigo
y el hombre de azadón que respetabas.
Once estrofas llevamos hasta ahora de la elegía. Adentrémonos en las tres últimas.
¿Hallaste allí la paz? Es mi pregunta.
Mas yo no debo preguntarte nada.
El primer verso de la duodécima estrofa hace una imprecación, típica de las elegías: “¿Hallaste allí la paz?”; es como si ya enterrado el padre, Cote Lamus interrogara a la eternidad. Pero, verso seguido, el mismo poeta sabe que no debe hacerle esas preguntas, porque la paz verdadera no sería para aquel muerto la tranquilidad definitiva, el no hacer nada, sino el afán y el agite con lo cotidiano; porque más que la muelle paz de los estáticos terrenos de la muerte, lo que el finado preferiría serían las parcelas arduas de la vida:
Tú no querías la paz sino la dura
tierra para sembrar, el aire para
vencer con árboles, cosas difíciles.
El cierre de la elegía confirma esta interpretación. Después de toda una vida, aún de cara a esa otra dimensión de la muerte, lo que su padre fue en verdad y lo que seguirá siendo, es un campesino. Un campesino decidido y fuerte, un campesino enérgico o, como decían nuestros mayores para referirse a un ser íntegro en sus actos y sus palabras, un hombre de “una sola pieza”:
Viejo campesino. Padre mío,
en palabra y en acto igual que el hierro:
tan de una vez, tan para siempre:
viejo de a caballo, viejo macho.
Los dos últimos versos, a la manera de un epitafio, tallan o esculpen esa identidad humilde del padre con su nombre. Al término de su vida fue sólo un ser modesto. Y su grandeza, si hubo alguna, consistió en no perder esa estirpe de campesino. En ser más Pablo que Antonio.
Uno de los quebraderos de cabeza del proceso de investigación se presenta cuando llega el momento de interpretar la información analizada. Las inquietudes se multiplican y los estudiantes investigadores se sienten inseguros o, la mayoría de las veces, desorientados al momento de empezar dicha tarea.
Pensando en ellos, y hablo en particular de los maestrantes de cuarto semestre de la Maestría en Docencia de la Universidad de La Salle, he pensado que podría resultar útil indicar una serie de pasos a partir de los cuales se logre organizar y construir la etapa de la interpretación. Por supuesto, son pautas o hitos de acción que deberán adaptarse a las particularidades de cada proyecto y a las habilidades de escritura con las que cuenta cada equipo de investigación. Señalo esto porque la interpretación implica tejer, relacionar y poner en un texto, de manera coherente, diversas fuentes de información pero siempre filtradas por el juicio de los investigadores.
Así que, para no alargarnos en justificaciones innecesarias, propongo enseguida un itinerario resumido en cinco pasos para elaborar la interpretación. Esas etapas son interdependientes. Es decir, aunque se presentan en apartados separados, todas deben apuntar al mismo fin.
Primer paso: Retome el cuadro categorial y elija las categorías de primer rango (las que verticalmente ocupan el primer nivel). Observando el cuadro procure responder las siguientes preguntas: ¿qué relaciones puede establecer entre ellas?, ¿a qué responden esas categorías?, ¿cómo se vinculan con el objetivo general del proyecto?, ¿con qué autores del marco teórico –si los hay– podrían relacionarse?, ¿qué “voces” de los entrevistados cabría retomar para avalar o soportar estas primeras categorías?, ¿con qué antecedentes valdría la pena vincular tales categorías?, ¿son relevantes otros aspectos –de este mismo nivel categorial– que valdría la pena señalar o tener presentes? Enseguida, redacte varios párrafos sobre cada una de estas categorías o, si es reducida la información recolectada, escriba al menos un párrafo por cada categoría. No olvide incluir el soporte de sus interpretaciones (el remitir a las voces o a las fuentes teóricas le dará más consistencia y credibilidad a la interpretación).
Segundo paso: Terminado ese ejercicio vertical, ahora retome una de esas categorías de primer nivel y mire su desarrollo horizontalmente. Percátese de las categorías de segundo nivel y haga un ejercicio semejante al primer paso de este itinerario. Continúe de la misma forma con las categorías de tercero, cuarto o quinto nivel. Tenga presente que la profundidad de su interpretación dependerá del número de categorías o divisiones con las que esté trabajando. Procure llegar hasta el final del conjunto de categorías de cada línea horizontal del cuadro categorial.
Tercer paso: Vaya ahora a la segunda categoría del primer nivel y repita el procedimiento del segundo paso de este proceso hermenéutico. Proceda de igual forma con la tercera, cuarta o quinta categoría de primer nivel. Recurra al mismo criterio para la distribución de los párrafos. Relea permanentemente lo que escribe y revise lo que ha dicho en categorías anteriores para evitar las repeticiones innecesarias o las contradicciones flagrantes. Recuerde que el objetivo principal es dar cuenta del cuadro categorial en conjunto y, si recurre a la interpretación de partes del mismo, es para mostrar la riqueza de cada elemento con los que está compuesto.
Cuarto paso: Concluida esta primera parte lea todo lo redactado y, si la interpretación hecha responde al objetivo general del proyecto, medite en estos interrogantes: ¿qué más valdría agregar?, ¿qué cosas significativas se han quedado por fuera?, ¿qué debería advertírsele al lector para que tenga una mejor comprensión del problema, la situación o el hecho?, ¿qué ausencias, vacíos, son notorios o le llaman la atención? Deje, entonces, un párrafo (o más) para estos asuntos.
Quinto paso: Para concluir, puede ser en un párrafo o varios –dependiendo de los resultados obtenidos en su proyecto– ofrezca juicios responsables, establezca relaciones de largo alcance, descubra vínculos a nivel conceptual con el marco teórico o avizore razones o motivos no fácilmente perceptibles. Aquí es donde las discusiones entre el equipo de investigación son fundamentales para ver de manera poliédrica el asunto o el problema eje de la investigación. La interpretación, al llegar a esta fase, es altamente “especulativa”, en el sentido, de meditar profundamente sobre lo que se ha hecho de manera amplia y atreverse a delinear un mapa de comprensiones sobre los objetivos vertebrales de la investigación. Y aunque puede generar un poco de incertidumbre el saber si se va por el camino correcto, lo más indicado es hacerle caso a las intuiciones, a las inferencias, a esas “corazonadas” que son el resultado de la perspicacia de los investigadores después de estar dos años conviviendo o habitando los rincones intrincados de su proyecto.
Dos recomendaciones finales pueden ayudar a los investigadores para alcanzar buenos resultados en la etapa de la interpretación. Lo primero es entender que la interpretación brota de la interrelación entre varios aspectos, informaciones o fuentes. Hay que, por lo mismo, cotejar, trazar puentes, seguir indicios, vincular evidencias dispersas, hacer aflorar significados latentes o escondidos. En esta perspectiva, el intérprete va más allá de lo evidente.
El segundo consejo, y esta es una de las consignas de hermeneutas como Paul Ricoeur, es mantener siempre una “escucha atenta” al análisis de la información recolectada, mirando en detalle el tamizaje o la destilación hecha. Es la escucha atenta, meditada, la que permite al investigador hacer deducciones o inducciones novedosas e interesantes. Pero, además, hay que tener una “actitud de sospecha” sobre esos mismos datos. El intérprete no puede ser cándido o ingenuo cuando trabaja con opiniones, con pareceres y creencias de las personas. Siempre hay una ideología, un imaginario que subyace a esas ideas. En consecuencia, cuando se hace interpretación se entra de lleno en un ejercicio de lectura crítica.